Brasil

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14. Bajo las estrellas

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Bajo las estrellas

En la acera, la iluminación urbana de Brasilia empujaba hacia atrás contra la vaciedad arqueada. Los restaurantes que servían un insípido

canja de galinha y los bares que emitían las violentas carcajadas jactanciosas de la juventud proyectaban cuadrados de luz en la acera; por encima de sus cabezas, las ventanas rectangulares iluminadas daban la impresión de querer rebasar y apagar las estrellas. Isabel llevaba puesto un pequeño jersey rosa de manga corta y se había atado a la cintura, por si a la noche refrescaba, una sudadera que llevaba impresa la corona de espinas de la Catedral Nacional; mientras apuraba el paso para igualar las zancadas de Tristão, la sudadera oscilante proporcionaba a sus caderas un despreocupado balanceo desafiante. Las toscas zapatillas de tenis de él aleteaban delante de sus cuerpos, entrando y saliendo de charcos de luz eléctrica. Otros peatones lanzaban breves miradas en su dirección: eran una pareja despareja, aunque Brasil se había poblado con muchas parejas desparejas.

Cuando Isabel empezó a respirar con dificultad, se atrevió a tocarle el brazo, como pidiéndole que aminorara la marcha, y su mano retrocedió, sobresaltada por la dureza de hierro de esos bíceps. Sí, Tristão era mayor, los músculos tenían más nudos, el rostro había adelgazado y mostraba, notó Isabel de costado, una mínima arruga que antes no existía en la comisura de los labios. Se sintió animada, exaltada, pero a la vez presurosa, como si el tiempo hubiese girado en una esquina y rodara cuesta abajo.

—Sí, he estado trabajando —dijo él—. Durante dos años me hicieron atornillar pernos de abrazadera de motor en la fábrica de

fuscas, hasta el punto de que los atornillaba en sueños. Quería soñar contigo, Isabel, pero se me esfumaba tu cara, tu voz, día tras día, noche tras noche. Me rebelé y le corté la cara a mi hermano para escapar.

—Y ahora que me estás viendo… —Isabel fingió una alegría desenvuelta apoyando su mano blanca en el brazo de hierro para hacerlo caminar más lentamente, con la mochila anaranjada a la espalda como una joroba, hacia donde las luces raleaban, cuando el Eixo Rodoviário Norte giraba suavemente—, ¿todavía te gusto…?

Su entrañable cara convexa de monito, brillante con la palidez del insomnio estudiantil, poseía ahora una leve fragilidad, como si poco a poco la tristeza de la vida le estuviera drenando sus jugos.

—Tócame y lo sabrás —dijo Tristão.

—¿Aquí, en la calle? Estás loco, Tristão. —Pero la idea humedeció la entrepierna de sus bragas biquini, bajo la falda tejana.

—¿Te avergüenza estar conmigo? Huí de casa de mi hermano con la ropa que generalmente uso para dormir. Eso explica mi pinta de menesteroso. La verdad es que tengo recursos…, llevo los ahorros de dos años en la mochila.

—Nunca dejará de gustarme estar contigo —dijo Isabel y mientras avanzaban juntos rozó con la otra mano la bragueta de los

shorts de baño, donde había despertado el ñame.

—Tenemos que follar y hablar —dijo él.

—Sí. Sigue andando, esposo mío. Pronto habrá un lugar para hacerlo.

Habían dejado atrás la mayoría de las luces de la ciudad y se veían grupos de trabajadores a la espera de los autobuses que los llevarían de regreso a sus chabolas, adentradas varios kilómetros en la espesura; en la oscuridad, sus camisas claras desaparecían como cabrillas marinas en el océano nocturno. Ahora que no se cruzaban con faros de coches, sólo contaban con el aleteo de las zapatillas de Tristão, y el balanceo lateral de la sudadera impresa y los largos cabellos platinos de Isabel. La acera llegó a su fin. La doble autopista tenía una franja central de hierba tan ancha como una manzana de la ciudad. Cuando la pisaron, Isabel sintió a través de las sandalias que pequeñas picaduras de rocío descendían del cuenco invertido de la noche cada vez más clara y cristalina por encima de sus cabezas. Sus andares se volvían lánguidos y vacilantes cuando se besaban, abrazaban y alargaban los brazos bajo las delgadas ropas, para tocar y acariciar, recíprocamente, sus pieles complacientes.

De vez en cuando, en la gran mediana central de la autopista, había plantaciones, prácticamente bosquecillos; mientras se acercaban a uno de éstos, los estudios de botánica permitieron a Isabel reconocer

pacovas o bananos silvestres, con sus enormes hojas protectoras, entremezclados con yucas en pleno florecimiento, semejante al de las azucenas. La vegetación era lo bastante densa como para que Isabel y Tristão se sintieran ocultos sobre una capa de corteza y frondas secas de

pacovas. Echados allí veían en lo alto, lejos, el cielo negro tachonado de estrellas, en algunos puntos más agrupadas que en otros, como matorrales desérticos espaciados en lechos secos que alguna vez habían contenido cauces de agua. Desde el interior de la arboleda, lejos de las imponentes luces de Brasilia, las estrellas brillaban con una intensidad que denegaba su desorden: sin duda se estaba proclamando un gran milagro. Para volver a ser amantes bastó que ella se bajara la braga desde debajo de la pequeña falda áspera y que él se sacara los

shorts. El coño de Isabel fue para Tristão un bálsamo vertido sobre dos años de dolor.

—No debemos volver a separamos —suspiró él, con su palpitante ñame aún menguante dentro de ella.

—No nos separaremos —prometió Isabel.

—¿Adonde podemos ir? La ira de tu padre nos seguirá a todas partes.

—No es ira sino disgusto, nacido de su condicionamiento cultural. Levanta la vista, Tristão: vasto como este cielo es el interior de Brasil. Iremos hacia el oeste y allí nos perderemos.

Mientras yacían escondidos en la plantación ornamental —semejante a una jungla por el crecimiento incontenible de los bananos silvestres cuyo fruto verde y puntiagudo mezclaba su tenue aroma dulzón con el almizqueño que se había removido en Isabel y el

bodum de Tristão, intenso tras la dura prueba del viaje de todo el día—, el tráfico de Brasilia se precipitaba en ambas direcciones por las dos mitades de la superautopista; ángeles alados del destello de los focos los visitaban cegadoramente en la maleza, engendrando melladas sombras revoloteantes de hojas y tallos, dejando a la vista de los enamorados ocultos sus largos miembros desnudos y sus blandos vientres descubiertos. En esas lluvias de brillantez las expresiones de ambos —cada uno a ojos del otro— parecían aterradas: trataban de imaginar el interior del país.

—Durante un tiempo podemos vivir con mi dinero —dijo Tristão—, pero como la inflación se lo devora, no durará mucho.

—Yo sólo tengo dinero para gastos menudos, pero puedo robar algunas cosas del apartamento de mi padre para venderlas a medida que sea necesario. Todavía conservo el candelero que no le di a tu madre, además de la cigarrera y la pequeña cruz del tío Donaciano. Cogeré las joyas de mi madre que tiene guardadas mi padre. En realidad son mías.

—No cojas nada que tenga valor sentimental para tu padre —le ordenó Tristão—. Abrigo la esperanza de ser amigo suyo algún día.

Isabel emitió un sonido involuntario, como indicando a Tristão que ésa era una perspectiva sin esperanzas. El pánico, oscuro y vasto como el territorio al que se habían encomendado, invadió gélido su estómago; no obstante, el hecho de estar con ella reducía ese miedo a la mitad. Trozos de corteza de pino del país, tendido como pajote para la plantación cuando era nueva y que ahora se pudrían retornando a la naturaleza, habían pinchado el trasero de Isabel mientras hacían el amor; Tristão le pidió que se pusiera en cuatro patas —como Odete la noche anterior— y quitó los fragmentos incrustados en los cojines gemelos de su culo blanco, blanquísimo. Le besó la nalga izquierda, luego la derecha, y metió la lengua en el pequeño y apretado orificio entre ambas. Nunca lo había hecho antes, ni siquiera en el Hotel Amour. Ella se apartó instintivamente y luego, al percibir un intento serio en el apretón de las manos de Tristão sobre las caderas, volvió a acercar a la cara de él sus salientes y huesos, pues no quería mancillar su amor con ninguna muestra de vergüenza: lo que era de ella era de él, éste era un campo nuevo para la pareja. Tristão inhaló —con esas narices redondas e inquietas que ella había admirado de nuevo esa noche— el misterio básico de los excrementos de Isabel, materia que era de ella aunque al tiempo no lo era. Así, Tristão dejó atrás a Odete y se relajó en la entrega a su destino, reunido con Isabel.

Cuando la pareja salió de la arboleda de

pacovas, las luces abstractas de Brasilia se veían débiles en el horizonte: andrajosas tarjetas perforadas, empequeñecidas por el voluptuoso rebosar de las estrellas. Camino de la capital por la mediana oscura, Isabel y Tristão acordaron encontrarse en la terminal de autocares a las siete, para trasladarse a Goiânia.

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