Butterfly

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Marzo » Capítulo 29

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29

París, 1974.

Hola, Beverly. Soy Christine. Christine Singleton, tu hermana.

Beverly la miró fijamente.

—¿Christine? ¿Mi hermana? ¿De veras eres tú?

—Al final me has encontrado, Beverly.

—¡Oh, gracias a Dios!

Beverly corrió a abrazarla. Pero sus brazos solo cercaron el aire.

—¡Christine! —gritó—. ¿Dónde estás? Por favor, no me dejes de nuevo…

Beverly abrió los ojos.

Se encontró contemplando un recargado techo, curiosamente pintado con guirnaldas de cinta y flores rococó y protegido en cada esquina por unos querubines de yeso. Por un instante, no supo dónde estaba. Permaneció tendida, escuchando los violentos latidos de su corazón. Sintió las húmedas y arrugadas sábanas bajo su cuerpo.

Entonces lo recordó. Estaba en un hotel. En París.

Suspiró profundamente. Otra vez el mismo sueño. Todo se debía a la llamada telefónica que le había hecho Jonas Buchanan la víspera. Al cabo de dos años de seguir varias pistas sobre el divorciado matrimonio Singleton y de llegar tan solo a callejones sin salida, al final había descubierto un dato concreto.

—He encontrado un reportaje de prensa —le había dicho la víspera en su conferencia transoceánica— sobre un extraño caso de secuestro que ocurrió en 1947. La familia implicada se llamaba Singleton. El matrimonio estaba pasando por unos borrascosos trámites de divorcio y el padre huyó con la niña, que entonces tenía nueve años. Jamás los localizaron. Pero yo decidí investigar el asunto.

Jonas le contó a Beverly que había averiguado el nombre de la ciudad natal del padre. Obedeciendo a una corazonada y pensando que, a lo mejor, el padre se había trasladado allí con la niña, Jonas se fue a aquella ciudad para hacer indagaciones.

—No figuraba ningún Singleton en la guía telefónica, pero me pasé un día examinando archivos escolares. Descubrí que una tal Christine Singleton fue colocada en un pequeño convento de monjas a los doce años. Traté de obtener más información sobre ella, pero, de momento, la madre superiora no me permite el acceso a los archivos. De todos modos, sigo intentando.

—¿Y qué me dice del padre? —preguntó Beverly—. ¿Qué fue de Singleton?

—No he podido averiguarlo. Supongo que habrá muerto.

A Beverly le quedaba tan solo una pregunta.

—¿Ya sabe cómo era mi hermana? ¿Ha encontrado alguna fotografía suya?

Jonas lamentó informarla de que aún no había conseguido encontrar ninguna fotografía de Christine Singleton.

Por regla general, Beverly no solía entregarse a los lujos. Una rápida ducha por la mañana constituía su baño cotidiano. Pero, en aquella fría y nevada mañana en la rueda de la Madeleine, en el elegante hotel Papillon, donde en cierta ocasión se había alojado la emperatriz Josefina, permaneció largo rato en remojo en un cálido y vaporoso baño de espuma. Tenía por delante un día muy agitado. Necesitaba tener la mente despierta y el cuerpo vigorizado.

Cuando salió de la bañera y se envolvió en el suave albornoz, oyó sonar el teléfono.

La voz de Carmen le llegó, yendo y viniendo como una marea. Había llamado diariamente a Beverly durante su gira de compras de tres meses por Europa para informarle de la marcha de sus distintas empresas y recibir las correspondientes órdenes.

—He investigado las Monument Publications tal como tú me lo pediste, Bev —dijo Carmen sobre el trasfondo de los crujidos de la comunicación—. Tenías razón. La línea de libros de texto pierde dinero y están a punto de despedir a la mitad de la plantilla. Pero la revista marcha muy bien. En realidad, Gatitas sexuales ha permitido que Monument se mantuviera a flote durante los últimos cinco años. Pero ahora parece que eso ya no es suficiente. Están a punto de archivar Capítulo Once.

Beverly tomó notas mientras Carmen hablaba. Maggie las transcribiría más tarde y las añadiría al abultado expediente de Monument Publications.

—¿Les has comunicado mi oferta?

—La han aceptado como locos.

—Pues, entonces, compra.

Beverly aún estaba hablando por teléfono cuando Maggie entró silenciosamente en la estancia, con su omnipresente cartera de documentos y su cuaderno de taquigrafía en las manos.

—¿Cómo están los niños? —le preguntó finalmente Beverly a Carmen. Era lo último que preguntaba siempre antes de colgar.

—Están muy bien, Bev. Quieren saber cuándo volverán a casa tú y Maggie.

Los dos hijos de Maggie, Arthur y Joe, se alojaban en la casa estilo rancho que tenía Carmen en Chatsworth. Los niños tenían seis y ocho años y eran los constantes compañeros de juegos de Rosa, que a la sazón contaba diez años.

—¿Se pueden poner al teléfono? Nos gustaría saludarlos.

—Aquí estamos en mitad de la noche, Bev —comentó Carmen—. No quiero despertarlos.

Beverly experimentó una punzada de decepción. Lo que más había echado de menos durante sus tres meses de ausencia de Los Ángeles eran los niños.

—Diles que volveremos a casa la semana que viene. Y diles que les llevo regalos.

—¡Regalos! —exclamó Maggie mientras le abría la puerta al camarero del servicio de habitaciones—. Vas a tener que fletar un avión especial para llevarte todo eso a casa.

—Se acerca la Navidad —dijo Beverly tras colgar el teléfono—. Simplemente les llevo algunos juguetes, eso es todo.

Maggie se rio, sacudiendo la cabeza. Tenía que luchar constantemente para que Beverly no mimara en exceso a sus hijos.

Estudiaron los asuntos del día mientras tomaban unos brioches con café americain. Beverly se limitó a mordisquear un brioche mientras Maggie se servía dos y los untaba generosamente con mantequilla. Maggie había engordado desde que empezara a trabajar para Beverly Highland cinco años antes.

Aquel era su ritual de cada mañana. Repasar todos los asuntos antes de iniciar la jornada. Formaban un equipo impresionante. Maggie había entrado a trabajar para Beverly Highland con siete años de experiencia en una agencia de cambio y bolsa y con una mente muy capacitada para las estrategias inversoras. Y ahora Beverly tenía dinero gracias al sorprendente éxito de los Royal Burgers.

Siguiendo el consejo de Maggie, Beverly decidió entrar en la Bolsa, ofreciendo acciones y recibiendo capital de los inversores. Con aquel dinero, amplió la cadena a otras localidades de catorce nuevos estados. El Crown Burger (una hamburguesa doble con cebolla de Bermudas y queso), las frituras jalapeñas con queso parmesano rallado, los bajos precios y el agradable ambiente de los restaurantes habían convertido los Royal Burgers en un éxito inmediato. Las cuatro amigas estaban viendo cumplidos todos sus sueños: Carmen, la que soñaba con trabajar en un despacho respetable, había conseguido un título y era la jefa de contabilidad de Royal Burgers; Ann Hastings, que había adquirido seguridad en sí misma y tenía amigos y un Porshe, era la responsable del control de calidad de casi quinientos locales; Beverly Highland era la presidenta del consejo de administración de la mayor cadena de hamburgueserías en régimen de franquicia de todos los Estados Unidos, una cadena de comida rápida cuyos beneficios anuales se elevaban a muchos millones de dólares.

Ahora Beverly estaba empezando a diversificarse. Con la ayuda de los conocimientos de Maggie y la excelente preparación de Carmen, el dinero de Beverly se estaba invirtiendo en otras empresas, las cuales se habían englobado en la recién creada Highland Enterprises, un consorcio empresarial en rápido desarrollo cuyo lema era Atrévete

«¡Atrévanse a aceptar el desafío de devolver a Hollywood su grandeza!», había gritado Beverly en aquella reunión de la Cámara de Comercio tres años antes. Y, desde aquella sala de actos, Beverly había trasladado su recién nacido «espíritu» al mundo y a todo lo que hacía. Aquel día nació también otra cosa: la identidad de Beverly dentro del mundo empresarial. Aceptó la presidencia del nuevo comité y muy pronto se dio a conocer entre sus colegas como una mujer dotada de fuerza, ideas y ambición. Ahora Beverly visitaba escuelas de administración empresarial, asociaciones e instituciones en las que pronunciaba conferencias. Las salas de actos estaban siempre llenas a rebosar.

—Atrévanse a convertirlo en realidad —decía a sus oyentes—. Atrévanse a correr riesgos. ¡Atrévanse a vivir sus sueños!

Pocos eran los que no experimentaban los efectos de su espíritu y su energía.

Y ahora Beverly había trasladado aquel espíritu a Europa. Estaba allí con dos propósitos: buscar localizaciones para sus restaurantes Royal Burgers y recabar algunos consejos sobre lo que podía hacer con la tienda de artículos de vestir para hombre en Beverly Hills que había heredado de Eddie.

Ahora ya había cerrado el trato de los Royal Burgers. Beverly inauguraría locales en Piccadilly Circus de Londres, en la Via Veneto de Roma y en los campos Elíseos de París. Solo quedaba por resolver el misterio de la utilización del establecimiento de Rodeo Drive.

Cuando Bob Manning se reunió con ellas en la suite de Beverly, la reunión de negocios ya había terminado y ambas mujeres estaban echando un vistazo a los periódicos en lengua inglesa que les habían subido junto con el desayuno.

Como de costumbre, lo primero que buscaba Beverly era alguna noticia internacional sobre Danny Mackay.

De momento, Danny aún no era conocido en el extranjero. Pero su fama en los Estados Unidos estaba adquiriendo proporciones gigantescas. Desde que firmara el contrato con Hallstead en Houston para aparecer en la televisión evangélica, la fama de Danny había subido como la espuma. Era un showman nato. Si en el estrado de una tienda estaba soberbio, delante de una cámara se convertía en dinamita pura. Durante su primer año de predicación electrónica, logró duplicar los índices de audiencia de la WBET. Al finalizar el segundo año, eliminó a Hallstead y se convirtió en el único propietario de una cadena de emisoras religiosas. Al tercer año, ya era el director de la Pastoral de la Buena Nueva. Y, al finalizar el cuarto año, su hora religiosa semanal ya se transmitía de costa a costa.

Estaba llegando a la cima. Y algún día, cuando se presentara el momento oportuno, Beverly se vengaría.

El establecimiento de Eddie Fanelli’s de Beverly Hills se hallaba bajo el paraguas de Highland Enterprise, pero, ocupada en la consolidación de su grupo de empresas, Beverly apenas le había prestado atención. No era muy rentable cuando lo heredó, pero ahora Carmen le había comunicado que perdía dinero. El establecimiento se estaba convirtiendo en una fuente de gastos; la culpa la tenía su línea de moda: vendía prendas anticuadas, elegidas sin duda por Eddie y Laverne cuando estaban en pleno apogeo, pero que ahora resultaban una antigualla. Cuando Maggie y Beverly pusieron por primera vez los pies en la tienda y vieron las chillonas luces, los pósteres de Peter Max, los pantalones acampanados, las chaquetas estilo Nehru y los falsos andrajos hippies y contraculturales, se quedaron sin habla. Al ver a los jóvenes vendedores de cabello largo mascando indolentemente chicle y vestidos con pantalones vaqueros, ambas mujeres experimentaron un sobresalto todavía mayor. ¿En qué habría estado pensando Eddie?

Ahora Beverly quería hacer algo con la tienda. Por eso se encontraban con Bob Manning en París, al término de su gira de compras.

Bob entró en la estancia del hotel cuando ambas amigas estaban examinando la prensa. Era un hombre bajito y corpulento de aspecto muy distinguido, que vestía prendas de corte conservador y caminaba con la ayuda de un bastón de Jacaranda. Tenía sesenta y un años y se había pasado dieciséis años de su vida en un hospital. El tributo de su larga enfermedad se advertía en su cojera.

Bob Manning llevaba dos años trabajando para Beverly y estaba perdidamente enamorado de ella.

—Ya está empezando a nevar otra vez —dijo, llenándose una taza de café del samovar de plata.

Beverly levantó los ojos y, por primera vez desde que despertara de su pesadilla, miró a través de la ventana.

El cielo de París estaba siniestramente oscuro y unos blancos copos bajaban hacia el suelo. Beverly recordó la última vez que había visto nieve…, veintidós años antes en Nuevo México. Recordando la pesadilla y la voz de su hermana llamándola, Beverly rezó para que Jonas Buchanan tuviera éxito.

El automóvil circulaba muy despacio por las callejuelas heladas, evitando cuidadosamente el denso tráfico que bullía frenéticamente alrededor del Arco de Triunfo. Sentados cómodamente en la parte de atrás con una gruesa manta de alpaca cubriéndoles las rodillas, los tres norteamericanos estaban tomando chocolate caliente de unas tacitas de porcelana. Beverly estudiaba unos papeles que tenía sobre el regazo. Maggie contemplaba las bellezas de París y pensaba que ojalá Joe viviera y pudiera compartirlas con ella. Y Bob Manning repasaba los comunicados de prensa de las tres casas de alta costura que iban a visitar aquel día.

No abrigaba demasiadas esperanzas de éxito.

Cuando Beverly incorporó a Bob Manning a la familia de Highland Enterprises dos años antes, este no pudo ofrecerle gran cosa. Era ligeramente cojo, carecía de contactos y no había llegado demasiado lejos en sus estudios. Pero, para su gran sorpresa, Beverly le ofreció un empleo…, como encargado del establecimiento de ropa de hombre.

Sus responsabilidades no eran excesivas puesto que, en realidad, solo se exigía su presencia. Pero a él le gustó tener un lugar al que acudir todos los días, sabiendo que hasta él tenía un sitio donde ir y gente a la que vigilar y una caja registradora que controlar. A lo largo de aquellos dos años, la señorita Highland empezó a visitar la tienda cada vez con más frecuencia, entrando inesperadamente desde la calle y paseando por allí, profundamente enfrascada en sus pensamientos. De vez en cuando, subía al piso de arriba donde tenían alquilados unos despachos a pequeñas empresas: una agencia de viajes, un decorador, tres agentes de seguros que compartían un escritorio y un teléfono, todos ellos interesados en tener su sede social en Beverly Hills. La señorita Highland conversaba amablemente con los dependientes y con Bob, saludaba distraídamente con la cabeza y se marchaba. Era como si acudiera allí en busca de algo…, tal vez, pensó Bob, en busca de alguna razón para seguir manteniendo abierta la tienda. A fin de cuentas, Eddie Fanelli’s perdía dinero.

De pronto, justo el verano anterior, se presentó en su Rolls-Royce Silver Cloud entró en la tienda con paso decidido y le dijo a Bob que la cerrara y despidiera a todos los empleados con seis meses de sueldo. Se iba a Europa, le dijo, y regresaría con nuevas existencias. El establecimiento se reformaría por completo y se volvería a abrir al cabo de seis meses.

Al principio, Bob se entusiasmó y aterrizó en Londres frotándose las manos en previsión de las compras que los tres iban a realizar. Él y Maggie se fueron a cenar a lugares como Soho y King’s Road y dejaron a Beverly en el hotel, donde esta prefería estar cuando no asistían a los desfiles de moda. Ambos comentaron animadamente sus nuevas ideas, pero, cuando se les empezó a pasar la euforia, comprendieron que Beverly no compartía su entusiasmo y optimismo. En realidad, cuanto más examinaba el mundo de la moda, tanto más escéptica se mostraba ella.

No había nada nuevo, decía Beverly, ni en Londres ni en Roma, no había absolutamente nada capaz de dar a su tienda un aire distinto del de las demás.

Lo malo era que Bob no tenía más remedio que darle la razón.

Mientras el automóvil se detenía delante de la casa de alta costura del famoso diseñador Henri Gapin, Bob miró a su jefa. Santo cielo, qué guapa era. Tenía un rostro impecable. ¿Cómo era posible que alguien poseyera semejante perfección innata? Su estilo de vestir acrecentaba su donaire y hermosura. El blanco gorro de piel a lo doctor Zivago realzaba la delicada mandíbula y el largo cuello; el maxi abrigo de suave piel blanca y las botas blancas le hacían aparentar más altura y, debajo del abrigo, Bob sabía que Beverly llevaba un vestido a la medida con un camafeo enmarcado en oro adornándole la garganta. Siempre iba impecablemente vestida, aunque jamás con prendas llamativas, sino más bien conservadoras, clásicas e intemporales, y con el cabello rubio platino siempre meticulosamente recogido hacia atrás en un moño francés. Beverly Highland daba la impresión de ser una mujer que sabía controlar no solo a los demás sino también a sí misma.

La gente volvió la cabeza cuando Beverly cruzó la entrada. Los asistentes constituían un grupo de lo más selecto. Estaban presentes la esposa del primer ministro francés, la condesa de Bossuite, lady Margaret Hathaway, el antiguo vicepresidente y director de moda del los grandes almacenes norteamericanos Bloomingdale’s, la propietaria de discotecas de Maniatan Sally Will y un actor cinematográfico italiano ganador de un Oscar y célebre por su originalidad en el vestir. Todos estaban allí para ver las últimas tendencias de la moda masculina de Gapin.

El desfile resultó ser exactamente lo que Bob Manning se temía: lo mismo de siempre.

Hasta entonces, en las once semanas que llevaban en Europa, habían visto el estilo londinense, el estilo italiano y ahora el estilo francés, todos ellos muy parecidos y sin apenas variación. La influencia continental quedaba claramente de manifiesto en las chaquetas a cuadros con corbata de pajarita y los pantalones ajustados; en los trajes de franela de atrevidos colores y los sombreros flexibles de piel de Karakul. Las camisas deportivas ostentaban audaces estampados y se podían llevar por encima del cinturón. Estaban de moda los cuellos abiertos, era de buen tono lucir joyas y los tacones masculinos eran finalmente casi tan altos como los de las mujeres. Y lo peor de todo era que aún perduraba el estilo unisex.

Sentada en su silla de brocado mientras sorbía su champaña, Beverly contempló a los apuestos modelos de la pasarela y sintió que su frustración se intensificaba. Tres años de éxitos con los Royal Burgers y con las más recientes empresas secundarias la habían condicionado a esperar el triunfo en cualquier cosa que tocara. ¿Acaso el establecimiento Eddie Fanelli’s iba a ser una excepción?

Observó cómo el champaña burbujeaba en su copa y recordó la primera vez que había saboreado un buen champaña…, allá en 1961, cuando Roy Madison consiguió su primer papel importante en una serie de televisión. Roy entró corriendo en el restaurante con una botella de Dom Perignon y empezó a invitar a todo el mundo. Todo había sido gracias a Beverly, afirmó magnánimamente mientras la espuma del burbujeante vino se derramaba por el mostrador. Porque ella le había comentado sinceramente su imagen y él había aceptado su consejo y la había modificado, y porque había acompañado a Ann a la fiesta de su prima y allí había conocido a un director que se interesó por él y, a partir de aquel momento, empezó a recibir ofertas para interpretar pequeños papeles. Su agente le dijo que conservara la nueva imagen y, poco a poco, le fue consiguiendo papeles cada vez más importantes y ahora ya tenía su propia serie. Todo gracias a la bendita Beverly Highland.

Fue el día, recordó Beverly ahora, en el que Roy juró no olvidar jamás lo que ella había hecho por él.

Por supuesto que había saboreado mucho champaña desde aquellos lejanos días de vida espartana. Cuando heredó la fortuna de Eddie y se dio cuenta de sus posibilidades, Beverly decidió cambiar de estilo de vida en atención a sus intereses futuros. Aspiraba a la riqueza y al poder, y tales cosas no podían conseguirse viviendo en el vacío y manteniéndose apartada y aislada de la sociedad. Para aspirar a ambas cosas, necesitaba tener amigos en lugares poderosos e influyentes. Tenía que construirse una sólida reputación y alcanzar una estatura que pudieran reconocer las figuras que ocupaban puestos claves. Tras un cuidadoso estudio, Beverly vendió su casita de estilo español en las colinas de Hollywood y compró una casita de estilo español en Beverly Hills por un precio cinco veces más elevado. Cambió su Chevrolet por un Cadillac y este por un Mercedes; contrató a una criada y posteriormente a una cocinera. Hizo amistad con los vecinos: abogados y médicos, jueces y políticos, escritores y magnates de la industria cinematográfica, todos ellos personajes en torno a los cuales giraba el universo. Saboreó más champaña. Ofreció fiestas y sirvió caviar. Agasajó a las personas que podían abrirle puertas y se dio a conocer. Desarrollaba una gran actividad en la Cámara de Comercio y formaba parte de varios comités culturales de Los Ángeles. Mantenía un alto nivel en todas sus actuaciones y proseguía su ascenso a la cumbre.

Un murmullo corrió entre el público y Beverly levantó los ojos.

Mesdames et messieurs, «breve» es el santo y seña del actual varón deportivo y agresivo —afirmó Henri Gapin mientras un esbelto y bronceado modelo avanzaba por la pasarela—. Y Bref es el nombre de nuestra más reciente prenda de baño. El bikini no tiene porqué estar reservado para las femmes, tal como aquí nos demuestra espectacularmente Pierre…

Era efectivamente espectacular, pensó Beverly, mientras el bien proporcionado y musculoso Pierre se pavoneaba ante los ojos asombrados, admirativos y envidiosos de los presentes. El bikini a duras penas le cubría.

—Es una indecencia —musitó Maggie a su lado—. Pero me encanta.

Beverly miró al modelo. Cuando este pasó por su lado, se volvió a mirarla por encima del hombro y le guiñó el ojo.

—¿Has visto eso? —murmuró Maggie.

Beverly lo había visto. Y, muy a pesar suyo, experimentó una reacción.

—Este atuendo veraniego se verá en todos los acontecimientos más significativos —añadió Henri mientras aparecía otro modelo galo, luciendo una chaqueta deportiva de lana beige y unos ligeros pantalones de franela.

Pero Beverly contempló la creación con cierto hastío. Hubiera jurado haber visto el mismo atuendo en Chelsea y Roma. Camisa de algodón estampada, ancha corbata de seda, pañuelo a juego y zapatos de ante con suela de crepe. Resultó que la moda masculina era igual dondequiera que fuera. Aquello no serviría para incrementar las ventas de la tienda de Beverly Hills. ¿Cómo podía competir con los establecimientos acreditados que ya presentaban aquellas tendencias? El hecho de llevar a Gapin y Courregès a Eddie Fanelli’s no atraería a la gente. Así debió de comprenderlo Eddie, tratando de corregir el fallo por la vía contraria, es decir, ofreciendo ropa barata.

—Mira —le dijo Maggie en voz baja—. Fíjate en ese.

—Para el hombre más joven —anunció Henri cuando apareció un modelo con pantalones vaqueros y chaqueta de cuero, el largo cabello alborotado y el tórax seductoramente desnudo.

Era el viejo estilo a lo Mike Jagger, que nunca dejaba de provocar algún tipo de reacción.

—No me llama especialmente la atención —murmuró Beverly.

—¡No me refiero a la ropa sino al chico!

Beverly estudió al modelo y descubrió que, debajo de su descuidado y desmelenado aspecto, había un joven muy seductor. Tenía unos andares insolentes y movía las caderas con gracia. ¡Y qué sonrisa! Por una extraña razón, Beverly empezó a admirar las prendas que unos segundos antes había menospreciado.

—Qué truco de marketing tan hábil —dijo Maggie, inclinando la cabeza hacia Beverly—. Fíjate en las caras de las mujeres. Les importa un bledo la ropa, pero él las encanta.

Beverly observó cómo el modelo abandonaba la pasarela con andares sinuosos y era sustituido por otro joven vestido con un atuendo de tenis.

—Unas piernas fabulosas —comentó Maggie mientras Beverly contemplaba los rostros de las mujeres que la rodeaban. Como Maggie, las mujeres no se estaban fijando en las prendas.

—No me dirás que estos calzones estarían ni una décima parte de bien en una bolsa de plástico.

Beverly se volvió bruscamente a mirarla.

Y, a partir de aquel momento, dejó de aburrirse. Prestó atención a los modelos que presentaban las prendas y observó las distintas reacciones del público, comprobando que las creaciones no tenían, en realidad, la menor importancia. Mientras observaba y estudiaba, a Beverly se le empezó a ocurrir una idea.

Miró cuidadosamente a su alrededor y observó el refinamiento y la elegancia del salón. Era curioso, pero no se le había ocurrido hasta entonces: aquellas casas de alta costura que giraban en torno a los hombres, presentaban sus servicios a los hombres y diseñaban y manufacturaban prendas para hombres eran insólitamente femeninas. Y el público asistente, a pesar de tratarse de un desfile de modelos para hombre, era mayoritariamente femenino.

Beverly captó ahora los sutiles intercambios entre los modelos y ciertas compradoras. Aquellos hombres de la pasarela se sabían guapos; eran unos artistas de la simulación. No importaba lo que lucieran, ellos vendían la mercancía con una sonrisa, un guiño, un movimiento de las firmes posaderas. Las plumas de oro hacían anotaciones en cuadernitos de cuero. Las cabezas asentían en gesto de aprobación y le hacían indicaciones a Henri Gapin. Alrededor de Beverly se estaban efectuando ventas por valor de un millón de dólares, y todo porque Henri Gapìn tenía una habilidad especial…, no para diseñar modelos sino para venderlos.

Beverly Highland acababa de descubrir su secreto. Henri conocía su mercado.

Beverly se reclinó contra el respaldo de su silla y cruzó las manos. Estaba deseando regresar a casa. No tenían nada más que hacer allí. Sabía lo que tenía que hacer para convertir Eddie Fanelli’s en el establecimiento de ropa masculina más concurrido de Beverly Hills.

Y daría resultado.

La inauguración de Fanelli de Beverly Hills una tibia noche de mayo de 1975, fue servida por Richard, la empresa de servicios más inn del momento. Los que tuvieron la suerte de recibir invitaciones en relieve para asistir a la inauguración se encontraron con una cena fría impresionante, incluso para personajes de la jet tan acostumbrados a semejantes cosas como ellos: pequeñas pizzas recién hechas, con jamón y queso mozzarella; quesadillas con frijoles y chorizo; huevos con relleno de almendras; queso Brie asado; almejas al estilo mediterráneo; albóndigas griegas; y el esperado guacamole, la deliciosa ensalada de aguacate, cebolla, chiles y tomate. De postre hubo fresas a la bávara, zumo de naranja, copas individuales de cristal de crema inglesa con fruta y los clásicos dulces de crema de chocolate. Todo ello servido en elegantes bandejas Benington. Los camareros pasaban entre la gente con altas copas de champaña, mimosas o agua Perrier. Había tres tipos de café, té de hierbas y Earl Grey así como deliciosas pastitas de menta de Blum’s.

Buena parte del éxito se debió a Roy Madison, el cual no solo hizo correr la voz entre sus amigos del sector cinematográfico, dando a entender que sería uno de los acontecimientos más sonados del año sino que, además, divulgó comunicados a la prensa, anunciando que asistiría a la inauguración de Fanelli; y Roy Madison era un hombre al que muchas personas deseaban ver.

Se presentó con su «marca de fábrica»: pantalones vaqueros y camisa azul de trabajo, botas camperas y cinturón del Oeste. Llevaba el cabello rubio arena todavía largo, y el rostro que antaño pretendiera emular al de Fabian estaba ahora surcado por las arrugas del bronceado y el carácter. Se había convertido en uno de los astros de la televisión mejor pagados.

Ann Hastings, Carmen y Maggie llegaron temprano y dejaron sus automóviles al cuidado de los empleados del estacionamiento privado de Fanelli. Beverly llegó en el último momento en su Rolls y se pasó toda la tarde y la noche actuando como una amable aunque distante y misteriosa anfitriona. Muchas personas regresaron aquella noche a sus casas de las colinas haciéndose por primera vez curiosas preguntas sobre la bella y escurridiza señorita Highland.

Roy Madison firmó autógrafos a cuantos se los pidieron; Ann Hastings cuidó hasta el último detalle el desfile de la moda; Maggie hizo también de anfitriona, recibiendo a los famosos personajes y respondiendo a las preguntas; Carmen permaneció en segundo plano, controlando el servicio y vigilando a los nuevos empleados; y Bob Manning se quedó en los vestuarios, supervisando los modelos.

Los modelos fueron, por supuesto, la mayor sensación de la velada.

Nadie se lo esperaba: un constante desfile de modelos y accesorios de Fanelli exhibidos por unos maniquíes tremendamente guapos y atractivos (el propio Roy Madison los había reclutado personalmente para Beverly) que se movían entre los asistentes como si fueran unos invitados más a la fiesta, sonriendo amablemente a todo el mundo sin una innecesaria explicación a través de un micrófono de lo que la gente ya estaba viendo con sus propios ojos.

No hizo falta decirle a toda aquella gente qué era aquello: los invitados a la inauguración de Fanelli estaban muy familiarizados con Cardin y Lauren, con Courrèges y Gapin y con Mr. Harry y Bohan. Aquella gente ya sabía lo que era la moda y el estilo; se trataba de conseguir que compraran. Y vaya si compraron. Bajo la influencia de la abundante y exquisita comida y del delicioso champaña, los asistentes, luciendo esmóquines y vestidos de noche, se emborracharon de materialismo y empezaron a gastar. Cuando Paul, el amigo de Roy que había interpretado el papel del hombre resucitado por Danny Mackay, avanzó con su chaqueta deportiva de lana negra de Cardin y sus pantalones de tela fruncida y sonrió, guiñando seductoramente el ojo a algunas invitadas, se hicieron inmediatamente seis pedidos del modelo. Cuando apareció de nuevo un cuarto de hora después con una chaqueta de esmoquin de terciopelo rojo sobre unos pantalones de pijama de seda gris, incongruentemente fuera de lugar en medio de toda aquella gente tan «vestida», ocho mujeres hicieron sendos pedidos.

Y eso fue lo que ocurrió a lo largo de toda la tarde y la noche. Los impresionantes automóviles se detenían delante de la tienda, los empleados del estacionamiento se los llevaban y las mujeres entraban, muchas de ellas sin acompañante. Aceptaban recatadamente una copa de champaña, contemplaban de soslayo el apetecible buffet, pensaban en sus dietas de adelgazamiento, aceptaban platitos y paseaban lentamente por la tienda, inspeccionando como el que no quiere la cosa la mercancía al tiempo que miraban con disimulo a su alrededor para ver quién estaba presente.

Nadie sufrió una decepción. Se presentaron por curiosidad y encontraron en Fanelli un ambiente muy agradable y un decorado de sobria elegancia: era decididamente una tienda masculina, pero no una tienda de hombre. La elegancia era de todo punto femenina; los rasgos masculinos se evidenciaban más bien en las paredes de madera oscura, los percheros de latón y los sillones de cuero, pero había flores por todas partes y el lavabo estilo tocador constituía una agradable sorpresa.

Desde su lugar cerca de los accesorios donde, en unos mostradores de cristal, se exhibían corbatas y calcetines a juego (una idea de Ann que estaba teniendo una favorable acogida), Beverly saludaba a los invitados con gentil discreción mientras contemplaba el alumbramiento de su más reciente criatura. A partir del momento en que se le ocurrió la idea, en la casa de Henri Gapin en París, Beverly no tuvo la menor duda de que sería un éxito. Diseñar una tienda de prendas de hombre destinada a las mujeres. Una tienda donde las mujeres acudirían para comprar regalos para sus maridos, amantes, hermanos y padres. Allí podrían consumir lo que quisieran (en el comunicado de la prensa se decía que, en Fanelli, se ofrecerían refrescos gratis) y podrían ver a los modelos masculinos, una característica exclusiva de Fanelli, aseguraba el comunicado, que no estaría reservada tan solo a las ocasiones especiales sino que constituiría uno de los habituales rasgos distintivos de la tienda. Las clientas podrían contemplar a los apuestos modelos e imaginarse aquellas prendas en sus maridos y amantes o podrían imaginar que aquellos apuestos mozos eran sus maridos y amantes.

Beverly contempló complacida a sus invitados. Vio que se lo estaban pasando bien y que disfrutaban de la cena fría, el champaña y la atmósfera del establecimiento. Se irían de Fanelli con una buena impresión. Se lo contarían a sus amistades. Volverían y comprarían creaciones de Cardin y Mr. Harry, Fanelli sería la tienda de ropa de hombre de Beverly Hills por antonomasia. Porque Fanelli era una fantasía.

Cuando se puso el sol y el crepúsculo primaveral se convirtió en noche, los invitados salieron al exterior para ver la primera iluminación del rótulo de Fanelli. Y tampoco sufrieron una decepción. Aquel establecimiento no podía tener un rótulo vulgar: su nombre ni siquiera figuraba en él. Había simplemente un símbolo, un logotipo en hierro forjado y pintado con oro blanco. Un solitario reflector lo iluminaba y, cuando se accionó el interruptor y el logotipo brilló suavemente sobre la sencilla pared, se oyeron unos murmullos de aprobación y curiosidad.

Era una mariposa.

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