Butterfly

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Marzo » Capítulo 30

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Se estaba enamorando, maldita sea.

No hubiera tenido que hacerlo, tratándose de una socia del club; era contrario al reglamento.

—No se deje llevar por los sentimientos al tratar con las socias del club —le dijo la directora cuando lo reclutaron para que trabajara en el piso de arriba de Butterfly—. Tenga en cuenta que casi todas nuestras socias están casadas. No buscan relaciones auténticas o permanentes. Algunas de ellas tal vez le cuenten sus problemas. Escúchelas, pero absténgase de dar consejos y no se deje llevar por la emoción. Déles amor, para eso le pagan. Si le sirve de ayuda, piense en el dinero que está ganando. Piense en las buenas propinas. Eso contribuye a mantener a raya los sentimientos.

Pues bien, había pensado en el dinero, en las propinas y en los regalos ocasionales, pero no le había servido de nada. Se estaba enamorando de una de las socias y no podía evitarlo.

Era un nublado y desapacible día de marzo y, cuando llegó a Venice Beach, encontró unas desiertas dunas de arena y un violento oleaje azotando la playa. Cerró la portezuela del automóvil, se subió la cremallera de la chaqueta hasta el cuello y avanzó con el viento de cara.

¿Quién era ella? ¿Cómo se llamaba? ¿Dónde vivía? Sabiendo tan pocas cosas, ¿cómo era posible que se hubiera enamorado? ¿Estaría realmente enamorado, se preguntó mientras el agua salada del Pacífico le rociaba la cara, o era solo una ilusión? ¿Estaría enamorado de ella o de la idea que se había forjado? ¿Habría penetrado aquella mujer en su corazón o no era más que un fantasma, un espectro, alguien irreal, intocable e inexistente fuera de su imaginación?

Pensaba tanto en ella últimamente que temía que su sentimiento se convirtiera en una obsesión. Esperaba sus visitas a Butterfly y la llamada de la directora con las consabidas instrucciones. Estaba empezando a aborrecer el tiempo que dedicaba a otras socias, el tiempo en que no estaba con ella y hubiera tenido que dedicarle exclusivamente a ella.

Y no le habían contratado para eso. Para que amara a una sola mujer. Tenía que amarlas a todas.

Unos chicos habían colocado un barril y una rampa en la Autovía Rápida, y estaban tratando de romperse el cuello con sus monopatines. Se detuvo para observarles.

Por otra parte, ¿qué sentía ella por él? Creía conocer a las mujeres, creía saber interpretar sus sentimientos. ¿Veía realmente amor en sus ojos cuando la estrechaba en sus brazos? ¿Percibía una auténtica ternura y entrega cuando hacían el amor? ¿O acaso ella se limitaba a hacer el amor con su fantasma particular y no con un hombre de carne y hueso?

Una ilusión. Eso era Butterfly. Una simple ilusión.

Pero su amor era verdadero. Lo sabía. Lo sentía con tanta certeza como ahora estaba sintiendo el cortante viento de marzo contra su rostro. Cuando sonó el teléfono y la directora le pidió que acudiera a Butterfly, pronunciando las palabras que él tanto ansiaba escuchar (que se preparara para aquella fantasía determinada), advirtió que el corazón le daba un vuelco en el pecho como jamás le había ocurrido en mucho tiempo. Desde aquel doloroso episodio de su pasado en que llegó a la conclusión de que el amor ya no estaba escrito en sus estrellas. Y, sin embargo, el amor volvía a llamar a su puerta. Entraría en aquella conocida estancia y la vería. Se consumiría de alegría y pasión y experimentaría el absurdo deseo de conservarla a su lado para siempre.

Algunas veces ella parecía vulnerable. Otras veces, parecía una mujer muy dura. Ignoraba lo que hacía en el mundo real, pero sospechaba que debía de ejercer una profesión en la que una mujer se veía obligada a demostrar su valía en competición con los hombres. Algunas veces le daba alguna clave, aunque, en realidad, era muy poca cosa.

Era un misterio. ¿De qué se había enamorado? ¿De un misterio? Si algún día ella le revelara su identidad, si le dijera todo lo que había que saber sobre ella, ¿desaparecería el «amor»? ¿Acaso su amor se alimentaba del enigma que parecía rodearla?

Se introdujo las manos en los bolsillos y observó a los muchachos volando por la rampa y aterrizando milagrosamente de pie tal como suelen hacer los niños y los gatos.

No. No estaba enamorado de ningún enigma, misterio o fantasma. Era una mujer de carne y hueso y, aunque él no conociera su nombre, la conocía a ella y eso le había bastado para enamorarse.

Pero, lo malo era que no sabía qué hacer a partir de aquel momento.

El frío de marzo le provocó un estremecimiento. Y también le hizo recordar que tenía apetito. Había un puesto de hamburguesas al final de la Autovía Rápida, encajonado entre la vieja sinagoga y una tienda de alquiler de patines sobre ruedas. Casi todos los establecimientos estaban cerrados en aquella época del año. Los ancianos residentes permanecían en sus casas y la playa estaba desierta. Pero, como algunos valientes se atrevían a visitar Vence en invierno y como alguien tenía que llevarse su dinero, la hamburguesería de Sylvia estaba abierta y Sylvia se alegraba cuando venía algún cliente. Pidió un perrito caliente con queso, chile y cebolla y una taza de café, y comió de pie junto al mostrador, recogiendo las grasientas gotas con una servilleta de papel inadmisiblemente pequeña.

Tras haber entrado en calor y haber saciado un poco su apetito, se despidió de Sylvia y reanudó su paseo.

—Nuestras socias acuden a Butterfly porque es un lugar seguro —le explicó la directora—. Prometemos protegerlas de la violencia y las enfermedades y les garantizamos que nadie averiguará quiénes son. Como quebrante alguna de estas normas, tendrá que responder por ello.

Pero él no estaba pensando exactamente en hacer tal cosa…, quebrantar una de aquellas normas. Él quería preguntarle quién era.

Pero ¿se atrevería a correr aquel riesgo? ¿Y si se atreviera a preguntárselo y ella huyera de él? ¿Y si jamás regresara a Butterfly? ¿Cómo podría encontrarla en la inmensidad de Los Ángeles? No tendría ninguna pista para buscarla.

Se sentía impotente. Algo que llevaba mucho tiempo sin sentir. No estaba acostumbrado a ello y se ponía furioso. Como hombre acostumbrado a dominar las situaciones, le molestaba tener que esperar la llamada telefónica. Se sentía frustrado y perplejo. Todo andaba trastornado. Nada se ajustaba a las normas establecidas. Ella preguntaría por él, él correría a su lado, pasarían una tarde y una noche haciendo el amor en la intimidad más absoluta y después ella se desvanecería y él se quedaría tan solo con el recuerdo de lo que ella había sentido en sus brazos.

Le diré que estoy enamorado de ella, pensó.

Se detuvo y se volvió para contemplar el gris océano enfurecido. Una solitaria gaviota pasó volando por encima de su cabeza. Emitió un estridente grito y desapareció más allá de los tejados de las casas.

De pronto, se percató de la inutilidad de su plan. Los compañeros de Butterfly tenían que decirles a las socias lo que estas deseaban escuchar. Era parte de la fantasía. Si le digo que estoy enamorado de ella, pensará que eso forma parte del papel que interpreto, creerá que estoy recitando una frase ensayada.

Pero ¿si…?

Su mirada se desplazó hacia el embarcadero donde unos viejos y muchachos mexicanos estaban colgando unas cañas de pescar.

—¿Y si ella siente lo mismo por mí?

El corazón se le desbocó. ¿Sería posible? A fin de cuentas, ella pedía por él una y otra vez. Que él supiera, la desconocida no había pedido los servicios de otros compañeros. ¿Sería posible que ella se estuviera enamorando de él?

Pero… ¿cómo averiguarlo? ¿Cómo estar seguro? ¿Y cómo actuar sin correr el riesgo de perderla para siempre?

Si me equivoco. Si le revelo mis sentimientos y ella echa a correr…

Encorvó levemente los hombros. El problema no tenía una solución segura. Lo comprendió ahora mientras contemplaba el metálico océano y la fina arena de la playa. Unos oscuros nubarrones se estaban acercando desde Santa Mónica. Los niños estaban desmantelando su rampa de lanzamiento y Sylvia se disponía a cerrar su tenderete de hamburguesas. Comprendió que estaba atrapado en un dilema sin salida.

Lo único que podía hacer, reconoció finalmente mientras avanzaba de cara al viento para regresar a su automóvil, era esperar la siguiente llamada telefónica. Y rezar para que no llegara un día que fuera el último.

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