Butterfly

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Marzo » Capítulo 27

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Houston, Texas 1972.

Hay veces en que una buena comida es mejor que el sexo.

Eso pensó Danny Mackay mientras devoraba una ración de pollo frito con patatas crujientes por fuera y blandas por dentro, todo ello mezclado con una sabrosa salsa de salchicha del campo. Un revolcón no es más que un revolcón, pensó, rebañando el plato con el último bollo y extendiendo la mano hacia el vaso de whisky Chivas. En cambio, una buena comida no tiene comparación.

Especialmente una buena comida de Texas.

—Bueno, Bon —dijo, levantándose de la mesa y desperezándose—. Ya es hora de irnos. Houston está a más de trescientos kilómetros.

Bonner se levantó de la mesa donde estaba haciendo solitarios y empezó a sacar los trajes de Danny del armario.

Danny se acercó al balcón de su habitación del hotel y contempló las blancas arenas de la costa del sur de Texas.

—Corpus Christi —dijo, soltando una suave carcajada—. El cuerpo de Cristo. Menudo nombre para una ciudad —apuró el vaso de Chivas y lo arrojó a la arenosa playa.

A Danny le gustaba aquella ciudad semitropical del golfo de México. Por eso estaba allí, para pasar una semana comprando propiedades en primera línea. Era una manera de compensar sus comienzos en las áridas regiones desérticas y su infancia en calurosos lugares sin agua. Corpus Christi le hacía evocar lejanos lugares exóticos e islas con morenas y complacientes mujeres, donde el ron fluía en cascada y los días eran como de mantequilla y las noches como de canela. Una vida libre y descansada en la que solo tenía que alargar la mano para disfrutar del sexo o de la comida. ¡Cualquier cosa que se te ocurriera en determinado momento te caía simplemente en la palma de la mano!

A lo mejor, me compro una isla tropical, pensó Danny, observando cómo Bonner doblaba sus caras camisas y las colocaba en una maleta de cuero. En algún lugar del Pacífico. Donde los nativos me convertirán en su rey.

Danny volvió a reírse. Se sentía tremendamente a gusto. ¡Treinta y ocho años y todas las cosas le estaban saliendo a pedir de boca!

Era rico; la edición de bolsillo de Por qué Dios azotó a los Kennedy ya llevaba catorce semanas en la lista de los libros más vendidos, la gente abarrotaba todas las semanas su iglesia de Houston y él había aparecido en los programas de televisión Tonight Show y Laugh-Inn. Pero su mayor éxito lo había cosechado dos años antes con su gira navideña por el Vietnam, donde había acudido, a imitación de Bob Hope, acompañado de artistas y personajes famosos, llevando con su carismática energía la palabra de Dios a las tropas que estaban deseando regresar a casa. Danny esperaba que su espectáculo fuera un éxito, pero jamás hubiera podido imaginar semejante resultado. Solo en el escenario, derramó toda su fuerza y poder mientras cincuenta mil soldados le aclamaban.

El sonido de tantos vítores…

—Puede que no sea muy oportuno ir al Vietnam, Danny —le advirtió Bonner—. A fin de cuentas, la cuestión del Vietnam no goza de demasiada popularidad últimamente. La gente se podría volver en contra tuya.

Pero Dany detestaba a los manifestantes antibelicistas, a los hippies y a los compasivos liberales. Quería demostrar al mundo que creía en los Estados Unidos y que los Estados Unidos tenían razón. De pie en aquel el escenario a miles de kilómetros de distancia, Danny extendió los brazos como si quisiera abarcar a todas las tropas y gritó, elevando los ojos al cielo:

—¡Sé lo que estáis pasando, hermanos y hermanas! Yo también fui soldado en otros tiempos, como vosotros. ¡Pero nunca se me concedió el honor de luchar por la libertad y la democracia! No escuchéis las voces de los cobardes que están en su casa. ¡Es muy fácil sentarse en el salón y denunciar una lucha de la que no se sabe nada!

La muchedumbre de soldados le vitoreó con entusiasmo.

—Un antiguo noble romano llamado Livio —añadió Danny— dijo en cierta ocasión que una guerra necesaria era una guerra justa y que las armas eran sagradas cuando no queda ninguna esperanza más que en las armas. ¡Hermanos y hermanas en Cristo, esta es una guerra justa y vuestras armas son sagradas!

Se volvieron locos. No tanto por sus palabras cuanto por su manera de decirlas. En aquel escenario delante de tantos miles de personas, Danny hubiera podido parecer insignificante. Pero los soldados sintieron que su poder llegaba hasta ellos, un poder que les hizo sentir, por lo menos de momento, que no eran unos desdichados miserables, despreciados por los amigos y la familia que habían dejado en casa. Cincuenta mil soldados hubieran hecho cualquier cosa por Danny Mackay en aquel momento, le hubieran seguido a cualquier campo de batalla.

Y Danny lo sabía.

Su equipo seguía viajando en autocar porque Danny había descubierto la conveniencia de efectuar de vez en cuando alguna gira de concentraciones fundamentalistas para mantener su imagen. Pero su base de operaciones era Houston, donde había construido una iglesia y disfrutaba de la última planta del mejor hotel de la ciudad. Danny conducía un Lincoln Continental blanco con ruedas de alambre y una asta de novillos en la cubierta del motor, vestía excelentes trajes a la medida y se tocaba con un blanco sombrero Stetson. Había adquirido gustos caros y procuraba que todo en él rezumara clase. En su círculo social figuraban ahora políticos y destacados hombres de negocios. Y, a cada peldaño de la escalera que subía, Danny apuntaba cada vez más alto. Tenía poder, pero no el suficiente, todavía no…

A Danny le encantaba aquella salvaje y extraña ciudad por cuyas venas y arterias corría el oro negro y cuyo nombre, Houston, había sido la primera palabra pronunciada por el hombre al poner el pie en la luna. Lo primero que hacía Danny al llegar era pasar un buen rato con las dos o tres amantes de lujo que mantenía en Houston. Unas altas mujeres de largas piernas, envueltas en pieles y brillantes y expertas en las más sofisticadas artes sexuales imaginables, subían a la última planta del hotel para ponerle en marcha con vista a los sermones. Después, se zampaba una opípara comida regada con Chivas hasta sentir que el poder de Dios le invadía los músculos, las entrañas y los pulmones. A continuación, se pasaba tres o cuatro horas en la iglesia, utilizando su carisma y su atractivo sexual para recordar a la gente los pecados y el demonio, el fuego del infierno y la eternidad, mencionando sutilmente su influencia personal ante Dios y sacándole finalmente los dólares con la promesa de la salvación. Mientras salía de la I-45, vio los automóviles que ya estaban dirigiéndose a los aparcamientos y se rio de la facilidad con la que se estaba haciendo rico. Ahora el dinero le caía prácticamente en las manos. Si hubiera intentado impedir que la gente se lo diera, no lo hubiera conseguido. Y todo por una idea que se le había ocurrido unos años antes, cuando todavía le duraba el efecto de su discurso acerca del asesinato de Kennedy.

Tras haber escuchado el famoso discurso del reverendo Danny, la gente quiso verle en persona y estar cerca de aquel hombre que había rezado por Kennedy justo a la puerta del hospital. Todo el mundo acudía a sus concentraciones fundamentalistas con sus esperanzas y sus billeteras, rezando para que se produjera alguna señal. Durante una de aquellas concentraciones en las que la gente ocupaba todo el espacio de pared a pared, a Danny se le ocurrió pensar que sus seguidores necesitaban un milagro. Y se lo ofreció. Bonner murió y él lo resucitó. No podía creer que hubiera sido tan fácil. Una muerte falsa y una falsa resurrección. ¡Y se tragaron el anzuelo! Como es natural, Danny tuvo que reconocer que aquello lo hubiera podido hacer cualquier predicador. Demasiados habían intentado curar por la fe y no lo habían conseguido. Era necesario que el hombre tuviera capacidad para despertar la fe de la gente; una vez conseguido eso, le podía hacer creer cualquier cosa.

Danny poseía aquella capacidad.

Manipuló a la gente para que creyera que había visto morir y resucitar a un hombre; otras personas de una concentración similar presenciaron un año más tarde en otra ciudad un episodio semejante. Pero Danny procuraba no exagerar. Se corría la voz y la gente acudía en la esperanza de presenciar algún milagro, pero no siempre veía cumplido su deseo. Danny era muy prudente con su poder de resurrección. En seis años, solo había resucitado a tres personas.

Pero era suficiente. Ahora gozaba de toda la publicidad necesaria. No había ninguna revista o periódico del país que no hablara de Danny Mackay en algún momento. Incluso se había hablado de él en la revista Time, aunque todavía no había merecido los honores de la portada…, pero ya llegaría. Necesitaba publicidad para seguir adelante. De ahí su empeño en cultivar una imagen de elegancia y suavidad que no pudiera ser atacada o criticada por nadie. Aunque muchos dudaban de sus aptitudes para resucitar a los muertos, cuando se acercaban para arrojarle piedras, se encontraban con un hombre cautivadoramente apuesto, rebosante de encanto y poseedor de una elegancia que no era frecuente en los tremebundos predicadores fundamentalistas.

Danny se acercó a la parte posterior de la enorme iglesia de cristal y madero de cedro y escuchó las voces del coro, entonando un himno. Después, modificó la inclinación del espejo retrovisor para echarse un último vistazo. Como siempre, su aspecto era impecable. Poseía unos astutos ojos de sensual mirada, capaces de hipnotizar a la gente. Conocía el poder de su sonrisa, la exhibía ante los presentes y todo el mundo se volvía loco, tanto hombres como mujeres. «Todos verán lo que tú aparentes ser —había escrito Maquiavelo—. La multitud siempre se deja impresionar por las apariencias, y el mundo está hecho de multitudes».

Danny seguía leyendo El Príncipe. A pesar de que ahora prácticamente se lo conocía de memoria, a menudo lo abría por una determinada página para absorber la sabiduría del hombre que había sido su fuente de inspiración diecisiete años antes. Leía todo lo que le caía en las manos…, libros sobre hombres poderosos, sobre sus luchas y sus fórmulas para llegar a la cima. Sabía cuál había sido la grandeza de César y Napoleón; sabía por qué algunos hombres se convertían en héroes y otros caían en el olvido. Danny sabía las cosas que tenía que hacer, los errores que tenía que evitar y, por encima de todo, sabía manipular a la gente.

Aquella noche, mientras cruzaba la puerta posterior de la iglesia en la que siete mil esperanzadas personas batían palmas al ritmo de un himno, Danny ya estaba preparado de nuevo para ello. La gente esperaba para recibir el poder de Danny Mackay.

Danny siempre iniciaba los sermones muy despacio para tantear el estado de ánimo de los asistentes y adaptar la predicación a sus deseos. Aquella noche los tenía a todos a punto de caramelo. Houston estaba entrando en una era de prosperidad económica y la gente acudía al Señor para expiar la culpa de haber ganado tanto dinero con tanta rapidez o para rezar, suplicando a Dios que le hiciera ganar dinero con mucha rapidez. Danny les decía a sus oyentes que eran unos pecadores abominables y ellos aceptaban el reproche y decían: «Amén» y «Loado sea el Señor».

Se excitaba y conseguía excitarlos. Gritaba y agitaba los puños y ellos gritaban y agitaban los puños. Gritaba «Aleluya» y ellos gritaban «Aleluya». Lloraba y ellos lloraban. Eran como la masilla en sus manos. Danny se sentía a sus anchas. Se sentía invencible. Paseaba por el escenario como si atravesara continentes en nombre del Señor, agitaba el puño como si quisiera machacar a los enemigos de Dios y entonces la gente enloquecía de entusiasmo y se aspiraba en el aire el celo religioso y el arrepentimiento mientras Danny absorbía sus vítores y sus gritos… y se emborrachaba de adoración.

Bajo la bóveda de cristal que había mandado construir según su propio diseño, las estrellas de Texas bendijeron a los presentes mientras Danny pensaba: «Esta noche solo con siete mi. Pero algún día serán más, muchos más…».

De pronto, en mitad de su sermón, cuando estaba a punto de cambiar de marcha para comunicarle a la gente el pequeño secreto de su influencia ante Dios, se oyó un grito al fondo de la iglesia.

Pensando al principio que era un pecador arrepentido, Danny no interrumpió su ritmo. De repente, como las pequeñas olas que provoca una piedra arrojada a un estanque, la gente empezó a levantarse y a gritar en oleadas que finalmente llegaron al escenario.

—¡Charlie! —gritó una mujer—. ¡Charlie, levántate! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío, que alguien me ayude!

Estalló el caos mientras los Hermanos de Danny corrían a la fila del fondo donde una mujer se encontraba arrodillada en el suelo con la cabeza de un hombre sobre su regazo.

—¡Está enfermo! —Gritó la mujer—. ¡No sé qué le pasa!

—No lo toquen —dijo una voz desde el otro extremo de la iglesia—. Le voy a examinar. No lo muevan.

Danny se volvió y vio a un sujeto corpulento y medio calvo abriéndose paso entre la gente y arrodillándose al lado del hombre caído.

—Soy médico —explicó el hombre a los silenciosos presentes—. Es probable que haya sufrido un agotamiento a causa del calor. Retrocedan, por favor. Que le dé el aire.

Mientras la gente retrocedía, Danny bajó del estrado y se abrió paso entre los mirones.

El hombre inconsciente ofrecía un aspecto espantoso. Tenía la cara grisácea y los labios azulados. Danny observó cómo el médico acercaba el oído al pecho del hombre. La inmensa iglesia había enmudecido. Siete mil personas esperaban en pavoroso silencio el veredicto.

—¿Qué le pasa a mi marido, doctor? —preguntó la mujer con voz asustada.

El médico se incorporó, la miró con tristeza y le dijo suavemente:

—Lo lamento muchísimo, señora. Su marido ha muerto.

—¡No! —gritó la mujer, arrojándose sobre el cuerpo del hombre entre sollozos histéricos.

Danny se quedó helado. ¿Y si su sermón hubiera matado a aquel hombre?

Miró a Bonner y vio que este no parecía muy complacido. Había mucha gente en la iglesia. Y era una noche terriblemente calurosa.

Mientras la mujer acunaba el cuerpo de su marido, gimiendo y llorando, algunas personas empezaron a agitarse con inquietud al tiempo que dirigían enigmáticas miradas a Danny.

Danny sintió que el sudor le bajaba por la espalda y que se le secaba la boca. Y entonces vio su oportunidad.

—¡Hermanas y hermanos míos en Cristo! —gritó súbitamente.

Todo el mundo le miró.

—¡Recemos por el alma de nuestro querido hermano difunto, el cual ha muerto sin duda en gracia de Dios! —añadió, levantando los brazos.

—Amén —dijo alguien.

Y otros le respondieron como un eco.

—Vamos a arrodillarnos, hermanos y hermanas —dijo Danny, cayendo de hinojos—. Alabemos a Dios que se ha llevado a nuestro hermano esta noche en estado de gracia. ¡No cabe duda de que este hombre ha tenido un gran privilegio al ser llamado por Dios en este lugar!

La gente se arrodilló.

Danny, arrodillado junto a la mujer y a su marido muerto, pronunció su mejor y más conmovedora plegaria. Sentían en su interior una nueva fuerza más deliciosa y emocionante que cualquier otro sentimiento que le hubiera podido inspirar el Chivas, las mujeres o la comida. Sentía el mismo calor que corrió por sus venas aquel día de 1963 en el que pronunció su mejor predicación y la gente se volvió hacia él, desesperada. Danny se alimentaba de la necesidad de la gente. El hambre de la gente era su combustible.

—¡Tan cierto como que vivo y respiro, hermanos y hermanas, la muerte de este hombre es una clara señal de Dios de que todos hemos sido favorecidos aquí esta noche con su bendición! Esta es la señal de que él se encuentra aquí entre nosotros y derrama su bendición sobre todos. Elevemos nuestros corazones y recibamos la bondad de Dios. —Danny extendió los brazos y apoyó una mano sobre la cabeza llorosa de la mujer—. Recemos por nuestra afligida hermana. Demostrémosle nuestro amor. Asegurémosle que no ha sido olvidada por Dios. ¡En realidad, ha recibido la bendición de Dios!

—¡Amén! ¡Aleluya!

Después, Danny apoyó la mano en el hombro del muerto.

—Y recemos para que el alma de nuestro hermano vuele al cielo para gozar de la bienaventurada presencia de Dios…

El hombro se estremeció.

—De la presencia y…

El hombro experimentó una sacudida.

Danny bajó la mirada.

El difunto tosió.

La mujer se levantó y miró a su marido.

De pronto, se hizo de nuevo el silencio en la iglesia. Todos los ojos contemplaron el rostro que hacía unos momentos estaba pálido y ceniciento con la sombra de la muerte y que ahora mostraba unas mejillas sonrosadas y unos labios de los que había desaparecido la tonalidad azulada.

El hombre volvió a toser, parpadeó, miró a su mujer y le preguntó:

—¿Qué ha ocurrido?

—Dios bendito —musitó el médico—. ¡Este hombre estaba muerto! ¡Apuesto mi reputación en ello! —añadió, pasándose nerviosamente una mano por la calva—. ¡Ejerzo la medicina desde hace cuarenta años y sé distinguir cuándo un hombre está muerto!

Los ojos se desplazaron desde el médico al resucitado, de nuevo al médico y finalmente… a Danny.

Danny aún estaba arrodillado. Contempló los pálidos rostros asombrados y, por un instante, se desconcertó. De repente, alguien dijo:

—¡Loado sea Dios, el reverendo Danny acaba de despertar de la muerte a otro hermano!

Se armó un alboroto. Las mujeres se desmayaron y los hombres cayeron de rodillas. Todo el mundo lloraba no de dolor sino de alegría. Habían presenciado el milagro que pedían en sus oraciones, la prueba palpable de que Dios estaba allí y atendía sus súplicas, la demostración cierta de que la religión no era una patraña sino una realidad en la que se podía hallar la esperanza de la salvación. Y Danny Mackay les había dado aquella prueba.

La gente empezó a agarrarle el brazo, a tocar las vueltas de sus pantalones, a besarle el borde de la chaqueta blanca. Bonner tuvo que abrirse paso entre la multitud y, haciéndoles una seña a los otros Hermanos, consiguió que estos lo rodearan y lo llevaran de nuevo al estrado.

Danny estaba aturdido y electrizado.

El muerto.

Esta vez no había sido un engaño. Había ocurrido de verdad.

Danny cayó de rodillas, juntó los dedos bajo la barbilla y elevó una fervorosa plegaria a Dios. No gritó, no hizo gestos espectaculares ni agitó ningún dedo hacia el cielo. Su voz brotó en un susurro. Todos guardaron silencio para poder oírle. Y entonces oyeron la más dulce plegaria de acción de gracias en la más dulce voz que jamás hubieran escuchado.

—¡No puedo creerlo! —exclamó Bonner, entrando en la suite de la última planta del hotel con el libro de cuentas de la iglesia—. ¡Son los mayores ingresos que jamás hayamos conseguido!

Danny permanecía sentado en silencio en un sillón junto a la ventana, contemplando la suave noche de Houston con intensa y profunda mirada. No dijo nada cuando entró Bonner. Se estaba concentrando en las luces de Houston y en unas visiones que solo él podía ver.

Bonner estudió a su amigo. Los dos muchachos de San Antonio habían recorrido un largo camino durante aquellos diecisiete años…, y todo gracias a Danny. A Bonner no le importaba ser un empleado de Danny en lugar de su socio. Bonner reconocía que Danny era mucho más inteligente que él; en realidad, se enorgullecía de ser el más íntimo confidente de Danny Mackay. Bonner había reconocido el poder de su amigo desde hacía mucho tiempo y sabía que él no estaba a su altura. Pero lo ocurrido aquella noche era algo muy distinto.

—¿Qué crees que ha pasado, Danny? —preguntó en un susurro—. ¿Crees que el viejo médico ha cometido un error?

Danny movió las manos. Sus dedos revolvían sin cesar una caja de cerillas. Aunque se encontraba repantigado en un sofá, sus pies no podían estarse quietos sobre la otomana. Estaba excitado.

—Ya has oído a aquellos dos reporteros, Bon. Ya les has oído entrevistar a la gente que ha hablado de la buena reputación del médico. Todo el mundo le conocía, confiaba en él y le respetaba. Y el médico dijo que aquel hombre estaba muerto. —Danny miró a su amigo con los párpados entornados—. ¿Crees que le he resucitado de entre los muertos?

Bonner tragó saliva. A decir verdad, no le gustaba pensar en los acontecimientos de aquella noche. Algunas veces, Danny le daba miedo. Por ejemplo, ahora, presa de aquella tensión, moviendo la cabeza hacia uno y otro lado y dando vueltas entre sus dedos a la caja de cerillas.

Bonner reconocía las señales: en momentos semejantes era cuando Danny resultaba más peligroso. Así estaba aquella noche de años atrás en el que salió por aquel pobre médico de Hill Country y más tarde, poco antes de emprender un rápido viaje a Fort Ord, California, donde tenía cierto asunto que resolver con un sargento. Ahora Danny estaba nervioso y sus reacciones eran imprevisibles. Bonner pensó que Danny estaba dominado por la perversa energía que a veces ardía en su interior.

—Pues… yo no sé, Danny. Supongo que algo lo habrá despertado de entre los muertos, ¿no?

Danny estudió la llamativa sortija de oro que lucía en la mano izquierda. La acercó a la luz y contempló su brillo y resplandor. Después, su boca se curvó en una leve sonrisa mientras decía:

—Sí…

Cuando llamaron a la puerta, Bonner la miró un buen rato antes de contestar. Como fuera otro reportero, le diría amablemente que se largara.

—¿El reverendo Mackay? —preguntó el hombre, de pie en el pasillo. Iba ostentosamente vestido con llamativas prendas—. ¿El reverendo Mackay?

Bonner le miró recelosamente de soslayo. El desconocido resultaba un poco cursi. Debía de tener cincuenta y tantos años por lo menos, pero lucía unos pantalones acampanados de color rosa intenso, una ajustada camisa color espliego y unas cadenas de oro sobre el vello del tórax. Un enorme símbolo de la paz le colgaba de una correa de cuero.

—Frank Hallstead —dijo el desconocido, tendiendo una mano con demasiados anillos. Tras estrechar la mano de Bonner, preguntó—: ¿Le importa que entre y hable un poco de negocios con su jefe?

—¿Qué clase de negocios?

Hallstead sacó una tarjeta y se la entregó a Bonner.

—Soy el gerente de Good News Productions. Somos los propietarios de la WBET de Austin. ¿Entiende? —dijo, utilizando el tono de pregunta propio de los texanos—. ¡Duplique su apuesta! Creo que no nos vendría mal alguien como el reverendo Danny en nuestros programas dominicales. ¿Le parece que estaría interesado en predicar tres veces por semana a trescientas mil personas a través de una cámara de televisión?

Bonner miró por encima del hombro a Danny, el cual estaba todavía mirando por la ventana en siniestro silencio.

—¿Danny? —dijo Bonner.

—¿Qué es lo que quiere? Hallstead trató de asomar la cabeza más allá de Bonner para ver la elegante suite del último piso. Solo podía ver a Mackay junto a la ventana.

—Bueno, ¿puedo entrar?

Danny hizo un gesto y Bonner dijo:

—Indique primero el asunto que le trae.

—Bueno, pues lo que el reverendo ha hecho esta noche ha logrado que muchas personas se interesen por él. No puede recorrer todo el Sur en autocar, y su iglesia solo tiene cabida para siete mil personas. Mis emisoras de televisión alcanzan a cientos de miles de personas sedientas de escuchar la Palabra predicada por Danny Mackay. ¿Qué dice usted, reverendo?

Danny se miró las manos. Evocó el ceniciento rostro y los labios azulados del difunto. Los gemidos de la esposa, el sobrecogido silencio de siete mil personas.

Después, pensó en la gente sentada en los salones de sus casas, en los millones de televisores de todo el país y en la posibilidad de que su rostro, su voz y su poder llegaran a cada uno de ellos…

—Que pase —dijo Danny—. Hablaremos.

Beverly estaba contemplando a través de la ventana las fantasmagóricas luces de las refinerías de petróleo de Houston. Había permanecido allí toda la noche, pensando en silencio. No había probado la comida que le había subido el servicio de habitaciones, ni siquiera la zanahoria cortada y el té negro. Tenía demasiadas cosas en que pensar. Una de ellas era el trato que iba a cerrar en Houston: la apertura en Texas de veinte establecimientos Royal Burgers en régimen de franquicia. Otra era el más reciente informe de Jonas Buchanan.

Hacía un año, poco antes de que ella asistiera a la reunión de la Cámara de Comercio de Hollywood, Jonas Buchanan la llamó para comunicarle que tenía nuevos datos sobre su madre y su hermana.

—Tenía usted razón a propósito del anciano abogado —le dijo el investigador cuando aquella noche la visitó en su despacho—. Hyman Levi padre murió hace unos años. Su hijo abandonó California y, según el Colegio de Abogados, está retirado y ya no ejerce la abogacía. Le localicé a través del servicio de administración tributaria. Tengo un amigo que trabaja en la delegación de Hollywood. Ahora Hyman Levi vive en una casa a unos ciento cincuenta kilómetros al este de Seattle. Escribe novelas de intriga bajo seudónimo.

Jonas Buchanan consiguió convencer al señor Levi de que sacara los viejos archivos de su padre y los examinara. Fue un proceso muy aburrido, pero Buchanan encontró lo que buscaba: la segunda gemela nacida de Naomi Burgess en el hospital Presbiteriano había sido adoptada por un matrimonio apellidado Singleton. Y la niña había recibido el nombre de Christine.

Eso era todo lo que Jonas había conseguido descubrir de momento. Ahora se encontraba de vuelta en Hollywood y seguiría inmediatamente la pista.

Sobre la madre había averiguado también otro dato. Viajó al norte y visitó la residencia de ancianos donde, según los investigadores anteriores, había trabajado una temporada como cocinera. Tuvo la suerte de que la negra que ahora se encargaba de la cocina hubiera sido la ayudanta de Naomi dieciocho años antes. Sin embargo, la mujer se mostraba muy evasiva en su afán de proteger a Naomi por la que sentía un profundo afecto. No quiso hablar con los anteriores investigadores, pero, siendo negra, se sinceró con Jonas.

—Dijo que su madre se había trasladado a Fresno donde tenía una prima, una tal señorita Ann Burgess. Fui a Fresno y encontré a la señorita Burgess. No quiso decirme nada, pero un vecino se mostró más servicial. Dijo que la prima de la señorita Burgess se trasladó a Sacramento tras recibir una visita de la policía. Mis investigaciones en Sacramento no han dado ningún resultado hasta ahora, pero tengo amigos trabajando en ello.

De eso hacía un año.

Desde entonces, Jonas había estado enviando informes periódicos a Beverly, aunque ninguno de ellos había aportado datos significativos. Al parecer, los Singlenton también cambiaban mucho de residencia. Jonas tenía que viajar mucho, hablar con muchas personas y examinar montones de archivos. Y eso llevaba tiempo. Sin embargo, aquella mañana había telefoneado a Beverly a la habitación de su hotel en Houston, informándola de que, a pesar de que desgraciadamente había perdido la pista de los Singleton a causa de un divorcio ocurrido veinte años antes, tenía un dato sobre alguien que, a lo mejor, les podría facilitar alguna información concreta sobre el actual paradero de Naomi Burgess.

—Gracias —le dijo Beverly—. Por favor, siga exhaustivamente esta pista. Espero con ansia su próximo informe.

«Christine Singleton», pensó Beverly, contemplando las luces de Houston. «Mi hermana gemela Christine. ¿Dónde estás en este momento?».

Maggie Kern, picoteando un poco la comida del carrito de servicio, miró a su jefa, de pie junto a la ventana. Desde su llegada a Texas cuatro días antes, Beverly se mostraba tensa y nerviosa. Maggie sabía que era por los viejos recuerdos que la acosaban y por la conciencia de que Danny Mackay se encontraba allí, en aquella misma ciudad. En realidad, Beverly se resistía a trasladarse a Houston, pero la transacción comercial sobre los veinte puestos de hamburguesas y gasolineras destinados a convertirse en establecimientos Royal Burgers era demasiado importante como para que la dejara en manos de terceros. La creciente habilidad financiera de Beverly le exigía supervisar todas las fases e intervenir personalmente en las negociaciones.

Con resultados asombrosos.

Maggie recordaba el día de un año atrás en que Beverly regresó de la reunión de la Cámara de Comercio. Irrumpió en el despacho como si alguien le persiguiera.

—¡Ya lo tengo! —les dijo casi sin resuello a Maggie y Carmen—. Ahora sé lo que necesitamos.

Lo que necesitaban para incrementar los menguados beneficios de la cadena Royal Burger. Beverly había asistido a la reunión por curiosidad. Regresó rebosante de inspiración. Había pronunciado un discurso, dijo, y el discurso no solo había entusiasmado a los asistentes sino también a ella misma.

—¡Necesitamos espíritu! —dijo, sentándose para elaborar un plan por escrito—. Ese es nuestro problema. ¡A la empresa le falta espíritu!

Maggie recordaba que Beverly regresó de la reunión con espíritu y procedió inmediatamente a inyectar aquel mismo espíritu a los fríos establecimientos Royal Burger.

Maggie, Carmen, Ann y Beverly tomaron el automóvil de Ann Hastings y se lanzaron a las carreteras de California, armadas de eslóganes, charlas de animación y agendas repletas de citas. Con inesperada energía y entusiasmo, Beverly visitó todos los establecimientos de su cadena, se reunió con todos los empleados, averiguó sus nombres, las fechas de sus cumpleaños, estrechó sus manos y les soltó su «discurso de espíritu»:

—¡Tenemos que ser mejores que los demás, porque somos los mejores! ¡A ustedes no les interesa trabajar en una empresa mediocre, ustedes tienen que estar orgullosos de su empresa, tan orgullosos como si les perteneciera, como si fuera su propia familia! No queremos que nuestros empleados se limiten a seguir la rutina diaria y a cobrar el cheque de la paga. Queremos que ustedes se esfuercen, que se fijen objetivos y se atrevan a soñar.

Para respaldar su apasionado discurso y demostrarles que aquello no eran simples palabras, Beverly estableció un plan de incentivos dentro de la empresa. Estableció una jerarquía, desde la más humilde mujer de la limpieza y el pinche de cocina principiante hasta el encargado, y prometió a sus varios cientos de empleados que cada uno de ellos no sería un simple número sino una persona, que todos serían reconocidos individualmente por su labor y debidamente recompensados por su lealtad y la perfección de su trabajo, y que habría espacio para las mejoras y los ascensos dentro de la empresa.

—Hasta llegar a la sede central de la empresa, si ese es su objetivo —dijo.

La campaña fue un éxito. El absentismo y los retrasos disminuyeron. Todos los empleados empezaron a llegar puntuales y a trabajar más duro. Recibían cartas y pequeños obsequios el día de su cumpleaños y recibían una carta de felicitación de la propia señorita Highland cuando eran ascendidos o se conseguían unos beneficios superiores al objetivo establecido. Se celebraban concursos entre los distintos restaurantes de la cadena; se creó el Premio al Empleado del Mes y se instauró una evaluación periódica de los empleados y una plan de subida de salarios; Beverly aceptaba con agrado las sugerencias de los trabajadores y trataba de responderles personalmente. Poco a poco, la apariencia y el carácter de la empresa Royal Burgers empezó a cambiar. Se hizo famosa por la atención que dispensaba a sus empleados, tanto si uno se limitaba a llenar frascos de ketchup como si firmaba los cheques de las pagas. Los empleados no se sentían olvidados y su afán de superación y creatividad recibía una justa recompensa. Muy pronto los letreros de FALTA CHICO desaparecieron de las lunas de los cristales de los Royal Burgers y crecieron las listas de espera de los jóvenes que buscaban empleo en una empresa de futuro tan prometedor. Debido a ello, la comida y el servicio mejoraron y empezaron a inaugurarse nuevos restaurantes de la cadena por todo el Oeste. El mes siguiente, Maggie, Carmen y Beverly se trasladarían a Nueva York para inaugurar la División de la Costa Este de los Royal Burgers.

Todo gracias a que Beverly Highland había descubierto el «espíritu».

Y eso no era todo lo que había surgido de aquel memorable día en la Cámara de Comercio. Exactamente catorce días después del discurso de Beverly, el presidente y el vicepresidente de la cámara le hicieron una proposición: establecerían un comité de estudio sobre el futuro de Hollywood en la siguiente década de los ochenta y deseaban ofrecerle a Beverly la presidencia de aquel comité. Las tres amigas, Beverly, Carmen y Maggie, comprendieron inmediatamente el significado de aquel gesto. De pronto, Beverly Highland había adquirido una identidad propia dentro del sector de los negocios. Había adquirido credibilidad y ahora le ofrecían el poder.

Maggie Kern sabía que eso no era más que el principio.

Una suave llamada a la puerta de la habitación apartó a Beverly y Maggie de sus reflexiones. Ambas se volvieron mientras dos hombres y una mujer entraban y cerraban suavemente la puerta a su espalda.

—Todo ha salido de maravilla —anunció Ann Hastings, quitándose los zapatos y acercándose al carrito de servicio—. Se ha tragado el anzuelo junto con el sedal y la plomada.

Beverly contempló a los dos hombres, uno de los cuales se estaba quitando la falsa calva de la cabeza al tiempo que agitaba su largo cabello rubio arena. Ahora que se había convertido en un popular personaje de la televisión, Roy Madison necesitaba mucho maquillaje para disimular su aspecto. Pero nadie entre las siete mil personas que abarrotaban la iglesia de Danny aquella noche había reconocido al actor bajo su disfraz de médico.

—¡Que me aspen si no me merezco un Oscar por esto! —dijo Roy, lanzando un suspiro.

Beverly estudió al segundo hombre, un actor llamado Paul que estaba intentando abrirse camino en el cine y era el amante de Roy en aquellos momentos.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Sí, señora —contestó el actor, sonriendo tímidamente—. Estoy bien. Estoy entrenado para caer y contener la respiración.

—Por no hablar de lo bien que supiste utilizar el maquillaje —dijo Ann—. Esta leve pasada de mano sobre los labios eliminó de inmediato el tinte azulado.

Roy lanzó otro suspiro y se quitó la falsa barriga de debajo de la camisa.

—¡Menudo calor me daba!

—Contadme lo que ha ocurrido —dijo Beverly.

Ann Hastings, que había interpretado el papel de la afligida esposa, refirió la historia mientras tomaba unas cuantas gambas del Golfo y se las introducía en la boca.

—Todo el mundo en aquella iglesia, incluyendo el propio Danny, cree sinceramente que Paul ha resucitado de entre los muertos. ¡Hubieras tenido que ver lo emocionada que estaba la gente! Un par de reporteros hicieron preguntas a la salida. ¿Y sabes una cosa? ¡La gente respondía de la competencia del «doctor Chandler»! ¡E incluso juraba que lo conocía como médico desde hacía muchos años!

Beverly se volvió de nuevo para contemplar las luces de la ciudad.

—Querían simplemente justificar un milagro que necesitaban desesperadamente. No se les puede reprochar que mintieran.

Beverly no estaba muy orgullosa de la jugarreta que le habían gastado a Danny aquella noche, pero no habían tenido más remedio que hacerlo. Danny Mackay presumía de haber resucitado a tres personas. Las investigaciones de cada uno de los casos no habían podido establecer lo contrario. Los interesados habían insistido en la autenticidad del milagro. Eso a Beverly no le gustaba. No le gustaba la idea de que unas personas inocentes creyeran en las supercherías de Danny y le ofrecieran dinero. Él les daba falsas esperanzas y eso era una crueldad. El único medio de impedir que siguiera haciendo daño a la gente era demostrar la falsedad de los tres milagros. Y la única manera de hacerlo consistía en escenificar un cuarto milagro, esta vez con personas dispuestas a confesar que todo había sido un fraude.

Como Danny volviera a intentarlo, se arrepentiría de haberlo hecho.

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