Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » El Dramaturgo y la Actriz Rubia: la seducción

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La Actriz Rubia escuchaba atentamente. Tenía la expresión sombría. ¿Sonreía de aquel modo encantador por precaución? Había ido para consolar al meditabundo Dramaturgo. He allí la rubia promesa de consuelo infinito. Pero era un hombre casado, un hombre maduro y casado. ¡Estaba hecho una ruina! Poco pelo, un aire en los ojos como de calcetines rotos y aquellas arrugas en las mejillas que parecían cuchilladas. Su vergonzoso secreto era que Magda nunca había acariciado aquellas mejillas. Magda nunca lo había besado. Magda no lo había tocado nunca. Menos aún que Magda lo hubiera seducido. Tenía doce años cuando Magda, con diecisiete y bullendo de vigor y salud rubios, había entrado a servir en casa de sus padres; cuando él fue a Rutgers, Magda ya se había marchado, casado y mudado. Todo había sido una fantasía adolescente del Dramaturgo con una joven de pelo de oro, tan diferente de él y de los suyos como si fuera de otra especie.

Magda, en el papel de la Actriz Rubia, estaba ahora dignamente sentada enfrente de él, en un reservado de un restaurante de Manhattan, más de treinta años después, y le replicaba con seriedad:

—¡No deberías decir esas cosas! Sobre tu preciosa obra. ¿No lo viste? La gente lloraba. Debe de ser verdad que es tu vida, porque de lo contrario no la querrías tanto. Aunque acabe contigo… —la Actriz Rubia se detuvo. ¡Había dicho demasiado! El Dramaturgo percibía el activo trabajo de su cerebro. ¿Sería de aquellos hombres que no soportaban que una mujer les hablase con inteligencia? ¿Que hablase mucho, en cualquier caso?

—Es que no creo que pueda terminarla ya —dijo—. Algunas escenas las escribí hace un cuarto de siglo. Casi antes de que tú nacieras —lo dijo con desenfado y desde luego sin ánimo de reprochar nada. Pero la Actriz Rubia parecía desconcertantemente joven. Y su sentimiento, su forma de estar, su conciencia de sí misma eran jóvenes, incluso infantiles. Así el mundo le hará menos daño. El Dramaturgo calculó con rapidez que tenía veinte años más que ella y que lo aparentaba—. Magda es un personaje vivo para mí, pero creo que resulta incoherente para el público. Isaac tiene mucho de mí, está claro. Pero sólo una parte de mí. El material es demasiado autobiográfico. Y los padres… —el Dramaturgo se frotó los ojos, que le picaban. Había dormido poco la noche anterior. Había hecho mella en él la locura de su largo esfuerzo y, con más dolor aún, de su reciente triunfo.

No tengo capacidad, ningún don. Tengo el ardor jadeante de un animal de carga. Pero con el tiempo hasta los animales de carga se agotan.

Había visto, durante el ensayo, cuando se había levantado para huir, que los anhelantes ojos de la Actriz Rubia habían corrido en su busca. Había querido gritar: dejadme todos en paz, es demasiado tarde.

La Actriz Rubia le dijo titubeante:

—Tengo algunas ideas sobre… sobre Magda. Por si te interesan.

¿Ideas? ¿De una actriz?

El Dramaturgo se echó a reír. Fue una risa sorprendida, de agradecimiento.

—Claro que me interesan. Eres muy amable por preocuparte.

El Dramaturgo no habría concertado aquella cita. Y una cita romántica fue, con emoción, tensión y un poco de miedo por ambas partes, en un bar restaurante con mucho humo y poca luz, en un solitario reservado del fondo. Un conjunto negro de jazz tocaba Mood Indigo, ánimo añil, y así tenía el ánimo el Dramaturgo: añil. Su mujer lo había llamado desde Miami poco antes de salir para reunirse con la Actriz Rubia, con el pelo mojado tras la ducha y las mandíbulas agradablemente irritadas tras el afeitado, y había descolgado el auricular con un sobresalto, previendo… ¿qué? ¿Que la Actriz Rubia cancelaba la cita? ¿Tras haberla concertado ella misma hacía sólo unas horas? La mujer del Dramaturgo estaba muy lejos, su voz se mezclaba con las interferencias. Casi no la reconoció. ¿Y qué tenía que ver con él aquella voz y su perpetuo retintín de reproche?

La Actriz Rubia llevaba todavía el pelo recogido en una breve trenza que le caía por la nuca. Nunca la había visto, en ninguna foto, con aquella trenza. ¡Así pues, era Magda! La Magda de ella. La de él tenía el pelo mucho más largo y se rodeaba la cabeza con la trenza de un modo anticuado que la envejecía y la hacía parecer más recatada. El pelo de la Magda de él había sido áspero, como la crin de un caballo. El de la Magda que tenía delante era fino, sintético, de un cremoso rubio de fantasía, como el pelo de una muñeca; un hombre querría enterrar la cara en él de manera natural, enterrar la cara en el cuello de la mujer, abrazar a la mujer con fuerza y… ¿protegerla? ¿De qué? ¿De él mismo? Parecía muy vulnerable, sensible al sufrimiento. Arriesgándose a que el Dramaturgo la rechazase. Como se había arriesgado la noche anterior a sufrir un doloroso revés público de Pearlman. El Dramaturgo había oído decir que la Actriz Rubia «iba sola a todas partes» y que esto se consideraba una excentricidad, si no un riesgo. Sin embargo, con el pelo cubierto, con gafas oscuras y vestida con discreción, no era probable que la reconociesen. Aquella noche llevaba un jersey de lana holgado, pantalón hecho a medida y zapatos de medio tacón; un flexible masculino con el ala caída ocultaba buena parte de su cara a la mirada de los desconocidos curiosos. El Dramaturgo, al entrar en el abarrotado establecimiento, la había visto al mismo tiempo que ella a él desde el fondo, sonriendo, quitándose las gafas negras de montura de pasta y guardándoselas en el bolso. No se quitó el flexible hasta que el camarero tomó nota de los pedidos. Tenía una expresión traviesa y esperanzada. ¿Aquella joven rubia era Marilyn Monroe? ¿O simplemente se parecía a la famosa e infame actriz de Hollywood, como una hermana menor e inexperta?

El Dramaturgo, cuando llegase a conocerla mejor, se quedaría pasmado al saber que cuando la Actriz Rubia no quería que la reconocieran, raras veces la reconocían, ya que Marilyn Monroe no era más que uno de sus papeles y no el que más la acaparaba.

En cambio, el Dramaturgo era él mismo, siempre y por los siglos de los siglos.

No, él no habría concertado aquella cita. No habría buscado el teléfono de la Actriz Rubia, como ella había buscado el suyo, y lo había llamado. Él sabía lo de su boda con el Ex Deportista. Todo el mundo lo sabía, por lo menos a grandes rasgos. Un matrimonio de cuento que había durado menos de un año, y el fracaso se había recogido con avidez en la prensa. El Dramaturgo recordaba haber visto una foto sorprendente en una revista, una foto tomada desde la azotea de un edificio y en la que había una multitud, miles de «fans» atestando una plaza pública de Tokio con la esperanza de entrever a la Actriz Rubia. No habría imaginado que los japoneses supieran tanto de Marilyn Monroe ni que pudieran interesarse por ella. ¿Se trataba de otro episodio morboso de la historia de la humanidad? ¿Histeria colectiva en presencia de alguien que se sabe que es famoso? Marx, en una frase célebre, había dicho que la religión era el opio del pueblo, y ahora lo era la fama; pero la Iglesia de la fama no traía ni siquiera la promesa de la salvación, el paraíso de los charlatanes. El panteón de sus dioses era una galería de espejos deformantes.

La Actriz Rubia sonrió con timidez. ¡Qué guapa era! Una belleza de niña estadounidense que provocaba un vuelco en el corazón. Y qué educada al decir al Dramaturgo lo mucho que «admiraba» su obra. Qué honor representaba conocerlo y hacer el papel de Magda. Las obras del Dramaturgo que había visto en Los Ángeles. Las obras que había leído. El Dramaturgo se sentía halagado, pero estaba intranquilo. Pero halagado. Mientras bebía whisky escocés y escuchaba. Había pasado por los alegres espejos del bar como un fantasma alto. Una figura digna con algo herido o devastado en la cara. De hombros caídos, desgarbado. Natural de Nueva Jersey, y tras pasar casi toda la vida en Nueva York, el Dramaturgo tenía sin embargo un aire propio del Oeste. Parecía un hombre sin familia, un hombre sin parientes de ninguna clase. Un hombre maduro de cara afilada, con surcos en las mejillas, calvicie en curso y actitud vigilante. Cuando sonreía se producía una ocasión inesperada. ¡Se volvía juvenil! Amablemente. Un hombre de imaginación meditabunda, pero un hombre en el que se podía confiar.

Tal vez.

La Actriz Rubia sacó del gigantesco bolso un ejemplar de La muchacha del pelo de oro y lo puso en la mesa, entre ambos, como un talismán.

—Magda. Es como la muchacha de Las tres hermanas, ¿verdad? La que se casa con el hermano —cuando el Dramaturgo la miró, añadió con inseguridad—: Se ríen de ella. El color de la faja de su vestido desentona. Con Magda, es su forma de hablar.

—¿Quién te lo ha dicho?

—¿El qué?

—Lo de Las tres hermanas y mi obra.

—Nadie.

—¿Pearlman? ¿Que me había influido?

—No, no, es que he leído la obra de Chéjov. Hace años. Al principio quería ser actriz de teatro, pero necesitaba dinero, por eso me metí en el cine. Siempre pensé que podría interpretar el papel de Natalia. Quiero decir que cualquiera como yo podría interpretarlo. Porque no es de buena familia y la gente se ríe de ella.

El Dramaturgo guardó silencio. Su ofendido corazón latía con fuerza.

Al ver la irritación del Dramaturgo, la Actriz Rubia quiso deshacer el malentendido inmediatamente, añadiendo con entusiasmo de colegiala:

—Estaba pensando en lo que hace Chéjov con Natalia, sorprende al espectador porque resulta que Natalia es fuerte y astuta. Y cruel. Y Magda, bueno, ya sabes, Magda es siempre muy buena. ¿Lo sería en la vida real? Quiero decir todo el tiempo. Quiero decir —el Dramaturgo podía ver a la Actriz Rubia iluminada por las candilejas, la cara animada, los ojos entornados— que si fuera yo una chica de la limpieza (he hecho trabajos así, lavar ropa, fregar platos, fregar suelos, frotar retretes, en un orfanato en el que estuve y luego en una casa de Los Ángeles donde me acogieron), me sentiría dolida, estaría irritada por vivir unos de un modo y otros de otro. Pero tu Magda… cambia muy poco. Es buena.

—Sí. Magda es buena. Era buena. La primera Magda. No se me había ocurrido que tuviera que estar irritada —¿era verdad aquello? El Dramaturgo se expresaba con laconismo, pero tuvo que preguntárselo—. Ella y su familia daban gracias por el empleo que tenía. Aunque no era mucho, era algo.

Amonestada, la Actriz Rubia tuvo que estar de acuerdo. ¡Claro, ahora lo entendía! Magda era superior a ella, una forma más elevada de sí misma. Desde luego.

El Dramaturgo hizo una seña a un camarero y le pidió más bebida. Whisky para él, un refresco con soda para ella. ¿No bebía alcohol?, se preguntó. ¿O no se atrevía? Había oído decir… En medio de aquel turbador silencio, el Dramaturgo, procurando que no hubiera ironía en su voz, dijo:

—¿Y qué más cosas se te han ocurrido sobre Magda?

La Actriz Rubia se rozaba los labios con timidez. Parecía que iba a hablar, pero luego se contenía. Sabía que el Dramaturgo estaba enfadado con ella y en un segundo había llegado a la conclusión de que la detestaba. La atracción sexual que tal vez había sentido por ella se estaba desbordando ahora en forma de cólera. ¡Lo sabía! Como hembra (intuía el Dramaturgo) tenía tanta experiencia como una puta a la que hubieran arrojado a la calle de niña, era igual de sensible a los cambios bruscos de la atención y el deseo de los hombres. Porque su vida depende de ello. Su vida de hembra.

—Me parece… que he dicho algo que no debía, ¿verdad? Sobre Natalia.

—De ningún modo. Tiene su mérito.

—Tu obra no es como… como la otra.

—No. Chéjov no me ha atraído nunca.

El Dramaturgo hablaba con cautela. Sonreía forzadamente. Sonreía. Enfrentado a la terquedad de una mujer, como la de su esposa y, muchos años antes, la de su madre. Las mujeres a las que había conocido eran capaces de tener un par de ideas sencillas alojadas en el cerebro como perdigones de un escopetazo, y ni la argumentación ni el sentido común ni la lógica podían sacarlas de allí. Yo no me parezco al poeta Chéjov. Yo soy un artesano de la escuela de Ibsen. Con los pies pegados al suelo. Y con el suelo pegado a los pies.

La Actriz Rubia tenía algo más que decir. ¿Se atrevería? Rió con nerviosismo y se acercó al Dramaturgo como para contarle un secreto. Él le miró la boca. Preguntándose por las suciedades desesperadas que habría hecho aquella boca.

—Estaba pensando en una cosa. ¿Magda sabría leer? Isaac podría enseñarle el poema, el que le ha escrito, y ella fingir que lo lee.

Las sienes del Dramaturgo latían con fuerza.

¡Ya estaba! Magda era analfabeta.

La primera Magda había sido seguramente analfabeta. Claro que sí.

El Dramaturgo se apresuró a responder, sonriendo:

—No es necesario que sigamos hablando de mi obra, Marilyn. Cuéntame algo de ti, por favor.

La Actriz Rubia sonrió con desconcierto. Como pensando: ¿De qué mí?

—¿Puedo llamarte Marilyn? —añadió el Dramaturgo—. ¿O es sólo un nombre artístico?

—Puedes llamarme Norma. Es mi verdadero nombre.

El Dramaturgo meditó aquello.

—No sé por qué, pero Norma no te sienta bien.

La Actriz Rubia pareció dolida.

—¿No?

—Norma. Es nombre de anciana, de una época pasada. Norma Talmadge. Norma Shearer.

La Actriz Rubia se animó.

—¡Norma Shearer fue mi madrina! Mi madre y ella eran buenas amigas. Mi padre era amigo del señor Thalberg. Yo era muy pequeña cuando murió, pero me acuerdo del entierro. Fuimos en una limusina, con la familia. Fue el entierro más concurrido de la historia de Hollywood.

El Dramaturgo sabía poco del pasado de la Actriz Rubia, pero aquello no tenía buen aspecto. ¿No acababa de decirle que era huérfana y que la habían acogido en una casa?

Optó por no hacerle preguntas. La Actriz Rubia sonreía muy orgullosa.

—¡Irving Thalberg! El judío prodigio de Nueva York.

La Actriz Rubia sonrió con inseguridad. ¿Era una broma? ¿Una libertad que se tomaban los judíos cuando hablaban de otros judíos, con familiaridad, con confianza, incluso con desprecio, y que los no judíos no se atrevían a tomarse?

El Dramaturgo, al ver el desconcierto de la Actriz Rubia, añadió:

—Thalberg era una leyenda. Un milagro. Joven hasta en la muerte.

—¿De verdad era joven? ¿Al m-morir?

—A un niño no le habría parecido joven. Pero lo era a los ojos del mundo.

—El oficio fúnebre —dijo la Actriz Rubia con vehemencia— fue en un lugar precioso, una sinagoga o un templo, de Wilshire Boulevard. Yo era demasiado joven para entenderlo todo. Creo que se habló en hebreo…, era muy raro y maravilloso. Creo que pensé que era la voz de Dios. Pero no he vuelto desde entonces. Me refiero a las sinagogas.

El Dramaturgo movió los hombros con incomodidad. La religión no significaba para él más que una modalidad de respeto ancestral y no se la tomaba al pie de la letra. No era de los judíos que creían que el Holocausto había sido el fin de la historia, o el principio de la historia, ni siquiera que el Holocausto «definiera» a los judíos. Era liberal, socialista, racionalista. No era sionista. En privado creía que los judíos eran la más culta, más dotada, mejor educada y mejor intencionada de todas las pendencieras multitudes del mundo, pero no asociaba ningún sentimiento o simpatía especial a esta convicción; era de sentido común.

—No me tienta el misticismo. El hebreo no me suena en los oídos como la voz de Dios.

—¿No?

—El trueno quizá. El terremoto, el maremoto. Una voz divina sin los estorbos de la sintaxis.

La Actriz Rubia lo miró con los ojos como platos.

Ojos de hermosas pestañas largas en los que podía caer sin parar.

El Dramaturgo pidió más bebida por señas, para él. Pensaba en que, al igual que casi todos los actores y actrices, la Actriz Rubia parecía más joven que en las fotos. Y más baja. Y su cabeza, su bella y proporcionada cabeza, demasiado grande. Las fotos embellecían a aquellos monstruos; a veces parecían dioses en la pantalla, quién sabe por qué. La belleza es una cuestión de perspectiva. Todo lo que vemos es ilusorio. No quería amar a aquella mujer. Se dijo que no podía liarse con una actriz. ¡Una actriz! ¡Una actriz de Hollywood! A diferencia de los actores de teatro, que aprenden su oficio puntillosamente y deben memorizar sus intervenciones, los de cine, sin trabajar apenas —ensayos breves y con directores tolerantes que les enseñan a murmurar unas cuantas frases y que los filman una y otra vez—, fingen actuar del modo más necio, leyendo sus frases en rótulos que les ponen detrás de la cámara. Y algunos de estos «actores» reciben Oscars. ¡Qué forma de burlarse del teatro! Y encima, la vida privada de los actores. El Dramaturgo recordaba los rumores que había oído sobre la Actriz Rubia: su promiscuidad antes de (¿y durante?) su conflictivo matrimonio, su consumo de drogas, su intento (o intentos) de suicidio, su vinculación con una serie de personajes salvajes y decadentes de la periferia hollywoodiense, entre ellos el heroinómano y alcohólico hijo del fichado Charlie Chaplin.

Ahora que había conocido a la Actriz Rubia, no podía creer nada de aquello, ni por un instante.

Ahora que había conocido a su Magda, no creería nada sobre ella que no hubiera descubierto él mismo.

—Lo que me produce mucho respeto en Magda es que tiene al niño porque lo quiere —dijo la Actriz Rubia con timidez, como una colegiala que transmite un secreto—. ¡Lo quiere, antes de que nazca! Es una escena breve, cuando habla al niño, un monólogo…, e Isaac no lo sabe, nadie lo sabe. Busca un hombre con el que casarse para que el niño pueda venir al mundo y… no lo rechacen ni lo desprecien. Puede que otra chica diera a luz en secreto y matara al niño. Bueno, es lo que hacían antes, las chicas pobres y solteras. Mi mejor amiga en el orfanato…, su madre quiso matarla…, ahogarla. En agua hirviendo. Tenía cicatrices por los brazos, como escamas de encaje.

Los ojos de la Actriz Rubia se anegaron en lágrimas. El Dramaturgo, instintivamente, hizo ademán de tocarle la mano, el dorso de la mano.

Reescribiría la historia. Estaba capacitado para ello.

La Actriz Rubia se secó los ojos, se sonó la nariz y dijo:

—Mi madre me puso Norma Jeane. Bueno, mi madre y mi padre. ¿Te gusta más que Norma?

—Un poco más —dijo el Dramaturgo con una sonrisa.

Le había soltado la mano. Con ganas de cogérsela otra vez, de inclinarse por encima de la mesa, de besarla.

Era una escena de película: no original, pero sí absorbente. Si se inclinaba por encima de la mesa, la joven rubia alzaría la cabeza, a la expectativa, y él, el enamorado, encerraría su cara entre las manos y pegaría su boca a la de ella.

El principio de todo. El fin de su largo matrimonio.

La Actriz Rubia, para disculparse, dijo:

—No me gusta mucho M-marilyn. Pero puedo llevarlo. Así me llaman ahora casi todos. Los que no me conocen.

—Puedo llamarte Norma Jeane, si lo prefieres. Puedo llamarte —y aquí su voz onduló con audacia— mi Magda.

—Ah. Eso me gusta.

—Mi Magda Secreta.

—¡Sí!

—Pero quizá Marilyn cuando haya otros cerca. Así no habría malentendidos.

—No me importa cómo me llames cuando haya otros cerca. Silba si quieres. Puedes llamarme diciendo: «Oye, tú» —la Actriz Rubia reía enseñando su preciosa dentadura blanca.

El Dramaturgo estaba profundamente conmovido, la había hecho feliz con rapidez.

También al Dramaturgo lo habían hecho feliz con rapidez.

—Oye, tú.

—Oye, tú.

Se echaron a reír como niños embriagados de entusiasmo. Repentinamente recelosos y asustados. Porque no se habían tocado aún. Sólo aquel roce de las manos. No se habían besado todavía. Saldrían del establecimiento a medianoche, el Dramaturgo le buscaría un taxi y entonces se besarían, con rapidez, con deseo pero con castidad, y se estrecharían la mano, se mirarían con anhelo y nada más. Aquella noche.

Delirante de emoción, el Dramaturgo recorrería andando las escasas manzanas que había hasta su piso a oscuras. Feliz por estar enamorado, feliz por estar solo.

15

Como mi Magda, una muchacha del pueblo.

Sin cicatrices en los brazos. Sin cicatrices en el cuerpo.

Mi vida volvió a comenzar con ella. ¡Como Isaac! Un hombre para quien el mundo es joven otra vez. Antes de la historia y del Holocausto, recién nacido.

La verdad es que antes de ser amantes, el Dramaturgo, en público, raras veces llamó Marilyn a la Actriz Rubia, ya que era el nombre por el que el mundo la conocía familiarmente; y él, su amante, su protector, no era el mundo. Tampoco la llamó Magda o mi Magda en privado. Por el contrario, y sin darse cuenta, la llamaba querida, cariño, cielo, tesoro. Pues el mundo no tenía derecho a llamarla por estos nombres tiernos.

Sólo él lo tenía.

Cuando estaban solos, ella lo llamaba papá. Al principio jugando, para pincharle (bueno, le llevaba casi veinte años, ¿por qué no bromear con eso?), luego en serio y con los ojos destellando de amor y respeto. Cuando había otros delante, ella lo llamaba querido y a veces cielo. Raras veces se dirigía a él por su nombre de pila y nunca con diminutivos de ese nombre. Pues también éste era, en su caso, el nombre por el que el mundo lo conocía a él.

Inventar un lenguaje privado cada vez que amamos. El idioma de los amantes.

Vamos, papá…, tú nunca hablarás de mí, ¿verdad? A nadie más.

Nunca.

Ni escribirás sobre mí. ¿Papá?

Nunca, cariño. ¿No te lo he dicho ya?

16

Una epopeya estadounidense. Pearlman llamó por fin. Sabiendo que pasaba algo (pues su viejo amigo el Dramaturgo lo evitaba desde el ensayo), pero resuelto a no dar ningún indicio. Habló durante una hora seguida elogiando y analizando La muchacha del pelo de oro, y dijo que esperaba que el Ensemble pudiera montarla la temporada siguiente, punto en el que bajó la voz (tal como había previsto el Dramaturgo en esta escena) y añadió:

—A propósito de mi Magda…, ¿qué piensas? No está mal, ¿verdad?

El Dramaturgo temblaba de ira. Al final consiguió murmurar sólo unas palabras de educada conformidad.

—Pese a ser una actriz de Hollywood —dijo Pearlman con nerviosismo—. La clásica rubia idiota sin experiencia teatral. Notable, me parece a mí.

—Sí. Notable.

Pausa. Era una escena improvisada, pero el Dramaturgo no se esforzaba.

—Podría ser tu obra maestra, amigo mío —dijo Pearlman como si estuvieran discutiendo—. Si la trabajamos juntos —otra pausa. Silencio embarazoso—. Si… Marilyn hiciera el papel de Magda —pronunció Marilyn con voz tierna e indecisa—. Ya viste lo asustada que estaba. De «actuar en vivo», como dice ella. La aterroriza la posibilidad de olvidar alguna frase, por lo que dice. Quedarse «desnuda» en el escenario. Para ella todo es cuestión de vida o muerte. No puede fallar. Si falla, es la muerte. Respeto eso, es exactamente lo que yo pienso, o lo que debería pensar si no fuera la persona más cuerda que conozco. Le dije: «Sabes aprender de tus errores, Marilyn». «Pero la gente espera que cometa errores. Espera que fracase, para reírse de mí», dijo ella. Tenía tanto miedo durante el ensayo de la otra tarde que no hacía más que ir al lavabo.

Le dije: «Marilyn, vamos a tener que ponerte un orinal debajo de la silla», y se partió de risa. Estuvo más relajada desde entonces. Ensayamos dos veces, ¡dos! Para nosotros no es nada, pero para ella tuvo que ser mucho. Me decía: «Debo mejorar. Mi voz debería ser más fuerte». Sí, cierto, tiene una voz débil. No la oirían desde las filas traseras de ningún teatro de más de ciento cincuenta localidades. Pero podemos desarrollar esa voz. Podemos desarrollarla a ella. «Ése es mi cometido», le dije. «Dadme talento y seré Hércules. Dadme talento inusual y seré Yahvé.» «Pero el autor estará allí, el autor me oirá», repetía ella. Le dije: «Ésa es la idea, Marilyn. Es la intención del teatro contemporáneo: que el autor trabaje contigo». Con nosotros, esta mujer podría comprender su verdadero talento. En tu obra, en ese papel. Está hecho para ella. Es «una mujer del pueblo», como Magda. En serio, es más que una estrella de cine. Es una actriz teatral nata. No se parece a nadie con quien haya trabajado, salvo tal vez a Marlon Brando, los dos se parecen en espíritu. Nuestra Magda, ¿eh? Qué casualidad, ¿no? ¿Qué dices?

El Dramaturgo ya no escuchaba. Estaba en su estudio del tercer piso, mirando por la ventana el nublado cielo de invierno. Era un día laborable. Un día de indecisión. Sin embargo, estaba decidido, ¿o no? No podía hacer daño a su mujer, ni humillarla. Su familia. No podía caer en el adulterio. Aunque le costase la felicidad, la suya y la de ella. Cinco años antes, el Dramaturgo había sido de los que se habían negado sin alharacas a colaborar con el Comité de Actividades Antiamericanas en la persecución de comunistas, simpatizantes del comunismo y disidentes políticos. No podía pasar informes sobre conocidos a los que en realidad descalificaba en privado, hombres irresponsables y autodestructivos, proestalinistas que fanfarroneaban sobre el diluvio de sangre que se avecinaba. No podía pasar informes sobre conocidos que a lo mejor lo habrían traicionado (¡ah, pero no quería pensar en eso!) si hubieran estado en su lugar. Pues la suya era la intolerancia del asceta, del monje, del rebelde, del mártir.

También Pearlman había tenido roces con el comité. También Pearlman se había comportado con integridad. Eso no podía negarse.

¿Te la has tirado, Max? ¿O estás en ello? ¿Es eso lo que he de leer entre líneas?

—Si montáramos la obra, Marilyn estaría sensacional. Yo podría darle clases particulares durante unos meses. En la clase de interpretación ya reacciona. Tiene un caparazón exterior, como todos, que ha de atravesarse: por dentro es lava hirviendo. En la ciudad todos dirán que nuestro teatro está en peligro, que la reputación de Pearlman está en peligro, y Pearlman les demostrará, Marilyn les demostrará que puede ser el debut teatral del siglo.

—Un golpe maestro —dijo el Dramaturgo con ironía.

—Claro que —comentó Pearlman con pesar— podría volver a Hollywood. La han demandado. La Productora. Ella se niega a hablar del asunto, pero llamé a su agente de allí y el hombre me habló con franqueza; me explicó la situación: Marilyn ha incumplido el contrato, debe a La Productora cuatro o cinco películas, la han suspendido de sueldo, no tiene ahorros, y dije: «Pero ¿es libre de trabajar para mí?», se echó a reír y dijo: «Es libre si quiere pagar el precio, a no ser que quiera pagarlo usted», y yo le dije: «¿De cuánto dinero hablamos? ¿De cien mil? ¿De doscientos?», y él dijo: «De la friolera de un millón. Esto es Hollywood, no Broadway», añadió el soplapollas, parecía un tipo joven, más joven que yo, y se reía de mí. Entonces le colgué.

El Dramaturgo volvió a guardar silencio. El desprecio que sentía le produjo un ligero escalofrío.

Se había visto dos veces con la Actriz Rubia después de aquella primera noche. Habían hablado con seriedad. Sí, se habían cogido las manos. El Dramaturgo aún tenía que decir Te quiero, te adoro. Aún tenía que decir No podemos seguir viéndonos. La Actriz Rubia había hablado por los codos, pero no de su pasado hollywoodiense ni de sus dificultades económicas. Sin embargo, el Dramaturgo sabía, por lo que había oído o leído, que La Productora había demandado a Marilyn Monroe.

Qué poco tiene que ver con ella esa persona, esa presencia. Y con nosotros.

Max Pearlman habló otros diez minutos, pasando del éxtasis y la convicción a la agitación y la duda. El Dramaturgo lo imaginó retrepándose en su viejo sillón giratorio, estirando los robustos brazos, rascándose el peludo fragmento de barriga que quedaba al descubierto cuando se le subía el manchado jersey, y en las paredes del abarrotado y hediondo despacho, las fotos de actores vinculados al Ensemble, como Marlon Brando, Rod Steiger, Geraldine Page, Kim Stanley, Julie Harris, Montgomery Clift, James Dean, Paul Newman, Shelley Winters, Viveca Lindfords y Eli Wallach, sonriendo con afecto a su Max Pearlman; no tardaría en llegar el día en el que el hermoso rostro de Marilyn Monroe fuera adjuntado a aquellos preciadísimos trofeos.

—¿Has hablado de tu obra con otro teatro? —preguntó Pearlman por fin—. ¿Es eso?

Y el Dramaturgo contestó:

—No, Max. No he hablado. Lo que pasa es que no creo que esté terminada y lista para representarse, eso es todo.

A lo que Pearlman, explotando, replicó:

—¡Mierda! Pues terminémosla juntos, por el amor de Dios, trabajemos en eso, tú y yo, y la tendremos lista la temporada que viene. Para ella.

Y el Dramaturgo dijo con dulzura:

—Max…, buenas noches.

Colgó con rapidez. Y luego descolgó.

Pearlman era de los que volvían a llamar y dejaban que el teléfono sonara hasta el infinito.

17

Engaño. También ella lo había llamado. La insistencia del teléfono semejante a un cuchillo en el corazón.

Hola, soy yo, tu Magda.

Como si hiciera falta que se identificase.

Una tarde, al contestar, se oyó la encantadora, la débil y cálida voz, canturreando sin previo aviso:

You ain’t been blue

No, no, no

You ain’t been blue

Till you’ve had that mood indigo.

Esther, su esposa, había vuelto de donde hubiera estado. Miami.

En la cara de él, en sus ojos tristemente culpables, lo comprendió todo.

Esta incómoda escena improvisada: las palabras de la Actriz Rubia resonando en sus oídos, en sus entrañas, en su alma, el recuerdo de su aroma, la promesa de tenerla, su misterio, en cómica colisión con las cejas arqueadas de Esther, sus maletas acumulándose en el vestíbulo, en el vestíbulo de aquel comprimido y viejo domicilio de clase media, estrecho hasta lo inverosímil porque los libros del Dramaturgo desbordaban las inestables estanterías de madera que llenaban toda la casa, sin excluir los cuartos de baño, y allí estaba el Dramaturgo, doblándose para levantar las maletas, y un bolso de Neiman-Marcus que sin saber cómo cayó a sus pies.

—¡Qué torpe eres! Mira lo que has hecho.

¡Cierto! Era un hombre torpe. No tenía gracia. No era romántico. No era amante.

Había empezado por llamarla querida. Cariño todavía no. ¡Ay, cariño todavía no!

Cogerse las manos, apretarse las manos. En su jazzístico y oscuro refugio clandestino. Donde nadie los reconocía. (¿De verdad no los reconoció nadie? ¿Un cuarentón acigüeñado y con gafas y una joven esplendorosa que se lo comía con los ojos?) Algunos besos. Pero ninguno de pasión todavía. Ninguno que fuera preludio del acto amoroso.

Compréndelo, por favor: mi vida no me pertenece. Tengo mujer, hijos, familia. Amándote hago daño a otros. ¡Y no quiero hacerles daño! Prefiero hacerme daño a mí mismo.

Y la Actriz Rubia sonreía y suspiraba, y así de bonitamente improvisó su parte de la escena. Ay, Señor. Lo comprendo, ¡eso creo!

Su mujer le dijo con animación:

—¿Me has echado de menos?

—Claro.

—Sí —dijo ella riendo—. Ya veo.

Desde la noche del ensayo, y con todo lo que ésta le había revelado sobre su propia audacia y la inutilidad de su arte, el Dramaturgo había sido incapaz de concentrarse en el trabajo. Apenas había podido estarse quieto. Por la mañana daba un largo paseo hasta el otro extremo del parque; el frío era un bálsamo para su estado febril. Vagaba por los ventosos pasillos del Museo de Historia Natural, donde, de niño, y a semejanza de Isaac, había fantaseado y meditado, y se había perdido en la austera impersonalidad del pasado. Qué misterio: el mundo que nos precede nos da a luz, parece tratarnos con afecto al principio y luego se deshace de nosotros como un reptil que muda el pellejo. ¡Adiós! Pensó con furia: quiero que se recuerde mi paso por el mundo. Merecer el recuerdo. El Dramaturgo comprendía que la Actriz Rubia no quisiera tratarlo como a un igual. Advertía con astucia que estaba repitiendo un papel que ya había representado, quizá más de una vez, y por el que le habían dado un premio: era la mujer niña; él era el mentor adulto. Pero ¿qué quería ser? ¿El mentor paternal de aquella mujer o su amante? Seguramente los dos eran lo mismo para la Actriz Rubia. Para el Dramaturgo había algo morboso en ser ambas cosas, o en parecerlo. Sólo puede amar a un hombre al que crea superior a ella. ¿Soy yo ese hombre? ¡Conocía sus propios defectos! Era el más despiadado de sus críticos. Sabía lo dolorosamente inseguro que era al escribir; carecía de ese genio poético que es alquimia, magia, espontaneidad. Ese instante chejoviano que destella entre lo aparentemente vulgar, como en un cielo despejado. Un repentino asomo de carcajada, el ronquido de un viejo, el hedor de las manos de Solioni. El sonido de una cuerda al romperse, que se apaga con tristeza.

Él no habría podido crear a la Natalia de Chéjov. Ni siquiera habría comprendido que su «muchacha del pueblo» era demasiado buena y por tanto inverosímil, pero la Actriz Rubia lo había advertido por instinto. En sus obras puntillosamente forjadas no había tales destellos chejovianos, porque la imaginación del Dramaturgo era literal, a veces torpe; sí, admitía su torpeza, lo cual era una forma de sinceridad. ¡El Dramaturgo no habría traicionado a la verdad ni siquiera al servicio del arte! No obstante, lo habían recompensado por su labor; le habían dado el premio Pulitzer (que había surtido el inesperado efecto de que su mujer se sintiera al mismo tiempo orgullosa y celosa de él) y otros galardones; acabaría siendo un dramaturgo de primera fila. Porque sus obras estremecían el corazón, al igual que las de Chéjov. Y que las de Ibsen, las de O’Neill, las de Williams. Quizá por su misma sencillez estremecía con más fuerza el corazón de Estados Unidos. Cuando se sentía optimista se decía a sí mismo que era un honrado artesano que construía barcos capaces y resistentes. Las rápidas y estilizadas naves de los dramaturgos poetas pasaban volando, pero la suya llegaba al mismo puerto que ellas.

Lo creía. ¡Quería creerlo!

Tus maravillosas obras. Tus preciosas obras. ¡Te admiro tanto…!

Y estas cosas se las decía una joven hermosa. Y hablaba con sinceridad. Con el aire de quien enuncia una verdad evidente. Había ido a la librería Strand en busca de aquellas obras suyas descatalogadas que no había leído aún, allá en su antigua vida.

Vivía en el Village, en un piso de la calle 11 Este que le había realquilado una amiga teatral de Max Pearlman. Nunca hablaba de su «antigua vida». Al Dramaturgo le habría gustado preguntarle: ¿te dolió la ruptura de tu matrimonio? ¿El hundimiento del amor? ¿O el amor no se «hunde», sino que se desvanece poco a poco?

Respeto el matrimonio. El vínculo entre un hombre y una mujer. Creo que debe ser sagrado. Nunca rompería un vínculo así.

Cómo lo miraba con aquellos ojos sonrientes y enamorados.

La Actriz Rubia lo conmovía profundamente, como una criatura perdida. Una criatura abandonada. Con aquel cuerpo voluptuoso. ¡Ah, su cuerpo! Cuando se llegaba a conocer a Norma Jeane (así pensaba el Dramaturgo en ella, aunque raras veces la llamaba; no era su privilegio, en cualquier caso) se veía que, para ella, su cuerpo era objeto de curiosidad. A veces parecía tener el extraño deseo de que el Dramaturgo entrase en colisión con ella, en un conocimiento común. Otros hombres la deseaban sexualmente, porque su cuerpo era lo único que podían ver; él, el Dramaturgo, era un hombre superior, la conocía de otro modo y por tanto nunca podría sentirse decepcionado.

¿Hablaba en serio? El Dramaturgo rió de lo que decía, con amabilidad.

—Sin duda sabes que eres encantadora. Y eso no es un debe.

—¿Un qué?

—Un debe. Una desventaja, un defecto.

La Actriz Rubia le dio un golpe en el brazo.

—Oye, no tienes por qué adularme.

—¿Te adulo diciéndote con toda franqueza que eres una mujer hermosa? ¿Y que eso no representa ninguna desventaja? —el Dramaturgo se echó a reír, con ganas de apretarle el brazo, la muñeca; con ganas de impresionarla aunque fuera un poco, de que reconociera la sencilla verdad de lo que le estaba diciendo. ¡No podía desear que él no fuera un hombre! Aunque al presentarse como lo hacía, infantil, anhelante, nostálgica, seductora, estaba claramente despertándole el deseo sexual.

A no ser que él lo estuviera imaginando. Lo del afán de la mujer por hacer que se enamorase de ella. Que dejara a su esposa, que la amase a ella. Que se casase con ella.

La Actriz Rubia había dicho que vivía para su trabajo y vivía para el amor. Y no tenía trabajo en el presente. Y no estaba enamorada en el presente. (Bajando los ojos, los trémulos párpados. ¡Pero quería estar enamorada!)

—El sentido de la vida —dijo al Dramaturgo con seriedad conmovedora— es ser a-algo más que nosotros mismos, ¿no? En la propia cabeza. En el propio esqueleto. En la propia historia. Por ejemplo, en el trabajo, nos dejamos algo nuestro en él; y en el amor, nos elevamos a un plano de existencia superior, no somos solamente nosotros —hablaba con tanta vehemencia que el Dramaturgo se preguntó si habría memorizado aquellas frases. La ingenuidad, el idealismo…, ¿imitaba a las jóvenes de Chéjov, inteligentísimas pero fatalmente engañadas? ¿La Nina de La gaviota, la Irina de Las tres hermanas? ¿O citaba alguna fuente más próxima, algún diálogo que el mismo Dramaturgo hubiera escrito años antes? Sin embargo, no podía dudarse de su sinceridad. Estaban en un oscuro reservado de un club de jazz de la Sexta Avenida, en el West Village, se cogían las manos y el Dramaturgo estaba algo borracho, y la Actriz Rubia había tomado dos vasos de vino tinto, ella, que raras veces bebía, y se le saltaban las lágrimas a causa de una crisis inminente, ya que al día siguiente la esposa del Dramaturgo volvía a casa—. Si fueras una mujer y amaras a un hombre, querrías tener un hijo de ese hombre. Un hijo significa…, bueno, tú eres padre, ya sabes lo que un hijo significa. Dejas de ser solamente tú.

—Sí. Pero un hijo tampoco eres tú.

La Actriz Rubia parecía tan desconcertada, tan inusualmente dolida (como si hubiera sufrido un rechazo), que el Dramaturgo le pasó el brazo por los hombros y la atrajo hacia sí, ya que estaban en el mismo lado del reservado; ya no se veían con una mesa castamente puesta entre ellos. El Dramaturgo quería estrecharla entre sus brazos y que ella le apoyara la cabeza en el pecho, o que enterrase su rostro cálido y lloriqueante entre su cuello y su hombro, para consolarla y protegerla. La protegería de sus engaños. Pues ¿qué es el engaño sino el preludio del dolor? ¿Y qué, el dolor sino el preludio de la ira? Sabía, como padre, que un hijo puede entrar en nuestra vida para dividirla, no para darle sentido de totalidad; sabía, como hombre, que un hijo podía entrometerse en un matrimonio en apariencia feliz, que un hijo podía alterar, cuando no destruir irrevocablemente, el amor entre un hombre y una mujer; sabía, como ciudadano maduro durante décadas, que no hay ningún idilio en la paternidad, ni siquiera en la maternidad, sólo una simple intensificación de la vida. Cuando somos padres, seguimos siendo nosotros a pesar de todo, pero ahora con la desconocida y aterradora carga de ser padres. Quiso besar los párpados aleteantes de aquella hermosa joven que tan mágica le resultaba, tan evanescente, y decirle: «Naturalmente que te quiero. Mi Magda. Mi Norma Jeane. ¿Como podría no amarte un hombre? Pero no puedo…».

No puedo darte lo que pides. No soy el hombre al que buscas. Soy un hombre imperfecto, un hombre incompleto, un hombre al que la paternidad no ha alterado de modo apreciable, un hombre temeroso de herir, de humillar, de irritar a su esposa, no soy el salvador con el que sueñas, no soy ningún príncipe.

La Actriz Rubia replicó:

—Cuando tenía pocos meses, mi madre y yo éramos como la misma persona… Y cuando era niña. Ni siquiera necesitábamos hablar. Casi me podía transmitir sus pensamientos. Nunca me sentía sola. Ése es el amor al que me refiero, el que hay entre una madre y un hijo. Te saca de ti misma, es real. Yo sé que sería una buena madre porque…, no te rías de mí, ¿vale?, veo a un niño en un cochecito de paseo y tengo que contenerme para no cogerlo y besarlo. «Oh, cielos», digo siempre, «¿me deja coger al niño un momento? ¡Es una monada!». Y me echo a llorar, no puedo evitarlo. Cuando era más joven y vivía en casas ajenas, me dejaban a mí al cuidado de los niños. Para cantarles y mecerlos, ya sabes. Hasta que se quedaban dormidos. Recuerdo a una niña, su madre no la quería, solían dejarla a mi cargo, la paseaba por el parque en el cochecito, esto fue después, cuando tenía ya unos dieciséis años, y le cosí un tigrecito de trapo con tela de una tienda barata, la quería mucho. Pero yo quisiera que el mío fuera niño, ¿y sabes por qué?

El Dramaturgo se oyó preguntar por qué.

—Sería como su padre, por eso. Y su padre sería un hombre por el que yo estaría loca, y no dudes que sería un hombre maravilloso. Yo no me enamoro de cualquiera, ¿sabes? —la Actriz Rubia rió entre jadeos—. La mayoría de los hombres ni siquiera me gustan. Y a ti tampoco te gustarían si fueras mujer, cariño.

Los dos se echaron a reír. El Dramaturgo se moría de deseo. Oyó que su propia voz decía:

—Seguro que serías una madre maravillosa, querida. Una madre nata.

¿Por qué, por qué decía una cosa así? Una escena improvisada, el vehículo a toda velocidad fuera de control y no hay nadie al volante.

¡Conducción en estado de embriaguez!

La Actriz Rubia lo besó en los labios, suave pero eróticamente. Por la ingle y la boca del estómago le corrió una descarga de deseo que se extendió a todo el cuerpo.

Y se oyó decir, con voz tierna y espontánea:

—Gracias. Cariño.

18

El marido adúltero. No quería explotar a la Actriz Rubia. Era una niña, muy confiada. Quería avisarla, decirle: ¡Ojo con nosotros! No me ames.

«Nosotros» quería decir él y Max Pearlman. Todo el mundillo teatral de Nueva York. La Actriz Rubia había peregrinado hasta allí como quien va a un lugar santo, para redimirse en el arte.

Para sacrificarse por el arte.

El Dramaturgo esperaba que hubiera peregrinado hasta allí para sacrificarse por él.

Su problema era que no había dejado de querer a su esposa. No era hombre que se tomara el matrimonio a la ligera, como muchos conocidos suyos. Incluso hombres de su generación, judíos educados como él en el liberalismo y la vida familiar. No soportaba las frívolas e imprudentes aventuras del sátiro de Pearlman; no soportaba que lo perdonaran con tanta facilidad las mujeres a las que trataba mal, incluida su atractiva pero ya madura esposa.

El Dramaturgo no había sido infiel a Esther ni una sola vez.

Ni siquiera después de haber adquirido rápidamente una fama modesta, en 1948, cuando vio con asombro, desengaño y turbación que despertaba un creciente interés entre las mujeres: las intelectuales, las señoritas de buena familia de Manhattan, las divorciadas, incluso las esposas de algunos amigos del mundo del teatro. Estaban indefectiblemente en las universidades en las que lo invitaban a hablar, en los teatros de provincias donde se representaban sus obras, inteligentes, animadas, atractivas, cultas, judías y no judías, mujeres del mundo académico, del mundo literario, esposas de empresarios prósperos, muchas cuarentonas y de ojos vidriosos, siempre encima del genio macho. Puede que se hubiera sentido atraído por alguna por aburrimiento, por soledad o por las habituales contrariedades del trabajo, pero nunca había traicionado a Esther; estaba aquel aspecto suyo, lúgubre, voluntarioso y contabilizador consagrado a los hechos. No había sido infiel a Esther, ¿es que esto no significaba nada para ella?

Mi preciada fidelidad. ¡Qué hipocresía!

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