Bravo

Bravo


Portadilla

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—¡Padre, reprímase, por lo que más quiera! —Asustadísimo, corrí a esconderme detrás de la barra—. ¡Jugando a fútbol no hago daño a nadie!

—¡Ese es el problema, gilipollas!

Se quedó quieto de repente, el verde luminoso del fútbol en la tele lo había paralizado momentáneamente. A pesar de su cojera, se subió rápido a una mesa para agarrar el aparato y con la fuerza de un gigante lanzarla contra mí, destrozando la estantería de botellas que tenía justo encima. Me cayó una lluvia de cristales y alcohol, y antes de poder abrir los ojos él ya me había agarrado del pelo, sacándome a rastras por encima de la barra, llorando y sangrando. Me puso en pie y me pegó una hostia que me volvió a tumbar.

—Como me llamo Benito que mañana te apuntas a pelea.

Los cuatro señores que había ahí bebiendo estaban en shock sin saber cómo reaccionar, como si un camión se acabara de estrellar contra el bar.

—¡Mi hijo todavía no sabe que en esta vida un hombre tiene que PELEAR Y FABRICAR CERVEZA! Él prefiere la vida cómoda de jugar a fútbol como uno de esos pijos de la tele. ¡Como una nenaza! ¿Te crees que algún día serás alguien? ¿Un futbolista famoso y rico? ¡Eres un desgraciado y lo serás toda tu vida! ¿Me oyes, niñato? —Me agarró del pelo otra vez y me gritó a la oreja—: ¡A partir de mañana, te van a partir la cara cada día!

Así fue, a hostias, como entré en el equipo de pelea de Dos Piedras.

Mi felicidad futbolera se vio sustituida por la violencia pura y dura de la España profunda. Entrenamientos diarios, en la escuela y extraescolares, peleando por mi vida contra otros niños borrachos. Encajando puñetazos, mordiscos, puñaladas, salpicaduras de sangre, escupitajos... En el patio, en la calle, en casa...

Durante un año entero. Endureciéndome. Peleando bajo la lluvia hasta vomitar.

Nuestro entrenador era Salazar, un exmercenario que había intervenido en distintas guerras a lo largo del siglo XX y que aseguraba no haber visto una película en versión original en toda su vida. No había visto ninguna película, a secas. Decía que había viajado por todo el mundo en busca de «la selva perfecta en la que desafiar a un duelo al mismo demonio» y que en Dos Piedras había encontrado su paraíso.

Tenía puñetazos catalogados para todo: puñetazos para cuando llegabas tarde, para cuando llegabas antes de tiempo, para cuando llegabas en punto... para hombres, para mujeres, de día, de noche... Fueses quien fueses y pasara lo que pasara, tenía algún tipo de puñetazo para ti. El entrenador más hijo de puta que he conocido en mi vida, y eso que no son pocos los que me han presentado.

En mi decimoquinto cumpleaños, por primera vez en mi vida mi padre me regaló algo: una botella de cerveza.

Nos la bebimos entre los dos sin decirnos nada, en la cocina de casa. Al terminárnosla, todavía en silencio, la reventó de un golpe contra la nevera. Después de un año recibiendo hostias, ni me inmuté por el estruendo.

Me entregó la mitad resquebrajada de botella que había quedado en su mano, la del cuello.

—He hablado con Salazar y te han aceptado en el Dos Hostias. Ya eres un hombre.

Y me dio un abrazo.

Iba a pelear en el siguiente torneo con el equipo oficial de mi pueblo y ya tenía mi arma. Debutaba ese mismo domingo.

Esa noche, mi madre vino a mi cama a decirme buenas noches. Ya casi no hablábamos desde que había dejado el fútbol. Se la veía preocupada.

—Rafael. No debería decirte esto, pero ya no me puedo aguantar más. No me lo perdonaría nunca si te pasara algo grave y te hubieses quedado sin saberlo.

—¿Qué pasa, madre?

—Poco después de que dejaras de jugar a fútbol, llegó esta carta... —Asomó un folio que tenía guardado en el regazo—. Suerte que la pillé yo antes que tu padre. Es de un club de fútbol de Madrid. Uno juvenil de Tercera División en el que por lo visto oyeron hablar de ti.

El corazón me empezó a latir a toda castaña.

—Algún cazatalentos te debió de ver en uno de tus partidos. Ha pasado un tiempo ya, pero con lo bueno que tú eres seguro que todavía están interesados en ficharte.

—Pero, madre, no puedo irme a Madrid sin que padre se dé cuenta. Y él nunca me dejaría...

—Por eso te animo a que te escapes.

—¿Cómo?

—Que huyas, que te vayas de este agujero y no vuelvas nunca más. Estoy dispuesta a no verte nunca más si eso implica que tengas una vida mejor.

—Pero no... no puedo, es una locura. Cuando padre se enterase vendría a por mí y me mataría. Además, aquí tengo todas mis cosas, a vosotros...

—Aquí no tienes nada que hacer, Rafael. Tu talento es jugar a fútbol y, según esta carta, en Madrid lo valoran. Aquí a lo máximo que puedes aspirar es a sobrevivir y trabajar en la fábrica, nada más.

—¡Pero huir sería de cobarde!

—Hijo mío, peleas como el culo. A no ser que haya un milagro, este domingo te van a matar. Tú mismo.

Apagó la luz y desapareció por la puerta. Me había dejado la carta ahí, dentro de la cama.

No pude dormir. Me quedé dándole vueltas, palpando la carta en la oscuridad, sin poder pestañear... hasta el domingo en el aparcamiento. Mi debut como luchador oficial de Dos Piedras. Mi arma: la botella de cerveza rota regalo de mi padre, temblando en mi mano. Mi contrincante: un chaval que medía dos metros del equipo Sangre de Gorrino.

El griterío habitual reinaba sobre el asfalto manchado de sangre seca. El entrenador Salazar me propinó su conocido puñetazo en la cara para desearme suerte y me arrojó al perímetro de lucha.

«¡Arráncale la cabellera!», «¡Mátalo por los huevos!», «¡Cómele la cara, que no lo reconozca ni su madre!» o sobre todo «¡CÁRGATELO!» era el mar de arengas en el que me encontraba flotando, sin saber si iban para mí o para el otro tío o simplemente para dar ambiente.

En ese momento, una mano tiró con fuerza de mi brazo. Era mi padre, que llevaba una gorra con el logo de la cerveza Dos Piedras e iba vestido con una camiseta blanca en la que se leía «¡VAMOS, HIJO!» en letras marrones escritas a mano.

Me agarró de la nuca y me habló al oído:

—Rafael, estamos orgullosos de ti. Sal ahí a darlo todo, Dos Piedras hoy son tus dos cojones, ¿lo sientes? —Me aplastó los huevos con su mano gorda, dejándome sin respiración por un segundo—. ¡SAL AHÍ Y MÁTALO! ¡Ni te lo pienses!

Y estas fueron las últimas palabras que me dijo mi padre.

Me quité la sudadera para quedarme en camiseta Imperio y calzoncillos, el uniforme reglamentario para pelear, y al agacharme a guardarla en mi mochila descubrí un sobre con veinte mil pesetas dentro. Sentí un golpe más fuerte que el que me acababa de dar mi padre en los huevos. Eso solo podía ser cosa de mi madre, dándome el empujoncito definitivo para escapar.

Me sentí mareado. Volví al terreno de juego y me planté delante de esa mole de chaval. Me dolía todo, y eso que aún no habíamos empezado. Todo empezó a girar a mi alrededor, nada tenía sentido. Y mientras el árbitro presidiario gritaba las pocas normas, di media vuelta, agarré mi mochila y salí corriendo abriéndome paso entre toda esa muchedumbre, rajando con mi botella a todo aquel que intentaba frenarme.

Escapé.

Pude salir del barullo y eché a correr lo más rápido que me permitió el cuerpo, atravesando el solar, atravesando la gasolinera, atravesando la maleza... mientras oía disparos lejanos, perdigones silbándome a los lados y explotando cerca de mis pies.

Me atreví a girarme un instante y vi a mi propio padre el primero de todos, con su camiseta de mierda, disparándome y cagándose en mi calavera.

Eso es lo último que sé de mis padres.

Expulsado de Extremadura, en calzoncillos, corriendo como una liebre con veinte mil pesetas y una carta de recomendación del que sería el primer equipo de fútbol oficial que me ficharía. Así es como llegué a Madrid.

Huérfano.

A partir de entonces, pasé a ser Rafael Bravo, el huérfano quinceañero necesitado de que algún club de fútbol lo adoptara.

¿Y qué saco yo de haber escrito todo este rollo? ¿De qué manera me ayuda?

La verdad es que nunca antes se lo había contado a nadie, ni en público ni en privado... y haberlo explicado, aunque sea por escrito, me hace sentir raro... como si de repente pudiese ordenar todos mis miedos.

¿Es Dos Piedras una representación subconsciente de mi idea de España?

¿El vértigo que siento por entrenar la Selección es un reflejo de mi pánico por pelear en el equipo de mi pueblo? ¿Tengo miedo de volver a decepcionar a mi padre? ¿O debería centrarme en la bondad y esperanza de mi madre? ¿Es la cerveza el fluir que nos une y nos hace a todos iguales?

¿Son mis cojones dos piedras o dos trozos de plastilina?

Menuda gilipollez, lo único que ha avanzado aquí ha sido la serie que se está mirando la psicóloga en su portátil.

Dejar de jugar

En el fútbol, al igual que en el porno, la jubilación llega rápida y a la fuerza. Ambos gremios están formados por veinteañeros alegres y llenos de energía que lo único que desean es salir ahí a comerse el mundo. Es un trabajo sobre todo físico. Dominar el terreno de juego realizando peripecias, sudando y brillando bajo la luz de los focos, con sus cuerpos perfectos, flexibles, atléticos... haciendo realidad las fantasías de millones de espectadores alrededor del mundo.

Hasta que llega la treintena y nos damos cuenta de que ya no damos para tanto. Nuestros cuerpos se van volviendo cada vez más blandos y difíciles de mantener. De repente, todo cuesta el doble. Al igual que pasa con el champú que utilizamos en las duchas después de un partido (o de un bukake), cada vez tenemos que apretar más fuerte para que salga algo de ahí.

En mi caso, fue en la temporada 2003-2004. Con mis treinta y cuatro años recién cumplidos, me di cuenta de que esa era mi temporada de despedida. Acababa de ser padre de los trillizos. Había llegado el triste momento de dejarlo...

... por lo menos en la Primera División española.

Del mismo modo que cuando se acaba el champú existe el truco de echarle algo de agua para apurarlo unos días más, existe el equivalente de eso en una carrera futbolística. Estoy hablando, por supuesto, de fichar por la Nihon Puro Sakka Rigu. Es decir, la liga japonesa.

Japón recibe con los brazos abiertos (y un montón de dinero) a futbolistas europeos a punto de retirarse. No tienen ni puta idea de fútbol, así que celebran cualquier gilipollez que uno les pueda hacer con el balón. Es un país de gnomos felices, encantados de pagar literalmente por cualquier cosa. Para los futbolistas es una manera perfecta de despedirnos del oficio, echando nuestros últimos partidos ahí, gozando del juego sin complejos ni presión.

De manera que acepté la primera oferta que me hicieron sin pensármelo. Fiché por el Cerezo Osaka, en la ciudad de Osaka. Porque me hizo gracia el nombre.

Tan pronto firmé el contrato, quise currármelo para Ángeles, que por entonces todavía era mi mujer. Estábamos atravesando una etapa un poco tensa, así que me encargué yo solito de buscar casa en Osaka, guardería para los niños y hasta un trabajo en la tele japonesa para ella.

Presenté mi retirada ante la directiva de mi club e inmediatamente pusieron en marcha todo el papeleo necesario, comunicados, rueda de prensa, etc. Mi contrato lo permitía y ellos lo entendieron perfectamente. Fue todo mucho más fácil de lo que imaginaba.

A la mañana siguiente, se celebró mi despedida oficial ante los medios, que fue como la seda. Solemne y emotiva. Todos fueron muy amables conmigo. El presidente del club dio un discurso lleno de buenas palabras, muy sincero. El míster hizo un poco de retrospectiva de mi paso por el equipo y mi carrera como futbolista en general.

El presidente del equipo japonés había volado desde Osaka para poder estar también ahí presente para hacerme entrega de la camiseta del que iba a ser mi nuevo equipo.

Por mi parte, intenté dar un bonito discurso de agradecimiento hacia mi club, nuestra afición y España en general, a la que, muy a mi pesar, tenía que decir adiós.

Hubo aplausos de periodistas, cámaras y personal técnico del equipo. Casi se me saltan las lágrimas.

Después de las fotos y los abrazos correspondientes, tocaba el almuerzo de rigor con los medios, pero yo no me quise liar y me fui discretamente. Todavía tenía que ponerme en serio con el jaleo de la mudanza y no quería perder ni un minuto.

Conduciendo hacia casa, por fin sentí que empezaba una nueva etapa, un cambio real, lleno de ilusión. Sentí que todavía había algo de esperanza por mi matrimonio. Por primera vez, sentí que lo tenía todo bajo control. ¡Estaba tan orgulloso de mí mismo!

Llegaba a tiempo para ver cómo daban la noticia por todos los canales de televisión... lo cual, de repente, como un dardo mortífero disparado directamente a mi cerebro, me hizo darme cuenta de que estaba pasando por alto un detalle bastante importante.

Se me heló la sangre de golpe.

Mierda.

Se me había olvidado comentárselo a ella, a Ángeles. Había hecho todo eso: despedidas, declaraciones oficiales, contratos internacionales, gestiones de mudanza... sin consultárselo a mi propia mujer.

Empecé a sudar por la nuca mientras encendía la tele para encontrármela ahí, en TVE, dando las noticias delante de toda España.

Recé para que no fuera demasiado tarde mientras le escribía un SMS explicándole de malas maneras todo ese lío, pero, antes de llegar al botón de «enviar», pasó lo que más me temía: ella misma dio la noticia de mi retirada de la liga española para trasladarme a Japón.

¡MIERDA!

Por su mirada, pude ver cómo ella misma se estaba enterando de todo ahí, en ese mismo instante, leyéndolo de su apuntador.

Su sonrisa perfecta de presentadora cambió a una poco disimulada cara de hartazgo al leer «el futbolista Rafael Bravo», que mutó a una mueca de desconcierto según leía a trompicones el resto de la noticia, desencajándose definitivamente al leer la palabra «Japón», terminándola en alto a modo de pregunta: «¿Japón?».

Dieron paso a los vídeos de mí mismo esa mañana, despidiéndome del equipo entre aplausos, estrechando la mano del tipo japonés que me daba la camiseta, mientras el periodista correspondiente ampliaba la información en off. Emitieron imágenes de archivo de Osaka y su equipo de fútbol, con japoneses anónimos ondeando banderitas con mi cara.

Volvieron a pinchar la imagen de Ángeles, sin palabras, intentando claramente contener su ira apretando bien fuerte la mandíbula, con los orificios de la nariz bien tensos, hiperventilando. Mirándome directa y personalmente a mí a través de su cámara, a través de los espectadores de todo el país, con esa mirada de leopardo rabioso que ya conocía de muchas otras ocasiones pero que en ese caso era más intensa que nunca. Tenía clarísimo que yo debía estar viéndola a través de algún televisor y telepáticamente me estaba mandando el mensaje: «Cuando te pille, te voy a cortar los cojones».

Apagué la tele como acto reflejo dejando escapar un gritito de terror.

Apagué también el móvil y desconecté el teléfono de casa.

Me puse a temblar.

Lo siguiente fue escuchar el frenazo del 4×4 de Ángeles ante nuestro chalé, con su correspondiente portazo. Llegó en un tiempo récord y creo que ni siquiera apagó el motor del coche, lo dejó ahí en medio de la calle con las llaves puestas y todo.

La puerta de casa se abrió como una explosión, como cuando un equipo SWAT entra en el edificio donde se esconden los terroristas.

—¿QUÉ COÑO SIGNIFICA ESTO, BRAVO?

—Bueno, tranquila, que lo tengo todo bajo control.

Me arrojó las llaves de casa, que impactaron contra mi mano derecha y me cortaron un dedo. Que me llamara por el apellido siempre era muy mala señal. Se acercaba muy rápida hacia mí mientras yo andaba hacia atrás saltándome varios sofás, buscando algún rincón en el que atrincherarme.

Todavía llevaba el maquillaje de la tele, lo cual intimidaba mucho más.

—¿QUÉ BAJO CONTROL NI QUÉ NIÑO MUERTO? ¿QUÉ COÑO SIGNIFICA QUE HAS FICHADO POR UN CLUB JAPONÉS?

—Pues eso, que esta ya es mi última temporada y lo más inteligente en estos casos es fichar por un equipo de ahí, que pagan muy bien. ¿No lo hablamos ya?

—¡La única señal que me haría pensar que pretendes retirarte es esa barriga penosa que estás dejando crecer!

Vi claro que lo más seguro en esta situación era mantener siempre el mueble revistero entre nosotros dos. Había que andar dando vueltas en torno a él y esperar a que ella se cansara.

—Vale. Entonces has fichado por un club japonés. ¿Con contrato firmado y todo, entiendo?

—Sí, de dos años.

—Joder, Rafael.

Por fin, frenó.

—Pero si es muy poco tiempo, y había pensado que un cambio de escenario nos vendría muy bien a todos.

—¿Cómo que NOS? ¿Pretendes que los niños y yo vayamos contigo? A mí aquí me va mejor que nunca, y los trillizos ACABAN DE NACER... ¿De qué manera ir a Japón es un cambio positivo para alguien que no seas TÚ?

—Mira, tranquilízate, por favor. Para que veas que no ha sido una decisión egoísta, ya he comprado una casa chulísima en Osaka, que te encantará, y he movido hilos para conseguirte un trabajo ahí, en la tele japonesa.

—¿Qué...? ¿Cómo voy a dar las noticias ahí si no sé japonés?

—Bueno, no es dando las noticias.

—¿Qué trabajo es, a ver?

—De azafata en el nuevo Humor amarillo que van a empezar a grabar en septiembre. ¡Es el sueño de cualquiera que se dedique a la tele, no me digas que no!

En milésimas de segundo, agarró un cenicero del revistero y me lo disparó a la cara, partiéndome una ceja. La sangre empezó a caerme por la cara.

—Joder... A ver, dentro de tres semanas es mi presentación oficial en el nuevo equipo. Vamos ahí, vemos el ambiente y, según lo que te parezca, ya decidimos cómo lo hacemos, ¿vale?

—Dentro de tres semanas... ¿qué día?

—El... el 22 de mayo era, sí.

—¿Tú eres subnormal? ¡ESE ES JUSTAMENTE EL DÍA DE LA BODA!

Mierda, es verdad, también había olvidado que uno de esos días teníamos la boda de una antigua compañera de curro suya. Me lo había dicho hacía casi un año. Se me desmoronaba todo.

—Bueno, mujer, pero algo podremos hacer, ¿no? Será una boda con un montón de invitados, si faltamos tampoco va a ser tan grave... Y, además, ¿cuánto hace que no te hablas con ella? Desde que se marchó de la tele ya no sois tan amigas...

—¿Pero es que eres imbécil de verdad? ¡ES LA PUTA BODA REAL!

Bueno, sí, un detalle importante: su antigua compañera era Letizia Ortiz y se casaba con el, por aquel entonces, príncipe Felipe. Nos habían invitado y debo reconocer que a mí también me hacía bastante ilusión. Empecé a pensar que igual sí que me había engorilado demasiado con eso de Japón.

Ángeles, respirando hondo, intentó recomponerse.

—Vamos a ver si lo he entendido bien... No solo has fichado por un equipo en la otra punta del mundo sin decirme nada, sino que también pretendes que yo y tus tres hijos recién nacidos dejemos nuestras vidas aquí y te acompañemos para verte echar tus últimos partidos como un dominguero que juega a «solteros contra casados» en una barbacoa... ¿Y ENCIMA PRETENDES QUE ME PIERDA LA BODA DE NUESTROS FUTUROS REYES, PEDAZO DE GARRULO?

No supe qué decir. La sangre de la ceja partida caía por encima de mis ojos y se me estaba empezando a nublar la vista.

—Mira, Rafael, esto no es la gota que colma el vaso. Esto es un puto chorrazo de sifón en un vaso que ya llevaba tiempo rebosando. Ahora mismo me largo a hablar con mis abogados para tramitar nuestro divorcio. Como lo oyes. Vete poniéndote las pilas porque te vas a ir a Japón tú solito después de las reuniones y los juicios que hagan falta para quedarme con todo esto.

Según Ángeles me echaba la bronca, todo se iba enrojeciendo. Estaba perdiendo fuerza. Me frotaba los ojos, pero eso solo lo empeoraba, lo veía todo cada vez más rojo. La veía a ella enfurecida, amenazándome, señalándome y escupiendo bilis, cada vez más roja y borrosa.

—Y te lo juro: ¡voy a conseguir que la despedida de soltera de Letizia se convierta en MI FIESTA DE RECIÉN DIVORCIADA! ¡Voy a dejar lo de Punta Cana en una simple anécdota!

Derrotado, me senté en uno de nuestros varios sofás de cuero, manchándolo todo de sangre, para ver cómo ella se alejaba, cruzando la puerta principal, atravesando nuestro jardín, hacia su coche en medio de la calle. Inmóvil y desangrado, vi los últimos segundos de Ángeles Torero siendo mi mujer, mi señora. Quemando rueda, conduciendo en dirección contraria a toda velocidad, para convertirse en mi exmujer.

¿Qué hora es? La hora del triunfador1

¿Qué hora es?

Dirijo la mirada a mi muñeca y salgo de dudas: es la hora del triunfador.

La hora del hombre actual. Elegante y deportivo a la vez. El hombre que fluye firme como un tiburón, siempre hacia delante, sin tregua, sin descanso. El hombre que sabe identificar su momento y exprimir cada minuto. ¿Qué hora es? Es la hora Viceroy.

Soy consciente de que esto es un diario terapéutico y personal y que técnicamente nadie puede acceder a él (ni siquiera la doctora Angulo), pero por contrato estoy obligado a hacer publicidad de Viceroy en cualquier declaración o aparición. Por lo que estoy obligado legalmente a hacer promoción aquí también.

Todos mis conocidos lo saben, no es nada raro.

Anoche, por ejemplo, cené con mi buen amigo Diego Pablo Simeone y en un momento del postre tuve que interrumpir lo que me estaba explicando para describirle las virtudes del último lanzamiento de Viceroy: la colección Antonio Banderas Design, personalmente diseñada por el mejor actor de cine que existe actualmente en el planeta. Relojes para hombre y mujer, con acabados metálicos en tonos negro, azul, acero y rosa. Una colección atrevida de aspecto ligero, moderno y elegante.

Simeone es la clase de profesional que entiende perfectamente este tipo de situaciones. De hecho, él tiene el mismo tipo de contrato con Dolce & Gabbana, y gracias a mi intervención publicitaria recordó que también él debía soltarme el discursito promocional sobre sus trajes. Casi se le olvida y me lo agradeció.

Son solo diez minutos de nuestras conversaciones los que debemos dedicar a nuestros respectivos patrocinadores, nada más. De lo contrario, podríamos estar metiéndonos en un lío tremendo; si alguien en Viceroy descubriese que he tenido una reunión, una entrevista o un encuentro casual y no he mencionado sus relojes, la empresa tendría pleno derecho a quitarme el patrocinio y quedarse con uno de mis hijos (el que yo escoja) para emplearlo sin sueldo en alguna de sus fábricas.

Es un contrato millonario de lo más estándar para estos casos.

Así que allá va, este es el momento de promocionar mi producto:

Llevo disfrutando los relojes Viceroy desde hace más de cinco años y jamás me han fallado.

Dan la hora tanto de día como de noche, no descansan. Gestionan mi tiempo minuto a minuto con una precisión y elegancia sorprendentes. A veces observo atentamente sus agujas para pillarlas dando algún paso en falso, pero es imposible. Segundo a segundo, avanzan dando la hora exacta. Enseñándome el presente más fino, destilado, puro.

Perdido en el cristal de mi Viceroy, me viene a la cabeza un recuerdo...

Era joven, lleno de vida. Gozaba de un elegante crucero por los cálidos mares del Caribe. Hasta que nuestro barco chocó contra un enorme iceberg. El desastre hundió a todos los tripulantes en altamar. No hubo supervivientes, solo yo, que tuve la suerte de flotar hasta la orilla de una pequeña isla aparentemente desierta.

Me convertí en un náufrago, descalzo, con la camisa rota, los pantalones llenos de arena, pero mi Viceroy modelo Heat intacto en mi brazo izquierdo, sin un solo rasguño. Brillante, pulido, funcionando incansable. Su perfección me dio esperanza, todavía tenía posibilidades de salvarme si mantenía la calma. Saber la hora era fundamental para no perder la cabeza.

Pero, de pronto, un jaguar enorme, tan grande como furioso, saltó rugiendo desde la maleza.

Por unos instantes se mantuvo alerta delante de mí, estudiándome, mirándome directamente a los ojos mientras me rondaba en círculos.

Intentando descifrar si ese cabrón era real o solo una alucinación provocada por el terrible sol que me cubría, yo procuraba mantener la compostura y no hacer ningún movimiento brusco. Mis primeros minutos como náufrago y ya tenía que enfrentarme a la peor de las bestias: el rey de la selva.

Sus lentas vueltas iban cerrándose poco a poco mientras yo intentaba descifrar algún detalle de su psicología, por pequeño que fuese. En sus ojos pude descubrir mil amaneceres, ardientes como el fuego, que ahora se veían amenazados por la inesperada intervención humana. Su vida en esa isla no contaba con la aparición de ese ser extraño de muñeca brillante.

Mostrándole cuidadosamente las palmas de mis manos en señal de paz, le dije: «Me llamo Rafael Bravo, soy entrenador de...», pero no pude seguir porque rugió como un trueno y se abalanzó sobre mí con toda su fuerza animal.

Por suerte, el fútbol me ha preparado para estas «situaciones-cañonazo» en las que debo tener reflejos para afrontar algo que sale disparado hacia mí, así que me agaché hacia un lado y logré esquivarlo con éxito. Pero el jaguar es varias veces más rápido que el humano, con lo que apenas me dio tiempo de levantarme porque me pegó un zarpazo a traición que me arrancó media camisa y me abrió en la espalda cuatro rayas bien definidas de carne viva a la luz del sol. Grité como un esclavo romano y, entonces sí, se me echó encima aplastándome con todo su peso felino.

Mi espalda destruida me escocía contra la arena salada de la orilla, pero eso daba igual porque tenía a la bestia mirándome cara a cara. Hundiéndome en la tierra, entendí que el cielo, el sol caribeño y un jaguar babeando en primer plano sería lo último que vería en mi vida.

Así sería como Rafael Bravo abandonaba este mundo.

Enseñándome esos colmillos monumentales, abrió la boca todo lo que pudo, pillando impulso para comerme la cara. Tenía todo mi cuerpo bloqueado... excepto mi brazo izquierdo. Así que, según la bestia dejó caer su cabeza a toda velocidad, tuve el acto reflejo de protegerme con él.

¡ZAS!

Y cuando pensaba que ya me habría matado, abrí los ojos para darme cuenta de que su poderosa dentadura había quedado perfectamente encajada en mi ultrarresistente Viceroy Heat, neutralizando el ataque.

El animal, confundido, no entendía cómo su mandíbula destructora no estaba convirtiendo en puré ese trozo de carne. Apretaba, sentía su presión, pero no era capaz de atravesar ese pedazo de titanio reluciente. En lugar de soltarme para volverme a atacar, se enzarzó en esa lucha imposible, mientras yo reía y gritaba: «¡RAFAEL BRAVO NO MORIRÁ COMO UNA RATA EN UN CALLEJÓN! ¡SIENTE LA FUERZA DE VICEROY!».

Justo en ese momento, una flecha de bambú atravesó de lado a lado el cráneo de mi salvaje enemigo, rociándome la cara con su sangre bestial. Su cuerpo se convirtió entonces en toneladas de peso muerto ahogándome contra la blanda orilla.

Me asfixiaba bajo el cadáver de ese monstruo cuando un grupo de indígenas me lo quitaron de encima. Ellos habían disparado la flecha que me había salvado y ahora me apuntaban a mí, temerosos, intentando entender quién coño era yo.

Eran unos diez, iban con taparrabos y las caras pintadas de blanco y rojo. Me gritaban en su idioma tribal que les hacía parecer salidos de un tebeo. Viéndome como estaba yo, lleno de sangre y con la espalda en carne viva, me agarraron entre varios y me ataron con cuerdas al cuerpo del león, para luego arrastrarnos a los dos hacia la maleza.

La combinación de dolor, insolación y pérdida de sangre hizo que me desmayara.

Me sumí en un sueño profundo en el que estaba en el palco presidencial de un campo de fútbol infinito. A través del cristal podía verme a mí mismo en el césped, como un puntito, gritando a mis jugadores. Era la Selección, jugando la final del Mundial. En los marcadores no había ningún resultado, solo el tiempo, patrocinado por Viceroy. No sabía si ganábamos o perdíamos y el minutero iba hacia atrás en lugar de hacia delante.

Nosotros teníamos el balón, yo me desgañitaba desde la banda. Los jugadores defendían a muerte la pelota, pero había un detalle de lo más inquietante: no existía equipo contrario. España estaba dándolo todo contra la nada.

«Retroceder en el tiempo no es bueno para nuestro país, Rafael.»

Antonio Banderas estaba ahí, conmigo en el palco, tomándose una copa de champán. Tenía el reloj más brillante que he visto en mi vida. Brillaba tanto que me dolían los ojos. Desprendía cada vez más luz y Antonio, tan elegante, no parecía darse cuenta.

«Tira hacia atrás y solo encontrarás odio, violencia y sangre. No puedes ir contra el tiempo, Rafael. Nadie puede.»

De repente, Antonio era yo mismo.

«No intentes cambiar el pasado, Rafael. Abrázalo y viajad juntos hacia el futuro.»

Esa luz cegadora se convirtió en fuego.

Todo él empezó a arder y las llamas se convirtieron en llamas reales, que me despertaron gritando en medio de la selva, rodeado de aborígenes salvajes.

Ya era de noche y habían organizado dos grandes fogatas. Pude identificar al león despedazado encima de una, mientras me arrastraban hacia la otra.

Mi cabeza ya estaba entrando en la fogata, los primeros pelos empezaban a chamuscarse, cuando me puse a gritar y patalear para que me soltaran. Ellos se asustaron y corrieron a por sus lanzas. Inmediatamente, adoptaron una posición de defensa colectiva, como si estuvieran viendo un fantasma. Yo alcé las manos en señal de paz, según me iba levantando, pidiendo calma.

Al extender los brazos, mi camisa cayó un poco y desveló el Viceroy, lo que de repente les sorprendió. Parecía que el reloj les excitaba, algo metálico y brillante que no estaban acostumbrados a ver, así que me lo quité de la muñeca para mostrárselo bien, zarandeándolo ante sus caras.

El truco parecía funcionar, porque se quedaron hipnotizados por la belleza de ese objeto futurista.

«¡Esto ha podido contra el león! ¡Mi Viceroy ha ganado al jaguar! ¡El tiempo lo puede todo!»

Lo movía como un escudo diminuto, protegiéndome con él aunque ellos ya estaban bajando sus armas. Se fueron apartando de mí con prudencia.

«OS TRAIGO... ¡EL TIEMPO!»

Me salió gritar eso, no sé.

Lo dije tan decidido que los aborígenes entendieron que se trataba de algo importante, algo con poderes mágicos.

Con cuidado me fui acercando a ellos, mostrándoles el Viceroy de cerca. Uno por uno. Poco a poco fueron sonriendo ante esa cosa tan bonita. Les transmitía buenas vibraciones. Sonó el pitido que indicaba que eran las siete de la tarde, lo cual les asustó levemente, provocándoles una risa nerviosa al descubrir lo inofensivo que era en realidad.

Se fueron separando para abrir un pasillo entre ellos y dar paso al que imaginé que era el jefe de la tribu. Un tipo gordo con un cetro y muchas plantas en la cabeza. Desconfiado, anduvo hasta mí y analizó con cuidado el reloj. Le dije que se llamaba Viceroy y con signos intenté explicarle que, si no me quemaban, les explicaría cómo funcionaba.

Me miró muy serio durante unos segundos.

De repente, alzó el brazo con el reloj en alto y gritó: «¡VIZER-OY!». Toda la tribu respondió: «¡VIZER-OY!». Lo celebraban.

Por segunda vez ese día, el Viceroy me había salvado la vida.

Dado mi penoso estado, me llevaron a su curandero local. Ahí pasé los siguientes días, entre mejunjes curativos y ejercicios de recuperación, mientras explicaba a esos salvajes cómo funcionaba el reloj.

Les presentaba los números como símbolos de orden y los relacionaba con la posición del sol en cada momento. Les explicaba cómo esas agujas no paraban, igual que el sol. Que cuando todas las agujas apuntaban al símbolo «12», el sol estaba en su punto álgido, del mismo modo que, cuando volvían a marcar «12» por segunda vez, el sol estaba en su punto más alejado a nosotros. Y de ahí ya iban entendiendo el resto.

Les encantó descubrir el tiempo, tener hora.

Colocaron el reloj en un poste en el centro de la plaza donde se reunían para comer y hacer sus fogatas. Empezaron a aplicar las horas a sus tareas, convirtiéndose en una sociedad más rápida y mejor organizada. Pasaron a tener sus horas para cazar, para sembrar y recolectar, cocinar, comer, hacer sus rituales, etc. Poco a poco fueron esforzándose para hacer más de todo en menos tiempo.

Mi espalda iba mejorando estupendamente y, cuando me sentí más o menos en forma, se me ocurrió enseñarles también a jugar a fútbol.

Me ayudaron a construir un par de porterías en un descampado. Hicimos una pelota con hojas envueltas en piel de pollo y marqué la línea divisoria entre las dos mitades del campo. Organicé un par de equipos de once tíos y les expliqué que tenían que meter la pelota en la portería del otro ayudándose únicamente de sus pies. Todo en un total de 90 unidades de Vizer-oy, con un descanso a las 45. Utilizamos sus pinturas para diferenciar equipos por colores. Jugamos un par de partidos de prueba para pillarle el tranquillo y me sorprendió lo rápido que fueron asimilando las normas. El ambiente estaba cada vez más animado y ya no querían hacer otra cosa que jugar partidos.

Para hacerlo más emocionante, empezaron a jugarse cosas como la cena, la mano de obra o el derecho de pernada sobre las mujeres de algunos de ellos. Se divertían como niños.

Yo mismo arbitré los primeros partidos, pero para cuando llegó la noche ya tenían su propio árbitro aborigen con todo el reglamento perfectamente aprendido. Llevaba el recuento de puntos y era muy estricto con las faltas y los tiempos del partido. ¡Estaban tan entregados que incluso entendieron cómo funcionaba el fuera de juego!

El día siguiente lo pasaron entero jugando partidos. Les expliqué que ese día lo podíamos llamar «domingo».

El pueblo entero estaba entregadísimo, animando a sus equipos. Los familiares de cada jugador animaban a su equipo y, según veían que había más en juego, más fuerte animaban. Yo no entendía su lengua, pero no era necesario: la pasión por un equipo no conoce idiomas. Me adoraban como a un Dios por haberles traído tantos avances.

No tardaron en desarrollar también cierta enemistad hacia los del equipo opuesto, claro está.

Empezaron las protestas y los insultos y el árbitro reaccionaba estoicamente poniendo orden. Entre el público, los hinchas de cada equipo se habían ido sentando juntos, vistiéndose con sus respectivos colores, improvisando banderolas. Alguno llegó a las manos, pero nada grave. ¡Así es el fútbol!

Una vez más, se nos hizo de noche jugando, y esta vez fue imposible terminar ese torneo porque el equipo perdedor siempre pedía una revancha. Eran insaciables. Así que, a pesar de estar pasándolo en grande, me retiré cansado a mi cabaña dejando a la tribu enloquecida con el fútbol.

A la mañana siguiente desperté de un susto, sobresaltado porque tenía a los capitanes de cada equipo ahí plantados dentro de mi cabaña. Me miraban fijamente, muy serios, como amenazantes, y uno de ellos lanzó algo duro y peludo contra mi pecho. Era la cabeza del aborigen-árbitro, que me hizo pegar un grito muy poco varonil.

Horrorizado, me abrí paso entre ellos para salir de mi cabaña y descubrí otros cuantos cadáveres repartidos por el poblado, así como un par de chozas carbonizadas. El juego se les había ido un poco de las manos.

Los capitanes me agarraron por la espalda y me señalaron la cabeza decapitada del pobre árbitro. Luego me señalaron a mí, dándome la pelota de piel de pollo e indicándome el camino hacia el campo de fútbol.

¿Después de todo aquello todavía querían jugar MÁS? ¿¡Y que yo fuese el árbitro!?

Se me heló la sangre al entender que les había dado a probar una droga imposible de superar y ahora querían ajustar cuentas con su camello. Querían más y mejor.

Estaba bastante recuperado de mis heridas, así que mi plan fue tan sencillo como urgente: chuté la pelota lo más fuerte que pude para que fueran tras ella, corrí al poste del centro de la aldea para recuperar mi Viceroy y salí disparado en dirección contraria.

Corrí desesperado campo a través sin saber hacia dónde me dirigía, alejándome del pozo de odio en que se había convertido ese poblado.

Lo de recuperar mi reloj fue una cagada porque hizo saltar todas las alarmas. Ahora los tenía pisándome los talones y desgañitándose para alertar al resto, que me imaginé debían estar armándose a toda leche para, directamente, liquidarme.

No sé cuánto rato estuve corriendo, pero finalmente llegué a una orilla. Fin de trayecto, con esos gritos salvajes cada vez más cerca.

Tan oportuno como un milagro, de repente descubrí un destello en el cielo.

Una visión gloriosa que cada vez se hacía más grande y clara: un helicóptero de rescate, más oportuno imposible.

Entendí que todavía debían estar buscando supervivientes del naufragio, así que me puse a gritar y saltar todo lo que pude para llamar su atención. ¡Y funcionó! Tan pronto como los aborígenes empezaron a aparecer a través de la maleza, el helicóptero ya estaba disminuyendo su altura, acercándose a mí. Al ver ese ruidoso espectáculo, la tribu se quedó pasmada y al instante empezaron a volar flechas contra el aparato.

Desde el helicóptero dejaron caer una escalera de cuerda que logré alcanzar, subiéndome lo más rápido que pude a los primeros peldaños. Una vez agarrado, enseñé el pulgar al equipo de rescate y el helicóptero emprendió el vuelo hacia el horizonte azul, dejando atrás esos violentos hooligans que me disparaban. Dejando atrás esa isla, ahora maldita.

¡He tenido salidas de estadios complicadas, pero ninguna como esa!

Qué grata sorpresa me llevé cuando, ya calmado y trepando hacia el helicóptero, pude leer escrito en letras grandes y elegantes: VICEROY. Al entrar por fin en la cabina, ahí me esperaban eficientes trabajadores de mi marca de relojes favorita, soldados de Viceroy que con cuidado me sentaron en un asiento libre y me dieron un casco con radio intercomunicadora.

—Sabíamos que entre las víctimas del naufragio había uno de nuestros mejores clientes, señor Bravo. Llevábamos semanas tras usted.

—Muchas gracias, muchachos. Estaban a punto de matarme ahí abajo.

—Hemos podido identificarlo gracias a los destellos de luz que hacía con su brillante Viceroy.

—Alabado sea Dios. Ahora, respondedme solo una duda: ¿qué hora es?

El piloto se dio la vuelta para mirarme a los ojos a través de sus gafas oscuras, con el sol brillando en el horizonte, haciendo chiribitas contra el océano mientras las gaviotas volaban a nuestro alrededor. Y, con una sonrisa, me dijo:

—La hora del triunfador, señor.

(Fin de la promoción.)

Osaka

Después de dar la espalda a mi matrimonio, a mi familia, a una boda real y lo que más me dolió, a mi patria, aterricé en el aeropuerto de Osaka.

Ahí me esperaba la comitiva de bienvenida de mi nuevo equipo. Un trío de geishas y un joven traductor acompañaban a la directiva del club, y, tan pronto como pisé el asfalto de la pista de aterrizaje, me hicieron entrega de una caja transparente llena de braguitas usadas. Era un obsequio del patrocinador del club, una famosa empresa de braguitas usadas de niña, algo que por lo visto pegaba fuerte ahí.

Detrás de ellos, más de quinientos fans japoneses gritándome mientras el cuerpo de seguridad del aeropuerto hacía lo posible para contenerlos. Una multitud desgañitándose, agitando fotos de mi cara, intentando tocarme... A mí, que después de catorce horas de vuelo y un par de semanas de insomnio procuraba disimular mi desgaste con unas gafas de sol que no eran lo suficientemente grandes como para tapar la cicatriz que todavía escocía en mi ceja.

Los directivos del club parecían pequeños muñecos de salpicadero diseñados para hacer reverencias compulsivamente, sonriéndome contentísimos. Yo intentaba corresponderlos, pero daba la sensación de que, si no paraba, podíamos quedarnos clavados en ese ejercicio el resto de la temporada.

Entre todo el jaleo, me guiaron a un Toyota 4×4 negro con el que me llevarían a mi nuevo hogar.

«Domo arigato» es todo el japonés que había aprendido, y poco a poco iría descubriendo que era todo lo que necesitaba para prosperar en ese nuevo país. Japón se me presentó como la tierra del agradecimiento: cuanto menos hacía, más agradecidos estaban. Cuanto menos pedía, más me ofrecían. Cuanto menos me conocían, más importante se pensaban que era. Tener una cara occidental y decir «Domo arigato» era todo lo que me pedían para tratarme mejor que a su presidente.

Mi nueva casa era enorme: un chalé de diseño zen con tres pisos, dos cocinas, cuatro cuartos de baño, salón con vistas al bosque, gimnasio, tres cuartos individuales llenos de juguetes para mis hijos y el ático con la cama de matrimonio más grande que había visto en mi vida, todo preparado con pétalos rosas y velas perfumadas para que mi familia se sintiera como en casa.

Claro, había olvidado avisarles de que al final iba a ser yo solo.

La casera reaccionó extremadamente apenada al ser informada de estos cambios, convirtiéndose en una máquina de disculpas al borde del llanto.

«Nado en un profundo lago de vergüenza», «Ni mil años de humillaciones son suficientes para compensar este terrible fallo» o «No merezco este noble trabajo inmobiliario» era lo que, según el traductor, estaba diciéndome esa señora mientras se propinaba sonoros cabezazos contra la pared.

Me costó, pero conseguí hacerle entender que no pasaba nada.

Me explicaron que era una casa inteligente: se limpiaba automáticamente a sí misma, la temperatura se adaptaba a la temperatura de mi cuerpo, las paredes cambiaban de color según la luz del día y la comida se cocinaba sola en barras de tofu que rellenaban de sabor y coloreaban según lo que yo escogiese entre un menú con diez mil opciones. Todo a través del ordenador central, interconectado con pantallas táctiles en cada habitación. La casa tenía memoria, así que iría amoldándose según yo fuese interactuando con ella. Solo necesitaba introducir una clave secreta y empezar.

Y al decirme eso, se largaron.

Por fin podía relajarme y merendar algo. Pero la nevera no se abría. De hecho, ni siquiera parecía una nevera; era más bien un rectángulo de madera blanca que se camuflaba entre las paredes de la casa. Yo presuponía que era la nevera. Lo mismo pasaba con todo lo demás en esa casa; la tele era una enorme pantalla negra encajada milimétricamente en la pared sin ningún botón a la vista, no había luces porque estaban integradas en el techo, tampoco encontraba interruptores por ninguna parte. Ni cadena en el retrete.

Me encontré realmente solo por primera vez en mucho tiempo, en otro club, en otra ciudad, en otro país, en otro continente, y la única compañía que podía tener era una casa inteligente que yo no sabía ni enchufar porque las cosas de tecnología siempre las había llevado mi mujer. Yo no sabía ni programar el vídeo.

Por no poder no podía ni sentarme, no había ni una puta silla en toda la mansión. Así que me senté en un rincón y cené la bolsita de cacahuetes que me había guardado del último vuelo. Viendo cómo iba anocheciendo a través del gran cristal del salón, quedándome gradualmente sin luz.

Esa iba a ser la semana más absurda de toda mi vida.

Mi nuevo equipo, el Cerezo Osaka FC, resultó ser una fiesta surrealista de ruidos y colores en la que parecía que a nadie le interesaba realmente jugar a fútbol.

El entrenador, Gudde Kutsuoto, era un viejo maestro del kemari, un antiguo deporte o arte marcial basado en ir dando toques a la pelota sin que esta caiga nunca al suelo. «Los toques» de toda la puta vida, vamos. Pero en Japón tenían un respeto increíble hacia esta mierda, tanto que había que practicarlo vestidos de kimono y con un abanico en cada mano acompañando los movimientos del balón en el aire.

Ya en mi primer día de entreno me encontré con que no disponía de uniforme oficial. Lo único que había en mi bolsa reglamentaria era ese disfraz de Locomía, nada más.

Pensaba que era una novatada, así que avisé al entrenador. Haciéndome entender como pude, le expliqué que yo quería jugar a fútbol, no hacer el moñas. No podía identificar si me entendía o no, pero, al ver que me reía, el señor Kutsuoto frunció el ceño, sonó un ¡clac! seco y sentí que me habían disparado en la rodilla derecha.

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