Bravo

Bravo


Portadilla

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«¡SÍ, JODER!», gritaban mis jugadores. Y salían a ganar.

Cuatro goles a cero les metimos ese día.

Más adelante, en las temporadas de 2008-2009 y 2009-2010, probamos a ver capítulos de la serie Lost, que por aquel entonces estaba pegando muy fuerte. Se le ocurrió a Alfonso, el masajista del equipo. Al principio reconozco que me pareció una idea un poco fuera de lugar, no me convencía lo de cambiar películas por una serie, ¡pero terminó siendo un éxito absoluto! Nos tragábamos cuatro y hasta cinco episodios en cada viaje. Estábamos enganchados hasta la médula. ¡Y era perfecta para dar discursos! Muy inspiradora.

Algunos equipos leen pasajes de la Biblia; nosotros veíamos Lost.

Qué serie tan trepidante... Siempre con un giro final que nos dejaba con el culo torcido. Gritábamos, aplaudíamos y en el vestuario sacábamos teorías entre todos. Si había tiempo, asignaba a cada uno un personaje de la serie y hacíamos un poco la pantomima. Llegamos a hacer bote para comprar pelucas y disfraces. Durante esa época, jugamos nuestros mejores partidos.

Pero a veces también causaba problemas, no lo voy a negar. Lost se convirtió en un arma de doble filo.

Impuse la norma de que no se podían ver episodios nuevos fuera de los viajes... pero no siempre se respetaba.

Intentábamos ir en autocar todo lo posible para poder avanzar con temporadas atrasadas. Si el destino era lejano y convenía más viajar en avión, nosotros íbamos igualmente en autocar. Incluso si había mar por el camino y había que coger un ferri, nos organizábamos. Incluso si jugábamos en casa, arrancábamos el autocar y dábamos tres vueltas a nuestra ciudad. Lo que hiciese falta para avanzar Lost. ¡Pero aun así había cabrones que veían capítulos nuevos en casa, por su cuenta!

«Yo es que la veo con mi novia», me decía alguno. «¿Y tu novia te está pagando los millones que te paga el club, hijo de puta? —les respondía yo—. ¡ME DA IGUAL EL TIPO DE CONTRATO QUE TENGAS, QUE ME LO VOY A FOLLAR VIVO SI TE ATREVES A VER UN SOLO CAPÍTULO MÁS SIN NOSOTROS!»

Me estaba afectando un poco el asunto, lo reconozco. No estoy orgulloso de haber hecho llorar a más de un jugador, cuando el objetivo de todo aquello era precisamente unirnos como una familia. Reconozco que Lost se nos fue un poco de las manos.

En una ocasión, tuve un jugador pesadísimo que no paraba de rajar sobre la serie en el banquillo. Era nuevo e iba mucho más avanzado en la serie que el resto del equipo y yo tenía miedo de que me soplara algún spoiler que me fastidiara algún misterio. Tenía que hacer cualquier cosa para alejarlo de mí. Nos jugábamos el pase a semifinales de la Copa del Rey contra el Valencia e íbamos empatados, ya en la segunda parte, así que la cosa estaba tensa como para sacar a un novato. Pero estaba volviéndome loco porque el pelmazo lo estaba cascando todo ahí a mi lado. Le pedí varias veces que se callara, pero parecía imposible, el tío era tonto como un zapato. Así que, finalmente, tuve que pedir el cambio y lo hice salir a jugar. Sin calentar ni nada, a pelo. Que le fuera a destripar la serie a otro. En la retransmisión del partido se me puede oír en ese momento gritando: «¡Vete a contarle lo que es el Humo Negro a tu puta madre!».

La afición recibió el cambio con dudas, claro... ¡Pero el idiota terminó siendo el que marcó el gol que nos hizo ganar ese partido! ¡Al final, la jugada me salió redonda!

Estas son las recompensas que te da el deporte por una buena idea, supongo. Saber dirigir un equipo de Primera División es mucho más que entrenar y hacer sudar a tus chavales. ¡Hay que entretenerlos!

Playa Bávaro, 1991

Ángeles.

Mi exmujer se llama Ángeles Torero y es conocida por presentar los informativos de Televisión Española en la edición de mediodía.

Yo la conozco por ser mi mano derecha durante mis años dorados como jugador, la mejor tiradora con arco que he visto en mi vida y la madre de mis tres hijos: Alberto, Juan y King Kunta.

Después de la debacle de El Chiringuito, Marta Prieto me ha recomendado pasar un par de días apartado de cualquier foco de atención, mi casa incluida. Por eso me he venido a la mansión de Piqué y Shakira, que han sido tan amables de refugiarme. Desde una de las hamacas de su fabulosa piscina con vistas a Barcelona hago los deberes que la doctora Angulo me ha encomendado: escribir sobre Ángeles.

Hablar de Ángeles me lleva al año 1991.

Yo llevaba dos años y pico jugando en Primera División, me habían convertido en la imagen publicitaria de Cola Cao y me acababa de mudar a mi chalé en Aravaca. Tenía todo lo que un chaval de veintiún años podía pedir, a pesar de que esa temporada la había terminado lesionado; un mal giro en un partido contra el Málaga me había destrozado los ligamentos de la rodilla izquierda.

En ese momento estaba en la última fase de recuperación, así que pasaba la mayor parte del tiempo en casa mirando la tele y corriendo en la elíptica. Nadando en mi piscina y jugando al FIFA. Me escogía a mí mismo de jugador o jugaba en mi contra.

Me gustaba hacer todas estas cosas, pero hacerlas en bucle al final era aburridísimo. Las únicas personas que veía eran la señora que limpiaba, el jardinero y el limpiacristales. No hablaba con ninguno de ellos.

Hasta que un día, viendo un concurso de parejas en la tele, se me ocurrió irme de viaje. En el programa participaban chicos por una parte y chicas por otra, y el objetivo era descubrir quiénes harían mejor pareja. Y la pareja ganadora se iba de viaje a un resort de Playa Bávaro, en la República Dominicana.

De repente, me apeteció mucho ese premio y, ya que me sobraba la pasta, pensé que me lo podía dar a mí mismo, saltándome el paso de participar en ese concurso. El dinero está para saltarse pasos.

Y dicho y hecho, me planté en la República Dominicana, en ese resort que tan divertido parecía en la tele. El pack que me pillé traía dos pulseritas de «todo incluido», una habitación doble y una cena romántica en el restaurante del Capitán Kook.

Pasé unos días dando vueltas por ahí en bañador antes de darme cuenta de que eso era igual de aburrido que estar en casa. Iba a la playa, al zoo, al gimnasio, de bares, al zoo otra vez, al museo de cera, al zoo... Nunca se me ha dado bien viajar solo y por alguna razón eso confluía casi siempre en el zoo. Ir al zoo me tranquilizaba, me hacía sentir acompañado.

No se me había ocurrido que, en el concurso, la gracia del premio era disfrutarlo en pareja, y ahí estaba, viendo los mismos monos enjaulados cada día... hasta el punto de que parecía que eran ellos quienes me observaban a mí.

Ver como los animales del zoo podían follar entre ellos y yo no terminó poniéndome de mal humor, así que una noche salí a ligar.

Me acicalé un poco, me puse mis zapatos de salir y me fui al Cage Club, la discoteca del resort. No podía hacer demasiado con mi imagen porque toda la ropa que había cogido para ese viaje eran un bañador rojo y un polo verde, y así llevaba ya casi quince días vestido. Como ya he dicho, viajar solo no es mi fuerte.

Ya en la discoteca, tardé un rato en darme cuenta que estando fuera de España nadie me reconocería, lo cual hacía mucho más cuesta arriba lo de ligar.

Mi técnica se había basado siempre en pedir una copa en la barra, escoger un punto concreto de la discoteca y quedarme quieto mirándolo fijo mientras bebía lentamente. Por lo general, para el segundo o tercer trago ya se había acercado alguna chica a hablar. Le invitaba a algo y el 100 % de las veces terminábamos follando.

Pero ese no era mi lugar, llevaba ya tres copas y más de una hora mirando al mismo punto. Era una columna en medio del local.

Nunca había pasado tanto rato mirando una columna. Nunca había pasado tanto rato mirando fijamente nada, la verdad. Pero había que persistir. Pensé que debía ser proporcional: cuanto más lejos de casa, más rato mirando la columna.

Hasta que al cuarto ron con Coca-Cola se me empezó a ir ligeramente la cabeza. Poco a poco, fui dejando de ver el mundo fuera de esa columna.

Era una columna cuadrada de color morado, de terciopelo y con una barrita metálica en medio para apoyar vasos de tubo. Bastante manchada de la mitad hacia abajo. Cuando quise darme cuenta, a su alrededor todo estaba desenfocado; solo veía colores, luces intermitentes, ruido lejano... y la columna increíblemente bien definida ahí en medio. Mi cerebro había ido bajando el volumen de la música casi a cero, solo se oía un murmullo.

De repente, estábamos solos la columna y yo en medio de un universo negro, vacío. Es raro de explicar, pero sentí que ella también me miraba a mí.

—Hola, Rafa.

La columna me hablaba.

—Hola, columna —le respondí, educado.

Ella tenía una voz suave de mujer.

—¿Qué haces aquí?

—Pues a ver si follo.

—No me has entendido.

—¿Entonces?

—¿Qué haces aquí, en el universo? ¿Cuál es tu cometido en esta vida? Cada día, cuando despiertas y ves el sol de la mañana, ¿tienes objetivos? Y cuando por la noche observas la luna antes de ir a dormir... ¿has aprendido algo nuevo?

—Coño, pues a ver, que yo recuerde...

—¿Has AMADO, Rafa? ¿Has dado AMOR? —De repente, su tono era un poco agresivo.

—He estado con muchas mujeres... Vienen y van. Muchas eran prostitutas, si te soy sincero. Pero en el fútbol es mucho más normal de lo que la gente puede pensar...

—¡¿HAS HECHO ALGO VERDADERO EN TU VIDA, RAFAEL BRAVO?!

En ese momento, un estruendo me devolvió a la realidad.

Golpes, gritos, cristales rotos. Sonaba como si un grupo de monos locos hubiese invadido la discoteca con intención de destruirla. Estábamos todos en peligro. ¡Esos putos chimpancés de los que tanto me había burlado estos días ahora venían buscando venganza!

Ya estaba detrás de la barra y me había hecho con un cuchillo de sierra para defenderme cuando me di cuenta de que no era más que un grupo de tías. Llevaban pollas en la cabeza, era una despedida de soltera. Respiré tranquilo, me reí y decidí que nunca más me quedaría mirando una columna fijamente. ¡La mente nos puede jugar malas pasadas!

Esas mujeres estaban armando un escándalo terrible, sonaban como hienas felices de estar en llamas. Era imposible ignorarlas. Acosaban a quien fuese que se les pusiera a tiro, y si se apartaba le gritaban «¡maricón!».

Insultaban, escupían, reían. Eran españolas.

Todo ese jaleo me hizo sentir como en casa, así que me acerqué a ver si me absorbía ese agujero negro de pollas de peluche.

Una vez en su radar, no necesité presentarme porque una de ellas me reconoció. Les dije que sí, que era el futbolista de la tele y se desató el infierno.

«¡SALES EN LA TELE!» «¡NOSOTRAS SOMOS DE CÁDIZ!» «¿CONOCES A ANA OBREGÓN?» «¡HUELE A MONO!»

Intentaba responderles a todo, pero era imposible, ellas mismas se cambiaban de tema sin parar. Estaban extremadamente excitadas. Aullaban. Una de ellas estampó su copa contra su propia cabeza de pura alegría. Se movían tan rápido y gesticulaban tanto que se me hacía imposible contar cuántas eran. Recuerdo entre cuatro y cincuenta, aproximadamente. Pude contar siete pezones al aire, eso seguro.

Antes de darme cuenta, ya me estaban llevando en volandas hacia su habitación, como un explorador capturado por una tribu africana. Una tribu de amazonas de la selva que vuelven a su guarida con la presa: un hombre que huele a mono. Por lo visto, estaban en la suite presidencial de mi mismo hotel, en el séptimo piso. En la recepción del hall debían de estar acostumbrados a ver este tipo de comportamiento, porque nos dieron las buenas noches de manera cordial a pesar de lo salvaje de la situación.

Una vez en la suite, lo recuerdo todo borroso y acelerado: bailamos, bebimos mil chupitos, lanzamos cosas por la ventana, jugamos al Uno...

La habitación era bastante grande, como cinco habitaciones normales juntas, y de tanta gente que éramos no podía ver dónde acababa. Todo lo que veía era humo, zapatos tirados por el suelo, pollas sobre frentes sudadas, rímel corrido. Yo tenía edad para hacer burradas y estaba bastante en forma, pero el ritmo de esas cachondas era demasiado hasta para mí. Una de ellas saltó de la ventana a la piscina y se abrió la cabeza contra el suelo, pero consiguió rodar como una croqueta hasta la piscina. Técnicamente, lo consiguió.

Yo andaba dando tumbos por ahí hasta que me convencieron de hacerle un baile sexi a la novia de quien estaban celebrando la despedida.

Así fue como conocí a Ángeles, mi futura exmujer.

Echada en una cama enorme, toda ella era morena como una pantera... y juraría que incluso tenía los ojos amarillos con la pupila en forma de raya, como un felino. Más adelante, con los años, he podido ver que no es así, que ella tiene los ojos verdes, pero juro que esa noche tenía los ojos amarillos. Muy intensa.

Me dispuse a bailar para ella, pero apenas empecé a moverme vi cómo todos sus músculos se tensaban, cómo de sus dedos iban saliendo unas uñas blancas cada vez más largas y afiladas. Sus pupilas eran una línea cada vez más fina que penetraban en mí como si no hubiese nada más en el mundo.

Le ofrecí todo lo que sé de baile, que es mover un poco la cadera y balancear los brazos con los dedos índices apuntando hacia arriba, siguiendo el ritmo y chasqueando los dedos de vez en cuando. La situación estaba pasando de divertida a escalofriante. Empecé a sudar frío.

Las demás gritaban encantadas alrededor de nosotros, pero Ángeles no parecía amansarse. Se tensaba más y más, y su pelazo de león parecía cada vez más extenso.

Ignoro si eso pasó de verdad o fue una consecuencia de las drogas que me dieron, pero en mi recuerdo Ángeles se convirtió realmente en una pantera. He tratado con algunos domadores de circo en mi vida y por lo que he aprendido de ellos puedo decir sin lugar a duda que eso no era una persona: era una bestia a punto de atacar.

Mis piernas empezaron a temblar y cada vez me costaba más disimular mis ganas de llorar. Muchas de sus amigas seguían gritando que esa estaba siendo la mejor noche de sus vidas.

Entendí que no estaba en una despedida de soltera, sino en un ritual satánico caribeño y que yo era un sacrificio humano para los demonios. La paranoia se apoderó de mí. Todos: el personal del hotel, de la discoteca, los monos del zoo... estaban compinchados para matarme.

Empecé a buscar de reojo la salida más cercana, imposible de identificar en medio de ese tornado de fieras. Como un portero ante un penalti, Ángeles se dio cuenta de que desviaba un segundo la mirada y de repente se incorporó con pies y manos en el borde de la cama, como una gárgola. Sin perder contacto visual conmigo, presionó todo su cuerpo contra el colchón, agujereando las sábanas con sus uñas.

Claramente, estaba cogiendo impulso para saltar y arrancarme la cara.

Cerré los ojos y todas estallaron en un griterío incomprensible.

Por un segundo, se me apareció esa columna de la discoteca, como un fogonazo, y lo siguiente que vi fue a Ángeles saltándome encima con la fuerza de un jaguar, apresándome y propulsándonos a través de la habitación para estrellarnos contra el televisor enorme que teníamos detrás, que se destruyó clavando todos sus cristales en mi espalda.

Me arrancó la ropa a zarpazos. Caímos sobre la moqueta, era imposible mantener el equilibrio. Me despedí de la rodilla que se me estaba curando. Tres meses de recuperación echados a perder en un instante con esta fiera. Frotándose contra mí destrozó la ropa que cubría nuestros genitales (lo juro, chamuscó la ropa por fricción en cuestión de segundos) y su vagina agarró mi pene como una planta carnívora atrapa su presa. Estaba follándome.

Sus amigas aplaudían y coreaban su nombre.

No veía nada, no entendía nada. Todo daba vueltas a toda velocidad. Estábamos en un coche cayendo por un acantilado y yo era el muñeco con el que se prueba la seguridad del automóvil, un peso muerto rebotando contra todas las paredes. Me zarandeaba por la habitación sin despegarse de mí, rompiéndolo todo como si su vagina fuese una mano empuñando un martillo y ese martillo fuese mi cuerpo entero.

En menos de un minuto estábamos rebozándonos entre cristales y astillas y notaba cómo empezábamos a derribar a otras personas. Oía gritos y huesos partiéndose. Olía a sangre y a goma quemada.

Y, a todo esto, yo no podía apartar la mirada de los ojos de esa pantera que no paraba de rugir. Detrás de ella solo veía destrucción, paredes salpicadas de sangre, caras desencajadas por el horror... hasta que me quedé inconsciente.

Al despertar, ya era de día.

Me encontré solo en medio de esa habitación enorme de la que únicamente quedaban cables pelados colgando de alguna pared, trozos de madera sueltos, manchas de muchos colores, colillas, cristales y un cubo de basura rebosante en un rincón.

Oí un grifo en el baño y, como la puerta estaba abierta (bueno, no había puerta, solo quedaba el hueco de lo que había sido una puerta), vi que ahí estaba Ángeles aseando su poderoso coño en el bidé. Aunque me fijé en que el grifo indicaba que estaba utilizando agua fría, del bidé salía un vapor que estaba empañando todo el lavabo.

Fue entonces cuando nos presentamos formalmente.

Me contó que trabajaba presentando el Telecupón mientras terminaba la carrera de periodismo. Se suponía que se iba a casar la semana siguiente con un compañero de clase, aunque hacía tiempo que sabía que quería romper con él. Pero le apetecía mucho hacer esa despedida. Esa noche había llegado al clímax que tanto buscaba, que con su novio era imposible ni planteárselo; por lo visto, era un pobre chaval con gafas al que le gustaba mucho leer y ver películas. Necesitaba a un hombre de verdad. Ya no le iba el rollo intelectual, me dijo.

Todo lo que yo le pude responder fue que no sabía lo que era un «inter-Héctor Al», pero que yo era español, por si le servía de algo.

Algo debían tener esas palabras, porque en ese instante ella se levantó con el coño todavía humeante y me estampó un morreo impresionante bajo el sol dominicano.

No sabía si era por todas las lesiones internas, por la resaca o si era una consecuencia normal de haber sido violado durante horas mientras yacía inconsciente..., pero empecé a notar un mareo extraño, muy agradable, que interpreté como amor.

La agarré por la cintura y le dije que la haría cabalgar con los delfines.

Y no era una forma bonita de hablar; si tienes suficiente dinero, hay una empresa en República Dominicana que te permite literalmente montar delfines como si fueran caballos.

Así que, para celebrar nuestro nuevo amor, cabalgamos con los delfines, disparamos unos bazookas, esculpimos nuestros genitales en hielo, estrellamos un 4×4 contra una juguetería y salimos a bailar. ¡Estábamos enamorados y queríamos que el mundo lo supiera! ¡Éramos libres!

Reímos, lloramos y aullamos a la luz de la luna.

Prendimos fuego a la suite presidencial como ritual sagrado hacia el lugar donde habíamos consumado por primera vez nuestro amor y nos volvimos a España. Es cierto que ese incendio se extendió a cuatro habitaciones más y causó numerosos heridos, pero ¡oye!, mi amor por Ángeles era así de expansivo, si te pillaba cerca igual te reventaba.

Dos meses después, nos casamos en Toledo. Me encargué personalmente de que arrancaran la columna morada de aquella discoteca, de que volara en preferente y pudiese atender a mi boda como invitada de honor. La senté con mi familia y fue ella quien consiguió el ramo de la novia.

¡Así es el amor verdadero!

El entrenamiento

—¿Estás familiarizado con la figura freudiana de matar al padre, Rafael?

Esta mañana he tenido una sesión más larga de lo habitual con la doctora Angulo. En lugar de escribir, hemos hablado. Me ha hecho unas preguntas raras de la hostia.

—¿Matar al padre de quién?

—El de uno mismo.

—Pero yo soy huérfano.

—Correcto. Pero en ningún momento estoy hablando de matar a nadie literalmente. Es solo una figura metafórica con la que entender cosas más profundas.

—¿Más profundo que matar a alguien?

—Olvida lo de matar. De lo que te estoy hablando es de cortar con todos los vínculos de dependencia o admiración que nos encadenan a nuestros progenitores. Asumir la madurez en uno. El proceso en el que uno pasa de ser un niño a ser un hombre.

—Yo soy un hombre, de eso no hay duda.

Esta es mi primera semana de entrenamientos con la Selección. Ando un poco disperso y lo último que necesito es una loquera haciéndome dudar de mi masculinidad.

Ya conozco a algunos de los jugadores, pero la mayoría son nuevos para mí. A eso hay que sumarle el poquísimo margen de tiempo que tenemos para definirnos como equipo. No es una buena semana para ponerse a hablar del padre de quien sea y menos para planear su asesinato.

—Rafael, eres un hombre. Eso lo tenemos claro.

—Sí.

—Pero esto no va de tu masculinidad. La muerte del padre en la psicología de un futbolista es un punto importantísimo. A veces es sencillo, pero muchas otras es... bastante delicado. Y siendo tú, además, huérfano, el cuadro puede ser mucho más complejo. Puede que sea el origen de toda tu ansiedad. O puede, también, que no sea nada. Por eso necesitamos hablarlo.

—Entiendo —respondo sin entender nada.

—Muy bien. Entonces, teniendo clara tu condición de huérfano, ¿en algún momento de tu vida has sentido que abandonabas a tu padre? Y por «padre» me refiero a cualquier figura paterna; ya puede ser un hermano mayor, un entrenador o incluso un lugar, como por ejemplo tu pueblo natal.

Es verdad que, como entrenador, siempre me he hecho la película de que soy el padre de todos los chavales del equipo. Más que con mis propios hijos.

Son chavales jóvenes y por lo general están atrapados en una ciudad que no es la suya, así que es natural que a ellos también les surja el instinto de verme como una figura paterna. Esto no es un trabajo de oficina en el que tu jefe es un cateto cualquiera al que dejas de ver al terminar la jornada. Esto es más parecido a un pelotón en plena guerra, de hecho. Nos entrenamos, viajamos, peleamos y dormimos juntos. Siempre juntos, como soldados. Nuestro país nos ha escogido para defenderlo ante el ataque de otros. Somos defensores, somos conquistadores.

Algunos estudios demuestran que, si no fuese por la ira desfogada en el fútbol, cada semana tendríamos una guerra civil.

—La psicología del jugador suele hacer el mismo proceso en la mayoría de casos. Es un proceso de maduración lógica —me cuenta la doctora—. En él podemos identificar estas cinco fases.

Me enseña una pizarrita con cinco puntos, cada uno ilustrado por un simpático dibujillo. Me gustan los dibujillos, por fin algo que entiendo. La doctora me los señala con un bolígrafo:

 

LUCHA

ILUSIÓN

SUBIDÓN

DISFRUTE

ACEPTACIÓN / MADUREZ

 

—Según dónde se encuentre el sujeto en su trayectoria futbolística, podemos encajarlo en una de ellas.

—¿Cuál es la mía?

—Tú ya no eres jugador, Rafael. Tú eres entrenador. Lo lógico es que tú ya hayas superado esas cinco fases.

—Esto debe de ser algo nuevo que han puesto hace poco, como el VAR, ¿no? No recuerdo nada parecido cuando yo jugaba.

—Es solo una forma de entender un proceso interior que ha existido desde siempre. Una evolución personal. Nada que ver con ninguna competición. Incluso se podría aplicar a otros oficios.

—¿Es algo así como los cinturones de yudo, que según te vas haciendo mejor van cambiando de color?

—No. Bueno... pongamos que sí. Es como los cinturones de yudo... pero en la mente.

—Ostras.

—Primero está la Lucha, que se suele relacionar con la adolescencia, incluso con la niñez. Durante ese periodo, el futbolista está luchando para, precisamente, convertirse en futbolista. Necesita diferenciar el terreno del patio de colegio del del campo de fútbol profesional. El deporte es una pasión que le rebosa, y ni siquiera él mismo lo sabe. Para él, para el niño, eso es la vida normal sin más. No reflexiona, solo reacciona.

—Lucha.

—Exacto. Y en esa lucha necesita un montón de fe. Es lo único que tiene, la fe en que si lucha con la fuerza suficiente algún día será llamado al Olimpo del fútbol profesional, un día se convertirá en uno de los elegidos... hasta que alguien se fija en él.

—¿El padre?

—No exactamente. Quien se fija en él, el descubridor, suele ser alguien externo a su círculo familiar y cercano al entorno profesional. Lo anima a abandonar el nido. Lo anima a dar la espalda al padre.

—¡Ahá!

—Esta transición es fundamental que se lleve a cabo de forma amable. De lo contrario, su crecimiento mental como jugador puede verse afectado negativamente. Si se hace mal, puede haber trauma.

Me da la impresión de que, por lo general, los jugadores de la Selección mantienen buena relación con sus padres.

Algunos se pasean en los descansos hablando con ellos por el móvil, otros quedan para invitarlos a cenar. Todos tienen detalles con ellos; les regalan coches nuevos, viajes increíbles, casas más grandes... Son hijos de gente corriente, chavales educados en un entorno obrero, sencillo, que de repente se ven con varios millones de euros entre las manos. Imagino que es normal que tengan gestos de agradecimiento hacia quienes hasta hace nada les estaban llevando al entreno extraescolar. Hacia quienes les lavaban la ropa o les compraban videojuegos.

Por norma general, los padres responden mandando comestibles. Reciben un Mercedes y ellos responden con un buen vino del Eroski. Un viaje a Nueva Zelanda a cambio de galletas del pueblo. Netflix, HBO y Movistar+ por un chorizo. Jóvenes y mayores se entienden a la perfección en esta correspondencia de trueques.

Yo nunca he tenido que preocuparme de eso.

Ayer, Sergio Ramos trajo torrijas que le había mandado su madre, por ejemplo. Repartió entre todo el equipo antes de empezar a entrenar. Estaban todos encantados. Está claro que Sergio Ramos no ha abandonado el nido todavía, el pobre. Este no ha sabido matar ni una mosca.

—No, Rafael. Seguir queriendo a tus padres no implica permanecer en el nido —remarca la doctora—. De hecho, abandonar el nido debe reforzar esa relación.

—Ah.

—Después de que alguien lo haya descubierto, el niño futbolista pasa al estadio de Ilusión. En esta fase ve cómo sus fantasías empiezan a hacerse realidad. A pesar de que la vida le esté invitando a abandonar el nido, aquí es importante mantener el apoyo de los padres. El niño se vuelve profesional, pero debe seguir luchando. Las fases de Lucha y de Ilusión van ligadas. ¿Recuerdas tu Ilusión, Rafael?

—Bueno... recuerdo cuando me ficharon con quince años en un equipo de Tercera, el Valdemorro. Más que ilusión, la sensación era la de ir de un orfanato a otro, sin más. Me gustó, claro, porque en el club me dejaban jugar mucho más a fútbol. No hacía otra cosa.

—¿Y no había nadie con quien pudieses compartir lo que te estaba pasando? Un amigo, un mentor...

—No hablaba mucho con nadie. Nunca he sido de ir alardeando.

—Hombre, pero no es cuestión de alardear, es simplemente compartir experiencias. Es sano celebrar cuando las cosas le van bien a uno.

—Yo era un chaval discreto, y cuando las cosas me iban bien prefería no confiarme. Los que celebran demasiado corren el peligro de convertirse en vagos.

—No confundamos ilusión con holgazanería. La ilusión es la gasolina para seguir luchando. Es la confirmación de que la fe sirve para algo. Por eso es decisivo el apoyo de los progenitores, para terminar de encarrilar la carrera del chaval en un momento de la vida tan determinante.

—Pues en mi caso no recuerdo haber vivido nada por el estilo... pero yo seguí prosperando como futbolista, ¡mi carrera iba p’arriba como un cohete!

—Por supuesto, Rafael.

Baja la mirada y aprieta el botón de su bolígrafo. Anota en su cuaderno.

—¿Por qué apuntas en el cuaderno? ¿He dicho algo que no debería?

Si hay algo que me toque los huevos son los secretos, y, tal como yo lo veo, anotar cosas sobre otra persona es casi como tener un secreto.

—¡En absoluto! Es parte de mi trabajo, nada más. —Aparca el cuaderno a un lado, donde la caja de kleenex—. Entonces... después de la Ilusión viene ¡el Subidón!

—¡Suena bien!

—El joven futbolista ya pertenece al mundo profesional, es oficialmente uno de los elegidos. Lo fichan en Segunda, o hasta en Primera, y ya puede empezar a vivir bien. Su ilusión se convierte en un subidón parecido al que al resto de los mortales nos puede proporcionar alguna potente droga excitante. Solo que en su caso el subidón es permanente, no se le quita. Eso le lleva a trabajar más duro, a dar más de lo que se le pide, cada día es la oportunidad perfecta para superarse. Esta fase culmina cada vez que mete un gol. El gol es el paradigma de este subidón. Un chute de adrenalina directo al corazón.

—Esto lo tengo clarísimo, así es.

—Ninguna droga en el mundo puede igualar la sensación de fuerza sobrehumana que proporciona meter un gol ante millones de espectadores. El futbolista se siente sobrepasado y se convierte en un guerrero mitológico que lucha por sus colores. Por una afición, por un pueblo, por una bandera. Es un semidiós.

—Tal cual.

—Sería lógico pensar que ese es el momento en el que el jugador mata al padre. Vuela tan alto que ya no necesita saber nada de sus progenitores.

—Obvio.

—Pues no. En esta fase es crucial mantener el contacto con los progenitores. Ellos se encargarán de que su hijo mantenga los pies en el suelo. En esta fase el ego del futbolista está disparadísimo, recibe descargas eléctricas a cada rato. Así pues, el entorno familiar debe equilibrárselo. De no ser así, el chaval se creerá todas sus fantasías y se quedará estancado en la edad mental que tenía cuando marcó su primer gol televisado. Pongamos que eso le sucede a los diecisiete años; pues si en su familia nadie le baja los humos, ese futbolista permanecerá el resto de su vida adulta con una mentalidad de diecisiete años. Cristiano Ronaldo es muy buen ejemplo de esta clase de patología.

Ahora me cuadran muchas cosas, desde luego.

Por supuesto, yo también me he creído un dios incontables veces. Es inevitable. Cuando juegas en Primera División, el mundo entero te trata literalmente como tal. Te rezan y todo. En la periferia del campo de entreno de la Selección he llegado a ver gente acampada, poniendo velas a pequeños altares que improvisan ahí con camisetas, muñecos y cromos de los jugadores. Como una secta. Como si estuvieran esperando la llegada de extraterrestres.

Pero yo no soy hombre de grandes celebraciones. A falta de un padre, quizá ha sido eso lo que me ha mantenido los pies en el suelo en mi carrera futbolística, como dice la doctora Angulo.

—¿Es posible que este subidón funcione también como forma de distanciarse de las miserias de uno mismo? ¿Que cada gol entierre un poco más el verdadero Yo del jugador?

Al preguntar esto, la doctora mira por un segundo su cuaderno, pero no lo coge. Se reprime.

—Vaya, es una pregunta muy profunda, Rafael. Puede darse el caso, por supuesto. El gol es un momento sagrado, la prueba empírica de que la vida tiene sentido. Y, claro está, sirve como gatillo para que se disparen todas las emociones que uno alberga en su mente, incluidas las que se pretenden enterrar. En ese instante de extrema pureza es cuando la verdadera personalidad del futbolista sale a flote, aunque sea por un segundo. Si el futbolista en cuestión siente que eso le ayuda a enterrar su verdadero ser, eso puede significar que todavía está encallado en la fase de la Lucha. Su lucha no ha sido resuelta. ¿Es posible que sientas que tu lucha no se haya resuelto, Rafael?

Se queda mirándome fijamente a través de sus gafas de pasta. Eso me pone un poco nervioso, así que intento cambiar de tema.

—Tengo otra pregunta: ¿y los porteros? ¿Qué sienten los porteros? Ellos no marcan goles.

Resopla y baja la mirada.

—¿Los porteros...? No... No, los porteros son otro rollo. —Parece un poco decepcionada—. Tienen una psicología completamente distinta, muchísimo más compleja. Vienen a ser algo así como los gatos del fútbol.

—Ajá, comprendo. ¿Y las siguientes fases, entonces?

—Disfrute y Madurez. El futbolista habrá adoptado los subidones en su rutina, lo cual los normalizará. Normalizar los subidones puede sonar aburrido o frustrante, pero, si el crecimiento personal del jugador se ha llevado de forma sana, no tardará en darse cuenta de que no son tan importantes. Que hay que disfrutar del juego y ya está. Ya no se tratará de buscar ansiosamente esos subidones; ya no los necesitará. Seguirá batallando sus pequeñas guerras diarias como cualquiera de nosotros, por supuesto. Pero desde su posición de futbolista consolidado, consciente de su suerte. Comprenderá el auténtico significado del juego en equipo, comprenderá que él es solo una minúscula pieza en un engranaje mucho más grande. Eso le permitirá volver a gozar del fútbol como cuando jugaba en el patio del colegio.

—¿Sin preocupaciones?

—Sin inseguridades, que es distinto. Habrá logrado ahogar su ego. A esta fase se suele llegar en la segunda mitad de la veintena. En la vida del deportista es fundamental relativizar. Su vida profesional es más corta, así que no se puede aferrar a los subidones como si fueran lo único que le hace sentir vivo. Eso le terminaría generando problemas de ansiedad y una inevitable depresión.

—¿Y qué pasa con el padre?

—El padre sigue ahí, aunque ya lejano. Es un faro muy potente que lo ha guiado desde que abandonó el nido familiar y ahora ya lo ve borroso, apagándose. El futbolista ya ha relativizado, se ha librado de la toxicidad de su ego, y gracias a eso está disfrutando como nunca. Disfruta del juego como un niño, disfruta del deporte, pero también de su vida fuera del equipo. De sus amigos, su pareja, su familia, puede que incluso de una nueva familia. Habrá llegado a la Maduración, el momento en el que se dará cuenta de que todo es una gran broma absurda. De que esta propaganda heroica que vende el fútbol no es más que una patraña.

—¿Cómo que una patraña?

—Una patraña bonita, pero patraña al fin y al cabo. La afición, los colores, las banderas, la patria... la idea de GANAR. Todo esto forma parte de un imaginario infantil de patio de colegio. Un terreno mental al que, para entonces, recordemos, él ya habrá vuelto. Después de esta apasionante aventura que ha sido el fútbol, el jugador vuelve al estado de felicidad básica del niño. Retorna al punto de partida. Y, paradójicamente, reconectando con su niño interior, el futbolista se convierte en un hombre. Mira lo que hay detrás del telón y descubre que en realidad todo era un cuento, como en el final de El mago de Oz. Como los Reyes Magos. Como el marketing. Y eso no es malo. De hecho, es liberador. Es entonces cuando, por fin, mata al padre. Por primera vez empieza a disfrutar de la vida por su cuenta. Algo así debiste de sentir tú cuando dejaste de jugar, ¿no es así, Rafael? ¿Rafael? ¿Eo? ¿Me oyes, Rafael...?

La cerveza más amarga

Después de nuestro último cara a cara, la doctora Angulo me ha estado insistiendo en que escriba sobre mi infancia. Sobre mis padres. Aun subrayando que soy huérfano, que está pinchando en hueso, ella se empeña como si hubiese encontrado una pepita de oro enterrada. Pero, claro, el trabajo de minero lo tengo que hacer yo. Mientras, ella se pone cómoda delante de cualquier serie de Netflix.

—Lo importante es que escribas cosas... ¿eres huérfano? Pues escribe sobre eso. ¿Cómo recuerdas tu infancia? Si recuerdas algo de tus padres, ¿qué recuerdas? Aunque sean solo sombras y siluetas. ¡Tú escribe! ¿Qué más da, si luego no lo va a leer nadie?

Me lo ha soltado tal cual, mientras se colocaba los auriculares, con la cara de Sandra Bullock pausada en la pantalla de su portátil.

A ver. Entonces... mis padres.

A ver.

Benito Bravo y Dolores López.

Esa gente.

Me tuvieron en 1970, el último de ocho hermanos, todos varones.

Todos, hermanos y padres, nacidos y criados en Dos Piedras, Cáceres.

Mi madre trabajaba en el campo recogiendo cebada, y mi padre, en la fábrica.

La fábrica de cerveza, no había otra.

De hecho, no había otro negocio en todo el pueblo. El pueblo entero vivía por y para la cerveza, que luego se distribuía por los bares de toda España.

Cerveza Dos Piedras: «La más amarga de toda Extremadura».

Ese eslogan no engañaba, ya que por entonces era la única cerveza que se servía en toda Extremadura, así que, técnicamente, también era la más amarga. Además, era muy amarga.

Obviamente, mi padre esperaba que yo terminara trabajando en la fábrica. Como él, como su padre, como su abuelo, como todos mis hermanos y antepasados... Cualquier hombre nacido en Dos Piedras estaba destinado a trabajar en la fábrica de cerveza o, en su defecto, en el bar. A los médicos, profesores y curas los traían de fuera.

Por alguna razón, ahí casi no nacían mujeres y las que había trabajaban en el campo, como mi madre, o se quedaban en casa.

En el colegio, todas las asignaturas estaban enfocadas a enseñarnos a fabricar cerveza. Problemas de matemáticas, frases que analizar en lengua, experimentos de ciencia... todo giraba en torno a la cerveza.

Como en cualquier otra parte, la edad legal para empezar a beber alcohol era a los dieciocho años. Pero con la cerveza se hacía una excepción, así que a los alumnos de Dos Piedras también nos la servían en el comedor del colegio. Las niñas podían escoger beber agua del grifo también. Pero si un niño bebía algo que no fuese cerveza... inmediatamente se convertía en sospechoso.

«Sospechoso de ser niña», decía mi padre.

El médico recomendaba cerveza para casi cualquier dolencia. Y si eso no funcionaba, recomendaba dejar de tomarla durante unos días. Ir probando entre esas dos opciones hasta que el problema se arreglase.

Cada domingo, en misa el cura partía el pan con cerveza, obviamente. Lo seguía llamando «vino», claro, pero en el copón había cerveza.

Eso había provocado cierta controversia y hasta llegaron a mandar curas del Vaticano a investigarlo. Finalmente, lo arreglaron acordando que cada vez que se mencionara el vino el cura tenía que hacer el gesto de comillas con los dedos.

Respecto al deporte, recuerdo que el fútbol ya me encantaba por aquel entonces. Para cualquier niño criado en España eso sería de lo más común, pero no en Dos Piedras. Ahí el deporte rey eran las peleas clandestinas en el aparcamiento, mientras que el fútbol se consideraba una afición para débiles y acomodados. Cada domingo, después de misa, lo habitual era que todas las familias nos juntáramos a comer carne en el solar trasero de la gasolinera del pueblo, y al terminar llegaban los distintos equipos de luchadores para librar el match de esa semana. Se solía alargar hasta pasada la medianoche.

Había siete equipos en toda la comarca. Cada uno estaba formado por entre cuatro y seis luchadores (según cómo hubiesen terminado en anteriores encuentros) y el entrenador (que la mayoría de las veces también terminaba peleando). Las peleas eran de uno contra uno y cada luchador podía escoger su arma entre las siguientes opciones: palo de madera, botella de cristal rota, llanta de camión o a mano limpia.

En cada encuentro se enfrentaban dos equipos y tenían que pelear todos sus luchadores. En caso de empate, se terminaba con una lucha de «todos contra todos», una batalla campal.

El reglamento era bastante simple: cada pelea duraba hasta que uno de los dos luchadores quedaba inconsciente o, directamente, moría. También existía la opción de que alguno de los luchadores huyera corriendo; en ese caso, estaba permitido dispararle con las escopetas que traían los cazadores del pueblo. Si aun así lograba escapar, entonces se volvía un hombre libre, pero no podía volver a pisar Extremadura jamás.

En los combates valía todo mientras la actitud del luchador fuese la adecuada. Si gritaba mucho y desde el público veíamos que estaba loco y nos daba miedo, valía. Aun teniendo tan pocas normas, se contaba con un árbitro para determinar lo correcto en situaciones de confusión. La posición de árbitro no era nada agradecida, ya que en ocasiones terminaba peor que los propios luchadores. Así que el Ayuntamiento había llegado a un convenio con la cárcel provincial para que cada semana pudieran sacar temporalmente a un presidiario a que arbitrara las peleas. En caso de muerte del árbitro, se podía continuar sin él. Era una figura más simbólica que útil, en realidad.

El público se agolpaba de pie en un perímetro de unos cinco o seis metros y animaban a los de su equipo. Durante el torneo, el ambiente a veces se caldeaba hasta el punto de que algunos hombres del público también terminaban tostándose entre ellos. Muchas veces era así como entrenadores de distintos equipos decidían sus próximos fichajes.

Al terminar la temporada, el equipo ganador recibía tres cajas de cerveza Dos Piedras y el luchador que hubiese ganado el combate final se convertía en el nuevo alcalde del pueblo.

Mi padre era un fanático de este deporte. Siempre le había apenado no poder participar como luchador debido a una lesión que tuvo de joven en la fábrica, que lo había dejado cojo de por vida. Por eso era tan importante que todos sus hijos peleáramos alguna vez con el equipo local, el Dos Hostias.

Para cuando yo rondaba los ocho años, cuatro de mis hermanos ya habían peleado y uno estaba en curso. Habían sufrido múltiples lesiones; algunos habían perdido ojos, orejas o cuero cabelludo, pero ninguno había muerto. Todos habían terminado trabajando en la fábrica de cerveza, claro está. Ese era el procedimiento habitual para cualquier chico en Dos Piedras: estudiar (opcional), luchar, hacer la mili y, finalmente, entrar a trabajar en la fábrica de cerveza.

Pero a mí me gustaba el fútbol... a pesar de que mi padre lo viera como un «deporte de niñas».

Estaba apuntado al equipo de fútbol de la escuela, aunque procuraba no alardear mucho de ello en casa ya que tanto mi padre como mis hermanos se burlaban de mí. Para ir a los partidos que jugábamos los sábados contra escuelas de otros pueblos me levantaba muy temprano y me iba de casa sin hacer ruido, para meterme en el coche de Alberto, el entrenador.

Alberto era conocido como el maricón del pueblo. No es que fuese homosexual ni nada, es que una vez se le escapó decir que había ido al cine a ver una película en versión original y ya le pusieron ese mote.

Aunque no le gustase, mi padre sabía que yo estaba apuntado a fútbol e incluso que se me daba bien. Pero era un tema que más valía evitar. Mi madre era quien mediaba entre nosotros. Ella lo veía con mejores ojos y se encargaba de gestionarme el papeleo para apuntarme a entrenos extraescolares.

Me daba mucho miedo decepcionar a mi padre, pero por otro lado disfrutaba muchísimo con el balón. Nuestro equipo era el primero en toda la provincia y yo, modestia aparte, era el pichichi de esa liguilla.

Recuerdo con mucho cariño esas tardes frías de invierno en las que los entrenos me hacían entrar en calor, un calor reconfortante y lleno de emoción. Después de los entrenos, sudado y con los mofletes rojos, esperaba a mi madre en el bar del pueblo tomándome mi quinto de cerveza. Durante ese rato podía gozar de Bota contra balón, un programa de tertulia futbolística que daban a esa hora en la tele del bar. Ahí aprendía la teoría del juego. Finalmente, volvía a casa con mi madre, a quien le contaba mis peripecias deportivas de ese día. Al llegar a casa, cada uno se iba a lo suyo: ella a preparar la cena y yo a hacer mis deberes... y ahí no había pasado nada. Era nuestro secretillo.

Hasta el día en que mi padre explotó.

Yo tenía catorce años y había hecho ganar tantos partidos a mi equipo que la gente del pueblo empezó a hablar. Hablaron y hablaron y mi fama terminó llegando a mi padre a través de un compañero suyo en la fábrica. Le fue a felicitar por mis victorias y él montó en cólera. Reaccionó partiéndole varias costillas con una barra de hierro y salió hecho una furia, buscándome por el pueblo, cojeando como un viejo borracho.

Yo estaba en el bar, como cada tarde a esa hora, mirando Bota contra balón mientras me tomaba una Fanta. A la vista de cualquiera que pasara por esa calle.

Recuerdo a mi padre dando un portazo brutal que rompió el cristal de la puerta.

—¡RAFAEL BRAVO! ¡MARICÓN DE MIERDA! —Jaime, el barman, intentó frenarlo, pero mi padre lo tumbó de un puñetazo—. ¡Te voy a meter el fútbol por el culo, a ver si te gusta!

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