Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » El Dramaturgo y la Actriz Rubia: la seducción

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El Dramaturgo y la Actriz Rubia: la seducción

En el proceso creativo tenemos al padre, el autor de la obra; a la madre, el actor preñado con el papel; y al niño, la interpretación que ha de nacer.

KONSTANTIN STANISLAVSKI,

La construcción del personaje

1

No escribirás nunca sobre mí, ¿verdad? Sobre nosotros.

¡Cariño! Claro que no.

Porque nosotros somos especiales, ¿verdad? Nos queremos mucho. Nunca conseguirías que los demás entendieran… lo que hay entre nosotros.

Querida, ni siquiera lo intentaré.

2

Había escrito una escena y la escena era su vida.

No era muy buena. El Dramaturgo lo sabía. Una obra hecha con palabras, un bajel de simple lenguaje, envuelto hasta cierto punto en sus entrañas, enredado en las arterias de su cuerpo vivo. Con voz neutral, dijo de su última obra, la primera después de varios años:

—Aún tengo esperanzas. No está terminada.

Esperanzas. No está terminada.

¡Lo sabía! Ninguna obra es la vida del dramaturgo, como ninguna novela es la vida de un novelista. No son más que intermedios en la vida, como vibraciones, ondas y sacudidas violentas que pasan por un elemento como el agua, agitándolo pero sin capacidad para alterarlo. Lo sabía. Sin embargo, llevaba trabajando mucho tiempo en La muchacha del pelo de oro. La versión «épica» más primitiva y desnuda la había comenzado en la universidad. La había arrinconado con la desesperación y el éxtasis del primer amor, había escrito otras obras (¡en los años cuarenta, después de la guerra, se había convertido en el Dramaturgo!) y había vuelto a ella durante la juvenil madurez, después de llevar La muchacha del pelo de oro (las notas manuscritas, los borradores mal mecanografiados, las escenas frustradas, las escenas alargadas, las profusas descripciones de los personajes y fotos de los años veinte, con las puntas dobladas y cada vez más amarillas; por encima de todo paseaba las esperanzas) de vida en vida, desde las habitaciones individuales y las viviendas estrechas de New Brunswick, Nueva Jersey, Brooklyn y Nueva York hasta el presente piso de seis habitaciones de la calle 72 Oeste, cerca de Central Park, y hasta los hoteles turísticos de los montes Adirondacks y de la costa de Maine, incluso hasta Roma, París, Ámsterdam y Marrakech. La había llevado desde la soltería hasta una vida inesperadamente complicada por una esposa y unos hijos, por una vida familiar de la que al principio había disfrutado, como un antídoto contra el mundo obsesivo que tenía en la cabeza; la había llevado en su seno desde la impaciente y asombrada sexualidad de la juventud hasta la sexualidad menguante e insegura de los cuarenta. La muchacha de La muchacha del pelo de oro había sido un primer amor, nunca consumado. Ni siquiera declarado.

Tenía ya cuarenta y ocho años. La muchacha, si aún vivía, estaría por los cincuenta y cinco. ¡La hermosa Magda, madura! No la veía desde hacía más de veinte años.

Había escrito una escena y la escena era su vida.

3

¡Desaparecida! Sacó el dinero que tenía en tres cuentas en sendos bancos de Los Ángeles. Cerró la casa que tenía alquilada y dejó avisos para unos cuantos, explicando que desaparecía de Hollywood y que no la echaran de menos, por favor. Y que no la buscaran. No dio ninguna dirección ni siquiera a su consternado agente porque en el momento de la huida no tenía ninguna. Ni ningún teléfono, porque tampoco podía darlo. Los libros, los papeles y los cuatro vestidos los metió a toda prisa en cajas y los envió a: Norma Jeane Baker, lista de correos, Ciudad de Nueva York, Nueva York.

La abuela Della decía que tomara una decisión si detestaba la vida que llevaba. Pero no era la vida lo que yo detestaba.

4

Un sueño de Entonces. Una noche antes de que el Dramaturgo y la Actriz Rubia se conozcan en Nueva York, a comienzos del invierno de 1955, el Dramaturgo tiene otro de sus habituales sueños de humillación.

Sueños de los que, desde la temprana adolescencia, no ha hablado con nadie. Sueños que procura olvidar en cuanto despierta.

En el arte, piensa el Dramaturgo, los sueños son profundos, cambian la vida y a menudo son hermosos. En la vida no tienen más significado que las casas de Rahway, Nueva Jersey, vistas un día de lluvia a través de la ventanilla mojada de un autobús que corre por la Ruta 1 entre nubes de monóxido de carbono.

La verdad es que el Dramaturgo nació en Rahway, una ciudad obrera del noreste de Nueva Jersey. En diciembre de 1908. Sus padres eran judíos de Berlín que salieron de Alemania a fines del siglo XIX con la esperanza de integrarse en Estados Unidos, americanizar su característico apellido judío y arrancarse las nudosas raíces judías. Eran judíos que ya no toleraban ser judíos, aunque eran judíos resentidamente conscientes de ser objeto del desprecio de muchos no judíos que se sabían inferiores a ellos. En Estados Unidos, el padre del Dramaturgo encontró trabajo en un establecimiento de maquinaria del este de Nueva York, con otros inmigrantes, encontró trabajo en una carnicería de Hoboken y de vendedor de zapatos en Rahway, y por fin, en la que fue la aventura más arriesgada de su madurez, obtuvo una franquicia para vender lavadoras y secadoras Kelvinator en un establecimiento de Main Street, Rahway; el comercio quedó en sus manos en 1925 y produjo beneficios crecientes hasta que se hundió a principios de 1931, mientras el Dramaturgo cursaba el último año en la Universidad Rutgers de la cercana New Brunswick. ¡Quiebra! ¡Ruina! La familia del Dramaturgo perdió la casa victoriana con gabletes que tenía en una arbolada calle residencial y se fue a vivir encima de los locales donde habían vendido las lavadoras y las secadoras, un edificio situado en una zona pobre de Rahway y que nadie quería comprar. El padre del Dramaturgo tuvo hipertensión arterial, colitis, problemas de corazón y «nervios» durante el resto de su larga y amargada vida (moriría en 1961); la madre del Dramaturgo se puso a trabajar en una casa de comidas y al final fue encargada de alimentación de las escuelas públicas de Rahway, hasta el año milagroso de 1949, en el que el Dramaturgo obtuvo el primer éxito en Broadway, ganó el premio Pulitzer y sacó a sus padres de Rahway para siempre. Un cuento de hadas con final feliz.

El sueño de Entonces que tiene el Dramaturgo transcurre en Rahway, durante aquellos años. Abre los ojos y se queda horrorizado al verse en la cocina del estrecho piso que hay encima de la tienda de Main Street. Sin que se sepa cómo, la cocina y la tienda se han fundido. La cocina está llena de lavadoras. El tiempo está dislocado. No está claro si el Dramaturgo es un muchacho capaz de percibir la vergüenza familiar o si es un estudiante de Rutgers que sueña con ser otro Eugene O’Neill, o si tiene cuarenta y ocho años, sin rastro de juventud pero con temor de llegar a los cincuenta sin haber escrito nada firme ni electrizante en la última década. En la cocina del sueño está mirando una fila de lavadoras, todas funcionan ruidosamente. El agua sucia y jabonosa sufre sacudidas en los tambores. El inconfundible olor de los tubos de desagüe, de las cañerías. El Dramaturgo tiene ganas de vomitar. Es un sueño que cree identificar como sueño, pero al mismo tiempo es tan dolorosamente real que acabará convencido, conmocionado, de que ha ocurrido en la vida. Sin que se sepa por qué, los libros de contabilidad de su padre y su propio material literario se han mezclado y puesto imprudentemente en el suelo, debajo de las lavadoras, y el agua ha goteado sobre los papeles. El Dramaturgo debe recuperarlos. Es una misión sencilla que afronta con temor y asco. Y no obstante hay un orgullo morboso en ello, pues es deber del hijo socorrer al débil y achacoso padre. Se dobla por la cintura, esforzándose por no vomitar. Esforzándose por no respirar. Ve su mano palpar y coger un fajo de papeles, una carpeta de cartulina marrón. Incluso antes de que les dé la luz se da cuenta de que los papeles están empapados, la tinta, corrida y los textos, inservibles. ¿Está allí La muchacha del pelo de oro? «Ayúdanos, Señor.» No es una plegaria (el Dramaturgo no es hombre religioso), sino un taco.

El Dramaturgo se despierta con brusquedad. Es su propia respiración ronca lo que oye. Tiene la boca seca y con sabor agrio, los dientes le han rechinado de dolor y frustración. Aliviado por dormir solo en su cama de la casa de la calle 72 Oeste y lejos de Rahway, Nueva Jersey, para siempre.

Su mujer ha ido a Miami, a visitar a unos parientes ancianos.

El sueño de Entonces obsesionará al Dramaturgo durante todo el día. Como una indigestión.

5

¡Conocí a aquella muchacha! A Magda. No era yo, pero estaba dentro de mí. Como Nell, pero más fuerte que Nell. Mucho más fuerte que Nell. Tendría el niño; nadie podría impedírselo. Daría a luz en el suelo de tablas desnudas de una habitación fría, y ahogaría su llanto con un trapo.

Se limpiaría la sangre con trapos.

Luego alimentaría al niño. Sus pechos, grandes e hinchados, como los de una vaca, calientes y rezumando leche.

6

El Dramaturgo fue a mirar los papeles de la mesa. Como es lógico, La muchacha del pelo de oro estaba donde debía estar. Más de trescientas páginas entre bocetos, revisiones y notas. La cogió y cayó una foto amarillenta. Magda, junio de 1930. Era en blanco y negro, una joven rubia y atractiva, con ojos separados que parpadeaban al sol y la densa cabellera recogida en una trenza que le rodeaba la cabeza.

Magda había tenido un hijo, pero no de él. Aunque en la obra era suyo.

7

Impaciente como un joven enamorado, aunque ya no joven, el Dramaturgo subió corriendo los cuatro tramos de escaleras metálicas y manchadas de pintura que había hasta el ventoso desván de los ensayos en el cruce de la Undécima Avenida con la calle 51. ¡Muy emocionado! ¡Sin aliento! Nerviosísimo. Cuando entró y se topó con la confusión de voces y de caras tuvo que detenerse, para calmar su corazón. Para recuperarse.

Ya no estaba para subir corriendo aquellas escaleras, como antes.

8

Estaba muerta de miedo. No estaba preparada. Había estado en pie casi toda la noche. ¡Sólo tenía ganas de mear! No tomaba ninguna droga, sólo aspirinas. Y un antihistamínico que me dio el ayudante del señor Pearlman, para el escozor de garganta. Creía que el Dramaturgo me miraría, hablaría con el señor Pearlman y se acabaría, me echarían del reparto. Porque yo no merecía estar allí, y lo sabía. Me parecía saber aquello de antemano. Ya me veía bajando por aquellas escaleras. Tenía el texto en la mano, trataba de leer las frases que había señalado en rojo y era como si no las hubiera visto en mi vida. Lo único que pensaba con claridad era: Si fracaso ahora, estamos en invierno, hace frío. Sería fácil morir, ¿verdad?

9

El Dramaturgo se sintió molesto, todo el mundo se dio cuenta. Menos él. Por la identidad de la actriz rubia que habían elegido para interpretar a su Magda en el ensayo.

Sí, le habían murmurado un nombre. Un nombre confuso. Por teléfono. El director de la compañía, Max Pearlman, le había dicho con la voz rápida y agobiada de siempre que el Dramaturgo conocía a todos los miembros del reparto, «salvo, quizá, a la actriz que ensaya el papel de Magda. Es nueva en el Ensemble. Es nueva en Nueva York. No la había visto hasta hace unas semanas, cuando entró en mi despacho. Ha hecho unas cuantas películas, está harta de la basura de Hollywood y deseosa de aprender auténtica interpretación, y ha venido a estudiar con nosotros». Pearlman hizo una pausa. Era un rasgo aprendido en el teatro, donde las pausas son tan importantes como la puntuación para un escritor. «Hablando con franqueza, no está mal.»

El Dramaturgo, absorto en sus pensamientos, con el envilecedor sueño de Entonces aún en el estómago, no le había pedido a Pearlman que le repitiera el nombre de aquella mujer ni que le contara más detalles sobre ella. Sólo iba a ser un ensayo privado del New York Ensemble of Theatre Artists, la compañía a la que el Dramaturgo estaba vinculado desde hacía veinte años; no era un ensayo público ni escénico. Sólo se había invitado a los miembros del Ensemble. No se permitirían los aplausos. ¿Por qué iba el Dramaturgo a detenerse a preguntar a su antiguo amigo Pearlman, por el que sentía poco afecto pero en el que confiaba ciegamente en todo lo relacionado con el teatro, que le repitiera el nombre de una actriz poco conocida? Especialmente, tratándose de una actriz que no era de Nueva York. El Dramaturgo sólo conocía Nueva York.

¡Absorto en sus pensamientos! Un enjambre de mosquitos, de pensamientos mosquito, zumbaba continuamente en la cabeza del Dramaturgo, durante las horas de vigilia y con frecuencia también mientras dormía. En muchos sueños continuaba trabajando. ¡Trabajo, trabajo! Ninguna mujer habría podido competir. Unas cuantas mujeres habían conquistado su cuerpo, pero jamás su alma. Su esposa, celosa durante mucho tiempo, ya no sentía celos. Él apenas se había dado cuenta de su retirada sentimental, pues sólo se había fijado superficialmente en que casi siempre estaba fuera, visitando familiares. En sus obsesivos sueños de trabajo, el Dramaturgo tiraba con los dedos de palabras no escritas todavía con la Olivetti portátil; se esforzaba por oír diálogos de belleza y emoción desbordantes no articulados todavía en sonidos reales. Su vida era el trabajo, pues sólo el trabajo justificaba su existencia; y cada hora contribuía, aunque lo normal era que dejase de contribuir, a la culminación de su obra.

La conciencia culpable de Estados Unidos a mediados del siglo XX. La Norteamérica mercantil y consumidora. La Norteamérica trágica. Porque las contraminas de la tragedia llegan a más profundidad que los rápidos y baratos apaños de la comedia.

10

En el ventoso desván comenzó el ensayo. Seis actores en sillas plegables, sobre una tarima, en semicírculo y alumbrados por bombillas desnudas. Un goteo continuo en un lavabo próximo. El creciente humo de tabaco, porque algunos actores fumaban y muchos entre el público formado por unas cuarenta personas.

De los seis actores, todos menos los dos mayores, veteranos del Ensemble y de las obras del Dramaturgo, estaban claramente nerviosos. El Dramaturgo, pese a toda su reserva rabínico-académica, tenía fama de ser muy crítico con los actores, intransigente con sus limitaciones. «No queráis entenderme demasiado deprisa», decían que había dicho más de una vez.

El Dramaturgo estaba sentado en la primera fila, a unos metros de los actores. Inmediatamente se puso a mirar a la Actriz Rubia. Durante toda la larga escena primera, en la que Magda no hablaba, la estuvo mirando, reconociéndola por fin, con un rubor sanguíneo oscureciéndole el rostro. ¿Marilyn Monroe? ¿Allí, en el New York Ensemble? ¿Bajo la protección de Pearlman, el astuto autopromotor? Aquello explicaba los rumores del público antes de que comenzara el ensayo; un clima de expectación que el Dramaturgo no había osado imaginar que tuviera que ver con él. Lo cierto era que el Dramaturgo recordaba ahora haber visto, no hacía mucho, en la columna de Walter Winchell, que se hablaba de la «misteriosa desaparición» de Hollywood de la Actriz Rubia, contraviniendo un contrato con una productora que la obligaba a ponerse a trabajar en una nueva película. El pie de foto que acompañaba la imagen de Monroe decía: ¿SE HA MUDADO A NUEVA YORK? La foto tenía trazas de ser un logotipo publicitario, una cara humana reducida a sus rasgos descollantes, los grandes párpados y el voluptuoso tajo bucal que parecía una caricatura de la solicitud erótica.

—¿Mi Magda? ¿Ella?

Pero la Actriz Rubia que sostenía el texto del Dramaturgo en sus trémulas manos se parecía poco a Marilyn Monroe. Tras el inicial momento de curiosidad, la novedad se había desvanecido rápidamente. Los miembros del Ensemble eran actores y profesionales del teatro que estaban acostumbrados a la fama. Y al talento, incluso al genio. Sus juicios eran imparciales y objetivos.

La Actriz Rubia estaba sentada en el centro del semicírculo, como si Pearlman la hubiera puesto allí para protegerla. A diferencia de los demás, actores teatrales con más experiencia, estaba antinaturalmente inmóvil, con los hombros encogidos y la cabeza, que parecía un poco grande, grande para su esbelta constitución, echada hacia delante. Estaba nerviosa y se lamía los labios sin parar. En los ojos le brillaban lágrimas contenidas. Tenía cara de niña, la piel muy pálida y unas ojeras realzadas por las luces. Vestía un jersey de punto grueso que la deslumbrante iluminación había despojado de todo color y unos pantalones de algodón oscuros remetidos por unos botines hasta el tobillo. Llevaba el rubio pelo recogido en una trenza corta que le colgaba por detrás. No se había puesto joyas ni maquillaje. No la habrías reconocido. No era nadie. El Dramaturgo sintió una punzada de resentimiento, por que Pearlman se hubiera atrevido a dar a la Actriz Rubia un papel en su obra sin habérselo consultado más claramente. ¡Su obra! Un fragmento de su corazón. Y la Actriz Rubia, para bien o para mal, acapararía toda la atención del público.

Pero cuando por fin habló la Actriz Rubia, dando voz a Magda, al principio de la escena segunda, lo hizo titubeando, buscando, y enseguida se puso de manifiesto que era una voz demasiado baja para el espacio escénico. Aquello no era un plató de Hollywood, con micrófonos, amplificación, primeros planos. Su nerviosismo, o su terror, hipnotizaría al público como si se estuviera desnudando. No sirve, pensó el Dramaturgo. No para ser mi Magda. Estaba furioso con Pearlman, que estaba cerca de él, apoyado en la pared, chupeteando un puro apagado y contemplando la escena con cara de pasmo. Está enamorado de ella. El muy hijo de puta.

Sin embargo, la Actriz Rubia, en el papel de Magda, estaba fascinante. Había un temblor como de llama en su voz, en la misma inseguridad de sus ademanes, que despertaba profundas simpatías: sus apuros como Magda, la joven de diecinueve años, de familia de húngaros emigrados, que hacia 1925 entraba a trabajar en una mansión judía de las afueras de Nueva Jersey, y sus apuros como Actriz Rubia, un producto de Hollywood con algo de desastre nacional, valerosamente enfrentada a los actores de teatro neoyorquinos en un entorno despiadadamente desnudo.

—Por favor…, ¿señor Pearlman? ¿Le-le importaría si lo repito? Por favor.

La petición se hizo con ingenuidad y desesperación. La voz de la Actriz Rubia temblaba. Incluso el Dramaturgo, siempre estoico con el teatro, hizo una mueca de dolor. Porque en el Ensemble ningún actor se atrevía a interrumpir una escena para dirigirse a Pearlman ni a nadie; sólo el director tenía autoridad para interrumpir, una autoridad que ejercía con real discreción. Pero la Actriz Rubia no conocía el protocolo. Sus colegas neoyorquinos la miraban como visitantes de un zoo que vieran una rara, lozana y primitiva especie de antepasado del mono, dotada de habla, pero sin inteligencia para expresarse con propiedad. Durante el silencio turbador que se produjo, la Actriz Rubia miró a Pearlman con los ojos entornados, una mueca sonriente y un parpadeo que tal vez quería ser seductor, y repitió con voz cálida y apagada:

—Sé que puedo hacerlo mejor. ¡Por favor!

La solicitud era tan espontánea que podía haber salido de la boca de Magda. Algunas mujeres del público que habían estudiado interpretación con Pearlman, que imprudentemente se habían enamorado de él y a cambio se habían dejado «amar» por él, aunque de forma breve y esporádica, sintieron en aquel instante no rivalidad inflamada, sino simpatía fraternal y miedo por la Actriz Rubia, que parecía muy vulnerable y se arriesgaba a un desdén público; los hombres, incómodos, se envararon. Pearlman se empotró el puro en la boca y lo mordió con fuerza. Los demás actores miraron sus respectivos textos. Se notaba (todo el mundo lo afirmaría) que Pearlman estaba a punto de decir algo mordaz a la Actriz Rubia, con su estilo estirado y frío, rápido como la lengua de una serpiente. Pero Pearlman se limitó a gruñir: «Claro».

11

¡Pearlman! El Dramaturgo conocía al polémico fundador del New York Ensemble of Theatre Artists desde hacía un cuarto de siglo y siempre le había tenido miedo en secreto. Pues Pearlman reservaba su respeto más profundo, a pesar de los entusiasmos del día, de la semana, de la temporada, para autores que hubieran fallecido y fueran «clásicos». Él se había encargado de llevar a la Nueva York de posguerra montajes radicalmente austeros y politizados de La casa de Bernarda Alba, de García Lorca, de La vida es sueño, de Calderón, de El Solness, constructor y Al despertar de nuestra muerte, de Ibsen; había no sólo dirigido, sino también traducido obras de Chéjov, atreviéndose a presentarlo tal como el autor ruso había deseado, no con los sombríos colores de la tragedia, sino con la agridulzura de la comedia. Llegó a afirmar que había «descubierto» al Dramaturgo, aunque los dos eran de la misma generación y tenían el mismo fondo familiar de judeoalemanes emigrantes.

En entrevistas que escocían al Dramaturgo, Pearlman hablaba del «misterioso y místico» proceso de colaboración teatral en el que las inteligencias se fundían, abrazaban y revolcaban, a la manera de la modificación evolutiva darwiniana, para crear obras de arte únicas. «Como si yo no hubiera escrito mis obras sin él.» Y sin embargo era verdad, las primeras obras del Dramaturgo habían evolucionado en el Ensemble y Pearlman había dirigido el estreno de su obra más ambiciosa, la que lo había hecho famoso y la que aparecería vinculada a su nombre para siempre. Pearlman se consideraba un hermano espiritual del Dramaturgo, no un rival; lo había felicitado cada vez que había recibido un premio o un homenaje, mientras murmuraba observaciones crípticas que el otro pudiera oír: «El genio es lo que queda cuando la fama muere».

Sin embargo, sin que nadie lo esperase, pues como actor había sido mediocre, Pearlman brillaba con luz cegadora como preparador de actores. El New York Ensemble of Theatre Artists había adquirido renombre internacional por los talleres y cursillos privados; enseñaba tanto a los principiantes, si tenían talento, como a los actores profesionales. El Ensemble se convirtió rápidamente en un hogar para estos actores, intérpretes famosos de Broadway y de la televisión que suspiraban por recuperar sus raíces o por tenerlas. Sus dependencias, céntricas y de bajo coste, se convirtieron en un refugio, no diferente de los lugares de retiro y meditación religiosa. Conocer a Pearlman había cambiado la vida de muchos actores y remozado su perspectiva profesional, aunque no siempre la comercial. Pearlman había prometido: «En mi teatro los famosos tienen derecho a fracasar. Pueden caerse de bruces o de culo sin que los críticos se den cuenta. Aquí pueden reconocer que no saben un pimiento de su profesión. Pueden empezar otra vez de cero. Pueden tener doce años, cuatro años. Pueden ser niños de pecho. Quien no sabe gatear, amigos míos, no sabe andar. Quien no sabe andar no sabe correr. Quien no sabe correr no sabe volar. Hay que comenzar por lo básico. El objetivo del teatro es despertar emociones. No entretener. La telebasura y la prensa amarilla entretienen. El objetivo del teatro es transformar al espectador. Quien no sepa transformar al espectador que se vaya. El objetivo del teatro (Aristóteles fue el primero y el que mejor lo dijo) es producir en el espectador una emoción profunda que suponga una catarsis del alma. Si no hay catarsis, no hay teatro. En el Ensemble no os mimamos, pero os respetaremos. Si demostráis que sabéis abriros las venas, os respetaremos. Si lo que queréis es más elogios vacíos de críticos y comentaristas, habéis venido al peor lugar.

Yo no pido mucho a mis actores, sólo que se estrujen las entrañas». Según Pearlman, el intérprete más trágico era el prodigio que, al igual que el gran Nijinsky, alcanzaba la cima del genio en la adolescencia y sucumbía a un destino de decadencia igualmente prematura.

«El verdadero actor —decía Pearlman— sigue creciendo hasta que se muere. La muerte no es más que la última escena del último acto. La estamos ensayando a todas horas».

El Dramaturgo, dado a las dudas y a las meditaciones, presa de una vanidad muy distinta de la de Pearlman, tenía que admirar a éste. ¡Qué energía! ¡Cuánta confianza en sí mismo! Aquel hombre le recordaba a los toreros. Era bajo, ya que no alcanzaba el metro setenta; era atractivo sin ser guapo, muy arreglado, o bien vestido; tenía la piel áspera y emanaba un olor de sudor febril; se peinaba el pelo raleante aplastándoselo contra el rojizo cráneo; con cuarenta y tantos años, se había puesto fundas en los manchados dientes delanteros, que cuando sonreía le brillaban como reflectores. Tenía fama de someter a los actores a agotadores ensayos que se prolongaban hasta la madrugada, en la época anterior a los contratos con el sindicato; no obstante lo admiraban, o al menos lo respetaban, pues jamás exigía nada que no se exigiera a sí mismo. Trabajaba entre doce y quince horas diarias. Admitía con franqueza que era un obsesivo; alardeaba de ser un «psicótico selecto». Se había casado tres veces y tenía cinco hijos; había tenido muchas aventuras amorosas, incluso, según se rumoreaba, con hombres jóvenes; le atraía la «chispa interior» y le daba igual el aspecto de la persona. (Por eso repetía en las entrevistas que su interés profesional por la Actriz Rubia no tenía que ver con la belleza de ésta, sino con su «don espiritual».) Algunos actores famosos de su escudería tenían una cara que sólo podía calificarse de característicamente personal; y era el único director teatral de Estados Unidos que se atrevía a meter individuos gordos en sus montajes si eran buenos actores; había despertado alguna admiración, pero sobre todo burlas, por haber seleccionado a una Hedda Gabler huesuda y de un metro ochenta en un montaje de la obra homónima de Ibsen. «Mi idea es que Hedda es una amazona solitaria en un mundo de machos pigmeos.» Podían burlarse de él, pero nunca metía la pata.

Es verdad. Le debo mucho. Pero no todo.

El Dramaturgo era un hombre alto y desgarbado, como una cigüeña. Tenía una actitud reservada y alerta, ojos cautelosos, y una boca que tardaba en sonreír. En el mundo teatral neoyorquino no era una «personalidad», era un «ciudadano». Un trabajador infatigable, un hombre íntegro y responsable. Quizá no un poeta (como su rival Tennessee Williams), pero sí un artesano. Una de sus escasas excentricidades consistía en presentarse en los ensayos con camisa blanca y corbata, como si los ensayos fueran un trabajo tan formal como el de su padre cuando vendía artículos Kelvinator en Rahway. Max Pearlman, en cambio, era chaparro y parlanchín, se ponía jerséis viejos y pantalones sin cinturón, y en la cabeza, un gorro de pescador griego o un desenfadado sombrero flexible o, en invierno, su personalísimo gorro de astracán, que añadía algunos centímetros a su estatura. Si el Dramaturgo entregaba a los actores notas escrupulosamente redactadas, durante los ensayos o tras las lecturas, Pearlman se enfrascaba en monólogos interminables que fascinaban y agotaban a sus oyentes en proporciones iguales. Si el Dramaturgo tenía una cara alargada, magra y seria que algunas mujeres estimaban hermosa, comparable a un busto romano curtido por el tiempo, la de Pearlman no la encontraba hermosa ni su amante, una cara gorda y como comprimida, con labios y nariz bulbosos. Y sin embargo, qué ojos tan vivos y penetrantes. Si el Dramaturgo reía con suavidad, con el aire de un muchacho atacado de risa en un lugar (¿la escuela?, ¿la sinagoga?) donde la risa está prohibida, Pearlman reía con ganas, como si la risa fuera buena, terapéutica como un estornudo. ¡La risa de Pearlman! Se oía a través de las paredes. Se oía incluso en la ruidosa calle donde estaba el teatro. Los actores lo adoraban porque reía sus intervenciones cómicas aunque las hubiera oído docenas de veces; en las representaciones solía quedarse de pie en la parte trasera, durante un rato largo, al igual que todos los directores entregados y monomaníacos, tan nervioso por la actuación de sus pupilos que la cara y el cuerpo se le contraían de solidaridad, y reía a mandíbula batiente, con la risa más fuerte y contagiosa de la sala.

Hablaba del teatro como otros hablaban de Dios. O más que Dios, porque en el teatro se podía participar y vivir. «¡Morid por él! ¡Por vuestro talento! ¡Estrujaos las entrañas! ¡Sed inflexibles con vosotros mismos, lo soportaréis! Lo que ocurre en escena, amigos míos, es cuestión de vida o muerte. Y si no es de vida o muerte, no es nada

Era lo que admiraba en él. Ay, cómo sabía llegar directamente a…

Pero te explotó, ¿verdad? Como mujer.

¿Mujer? ¿Qué me importo yo como mujer? Nunca me he importado… Fui a Nueva York para aprender a actuar.

¿Por qué das tanto valor a Pearlman? Me carga que en las entrevistas exageres el papel que desempeñó en tu vida. Él se lo lleva todo, le haces publicidad por todo lo alto.

Pero es verdad… ¿o no?

Sólo quieres desviar la atención de ti misma. Es lo que hacen las mujeres. Confiar en los bravucones. Querida, tú ya sabías actuar cuando llegaste.

No, no sabía.

Vaya si sabías. También esto me carga, que te malinterpretes.

¿Eso hago? Recórcholis…

Ya eras una actriz muy buena cuando llegaste a Nueva York. Él no te creó.

Tú me creaste.

Nadie te creó, siempre fuiste tú.

Bueno, supongo que ya sabía… algo. De cuando hice cine. La verdad es que leía a Stanislavski. Y el Diario de… de Nijinsky.

Nijinsky.

Nijinsky. Pero no sabía que lo sabía. En la práctica. Era sólo… lo que ocurría cuando tenía que interpretar. Que improvisar. Como rascar una cerilla…

A la porra con eso. Eras una actriz natural, una actriz nata.

Eh, papá, ¿por qué estás enfadado? No me lo merezco.

Sólo digo, querida, que naciste con el don. Que tienes una especie de genio. No necesitas las teorías. ¡Olvídate de Stanislavski! ¡De Nijinsky! Y de él.

Nunca pienso en él.

De él olisqueándote… olisqueando tu cerebro, tu capacidad… como unos dedos gruesos que atraparan una mariposa y le desdorasen y rompieran las alas.

Venga, no soy ninguna mariposa. ¿Quieres palpar mis músculos? Fíjate qué pierna. Soy bailarina.

Las gilipolleces teóricas son para los tipos como él: no saben actuar, no saben escribir.

¿Un besito, papá? Vamos.

* * *

Oye, escucha. El señor Pearlman no fue realmente mi amante.

¿Qué es eso de «realmente»?

Bueno, que puede que hiciera algunas cosas, pero que no… No me mires así, papá. Me asustas.

¿Qué te hizo?

Nada serio.

¿Te… te tocó?

Seguramente. ¿A qué te refieres con tocar?

A como un hombre toca a una mujer.

¡Mmmmm! ¿Así?

* * *

¿O así?

* * *

Pero, papá, ya te lo he dicho: no fue nada serio.

¿Qué fue entonces?

Nada, una tontería en su despacho. Como… como un regalo que le hacía. Me dijo que quería tener una charla conmigo. ¡Conmigo! Dijo que no acababa de entenderlo. ¿Por qué una actriz de cine famosa querría estudiar en su teatro? ¿Era…, no sé, una especie de propaganda? ¿Que a los demás les importara adónde iba yo o lo que hacía? ¿Y había dejado el cine? Me preguntó cosas así. Estaba receloso y no lo culpo. Creo que me eché a llorar. ¿Cómo sabría él que Marilyn Monroe era un ser real? Él le abrió la puerta y entré yo.

¿Qué te preguntó?

Mi… motivación.

¿Y era?

No… morir.

¿Qué?

No morir. Seguir tirando.

Me carga cuando hablas así. Me parte el corazón.

No, por favor. Perdona.

Hizo el amor contigo. ¿Cuántas veces?

¡No fue amor! No lo sé. Papá, por favor, me siento mal. Estás enfadado conmigo.

No estoy enfadado contigo, cielo. Sólo quiero comprender.

¿Comprender qué? Entonces no te conocía. Estaba… divorciada.

¿Dónde os veíais tú y Pearlman? No sería siempre en aquel hediondo despacho suyo.

Bueno, casi siempre. Tarde, después de clase. Pensaba…, bueno, me sentía privilegiada. ¡Cuántos libros! Algunos, por los títulos, creo que estaban escritos en alemán. O en ruso. Una foto del señor Pearlman con Eugene O’Neill. Y aquellos actores extraordinarios, Marlon Brando, Rod Steiger… Vi un libro en alemán que yo había leído en inglés, quiero decir que vi el nombre de Schopenhauer, lo cogí y fingí leer. Dije: «Leo mejor a Schopenhauer cuando escribe en inglés, que cuando está así».

¿Qué contestó Pearlman?

Corrigió mi forma de pronunciar Schopenhauer. No creyó que hubiera leído aquel libro. En ningún idioma. Pero yo lo había leído. Me lo había regalado un fotógrafo al que conocía. «Aquí está la verdad del mundo, El mundo como voluntad y representación.» Solía leerlo hasta que me ponía triste.

Pearlman no cesaba de decir que habías representado una auténtica sorpresa para él. Por lo que eras realmente.

Pero… ¿qué sería eso? ¿Qué soy realmente?

Tú y nada más.

Pero eso no basta, ¿verdad?

Desde luego que sí.

No. Nunca basta.

¿A qué te refieres?

Tú eres escritor porque ser sólo tú mismo no te basta. Yo quiero ser actriz porque ser sólo yo misma no me basta. Pero no se lo digas a nadie, ¿eh?

Yo nunca hablaría de ti, criatura. Sería como desollarme vivo.

Tampoco escribas sobre mí…, ¿verdad que no lo harás, papá?

¡Naturalmente que no!

Aquello… con el señor Pearlman… fue sólo algo que pasó. Como un regalo… para darle las gracias. Como Marilyn Monroe, durante unos minutos.

¿Dejaste que Pearlman hiciera el amor con Marilyn Monroe?

Así lo habría llamado él seguramente… ¡Pero a él no le gustaría esto! Que te lo cuente.

¿Qué te hizo exactamente?

Bueno, sobre todo… besarme, nada más. En distintos sitios.

¿Vestida o desnuda?

Casi totalmente vestida. No lo sé.

¿Y él?

No lo sé, papá. No miré.

Y tú… ¿te excitaste?

Creo que no. Por lo general no me excito… salvo cuando estoy con alguien al que quiero. Contigo, por ejemplo.

¡No me metas en esto! El asunto fue entre tú y aquel cerdo.

No era un cerdo. Era un hombre.

Un hombre entre los hombres, ¿verdad?

* * *

Un hombre entre los hombres de Marilyn.

* * *

Vamos, perdóname. Estoy tratando de encajarlo.

¡Ahora me acuerdo, papá! Pensaba en Magda…, la de tu obra. El regalo del señor Pearlman. Ensayar tu última obra… con actores de teatro de verdad. Tu regalo.

Te seleccionó sin consultarme. Yo no sabía nada. Cuando dirigía, seleccionaba él a todo el reparto.

Ya sé que no te dijo nada de mí. Estaba muy asustada… Te admiraba muchísimo.

Me dijo: «Confía en mí, ya tengo a tu Magda».

¿Confiabas en él?

Sí.

Por qué no recordaré mejor las cosas, la cabeza se me empapa del papel que hago y… es como si estuviera en dos sitios a la vez, ¿verdad? Con otras personas, pero no… con éstas. Por qué me gusta actuar. Incluso cuando estoy sola no lo estoy.

Tu don es tan natural que no «actúas». No necesitas ninguna técnica. Sí, es como rascar una cerilla. Una llama súbita y cegadora…

¡Pero me gusta leer, papá! En la escuela saqué buenas notas. Me gusta… pensar. Es como hablar con otra persona. En Hollywood, en los platós, tenía que esconder el libro si estaba leyendo… Los demás decían que yo era rara.

Puedes hacerte un lío. Te dejas influir con facilidad.

Sólo por las personas en quienes confío.

He visto su despacho multitud de veces. El sofá… Asqueroso, ¿verdad? Olía a su brillantina, al humo de sus puros, a embutido seco… La suciedad es la atmósfera que envuelve a Pearlman, es su imagen. En medio del grosero mercado de Broadway. «Imparcial.» «Insobornable.»

¿En serio? Pensaba que eras su a-amigo.

Cuando nos citó el Comité de Actividades Antiamericanas, en 1953, contrató a un costoso abogado de Harvard. No a un judío. Yo contraté a un tipo de aquí, de Manhattan, un amigo. Lo llamaban «abogado comunista»… Yo era el idealista. Pearlman, el pragmático. Suerte tuve de no ir a la cárcel.

¡Oh, papá! Eso no volverá a ocurrir. Estamos en 1956. Hemos progresado.

Se excitaba, ¿verdad?

¿Por qué no se lo preguntas a él? Sois amigos desde hace mucho.

Pearlman no es amigo mío. Desde el principio tuvo celos de mí.

Pensaba que el señor Pearlman te había dado… la alternativa.

¿Que yo no habría hecho carrera sin él? ¿Es eso lo que dice? Mentira.

No sé lo que dice. En realidad no conozco al señor Pearlman. Tiene centenares de amigos en Nueva York…, todos lo conocéis mejor que yo.

¿Lo ves ahora?

¡Qué! Oh, papá.

Tú y él, estáis juntos…, te mira. Lo he visto. Y tú lo miras a él.

¿Eso hago?

Tu comportamiento.

¿Qué comportamiento?

Ese comportamiento típico de Marilyn.

Puede que sea sólo… nerviosismo.

No tienes que decírmelo, cariño, si es demasiado doloroso.

Decir… ¿qué?

Cuántas veces…, vosotros.

Papá, no lo sé. Mi cabeza no es… una calculadora.

Necesitabas expresarle tu agradecimiento.

¿Eso fue? Sí, supongo.

Antes de que tú y yo nos conociéramos.

Ay, papá, sí.

Y fue… ¿cuántas veces? ¿Cinco, seis? ¿Veinte? ¿Cincuenta?

¿Qué?

Ya sabes qué.

Sólo… cuatro o cinco veces. Yo estaba metida en Magda. No estaba allí.

Está casado.

Creo que sí.

Joder, yo también estaba casado, ¿no?

* * *

¿Te corriste alguna vez?

¿Qué?

¿Tuviste algún orgasmo? ¿Con él?

¿Que si yo…? Pero, papá, si yo no te conocía entonces. Quiero decir en persona. Conocía tu obra. Te admiraba.

¿Tuviste algún orgasmo con Pearlman? Mientras te «besaba».

Papá, papá, si alguna vez tuve un… un… fue puro teatro, ¿entiendes? Y luego el teatro se acababa.

* * *

¿Estás enfadado conmigo? ¿No me quieres?

Te quiero.

No es verdad, no me quieres.

Claro que te quiero. Me gustaría salvarte de ti misma, eso es todo. Del bajo precio que te pones.

Pero si estoy salvada. En la actualidad, viviendo contigo… Papá, no escribirás sobre mí, ¿verdad? Sobre nosotros hablando así. Después de que yo…, cuando, quizá, ya no me quieras, entonces…

No digas esas cosas, querida. Tienes que haberte dado cuenta ya de que te querré siempre.

12

Esta obra que era su vida. Sin embargo, la Actriz Rubia, al prestar a Magda su vocecita cálida y apasionada, estaba entrando en la obra y en su vida. La Actriz Rubia había transferido su terror a Magda y la había vivificado.

Cuando Magda habló con los padres de Isaac, estuvo nerviosa y titubeante, y su voz tenue era casi inaudible, y cundió la embarazosa sensación de que la Actriz Rubia no iba a dar la talla y renunciaría en cualquier momento; luego, en la escena siguiente, cuando Magda habla con más seguridad, se cayó en la cuenta de que la Actriz Rubia había estado actuando, de que aquello era la «actuación» inspirada, una imitación de la vida tan intensa que se experimentaba visceralmente, como la vida. En sus escenas con Isaac, Magda estaba animada, incluso vivaz; era inusual en aquel soso espacio del ensayo, y en los montajes del Ensemble en términos generales, pero la Actriz Rubia emanaba una súbita energía sexual que cogió por sorpresa tanto al público como a los demás actores. El joven actor, el que caía en gracia al Dramaturgo, capacitado, despierto, un guapo muchacho de piel aceitunada y gafas de intelectual judío, estuvo en desventaja al principio para corresponder a la Magda de la Actriz Rubia; poco después empezó a reaccionar, con torpeza, como le habría sucedido a Isaac, y tan nervioso como un adolescente cualquiera en sus circunstancias. Se percibía la electricidad que corría entre los dos: la franca campesina húngara casi sin estudios y el joven judío de urbanización periférica que no tardará en ir becado a la universidad.

El público se relajó y se puso a reír, pues la escena era tiernamente cómica, nada que ver con lo que el Dramaturgo, respetado por su seriedad, había hecho hasta entonces. La escena terminó con la «dorada risa» de Magda.

El Dramaturgo también rió, con la risa sorprendida del reconocimiento. Había dejado de hacer anotaciones en su texto. Era como si le estuvieran arrebatando la obra, su obra. Aquella Magda, la Magda de la Actriz Rubia, la estaba llevando en una dirección que no era la suya. ¿O sí?

El ensayo prosiguió hasta el tercer acto y pudo verse a Isaac y a Magda, mediante rápidos saltos escénicos, ya de adultos y llevando vidas totalmente separadas. El Dramaturgo pensaba qué paradójico y qué adecuado, la tosca y memorable húngara de pelo de oro sustituida por la Magda emocionalmente frágil de trenza platino y ojos sombreados de azul. Era una Magda tan vulnerable, tan desnuda que se temía que le hicieran daño. Se temía que la explotasen. Isaac y sus padres, judíos de Nueva Jersey, privilegiados y acomodados para que contrastara con el pasado mísero de Magda, no resultaban tan conmovedores como había deseado el Dramaturgo. Y la trama de cuento de hadas que el Dramaturgo había ideado para representar la distancia entre el mundo de Isaac y el de Magda —ésta queda embarazada de aquél pero no se lo dice ni a él ni a sus padres, Isaac estudia brillantemente en la universidad, Magda se casa con un campesino y tiene el hijo de Isaac y después otros, Isaac se dedica a escribir y triunfa con sus veintitantos años, Isaac y Magda se ven de tarde en tarde, la última vez en el entierro del padre de Isaac; éste, a pesar de toda su brillantez, no sabe nunca lo que sabe el público, lo que Magda no ha querido que supiera—, esta trama le parecía ahora insatisfactoria, incompleta.

Las últimas frases de la obra las pronuncia Isaac, de pie en el cementerio, con Magda al otro lado de la tumba del padre. «Te recordaré siempre, Magda.» Las figuras quedan congeladas, las luces se apagan poco a poco. El final que tan justo le había parecido antes se le antojaba ahora inadecuado, incompleto, pues ¿a quién le importa que Isaac recuerde a Magda? ¿Y Magda? ¿Cuáles son sus últimas palabras?

El ensayo terminó. Para todos había sido una experiencia emocionalmente agotadora. En contra de las costumbres del Ensemble en aquellas ocasiones informales, en la platea hubo muchos que aplaudieron. Algunos se pusieron en pie. El Dramaturgo recibía felicitaciones. ¡Qué locura! Se había quitado las gafas y se enjugaba los ojos con la manga, pálido, mareado, sonriendo con turbación, presa del pánico. Es un desastre. ¿Por qué aplauden? ¿Se están burlando? El fondo de la estancia, sin las gafas, lo veía como un remolino pulsátil de luces de supernova, movimiento borroso y oscuridad. No veía caras, no distinguía ninguna.

Oyó que la voz de Pearlman pronunciaba su nombre. Se dio la vuelta. ¡Tenía que escapar! Murmuró unas palabras de agradecimiento, o de disculpa. Era incapaz de hablar con nadie. Ni siquiera con los actores, para darles las gracias. Ni siquiera para darle las gracias a ella.

Huyó. Del desván del ensayo, por la empinada escalera de metal. En la calle 51 tropezó con un muro de frío que machacaba la cabeza. Huyó por la Undécima Avenida en busca del metro. ¡Tenía que escapar! Tenía que llegar a su casa. O a cualquier parte en donde nadie conociera su nombre.

—Pero la amaba. Su recuerdo. ¡Mi Magda!

13

¡Huiste de mí! Cuando ya me querías.

Cuando vi que había llegado tan lejos, por ti.

Cuando mi vida ya era tuya. En el caso de que la quisieras.

¿Cómo, pues, podía confiar en ti? Y sin embargo, te quería.

Ya por entonces empecé a odiarte.

14

Quedaron en verse a la noche siguiente. En un restaurante del cruce de Broadway con la 70 Oeste. Era la Actriz Rubia quien tenía ganas.

¡Él se dio cuenta! Un hombre casado. Pero desdichado en su matrimonio durante años. Y ya (le avergonzaba pensarlo, pero era así) había empezado a enamorarse de ella. Mi Magda.

Se había recuperado de la conmoción de la noche anterior.

—Esta obra —dijo con voz neutral—. Se ha vuelto demasiado importante para mí. Es mi vida. Para un artista eso es fatal.

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