Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » El Dramaturgo y la Actriz Rubia: la seducción

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No había dejado de amar a Esther y creía que Esther, a pesar de su ira y su resentimiento, tampoco había dejado de amarlo. Pero ninguno sentía ningún brote de deseo por el otro. ¡Bueno, ni siquiera un brote de interés! Desde hacía años. El Dramaturgo vivía tanto dentro de su cabeza que a menudo los demás le parecían irreales. Cuanto más íntimos, menos reales. Una esposa, hijos. Hijos crecidos ya. Hijos que han adquirido distancia. Y una esposa a la que, literalmente, a veces ni siquiera miraba cuando hablaba con ella. («¿Me has echado de menos?» «Claro.» «Sí, ya veo.») La vida del Dramaturgo era las palabras, palabras dolorosamente escogidas, y cuando no palabras mecanografiadas con dos rápidos dedos en una Olivetti portátil, su vida era encuentros con productores, directores y actores, pruebas de declamación, lectura de papeles, talleres y ensayos (que culminaban en el ensayo general y los detalles técnicos), representaciones de tanteo y noches de estreno, críticas buenas, críticas menos buenas, lleno total, lleno a medias, premios y decepciones, una gráfica clínica de crisis continuas no diferente del accidentado curso de un esquiador que corre monte abajo por un terreno desconocido, con piedras entre la nieve, y o has nacido para esta vida delirante y disfrutas, por mucho que agote, o no has nacido para esta vida y lo que más sientes es agotamiento, hasta que deseas no sentir nada. El Dramaturgo no había querido casarse con una actriz, una escritora o una mujer con ambiciones artísticas, por eso se había casado con una joven buena, trabajadora y atractiva, de familia parecida a la suya y que había estudiado en la Escuela de Magisterio de Columbia. Después de la boda, Esther había enseñado matemáticas en un instituto durante una breve temporada, con eficacia pero sin entusiasmo; había querido casarse para tener hijos. Todo esto a comienzos de los años treinta, hacía una eternidad. El Dramaturgo era ahora un hombre importante y Esther, una de aquellas consortes de hombres importantes ante las que los observadores neutrales se preguntan: ¿Por qué? ¿Qué vería en ella? En las reuniones sociales, el Dramaturgo y su mujer no gravitaban el uno hacia el otro de manera natural, no trababan conversación de manera natural, a lo sumo se miraban, sonreían y se alejaban. Ninguno de sus amigos comunes los habría presentado.

¡No era una tragedia! Sólo, creía el Dramaturgo, la vida normal. No la vida concentrada en escena.

Al Dramaturgo no le importaba que él y Esther no hicieran el amor ni se besaran con sentimiento desde hacía mucho. Cuando Eros ya no está, el beso es el más extraño de los movimientos: labios dormidos que tocan y aprietan: ¿por qué? El Dramaturgo sabía que si abrazaba a Esther, se pondría rígida y diría con ironía: «¿Por qué? ¿Por qué ahora?».

Difícilmente iba a decirle su marido: Porque me estoy enamorando de otra mujer. ¡Ayúdame!

A pesar de todo, el Dramaturgo creía que el amor de ambos no había dejado de existir, sólo que se había apagado. Como la sobrecubierta del primer libro del Dramaturgo, un delgado volumen de poemas publicado cuando tenía veinticuatro años, que había recibido reseñas de elogio y apoyo y del que se habían vendido seiscientos cuarenta ejemplares.

En el recuerdo, la sobrecubierta de The Liberation era de un hermoso azul cobalto con letras amarillo canario, pero de vez en cuando comprobaba, y siempre con sorpresa, que el sol casi había borrado el fondo y que las letras antaño amarillas eran ya casi ilegibles.

Estaba la sobrecubierta del recuerdo y estaba la sobrecubierta visible a metro y pico de la mesa del Dramaturgo. Podría argüirse que las dos eran reales. Pero existían en tiempos distintos.

—Hablamos muy poco últimamente, cariño —dijo el Dramaturgo con voz vacilante, entre estanterías desbordantes, a la mujer con la que vivía en la atractiva y vieja casa de la calle 72 Oeste—. Esperaba, ahora que…

—¿Cuándo hemos hablado mucho? Hablabas tú.

Aquello era injusto. En realidad era inexacto. Pero el Dramaturgo prefirió olvidarlo sin decir nada.

Dijo otro día:

—¿Qué tal San Petersburgo?

Esther lo miró fijamente, como si el Dramaturgo hablara en clave.

En el escenario, los diálogos están en clave. El verdadero sentido del texto está debajo del texto. ¿Y en la vida?

El Dramaturgo, muerto de culpabilidad, llamó a la Actriz Rubia para cancelar la cita de aquella tarde. Iba a ir por primera vez al piso del Village en el que la Actriz Rubia vivía realquilada.

Recordaba las escabrosas escenas de porno blando que había en Niágara. Las piernas de la rubia asombrosamente abiertas, la V de sus ingles casi visible a través de la sábana subida hasta los pechos. ¿Cómo se las habían arreglado los responsables de la película para que los censores dejaran pasar aquellas escenas? ¿Para que la aprobase la censura de la Legión Católica de la Decencia? El Dramaturgo había visto la película solo. Por curiosidad.

No había visto Los caballeros las prefieren rubias ni La tentación vive arriba. Ver a Marilyn Monroe en papeles cómicos no le habría importado. Hasta que vio Niágara.

Explicó cautelosamente a la Actriz Rubia que durante una temporada no podría verla. Tal vez durante una semana o dos. Que lo comprendiera, por favor.

Con la animosa y apagada voz de Magda, la Actriz Rubia dijo que sí, que lo comprendía.

19

La sonata de los fantasmas. El Dramaturgo y Esther asistieron al estreno de un montaje de La sonata de los fantasmas de Strindberg que se representaba en el Circle in the Square, en Bleecker Street. Entre el público había muchos amigos, conocidos y colegas del Dramaturgo; el director de escena era un viejo amigo. El aforo del teatro era sólo de unas doscientas localidades. Poco antes de que las luces se apagaran se oyeron murmullos, el Dramaturgo se volvió y vio a la Actriz Rubia avanzando por el pasillo central. Al principio creyó que estaba sola, pues siempre le daba la sensación de que estaba sola, sola en su recuerdo, extraña y luminosamente sola, con aquella sonrisa vaga, dulce y nostálgica, con aquellos ojos parpadeantes y su aire de haber entrado allí por casualidad. Entonces advirtió que estaba con Max Pearlman, su mujer y su amigo común Marlon Brando; Brando era la pareja de la Actriz Rubia, hablaba y reía con ella mientras se sentaban en la segunda fila. Qué imagen: Marilyn Monroe y Marlon Brando. Los dos vestidos informalmente, Brando con barba de tres días, el revuelto pelo por detrás de las orejas, cazadora de cuero raída y pantalón caqui; la Actriz Rubia envuelta en el abrigo de lana oscuro que había comprado en una tienda de Broadway que vendía restos del ejército. Iba con la cabeza descubierta; su pelo platino, de raíces oscurecidas, resplandecía.

El Dramaturgo, de un metro ochenta, se hundió en el asiento con la esperanza de que no lo vieran. Su mujer le dio un codazo y preguntó:

—¿Ésa es Marilyn Monroe? ¿Por qué no me la presentas?

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