Butterfly

Butterfly


Marzo » Capítulo 28

Página 34 de 63

28

Cuando de repente se abrió la puerta de su despacho, Barry Greene derramó el café y se levantó de un salto, justo a tiempo para evitar que se le mancharan los pantalones.

—¡Barry! —exclamó Ariel Dubois, adelantándose a la secretaria.

—Perdone, señor Greene —dijo la secretaria, azorada—. La señorita Dubois ha pasado sin preguntar.

—No se preocupe, Fran.

Barry le indicó por señas a la secretaria que se retirara y siguió limpiando el café derramado sobre su escritorio.

La magnífica Ariel, una de las estrellas más rutilantes de los estudios, era aficionada a los gestos teatrales.

—Bueno —dijo Barry Greene, tirando el pañuelo y volviendo a sentarse—. Eso es una sorpresa, Ariel. ¿A qué debo el honor?

Ariel se sentó en el sillón de terciopelo, cruzando una larga y soberbia pierna sobre la otra.

—Barry, cariño, quiero que me hagas un favor.

—¿Y cuándo no quieres tal cosa? —Barry lanzó un suspiro—. ¿Qué pasa esta vez?

—Quiero que saques a esa bruja de Latricia del espectáculo.

Barry no se sorprendió. En realidad, llevaba algún tiempo esperando aquel estallido, desde que la regordeta Latricia había perdido veinte kilos de peso y había empezado a recibir cartas de sus admiradores, y los guionistas de la serie le habían dado mayor protagonismo.

—¿Sabes lo que tienen previsto para el episodio de la semana que viene? —preguntó Ariel, escupiendo veneno.

Barry ya lo sabía. La enfermera Washington (Latricia Brown) interpretaría un destacado papel. Viviría un idilio con uno de los médicos de la serie, sufriría una tragedia y saldría valientemente adelante, todo a expensas de Ariel Dubois. Bueno, no podía echar la culpa a los guionistas. Tras someterse a una cura de salud y adelgazar considerablemente, Latricia Brown se había convertido en una mujer muy atractiva. Los espectadores empezaron a enviar cartas, pidiendo que apareciera con más frecuencia. Y aquel último programa en el que la enfermera Washington había efectuado una traqueotomía de urgencia a un niño, salvándole de este modo la vida, les había permitido superar sus anteriores índices de audiencia.

A Barry le hubiera gustado que ampliaran el papel de Latricia (durante dos años, la actriz había interpretado un papel muy pequeño y, en algunos episodios, ni siquiera aparecía), pero no tenía la menor intención de incurrir en la cólera de Ariel. Por su forma de mover una de sus impresionantes piernas y de echarse constantemente hacia atrás la melena rubio ceniza, era evidente que Ariel estaba exigiendo sangre.

Bueno, no era la primera vez que una estrella sentía celos de una actriz secundaria y exigía que la echaran. No merecía la pena pelearse con Ariel por culpa de Latricia Brown. La norma número uno de la vida de Barry Greene era «evitar los problemas a toda costa».

—De acuerdo, Ariel. La pondré en otra serie.

Un mes más tarde, Barry Greene tuvo problemas.

—¿Y cómo está John, querida? ¿Jessica?

Jessica miró a su madre.

—¿Cómo dices?

—No me escuchabas.

—Perdona. Estaba pensando en el último caso que tengo entre manos —dijo Jessica, mirando a su madre con una sonrisa de disculpa.

Estaban sentadas en el comedor de mármol y cristal, disfrutando de una soberbia vista sobre el campo de golf y el monte San Jacinto al fondo, con su cumbre cubierta de nieve, en la residencia de los Mulligan en Palm Springs, donde ambas saboreaban unos tiernos bistecs con patatas asadas. La comida era perfecta y la casa, valorada en un millón de dólares, también lo era. La madre de Jessica, de sesenta y cinco años, lucía un impecable atuendo de jogging de veludillo amarillo limón y su padre vestía una camiseta de rugby rosa pálido y unos pantalones fruncidos de tejido grueso. Ambos estaban bronceados y ofrecían un impecable aspecto de personas ricas.

—Lástima que John no haya podido venir contigo esta noche, Jess —dijo su padre, cortando su bistec.

—Está en San Francisco, su empresa va a…

—Quería pedirle consejo sobre una inversión que pienso realizar.

—Ya… —Jessica movió su intacto bistec en el plato—, mañana estará de vuelta.

Mientras hablaba con ella, su padre no la miró ni una sola vez. Raras veces miraba a su hija cuando hablaba con ella. A Jessica se le ocurrió una vez que había visto la coronilla y el cogote de su padre más veces que su cara. Lo cual le parecía muy bien porque, cuando él la miraba de soslayo con aquellos ojos tan duros e implacables, Jessica siempre se quedaba desconcertada y sin saber qué decir.

Los tres pasaron un rato comiendo en silencio. De vez en cuando, Jessica contemplaba el espectacular panorama y pensaba que ojalá pudiera disfrutar de semejante vista desde su casa. Lo único que veían ella y John era el Sunset Boulevard de Hollywood.

—¿A qué se refiere tu nuevo caso, cariño? —preguntó la señora Mulligan.

—Bueno, si has visto alguna vez Cinco Norte

Su padre levantó los ojos.

Cinco Norte. ¿No es esa serie de televisión sobre un hospital? La cosa más tonta que he visto en mi vida. Pero ¿a quién le interesa ver historias sobre gente enferma? Debe de estar destinada a los espectadores imbéciles, no me cabe la menor duda.

—Pues, a mí me gusta bastante —terció suavemente la señora Mulligan.

—No me extraña. Las mujeres están obsesionadas con la enfermedad y la muerte.

—Verás, mamá —dijo Jessica—, ¿no has leído en los periódicos que una actriz de la serie va a querellarse con el productor y los estudios por incumplimiento de contrato?

La señora Mulligan abrió la boca, pero fue su marido quien contestó por ella.

—No sé por qué arma tanto alboroto esta mujer. Tengo entendido que le han ofrecido un papel en otra serie… un papel mucho mejor, que conste, y con ingresos mucho más altos. Dicen que se lo ha tirado en la cara.

—Es por principios, papá. La están hostigando porque la estrella de la serie le tiene ojeriza y…

—Pásame la salsa agria, ¿quieres, Jess?

—A mí me parece bastante guapa —dijo la señora Mulligan— ahora que ha perdido tantos kilos. Parece una especie de princesa africana.

—La serie pertenece al productor —sentenció el señor Mulligan—. Él pone el dinero. Si la quiere quitar, está en su derecho. A fin de cuentas, ella rompió el acuerdo al cambiar de imagen.

—Papá, en el contrato no dice que tenga que estar gorda.

El señor Mulligan frunció el ceño mientras mezclaba la salsa agria con las patatas asadas.

—¿Helen? ¿Cuánto tiempo has guisado estas patatas?

Jessica miró a su madre con expresión exasperada y siguió picando la comida de su plato.

En la residencia de los Mulligan no había prácticamente tabiques. El salón se convertía en comedor y este pasaba sin solución de continuidad a la sala familiar. Diseñada para vivir cómodamente en el desierto, la «hacienda» del campo de golf tenía unos relucientes pavimentos de mármol, unas paredes inmaculadamente blancas, unos muebles en suaves tonos pastel y algunas insólitas piezas de escultura. Jim Mulligan era un hombre de negocios retirado, que se pasaba el día en el campo de golf mientras su mujer se dedicaba a los clubes de juegos de cartas, a los arreglos florales y a las reuniones de la asociación Weight Watchers cuyos fines eran el control del peso por medio de una dieta adecuada. Los tres estaban ahora tomando café en la zona de conversación, construida a un nivel inferior. Hacía demasiado frío para salir al patio y escuchar el murmullo de la fuente de estilo español.

Mientras Jim se acomodaba en el mejor sillón y tomaba el cuadernillo de programas de televisión, la señora Mulligan miró a su hija y le comentó:

—Te veo preocupada esta noche, cariño.

—Es por culpa de este caso que tengo entre manos. La verdad es que no sé…

El señor Mulligan miró a su hija por encima de las gafas bifocales. Se llenó de orgullo cuando su hija menor se graduó con las máximas calificaciones en la facultad de Derecho de Stanford. Su ilusión hubiera sido montarle un buen bufete en Palm Springs. Incluso lo comentó con John Franklin, el hombre con quien Jessica acababa de casarse, y a John le pareció muy bien la idea. Pero Jessica les dio una sorpresa, anunciando su intención de poner un bufete en Hollywood, junto con un compañero suyo de promoción, y de especializarse en cuestiones relacionadas con el espectáculo. Según la forma de pensar de Jim Mulligan, aquello sería algo así como una agencia.

—¿Qué es este caso? —preguntó la señora Mulligan, percatándose de la mirada de reproche de su marido.

—Represento a Latricia Brown.

—¿La de la serie de médicos?

—Conoce a Mickey Shannon. Él me la envió.

—No tiene ninguna posibilidad —dijo su padre—. ¿Una actriz de tres al cuatro contra unos poderosos estudios y uno de los más destacados productores de Hollywood? ¿Por qué no acepta el ofrecimiento la muy estúpida? Creo que son extremadamente generosos con ella.

—Porque, tal como te he dicho antes, papá, es una cuestión de principios —contestó Jessica—. Ella ha decidido oponerse y me ha pedido que la represente.

—¿Y qué vas a hacer, cariño?

—Pues, no lo sé muy bien, mamá. Nos reuniremos mañana por la mañana con Barry Greene en los estudios.

Jessica miró a su padre y vio que estaba examinando la programación de la televisión con rostro enfurruñado.

Siguieron tomando el café en silencio. Jessica temía aquellas visitas protocolarias a sus padres…, lo hacía sobre todo para complacer a su madre. No tenían nada en común; ella y su padre discrepaban invariablemente en todo, y su madre nunca dejaba escapar una visita sin mencionarle a Jessica su esterilidad. La velada solía terminar con Jessica consultando el reloj y contando los minutos que faltaban para marcharse.

El caso de Latricia Brown la tenía algo más que preocupada. Había intentado comentárselo a John antes de que este se fuera a San Francisco, pero su marido no le prestó atención.

Jessica no veía nada de malo en la especialidad que había elegido. Se necesitaban expertos en temas relacionados con las artes creativas. Jessica y su socio no solo resolvían asuntos de contratos, sino también de derechos de propiedad, plagios, derechos de los actores y cualquier otra cosa que tuviera que ver con los libros, la televisión y el cine. Pero, pensó mientras se tomaba el café y consultaba el reloj de pared, ni John ni su padre lo aprobaban porque ello la obligaba a tratar cotidianamente con la gente del mundo del espectáculo. No podía quitarse de la cabeza la reunión del día siguiente. Se había pasado varias noches sin dormir. En las cuatro semanas transcurridas desde que había aceptado hacerse cargo del caso y asesorar a la señorita Brown, no había conseguido encontrar las municiones que necesitaba para luchar contra Barry Greene y los estudios. Aunque en el contrato no figuraba ninguna cláusula que exigiera a Latricia conservar su gordura, estaba claro que la actriz no podía modificar drásticamente su aspecto sin la aprobación de los estudios. A fin de cuentas, la pérdida de peso no formaba parte del guión.

Para agravar las cosas, la prensa había informado de que Barry Greene y los estudios habían ofrecido a Latricia Brown un generoso arreglo. Ella lo había rechazado y, debido a eso, estaba perdiendo las simpatías del público. Un incremento de los ingresos y un automóvil nuevo les parecía muy bien a muchas personas que leían el Times de Los Ángeles. Pero Latricia seguía empeñada en su lucha porque ya era hora, decía, de que alguien enseñara a los magnates de la televisión que los actores no eran un objeto que se podía utilizar o desechar por capricho.

Jessica se había pasado prácticamente todo un mes preocupada por el caso y tratando de encontrar a alguna soga con la que ahorcar al señor Barry Greene. Pero él tenía dinero y poder, mientras que Latricia era mujer, era negra y ni siquiera podría pagar a su abogada.

Jessica se sentía como David contra Goliat y estaba asustada porque ni siquiera tenía una honda para la reunión del día siguiente.

Bueno, en realidad, ya lo esperaba. Supo desde un principio que era un caso perdido. Según el contrato de Latricia, los estudios eran sus propietarios y podían hacer con ella lo que quisieran. Técnicamente, era una actriz desconocida; podían incluso suprimir su papel de haber querido. Por consiguiente, no se podía luchar. ¿Por qué razón había aceptado Jessica aquel caso, sabiendo que no habría ninguna posibilidad de arreglo económico?

Porque, tal como apasionadamente le había dicho Latricia, alguna vez alguien tenía que levantarse, revolverse y luchar. Y Jessica no había podido resistirse a aquel reto.

Cuando su padre tomó el mando a distancia y encendió el Sony de cuarenta y una pulgadas, Jessica le miró. Sí, pensó, algunas veces tienes que levantarte y luchar por lo que es justo. De haberse detenido a reflexionar realmente sobre los motivos que la habían impulsado a ayudar a Latricia Brown sin ninguna esperanza de que esta le pagara los honorarios, Jessica hubiera podido descubrir tal vez algo significativo en su asedio contra Barry Greene y los estudios. Y quizás hubiera ampliado también su visión y hubiera comprendido por qué le gustaban tanto las querellas y las peleas en las salas de los tribunales de justicia. Todo se debía a que estas eran la única arena en la que ella podía levantarse, ser escuchada y tal vez ganar. Los abogados de la parte contraria eran unos sustitutos de su padre, de los curas y del marido contra los cuales jamás había podido enfrentarse.

Apartó la mirada de su padre y se sorprendió al ver el hermoso rostro de Danny Mackay llenando la pantalla del televisor. Sus cantores del Evangelio estaban entonando un vibrante himno mientras él sonreía beatíficamente a toda Norteamérica.

—¿Cuánto tiempo hace que ven el programa de Danny Mackay?

—Empezamos hace unos…

—Es un hombre estupendo —dijo Jim Mulligan—. El reverendo representa la honradez y la moralidad de este país, y yo le apoyo plenamente.

—Pero, papá. ¡Si dice que habla con Dios!

—También hablaba con él Jimmy Carter. Y Franklin Roosevelt, por si quieres saberlo.

—Por todos los santos, papá. ¡Este hombre es un peligro! Alegar que Danny Mackay sigue una antigua tradición de la política es un sofisma. Una cosa es rezar y meditar cuando uno tiene alguna duda y otra muy distinta afirmar que se poseen ciertos conocimientos sobre la voluntad de Dios…

—Helen, esta imagen aún no sale muy clara. ¿Has llamado a la empresa de comunicación por cable, como te dije?

Jessica miró a su madre. La señora Mulligan evitó la mirada de su hija.

Los tres se reclinaron contra unos cojines navajo serigrafiados para contemplar a Danny Mackay, proclamando su sermón. A Jessica no le gustaba aquel hombre. No sabía identificarlo con exactitud, pero algo en él la molestaba. Su sonrisa parecía sincera, y hablaba con emoción, pero vestía unos trajes muy caros y se rodeaba de hombres corpulentos con el cabello cortado al rape que más parecían guardaespaldas que discípulos religiosos.

En su programa nocturno, que difería de su espacio matinal diario titulado La hora de la Buena Nueva el reverendo Danny siempre recibía a un invitado, algún personaje famoso, cuya vida hubiera cambiado en cierto modo gracias a su contacto con el Señor. Aquella noche se trataba de un célebre diseñador de moda de Nueva York. Delante de dos millones y medio de espectadores, el hombre confesó su pecado de homosexualidad y dijo que Jesús le había devuelto al buen camino. Fue un testimonio dramático que terminó con los cantores del Evangelio rodeando con gesto protector al pobre hombre mientras este y el reverendo Danny sollozaban el uno sobre el hombro del otro.

Jessica jamás había visto el programa nocturno de Danny Mackay, pero había oído hablar de él, porque era el primero de su género que se emitía en hora de máxima audiencia y porque los índices de aceptación crecían constantemente. Jamás hubiera imaginado que un programa fundamentalista pudiera atraer a tanta gente. Y, sin embargo…

Miró a sus padres, los cuales mantenían los ojos clavados en la pantalla. Ambos eran católicos.

Jessica volvió a mirar al reverendo Danny. No cabía la menor duda de que poseía cierto carisma. Se inclinó hacia delante, sosteniendo la taza de café con ambas manos, y contempló el espectáculo de la pantalla. Era increíblemente teatral, pero, en aquellos abrazos y lágrimas, había una emoción humana que conmovió incluso el escéptico corazón de Jessica. No era de extrañar, pensó Jessica, que aquel hombre registrara en las encuestas unos niveles de aceptación tan inesperadamente altos. No le sorprendería nada que ganara las primarias de New Hampshire la semana siguiente.

Mientras aparecía en la pantalla el teléfono del cuartel general del reverendo Danny en Houston, Jessica se levantó bruscamente y dijo:

—Tengo que irme.

Su madre la miró, consternada.

—Pero, si aún no hemos tomado el postre, querida.

—No la obligues —dijo Jim Mulligan, apagando el televisor—. Jessica, tienes que hacer más ejercicio. ¿Por qué no practicas alguna vez el jogging con John?

Su madre la acompañó al Cadillac. La noche del desierto era muy fría y las estrellas parecían fragmentos de hielo esparcidos por el cielo, como si el nevado monte San Jacinto hubiera estallado en mil pedazos.

—No te vemos muy a menudo —dijo la señora Mulligan, ofreciéndole la mejilla para que la besara—. Tu hermana Bridget viene con los niños casi todas las semanas. ¡No sabes lo que me agotan!

Jessica subió a su auto y puso en marcha el motor.

—Conduce con cuidado, cariño —le dijo Helen Mulligan—. Y otra cosa. ¿Crees que le podrías pedir a Ariel Dubois un autógrafo para mí?

Mientras abandonaba el Bob Hope Drive para enfilar la autopista, Jessica pisó el acelerador. De repente, estaba deseando regresar a casa. Asió con fuerza el volante como si quisiera instar al vehículo a ir más rápido. De pronto, se le acababa de ocurrir una idea, un arma para la mañana siguiente. Si diera resultado, Barry Greene se iba a llevar la mayor sorpresa de su vida.

Latricia Brown estaba preciosa. Su esbeltez la hacía parecer más alta que antes y, ahora que se ahuecaba el cabello, parecía en efecto una princesa africana. Caminaba con cierto orgullo y en sus andares se advertía una firmeza de la que carecía la antigua «enfermera Washington» de unos meses atrás. No era de extrañar que recibiera tantas cartas de admiradores y que los guionistas de la serie quisieran sacar más partido de su papel. No estaba dispuesta a permitir que la muy bruja de Ariel Dubois la barriera bajo la alfombra, tal como había hecho con otras actrices desconocidas. Latricia se había lanzado a aquella lucha no solo por sí misma sino también por los explotados actores y actrices de todas partes y por su raza negra.

Esperaba que Jessica Franklin encontrara algún medio de ganar el caso. Pero las probabilidades no estaban decididamente a su favor. Y la ley tampoco.

—Vamos a ver el contrato —le había dicho Jessica a Latricia en su primera entrevista con ella un mes antes—. Si podemos, nos enfrentaremos con ellos sobre la base de rescisión sin motivo justificado.

Para explicarle a Latricia las distintas posibilidades de plantear la cuestión, Jessica utilizó distintos términos legales como «despido injustificado», «discriminación sexual», cláusulas de «buena fe», «condiciones de adhesión» y otros por el estilo. Dos días después, cuando Latricia le trajo el contrato y ella lo estudió, los términos legales se trocaron en «cláusulas de plancha de caldera», y «causa de actuación muy tenue», palabras todas ellas que se resumían en una sola frase: Latricia no tenía ninguna posibilidad.

Y, sin embargo, para la gran sorpresa de Latricia, Jessica Franklin aceptó el caso.

—Mire —le dijo Jessica con toda sinceridad—, no creo que podamos ganar. Pero podría usted beneficiarse de la publicidad, al igual que nuestro bufete —primero, añadió, tendrían que divulgar un comunicado de prensa—. Las simpatías del público estarán de su parte. Aunque no tengamos ninguna posibilidad legal de llegar a un acuerdo, puede que la mala prensa que eso les reporte obligue a los estudios a arriar velas.

No dio resultado. La primera entrevista entre Barry Greene y Jessica les hizo comprender cómo se iba a desarrollar la pelea: totalmente a favor de Barry.

La zona de recepción del despacho de Jessica era muy tranquila y sosegada. En cuanto la pesada puerta dejaba fuera el bullicio del Strip, un sombrío silencio acogía al visitante. La alfombra era mullida, los muebles eran de tonos oscuros, el latón estaba reluciente y la madera aparecía lustrosa y despedía un agradable aroma a limón. El recepcionista, un joven de veintitantos años que estudiaba textos de derecho en los momentos en que no hacía fichas o escribía a máquina, se levantó para recibir a la señorita Brown y acompañarla al despacho de Jessica.

Ambas se estrecharon la mano y después Jessica miró con inquietud al joven.

—¿Alguna llamada?

El muchacho sacudió la cabeza.

—Estoy montando guardia junto al teléfono y no lo abandono ni un solo instante, Jess. Puedes creerme.

—Te creo, Ken. Pero me temo que… —Jessica frunció el ceño, consultando su reloj de pulsera—, que Latricia y yo tendremos que ir al despacho de Barry Greene. Mira, piensa que esta cuestión de la llamada telefónica es de vida o muerte. En cuanto la recibas, me llamas. Estaré en una reunión, pero pediré que me avisen.

Ken le dirigió una sonrisa de estímulo.

—No te preocupes, Jess. Deseo que se produzca esta llamada telefónica tanto como tú.

Jessica le guiñó el ojo. Le había prometido al muchacho un empleo en el bufete en cuanto se graduara en la facultad de Derecho, para lo que solo le faltaban tres meses.

El despacho de Barry Greene se encontraba, por supuesto, en los estudios de Studio City. Caía una fina lluvia de marzo cuando Jessica se dirigió en su Cadillac al Sepúlveda Pass. Por el camino le explicó a Latricia lo que podría significar aquella llamada telefónica. Latricia observó que su abogada parecía un poco alterada aquella mañana. No estaba tan tranquila y reposada como de costumbre sino que sus manos se movían nerviosamente sobre el volante de cuero. Hablaba con rapidez, casi sin resuellos, y pisaba con excesiva fuerza el acelerador. Sin embargo, cuando Jessica le explicó la nueva situación, Latricia también se alteró. Tenía que reconocer que era una genialidad. Si lo consiguieran y la llamada telefónica se recibiera a tiempo…

Subieron los quince pisos en ascensor y se encontraron en la impresionante zona de recepción de Greene Productions. Jessica y Latricia eran esperadas y habían llegado puntuales, tras concertar una cita una semana antes; aún así, les dijeron que aguardaran. Se hundieron en unos mullidos sillones de terciopelo y declinaron el ofrecimiento de alguna bebida que les hizo la secretaria. Esperaron en un silencio cargado de tensión mientras la secretaria trabajaba pausadamente en su escritorio y el reloj de pared seguía con su implacable tic tac y el teléfono permanecía mudo.

Al otro lado de la enorme puerta adornada con una placa de latón, Barry Greene, sentado junto al escritorio de su espacioso despacho, estaba examinando unos folletos de viajes y tratando de inventarse algún medio de convencer a la doctora Linda Markus de que se fuera con él a alguna parte. Estaba seguro de que la doctora sentía interés por él y que simplemente se hacía de rogar. Barry Greene jamás había tenido dificultades con las mujeres, ya fuera por su dinero o porque querían algún papel en sus programas o simplemente para poder decir que se habían acostado con un productor de televisión. Hasta el momento, Linda Markus no había sucumbido. Y eso la convertía en un objeto más deseable.

La secretaria informó a Greene de que la señora Franklin y su cliente aguardaban en la sala de espera.

—Que esperen —dijo Greene.

Barry decidió ponerlas un poco nerviosas, escuchar sus quejas y descargar finalmente el golpe. O Brown aceptaba sus condiciones o la desterraba para siempre de la televisión. Barry tenía poder para conseguir que jamás en su vida volviera a trabajar delante de una cámara de televisión.

En el despacho exterior, Jessica consultaba incesantemente su reloj. A su lado, Latricia aparentemente fría y controlada, estaba tan nerviosa que ya empezaba incluso a marearse. Cuatro semanas antes, enojada por el hecho de que la hubieran eliminado de la serie, actuó impulsivamente en un acceso de furia. Pero ahora, al cabo de cuatro semanas de trato con los magnates de la televisión cuyas amenazas se le antojaban cada vez más reales, ya estaba sintiendo las dentelladas de la duda y la incertidumbre.

Santo cielo, a lo mejor le convendría aceptar el ofrecimiento de trabajar en otra serie, en caso de que todavía siguiera en pie.

Miró a Jessica. La llamada telefónica era una posibilidad muy remota. Eso, si se producía y si comunicaba lo que Jessica esperaba. Dos hipótesis muy poderosas como para que una persona basara en ellas toda su carrera.

Barry Greene había repasado Hong Kong, Cancún, la Gran Barrera de Arrecifes y Aspen cuando, finalmente, recogió todos los folletos y los guardó en un cajón. Consultó el reloj de pared, casi oculto entre los premios, placas, cartas de enhorabuena y fotografías suyas en compañía de personajes famosos, y comprobó que había hecho esperar veinte minutos a sus visitantes.

Llamó a la secretaria y le dijo que las hiciera pasar al despacho.

—Miren, señoras —dijo unos minutos más tarde—, todo está aquí en blanco y negro. Según el contrato, que usted firmó, Latricia, tengo autoridad para eliminarla de la serie. Y, si usted sabe algo de derecho contractual —añadió, dirigiéndose a Jessica—, comprenderá que su cliente no tiene ninguna posibilidad legal. ¡Lo que más me sorprende es que pierda usted el tiempo con este caso!

Jessica habló muy despacio, tratando de ganar tiempo.

—Pues lo que a mí me sorprende, señor Greene, es que usted haya despedido a una actriz, actuando en contra de los intereses de su espectáculo. Ella ha conseguido elevar los niveles de audiencia, lo cual elevará a su vez los ingresos por publicidad.

—Habían surgido problemas creativos con este papel. Llegamos a la conclusión de que el personaje ya no era necesario.

—Querrá decir que llegó a la conclusión Ariel Dubois —le interrumpió Latricia.

Jessica dirigió a su cliente una mirada de advertencia.

—Mire, señor Greene, yo considero este asunto un despido injustificado…

—Oiga, cariño, usted sabe perfectamente que tenemos un derecho incondicional de hacer con Latricia lo que nos venga en gana. El contrato que ella firmó nos otorga plenos poderes para utilizarla o no. Eso tendría que estar muy claro incluso para usted. ¿Por qué perdemos el tiempo sentados los tres aquí?

Jessica consultó discretamente su reloj. ¡Maldita sea!, ¿dónde estaba aquella llamada telefónica?

—Señor Greene, tengo intención de presentar una querella y le aseguro que el jurado se mostrará favorable a mi cliente.

Barry soltó una carcajada.

—No me asustan los jurados, Jessica.

—Disculpe, señor Greene, no sabía que fuéramos tan amigos.

La sonrisa de Barry se esfumó.

—Mire, cariño, Latricia no tiene ninguna posibilidad y eso es todo lo que hay.

Le estaban atacando los nervios. Le estaban haciendo perder la paciencia, precisamente en unos momentos en que se encontraba tan a gusto. Estaba pensando románticamente en Linda Markus y, si eso no diera resultado, había una rubita en el guardarropa que se moría de ganas de firmar un contrato como el que había firmado aquella bruja. ¡Latricia Brown! Pero ¿a quién se le habría ocurrido la idea de que necesitaban a una negra en la serie?

Jessica se humedeció los labios con la lengua. Al parecer, la llamada no se iba a producir.

—Pese a todo, nosotras seguiremos adelante con la querella y estoy segura de que el resultado será una publicidad muy negativa, tanto para usted como para los estudios.

Barry volvió a reírse mientras se reclinaba en su sillón de ejecutivo. Amenazas, eso era lo único que podían hacer.

—Los índices de audiencia de la televisión, señor Greene, sufren las consecuencias de la opinión pública, tanto si usted lo acepta como si no. Si llevamos el caso ante los tribunales, mi cliente hablará con la prensa y aparecerá en la televisión y, a lo mejor, podrían salir a la luz ciertos aspectos de su vida, ¿digamos privados?

Barry se rio por lo bajo y sacudió la cabeza.

—Pero ¿dónde estudió usted su carrera? A la gente le encanta leer cosas sobre mis asuntos privados. Adelante. Dígaselo al Times de Los Ángeles. Dígaselo al National Enquirer. Al Reader’s Digest. ¡Vaya a Phil Donahue y cuénteselo al mundo! No tengo nada que ocultar.

Jessica se mordió el labio inferior y miró a Latricia. Necesitaba ganar tiempo, un poco más…

—Y ahora, si me disculpan —dijo Barry, haciendo ademán de levantarse.

Entonces sonó el teléfono. Era su secretaria, diciéndole que la señora Franklin tenía una llamada urgente.

—La recibiré en la otra estancia —dijo Jessica, levantándose de un salto y abandonando precipitadamente el despacho.

Barry tamborileó con los dedos sobre la inmaculada superficie de su escritorio mientras Latricia contemplaba aquel suntuoso despacho más grande que todo su apartamento. Estaba empezando a odiar al hombre sentado detrás del escritorio, no solo por lo que le estaba haciendo a ella sino también por su forma de tratar a Jessica.

Jessica regresó y se sentó sin mirar a Latricia.

—Muy bien, señor Greene —dijo con firmeza—, ya ha expuesto usted su postura con toda claridad. Ahora yo expondré la nuestra. La llamada telefónica que acabo de recibir es la que estaba esperando. Procede de Houston. —Jessica hizo una pausa para intensificar el efecto—. Mi cliente comparecerá dentro de una semana en el programa nocturno de Danny Mackay. Y lo que va a decir delante de una audiencia nacional, señor Greene, por cierto en la misma cadena que emite su serie, es que adelgazó porque el Señor le ordenó respetar y venerar su propio cuerpo, es decir, su templo, y que usted y estos estudios la persiguen por eso.

Barry la miró fijamente. Después, miró a Latricia. Era una buena actriz, una actriz excelente. Habría dos millones y medio de personas, diciendo amén, llorando por ella y pidiendo a gritos la cabeza de Barry Greene.

Y los índices de audiencia se perderían por el excusado.

Pensó en Ariel. Bueno, ¿qué podía hacer ella? Nada que no se pudiera remediar con un abrigo de pieles. Lo único que quería Barry Greene era evitar los problemas a toda costa.

Cuando Jessica enfiló la calzada particular, se alegró de ver el BMW de John aparcado allí. «Lo celebraremos», pensó mientras entraba apresuradamente en la casa, le entregaba el abrigo y la cartera de documentos a la doncella y subía al dormitorio principal del piso de arriba. «Llamaré al Spago para reservar mesa. ¡Beberemos champaña hasta que nos salga por las orejas! Pediremos una pizza gigante, licor amaretto, helado de crema con frutas y nueces…».

Encontró a su marido delante del espejo, abrochándose los gemelos en una camisa nueva.

—¡Hemos ganado! —exclamó, rodeándole con sus brazos y besándole en la mejilla—. ¡Hemos ganado el caso, John!

—¿Qué caso era?

—El de Latricia Brown. ¡He acorralado a Barry Greene contra la pared! Pero ¡qué lista soy!

John la miró a través del espejo.

—Espero que eso no se traduzca en publicidad negativa para nosotros.

Jessica lanzó otro suspiro.

—Latricia no me ha besado, si es eso lo que te preocupa. ¡Pero espera a que te cuente cómo he conseguido derrotar a los estudios!

—Me lo contarás en el coche, de camino a casa de Ray y Bonnie.

—¿A casa de Ray y Bonnie?

—Nos han invitado a cenar. —John se volvió a mirarla—. ¿Acaso has bebido, Jessica?

—Solo un poco de champaña. Fred siempre guarda una botella en hielo para cuando ganamos un…

—¿Cuánto rato tardarás en arreglarte? —preguntó John, consultando su reloj—. Tenemos que estar allí dentro de diez minutos.

Jessica parpadeó.

—Pensé que íbamos a celebrar nuestra victoria en este caso.

—Por favor, no digas nuestra. No me interesa que mi nombre se vincule a tus escándalos.

—No son escándalos…

—Sea como fuere. —John se sentó para ponerse los zapatos—, lo podemos celebrar con Ray y Bonnie.

«¡Pero a mí no me gustan Ray y Bonnie!».

—A Bonnie le encanta que le cuentes cosas de tus amigos, los astros de cine… ¡Vete tú a saber por qué! Será algo relacionado con su profesión de maestra. Vístete, Jessica.

Jessica le miró con irritación.

—Vamos —insistió John rozándole el brazo—. Vístete. Y ponte los pantalones negros. Te disimulan las caderas.

—Pero yo quería que lo celebráramos tú y yo solos.

—Lo celebraremos de maravilla con Bonnie y Ray —dijo John, impacientándose—. Él es mi socio y mi amigo, Jessica. Me gustaría que no pensaras exclusivamente en lo que tú quieres.

—No quiero pelearme contigo, John —dijo Jessica en voz baja.

—No nos estamos peleando, Jessica. Tú haz lo que te digo y vístete. Les extrañará que tardemos tanto.

Jessica bajó la mirada sobre la alfombra.

—Mira —dijo John, acercándose a ella y apoyando las manos en sus hombros—. Tendrás tu celebración, no te preocupes. Y podrás contarnos a todos cómo has conseguido hacer bailar a Barry Greene al son que tú tocabas. ¡Apuesto a que no ha podido resistir el hechizo de una cara bonita! Y ahora vístete, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo Jessica en un susurro.

De pronto, todo se estropeó y Jessica no supo cómo arreglarlo.

Ir a la siguiente página

Report Page