Blitz

Blitz


Enero

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ENERO

El mensaje decía:

«aún no le he dicho nada. me cuesta tanto. uff. tq ♥».

Pero el mensaje no era para mí. La vida cambia cuando los mensajes de amor no son para ti. Aquel mensaje de amor, que llegó como un relámpago, inesperado y eléctrico, cambió mi vida.

Yo estaba a pie de barra, rozaba con los dedos la bandeja de plástico verde donde se posaba el pedido a medida que lo embalsamaba en papel de plata un cocinero atareado. Noté el teléfono vibrar en el bolsillo. No tengo un sonido asignado para las llamadas o entradas de mensaje. Me molestan los timbres, esa irrupción tan poco elegante. Ni siquiera toco el timbre de las puertas. Si puedo, me limito a unos golpecitos en la madera. Con el móvil me basta la vibración. A veces sufro eso que llaman el síndrome del teléfono que vibra. La falsa impresión de que vibra en tu bolsillo y al sacarlo encuentras que no hay llamada ni mensaje, sólo una sugestión. Mi amigo Carlos dice que los móviles serán como el tabaco, sesenta años después de popularizados y extendidos por toda la población pasarán a estar perseguidos como una adicción dañina. Dice que habrá muertos, juicios millonarios y clínicas de desintoxicación. Dice que afecta a los órganos vitales y que, si lo guardas en el bolsillo, cada vez que recibes una llamada los espermatozoides de tus genitales sufren algo parecido a un electrochoque. Por eso ahora nacen tantos niños hiperactivos, dice. Mi amigo Carlos hubiera dicho, de estar allí conmigo en ese momento, ¿lo ves?, ¿ves el daño que hacen los móviles? Porque la vibración era cierta y el mensaje me había llegado, aunque no fuera yo el destinatario. Lo enviaba Marta. Así que me volví para mirarla desde la barra hacia la mesa junto a la cristalera. La mesa en que nos acabábamos de instalar muy poco antes de que todo cambiara en mi vida.

Marta y yo habíamos llegado el día antes a Múnich. No conocíamos la ciudad, pero nos esperaba una voluntaria del congreso para llevarnos en coche hasta el hotel InterContinental. Nos había saludado al responder nosotros al cartelito con mi nombre que sujetaba en las manos. Me llamo Helga, se presentó. La seguimos hasta el aparcamiento y allí nos entregó una mochilita acrílica con el catálogo de los actos y nuestras acreditaciones. Lebensgärten 2015, anunciaba cada logotipo del congreso. Había un papel con la amable bienvenida de los organizadores en dos idiomas y otro con el horario de nuestra presentación, al día siguiente, la persona de contacto y el sector del palacio de congresos donde tendría lugar. Para cualquier otra cosa podéis recurrir a mí, dijo la mujer. Y durante el trayecto hasta el hotel InterContinental nos hizo alguna pregunta sobre el viaje, pero dejó que miráramos por la ventanilla y descubriéramos con nuestros propios ojos el entorno. Cuando entrevimos el estadio de fútbol, Helga nos lo señaló, es muy famoso por su arquitectura. Yo le comenté algo a Marta sobre sus autores, pero no pareció demasiado interesada.

El nombre del congreso podía traducirse como «Jardines de vida» o «Vida y jardín», aunque esto último sonaba más a spray para matar insectos. Habíamos sido invitados al congreso para presentar un proyecto a concurso. Me cuesta explicar mi trabajo. Para hacerlo al día siguiente utilizaría una serie de imágenes generadas por ordenador que al verse proyectadas ahorran muchas explicaciones. Competíamos en la categoría de Perspectivas de Futuro, lo que en alemán, Zukunftsperspektiven, sonaba menos hueco y con más andamiaje metálico. Disputaríamos contra veinte proyectos internacionales los diez mil euros del premio. Se trataba de recrear una intervención paisajista, no importaba si resultaba factible o razonable, era algo así como una ensoñación o una ficción. Un concurso de cuentos donde en lugar de un cuento contábamos un jardín. En nuestro trabajo te acostumbras a plantear escenarios imposibles, a sortear la falta de fondos o el interés por hacerlos realidad con simulaciones digitales.

Mi idea era un parque para adultos. Un lugar exterior urbano, sencillo y realista. Con sus bancos de lectura donde detenerse a reposar en los ratos robados a la oficina. La novedad principal era que contenía un bosque de relojes de arena, de escala humana, que al girarlos te concedían un tiempo de abstracción.

Podía servirte de aviso y cuantificación del tiempo, pero también de evasión. Es lo que me gusta de los relojes de arena, que reformulan una idea de ansiedad ante el transcurso del tiempo y transforman ese proceso inevitable en algo visual. En realidad éstas eran las palabras que pensaba utilizar en mi presentación del día siguiente. Yo me hubiera limitado a decir que me gustan los relojes de arena, me gustan porque señalan el verdadero sentido de la vida, que no es otro que la sumisión a la ley de la gravedad como esa arena que cae del bulbo superior al inferior en los relojes de cristal. La idea del jardín era enseñarte a valorar con precisión lo que eran tres minutos. Así empezaba mi charla: ¿acaso alguien se ha detenido a pensar sobre lo que son realmente tres minutos?

Yo fui el primer sorprendido de que seleccionaran mi «Jardín de los Tres Minutos» entre los finalistas. O como se presentaba oficialmente: Drei-Minuten-Garten. El congreso de Múnich era uno de los más reputados entre los paisajistas junto al Eurau y el IFLA. Y en los proyectos de jóvenes premiados habían despuntado algunas ideas revolucionarias a lo largo de los últimos diez años. Como con todos los concursos, bastó que me admitieran para que, a mis ojos, se desacreditara un poco el evento. Desocupados como estábamos en mitad de la crisis, sin apenas encargos y decididos a mantenernos en la hibernación de una página web sin rentabilidad, los concursos se nos dibujaban como una opción para ganarnos la vida. Marta y yo éramos los socios únicos, trabajábamos en un cuarto de casa al que llamábamos la oficina. Marta no tenía estudios de arquitectura ni paisajismo, pero era alguien con una sensibilidad especial, siempre con consejos y correcciones que mejoraban mis propuestas. Trabajar juntos prolongaba nuestra sincronía de pareja sin ninguna disputa. Ella era la que llevaba la administración y la representación de la empresa. Nada estuvo planificado, porque el origen partía de un estudio de arquitectura que fundamos cinco compañeros de promoción, pero que poco a poco se fue hundiendo y desgajando. El último en marcharse fue Carlos, cuando aceptó la oferta de un arquitecto más consolidado. Me pareció natural que Marta se sumara conmigo en el último aliento de permanencia, cuando yo aún guardaba esperanzas de que nos diera de comer un oficio tan etéreo.

Estaba nervioso por la presentación. Ya habíamos participado en varios certámenes, pero nunca nos habían invitado a la ciudad para mostrar el trabajo en persona. Casi siempre llegaba una aceptación por mail de nuestro proyecto y un tiempo después la noticia de que otro finalista había ganado el concurso. Así que Múnich era un reto. En quince minutos, y en inglés, tendríamos que presentarle al jurado y al público asistente nuestra propuesta. Estaba seguro de que mi absurdo proyecto carecía de posibilidades y que acabaría mirado con sarcasmo, reducido a una chusca bobada más apta como parque infantil que para espolear la carrera de un creador de espacios públicos. Marta me calmaba, todo irá bien, me repetía, ya verás, y aquel primer día en la ciudad estuvo cariñosa y atenta conmigo.

A poco de llegar paseamos por el pabellón Gasteig y recorrimos las candidaturas exhibidas en un escueto mosaico de fotografías a color. Marta pensaba que nuestro proyecto tenía muchas posibilidades. Yo pensaba que engrosábamos la mediocridad general de los contendientes. Había un parque hecho con basuras, un jardín acuático, un rincón de artistas plásticos, un espacio recreativo infantil. A éste le falta un gnomo de escayola, bromeé. Marta me golpeó el brazo y miró alrededor con la esperanza de que nadie hubiera oído mi comentario despreciativo.

Por la noche quise hacer el amor. Nuestra cama de matrimonio tenía dos edredones individuales en lugar de uno grande y compartido. Ese hallazgo resultaba práctico. Mira qué buena idea para que las parejas no se roben la manta el uno al otro o para que cada uno resuelva su temperatura ideal para dormir. Esa racionalidad, que identificaba con el carácter alemán, era la que me aterrorizaba al pensar en la presentación del día siguiente. Mi propuesta era juguetona, casi frívola, más emocional que científica.

Marta no quiso hacer el amor. Estaba cansada del largo paseo que habíamos dado por la ciudad nevada y le dolían las rodillas. El esfuerzo para evitar resbalar le había sobrecargado las articulaciones, su punto débil tras años de bailarina. Marta dejó de bailar a los veinte años y se hizo actriz. Había bailado desde niña, pero terminó saturada e insatisfecha de su progresión profesional. Conservaba el cuerpo de bailarina con las piernas poderosas y una musculatura armónica, de una tersura hermosa, donde sólo desmerecían unos pies endurecidos y algo deformados por las prolongadas sesiones de trabajo, con el meñique retorcido hacia el interior y juanetes consecuencia de horas sur les pointes. A Marta le avergonzaban sus pies de bailarina e incluso algunas veces que me empeñaba en besarlos y lamerlos terminaba por soltarme una coz nerviosa. En una ocasión me partió el labio, pero fui consolado de una manera tan tierna y delicada que me hubiera dejado partir el labio cada noche.

La vida de actriz no le fue mejor, cursos y luego más cursos, algunos pequeños papeles en cortometrajes y funciones de teatro que sólo veíamos los amigos más íntimos y los compañeros de cursos. Empezaba a sospechar que su verdadera profesión era ser alumna de cursos hasta que trabajó en un cortometraje llamado Los peligros de la conga que ganó premios en varios festivales y fue candidato al Goya. Era una intrigante historia surrealista sobre un tipo que iba a una boda y cuando regresaba a casa llevaba a una señora aferrada a su cintura. La señora, al parecer tía carnal de la novia, se había cogido a él en la cadena de una conga en la que participaron casi todos los invitados y ya nunca se había soltado. Marta interpretaba a la pareja del chico, compartían piso, y la llegada de esa mujer agarrada a la cintura de su novio dificultaba su vida práctica y finalmente la convivencia, hasta que ideaban, semanas después, un método para liberarse de ella. Bastaba con asistir a otra boda y que la tía se cogiera a la cintura de otra persona cuando llegara el momento de bailar la conga. El papel de Marta en Los peligros de la conga era el menos interesante de los tres. Su personaje era el único que se comportaba con sentido común, pero el corto despertaba carcajadas y aplausos, sobre todo en las escenas de cama con los tres protagonistas, y durante unos meses Marta pensó que aquello la elevaría hacia proyectos más ambiciosos. Pero nunca llegaron y, sin declararlo de manera abierta, dejó el oficio, se matriculó a distancia en Psicología y comenzó a trabajar junto a mí en la oficina de paisajismo, que quedaba entre el salón y la cocina de casa. Nos complementábamos y soportábamos la penuria mientras ella insistía en que yo no renunciara a mi vocación, a mi profesión. Ya es suficiente con uno en la pareja que haya renunciado a sus sueños, me decía los días en que yo dejaba que se transparentara mi desánimo.

Marta acababa de cumplir veintisiete años y ella sostenía que el 7 era un número serio y grave, que en la escala decimal era siempre un rubicón. En cada década, el 7 es más final que principio, es estación término, trataba de convencerme. A los siete años alcanzas la razón. A los diecisiete la consideración de adulta. A los veintisiete el final de la juventud. A los treinta y siete la incontestable entrada en el mundo de la madurez. Y así recorría Marta con una desesperación cómica las escalas del 7. Siete son los días de la semana y los plazos de creación del mundo, también las plagas del Apocalipsis. El 7 es un 1 obligado a levantar la cabeza, crecer y hacerse mayor, según un dibujo que ella garabateó en una servilleta de papel, donde el número 1, de un puñetazo, era forzado a transformarse en un 7.

Yo tenía tres años más que ella y razones de sobra para esgrimir los traumas de mis treinta años. A mi edad no había logrado un trabajo rentable ni una posición de estabilidad. Le insistí a Marta para que comprendiera que la juventud se prolongaba mucho más lejos en nuestros días. ¿No ves que vivimos hasta los noventa? Eso significa que, en proporción, somos jóvenes hasta los cuarenta y siete o los cincuenta y siete. ¿No lo ves en la calle?, le señalaba yo, antes sólo llevaban chándal los niños, pero ahora se fabrican para todas las edades.

Pensé que Marta no quería hacer el amor conmigo porque seguía enfadada. Al volver de la calle había pisoteado con mis botas la moqueta de la habitación y las suelas dejaron manchas de humedad con los restos de nieve. ¿Cómo no se te ocurre descalzarte antes de mojarlo todo?, se quejó mientras señalaba los charquitos en la alfombra. Yo traté de bromear. ¿A quién se le ocurre cubrir con moqueta el suelo de una habitación de hotel? A mí me da asco pisar la alfombra que han pisado mil tipos antes que yo, es algo sucio. Es como bañarte en la bañera con agua del anterior huésped. Mira, aquí creo que hay restos de un tipo que se masturbó hace tres meses y aquí queda una mancha de vino o de sangre, de la chica que tuvo la regla hace dos fines de semana, ah, mira, si hasta hay un tipo enano que está saludando aquí metido, ¿lo ves?, se ha debido quedar a vivir en la alfombra, hola, señor Muller, ¿quiere que le pida algo de cena o le basta con las miguitas del desayuno que van dejando los que pasan por la habitación? Ah, perdón, no le interrumpo. Es que está domando a una cucaracha. Pero Marta no se reía con mi comedia ya desbocada en la que yo les hablaba a seres diminutos escondidos entre el bosque de la moqueta.

Preferí no insistir. Últimamente no hacíamos demasiado el amor. Cuando nos conocimos, cinco años atrás, Marta estaba rota por el despecho, había terminado su relación con un cantautor uruguayo, un tipo arrogante pese a su éxito de escala manejable, que la abandonó por otra chica que conoció durante una gira como telonero de Jorge Drexler. Nunca me interesaron sus canciones, pero bastaba con que Marta escuchara un acorde en algún bar o en la radio para que su rostro se nublara. A mí me excitaba aquella tristeza de Marta, ese dolor íntimo que no compartía con nadie, y curar aquella cicatriz oculta se convirtió en mi misión vital. Follábamos sin medida, pero a veces se echaba a llorar, de pronto. Hacer reír a Marta era el mayor placer en la vida. Exageraba mi lado payaso, me esmeraba en una comedia que terminara con su carcajada. A Marta le hacía gracia yo, le hacía gracia hasta mi trabajo, jardinero, me decía. La risa de Marta era una recompensa. Pero últimamente Marta reía menos conmigo y también follábamos menos. Mi amigo Carlos me decía es normal, a todos los efectos estáis casados, convivís desde hace más de cuatro años y los casados apenas follan. No se folla a menudo con la persona con la que convives, como uno ya no enjabona igual la taza de café que sólo utiliza él todas las mañanas.

La primera noche en Múnich dormimos a placer, aunque sin el relajo del sexo consumado. Con esa desconexión que da estar tan lejos de casa. De tanto en tanto mi pierna rozaba su pierna, tras romper la frontera de los edredones. Incluso después de desayunar con nuestras bandejas sobre la cama volvimos a echar una cabezada. Ante mi insistencia, que yo creí sutil y cariñosa, Marta me hizo una paja y eyacular siempre me devuelve un sueño de bebé cebado tras la toma. Cuando me desperecé ella reaparecía desde la ducha, radiante y hermosa, con el pelo empapado goteando sobre los hombros poderosos, más de nadadora que de bailarina. Salgo a dar una vuelta, me dijo, te espero luego abajo.

Me duché durante un rato largo bajo el vapor del agua hirviendo. Las pocas ocasiones de disfrutar de un hotel te invitan a exprimir sus comodidades. En nuestro piso el agua apenas tenía presión y salía tibia y desbravada como el pis de un ángel. En realidad el piso era de Marta, pero yo me trasladé a vivir con ella cuando renunció al sueño de ganarse la vida como actriz y salía más a cuenta compartir un solo esfuerzo de alquiler. La crisis nos había acostumbrado a todos a una precariedad algo ridícula, en la que aceptábamos encargos bochornosos y salarios infrahumanos para sentirnos partícipes aún del sistema, para no descolgarnos hacia la mendicidad. Ella se consideraba la parte prescindible de la empresa, pero yo necesitaba sus consejos, su complicidad, su mirada que trascendía la técnica y la corrección de los planos. El congreso, participar en el concurso de Múnich, era una de las pocas satisfacciones que nos concedía un experimento laboral al borde del naufragio.

El siguiente trabajo que vamos a considerar viene de España. Así me presentó Helga, la misma mujer que nos había recogido en el aeropuerto y que nos saludó con una encantada familiaridad al vernos entrar en el Gasteig. Ella ejercería de traductora al alemán, me explicó, por si algún espectador no comprendía del todo bien mi inglés. Te aseguro que ni yo comprendo del todo bien mi inglés, le confesé. Y ella rió con una línea de dientes firmes tras sus labios apenas pintados. Helga saltaba de su lengua al inglés con una continuidad muy natural cuando nos presentó al director del congreso, un alemán algo estrafalario, con las gafas colgadas de un cordel y encorvado como un malvado del cine expresionista. Helga me advirtió que el director era un personaje bastante complicado, todos dicen que está loco, pero tiene mucho talento. En Múnich gracias a él se salvaron dos parques maravillosos, es muy considerado en la ciudad. Y luego nos guió a Marta y a mí hacia la mesa de exposiciones. Marta se separó para instalarse tras el ordenador desde el que lanzaría las imágenes en una pantalla situada a nuestra espalda. En los asientos reservados para el jurado vi unas caras amables como felpudos a la entrada de casa. Compartían el pequeño auditorio con algunos otros concursantes, fácilmente reconocibles por su gesto de sospecha y hastío, y el resto del público, que era un variopinto puñado de curiosos y desocupados. Helga pronunció mi nombre ante el micrófono y luego se volvió hacia mí con un gesto que me concedía la palabra. Desde que entramos en el palacio de congresos tantas personas de la organización me habían recordado con contundencia que no debía sobrepasar en ningún caso los quince minutos de exposición, que me pareció correcto empezar por ese detalle.

Todo el mundo me ha pedido que no me exceda de los quince minutos. Contando con la traducción al alemán, calculo que me quedan siete minutos y medio de exposición. Si descontamos este preámbulo inicial y la conclusión, digamos que tengo tres minutos. Dejé que Helga me tradujera en ese momento de inflexión. Luego proseguí: precisamente de eso trata mi trabajo. De la prisa. De la prisa bajo la que vivimos. La prisa. Helga tradujo prisa como Eile. Cuando Marta revisó mi texto con su mejor dominio del inglés eligió la palabra hurry. ¿Hurry?, me sorprendí yo, ¿como Dirty Hurry?

Mi jardín persigue devolver el valor de nuestro tiempo, hacernos reflexionar sobre la disposición del tiempo. Reparé en que el director del congreso, sentado en su butaca, tomaba notas y parecía interesado en mi discurso. Por eso lo llamo «El Jardín de los Tres Minutos». Drei-Minuten-Garten, repitió Helga con una sonrisa complacida que me animó. Era una mujer madura, de poco más de sesenta años, risueña pero sin forzada simpatía. Volvió a mirarme con curiosidad sincera y ese gesto me tranquilizó y me permitió arrancar con confianza la proyección de imágenes. Marta sonrió desde su posición y las luces de sala se atenuaron ligeramente cuando lanzó, con su mano de dedos finos, la primera imagen desde el ordenador.

Hubo varias sonrisas al ver surgir el bosque de relojes de arena y la simulación del recorrido. Yo seguí explicando el proyecto hasta terminar en la vista general.

En el turno de preguntas, todas amables y complacientes, el director del congreso intervino para preguntar en alemán algo que Helga me tradujo en voz baja, muy cerca del oído. ¿Qué ha querido decirnos usted con esta propuesta y hasta qué punto la considera algo particularmente español? Sonreí. No creo que los relojes midan el tiempo de manera distinta en España que en Alemania, aunque a juzgar por nuestros muy distintos planes de jubilación alguien podría pensarlo. Sí creo que la realidad del

tiempo es variable según cada circunstancia y cada persona. Dejé espacio para que Helga me tradujera. De lo que se trata no es de lo que he querido decir con esta propuesta, sino de lo que me gustaría que las personas experimentaran en este lugar. Preferiría, por tanto, que usted me diera la respuesta mucho más que dársela yo.

Ya fuera del escenario, pensé que me había mostrado demasiado petulante. Marta lo negó y me tranquilizó. Helga me felicitó y me aseguró que todo el mundo había seguido la explicación con atención. ¿No he estado demasiado petulante? Ah, no, no, en absoluto. ¿Y el chiste de las pensiones de jubilación a lo mejor ha molestado? No, no. El siguiente participante era un paisajista danés, cuya edad avanzada me entristeció. Quizá también yo pasaría mi vida de concurso en concurso sin lograr que las ideas se hicieran realidad, consolado por la virtualidad de los congresos y definido como joven paisajista hasta la tercera edad. ¿Participas mañana en el debate de creadores?, me preguntó Helga en un aparte. No, nos vamos mañana por la mañana. Yo no había querido prolongar un día más el viaje. Me daban pereza esas mesas redondas vacuas y capitalizadas por el más presuntuoso. Además participaba Àlex Ripollés, algo así como mi enemigo íntimo en los concursos, que ya me había ganado en dos ocasiones con otros proyectos, y cuyas ocurrentes propuestas paisajísticas siempre se me antojaban ejercicios de estilo pretenciosos que gozaban de éxito entre los jurados. Tampoco Marta quería quedarse demasiados días en Múnich, luego caí en la cuenta de algo que había dicho de pasada. Prefiero volver rápido a casa, tengo demasiadas cosas que hacer. Yo no le había preguntado nada más, demasiado pendiente de mí mismo y mi presentación, me temo.

Al abandonar la salita nos despedimos de Helga, que partía a la carrera hacia el aeropuerto para recoger a otro invitado. También es español, ¿lo conoces?, y trató de pronunciar el nombre de Àlex Ripollés, aunque a mis oídos sonó más parecido a Àlex Gilipollez, lo cual no le iba del todo mal. No lo conozco en persona, pero tampoco quiero, y Helga no acabó de entender si bromeaba o sencillamente mi inglés precario me había jugado una mala pasada. Escapamos tras un par de presentaciones de proyectos y en la puerta del salón de conferencias miré el panel donde anunciaban los turnos de exposición de cada concursante. Por una errata, detrás de mi nombre en lugar de paisajista habían escrito pajista. Beto Sanz, pajista. Divertido, se lo mostré a Marta, pero necesitó leerlo tres veces para darse cuenta del error. Es una definición perfecta, porque los paisajistas que no tenemos trabajo y que sólo hacemos proyectos por nuestro propio placer estamos más cerca de la paja que del paisaje. Es la mezcla perfecta entre artista y pajillero, pajista, seguí diciendo, ya embalado. Artista del onanismo, mi verdadera vocación. Marta sonrió y luego, casi sin entonarlo como pregunta, dejó caer un pero si tú no te haces pajas, ¿no? Pues claro que no, la tranquilicé, salvo cuando te niegas a hacer el amor conmigo cuatro veces al día.

Fue un rato después de la presentación al público cuando fuimos a comer a aquel lugar barato y acristalado junto al bulevar. Hacía frío y decidimos tomar un kebab. Aguardaba a recoger el pedido en la barra cuando vibró el mensaje en el bolsillo. Tras leerlo miré hacia Marta y comprendí por su expresión que se trataba de un error. Yo no era el destinatario de su mensaje ni de aquel corazón añadido como emoticono. Ella sabía que yo odiaba los iconos en los mensajes, esa irritante sustitución de la emoción real con un dibujito. Marta se mordió el labio tras levantar los ojos, consciente del error en su envío, y descubrir mi mirada posada sobre ella. El encargado me entregó una enorme jarra de cerveza y el recibo de caja. Caminé despacio hacia nuestra mesa. Me temblaba la bandeja en las manos como si fuera el camarero de servicio durante un terremoto.

Las rupturas tienen un algo ridículo porque obligan a decir frases hechas que nadie acierta a evitar. Como los te quiero en la corriente del amor, también el desamor tiene sus lemas. No hace falta repetirlos aquí. Marta me dejó mientras comíamos un kebab y yo quería llorar, pero me esmeraba en no mancharme de grasa ni dejar rastro de la salsa griega en la comisura. Con Marta o Carlos yo solía bromear a veces con esa salsa blanca de los kebab que tantas veces nos subíamos a la oficina para seguir trabajando a deshoras. Te ha quedado aquí un poco de semen, les decía cuando se les quedaba un rastro cerca de la boca. Los momentos fundamentales quedan inmortalizados en tu memoria asociados a la circunstancia, a un detalle, al lugar, a la hora del día. Llovía, llevabas tal jersey, pasó un coche amarillo, había una paloma atropellada en la calle. Yo no quería que mi ruptura con Marta quedara salpicada de restos indignos de salsa de yogur. Siempre quedaría asociada a ese mediodía en Múnich, comiendo un kebab; ya era bastante.

El mensaje de Marta iba dirigido a su antiguo novio. Habían vuelto a verse un par de meses atrás y la relación renació sin que yo sospechara nada. La semana antes del viaje a Múnich, su nuevo disco en los estantes de la FNAC atrajo mi atención un segundo. No podía intuir entonces que volvería a sonar su música en mi vida de manera tan estruendosa. Siempre tuve celos retrospectivos de aquel tipo, celos de quien estuvo con Marta antes de yo conocerla, como sentía celos de su primer amor, un compañero de clase que tuvo en la escuela de ballet. El único bailarín heterosexual de todo Madrid va y te toca a ti de compañero de clase, fingía indignarme yo por mi mala suerte mientras ella reía de mi estupidez. No era yo un celoso presa de las sospechas, sino un amante feliz al que fastidiaban los años perdidos antes de encontrarnos, cuando otros gozaban de su cercanía y yo aún no sabía de su existencia. Celos retrospectivos y absurdos, quizá, pero en el fondo la tristeza de Marta por la ruptura con su novio cantante, tristeza en la que estaba sumergida cuando la conocí, era la mejor declaración de su amor por él. Los celos retrospectivos ahora me alcanzaban y me batían en la carrera del tiempo. El pasado de Marta regresaba para sacar de la pista de carreras a mi futuro con un codazo.

Pensaba en algo que decirle, pero se puso a llorar y yo no quería que todos nos miraran en el local. Deja, come tranquila, luego hablamos. Pero masticar resultó una actividad ridículamente cotidiana frente a los sentimientos desatados. Y los dos nos dejamos la mitad del kebab en el plato, a medio envolver aún en papel de plata. Cuando salimos a la calle Marta seguía llorando, pero caminar sin tenernos el uno frente al otro nos hizo más sencillo hablar. Me gustaban de las películas del iraní Kiarostami esas largas conversaciones en los coches, con planos del camino o la carretera a través del cristal, porque los viajes, con esa disposición de los hablantes no enfrentados, sino con la mirada hacia la ruta, son propicios para las confesiones sinceras. A mi amigo Carlos no le gustaban las película iraníes, se burlaba de ellas y las había convertido en un género aparte. No te pongas en plan película iraní, bromeaba. Marta concedía, a veces son aburridas, pero comprendía mi gusto por ellas, por ese tiempo lento, laborioso, muerto incluso. Tantas veces le expliqué que la agitación era sólo una forma de rellenar el verdadero vacío.

Yo había tonteado con ser director de cine. Hubiera querido rodar películas del Oeste de aquel tiempo en que el Oeste se terminó. Cuando llegó el ferrocarril y el automóvil y los viejos pistoleros solitarios se extinguieron camino del crepúsculo. Tuve poca determinación para cumplir con esa vocación. Nunca me interesó contar historias. Hubiera filmado nada más que momentos aislados y sin significación narrativa. Condenado a ser un cineasta artista, de esos que tan ridículos me resultaban, tan fatuos en sus entrevistas, preferí darle a mi madre y a mis hermanas la tranquilidad de un título en arquitectura. Pero rodé sin cámara una película para mí. Era el rostro de Marta en un plano cercano y luminoso que duró casi cinco años. 3 784 320 000 (tres mil setecientos ochenta y cuatro millones trescientos veinte mil) fotogramas, según me entretuve en calcular cuando ella ya no estaba.

Le dije a Marta que en el fondo lo que ella perseguía era enmendar su pasado. Nunca aceptaste la separación, pero quizá te estás equivocando al creer que ahora lo puedes corregir. El pasado ya no se puede cambiar. Pero ella repetía, mientras negaba con la cabeza, de verdad, no es eso, Beto, no es eso. Yo he sido tan feliz contigo, me has hecho tanto bien. De pronto me veía como un médico de urgencias que había tratado sus heridas pero, una vez recuperada la salud del paciente, no podía hacer otra cosa que darle el alta y verla marchar. Te juro que el pasado estaba olvidado, Beto, superado. Yo asentía con la cabeza, pero no estaba de acuerdo. Ella seguía hablando. Él es ahora una persona nueva y yo también. Intuí, pues, que el único que se había convertido en una persona vieja y gastada era yo.

Lo extraño es que una fuerza interior, orgullosa y terca, me impidió caer en recriminaciones. Conocía rupturas de amigos llenas de reproches, así que traté de lograr la única victoria que la situación me permitía. Se hizo de noche sin que Marta me escuchara un lamento. Ni siquiera por las semanas que había durado su relación a mis espaldas, por el tiempo que había dedicado a alimentar la nueva pasión mientras vaciaba y condenaba la nuestra. Me callé las heridas que deja el engaño, porque lo consideré una prospección necesaria sobre la profundidad del nuevo amor antes de proceder a cegar de manera definitiva el pozo del antiguo. En realidad no me estuvo engañando aquellos días, sino protegiéndome. Lo entiendo, le dije, tienes que obedecer a tu corazón, otra frase hecha para tiempos de ruptura que uno no sabe ahorrarse. Sólo tropecé con el rencor fácil cuando, pese a la muda negativa de ella, le eché en cara que para mí sería imposible no estar convencido de que durante todos nuestros años juntos, en el fondo, ella siempre lo había seguido queriendo a él. Puede que siempre lo hayas seguido queriendo a él.

Fuimos a ver la película de esa noche, para la que habíamos reservado entradas en la oficina de la organización. En los congresos siempre acompañaban las sesiones con películas, historias con la arquitectura o el mundo del arte infiltrado en la excusa argumental, lo que solía ser equivalente a aburrimiento y pretenciosidad. Las películas que más tienen que decir sobre paisajismo son aquellas que no lo subrayan, basta un ascensor o una oficina para hablar mejor del asunto. En este caso era un documental sobre la reconstrucción de Múnich tras la guerra, la recuperación de su esplendor previo. Me causó una cierta desazón escuchar a uno de los expertos entrevistados rememorar la hermosa ciudad, y afirmar que el surgir de la locura nacionalista fue una consecuencia natural. La belleza consciente siempre acaba por provocar el fascismo, aseguró. Poseer la belleza podía convertirte en un monstruo. Incapaz de concentrarme en la película, me dediqué a observar el rostro hermoso de Marta, de una delicadeza especial. Me sentía herido al creerla imbuida en el documental. Era capaz de evadirse, de abstraerse en algo que no fuéramos nosotros. Su concentración me permitía reparar en su piel y en sus rasgos, bajo la luz oscilante de la pantalla. En un momento en que volvió la mirada hacia mí y me descubrió con la vista clavada sobre ella, añadió un gesto de fatalidad algo postizo.

Al terminar la película, Helga, que estaba rodeada de otros voluntarios del congreso, muchos de ellos jubilados con ganas de ayudar y algún que otro estudiante con curiosidad por seguir el desarrollo de las presentaciones, nos invitó a tomar algo con los demás en un bar cercano. Estará el otro paisajista español, nos animó intentando convencernos cuando le dije que estábamos cansados. Él me ha dicho que le gustaría mucho conocerte, insistió Helga, y noté un tono de ironía que respondía a mi frase anterior despectiva para con Àlex Ripollés tras la presentación. Pero Marta negó con la cabeza cuando la interrogué con la mirada, no le apetecía ir, y yo se lo expliqué a Helga. Mañana además tenemos que estar en el aeropuerto temprano, añadí. Sí, es cierto, pero yo no os podré llevar, irá otro compañero, se excusó ella. Qué pena, que durmáis bien. Muchas gracias, respondí, y saluda a Àlex Gilipollez de mi parte. Lo haré. Cuando se alejó con su paso activo y alegre tras darnos dos besos familiares, Marta me preguntó por qué había llamado de ese modo a Àlex Ripollés. Es que así es como se pronuncia en alemán, le expliqué.

En la habitación del hotel, a la vuelta, planteé la posibilidad de hacer el amor como una despedida tierna. Lo hice incluso en términos cómicos. Que mi cuerpo pueda despedirse de tu cuerpo. Mis manos se despedirían de lo que han acariciado tanto tiempo. Mi polla decirle adiós a tu coño y mis manos a tu culo. Mis labios se despedirían de tus labios y de tu piel. Piensa en ellos, la separación también les afecta. Pero Marta se negó, por favor no me hagas esto ahora. Tomó mi propuesta como un sarcasmo desesperado. De hecho, al acostarse impidió que la viera desnuda, adquirido un pudor sobrevenido que me causó excitación más que la pretendida distancia. Negaba así también a mis ojos la posibilidad de despedirse de su cuerpo, de ese cuerpo que había sido el paisaje cotidiano más querido para ellos y la sustancia primordial de su alegría en el último lustro.

Mi orgullo herido, más por esa negativa suya de darle a la última noche el valor real de última noche juntos, de oponerse a que nuestros cuerpos se dijeran en silencio las cosas que querían decirse después de tanto tiempo de dulzura y buen trato, me envaneció. Fue vanidad lo que me llevó a darme la vuelta con mi edredón particular y anunciar: mañana no volveré contigo. No cogeré de vuelta ese avión a casa, porque ya no tenía casa ni ciudad ni patria.

Dormimos a ratos, interrumpidos a veces por la presencia desvelada del otro, tan cerca pero ya camino de tan lejos. La rabia contra mí mismo por haber sido incapaz de presentir su ánimo, su renovada relación, me inflamaba. ¡Cuánto ignoraba de ella creyendo conocerla! Ni tan siquiera había sabido leer en sus ojos y en su actitud la alarma de ese reencuentro con su antiguo novio unos meses atrás. Luego recuperaba el sueño y me cruzaban por la cabeza recuerdos de los años compartidos, imágenes inducidas por la nostalgia o el despecho. Los edredones separados terminaron por ser una cama cortada a cuchillo.

Por la mañana la escuché ducharse y preparar su maleta con tiempo. Marta hacía las maletas como casi todo en la vida, con orden y precisión. Para alguien con tan estudiada planificación esta ruptura tenía que haber sido torturadora. Me sacudió cariñosa y le repetí ve tú, yo me voy a quedar unos días. Trató de convencerme, incluso cuando llamaron por teléfono para advertir que el coche de la organización estaba listo para llevarnos al aeropuerto. No me moví. Era temprano y no tenía ganas de salir de la cama. Podía entenderse como una pequeña venganza. Dejar que ella hiciera el viaje a solas, el viaje que ella había emprendido. Creo que Marta ya no podía llorar más y hubo un gesto de cansancio, de boxeador derrotado cuando acercó sus labios a mi cara y me besó para despedirse. Era aquél nuestro último beso en los labios. Me tapé la cabeza con la almohada, pero la escuché salir. La puerta al cerrarse sonó con un acompañamiento eléctrico. Pensé que eran las fotocélulas y me pareció un pensamiento ridículo e inoportuno, una curiosidad tecnológica fuera de sitio.

A las doce en punto una camarera quiso hacer la habitación. Habían llamado quince minutos antes para advertirme desde recepción que tenía que dejar el cuarto. Les dije que lo sabía, pero ignoré el aviso. La camarera cerró la puerta con educación y avisó de que volvería en diez minutos.

Bajo la ducha me sorprendí llorando y excitado. ¿Se puede estar roto y empalmado? ¿Qué dicen las canciones de eso? Salí a recuperar el teléfono móvil de la mesilla. Volví al baño y me senté sobre el retrete cerrado, busqué entre la colección de fotos y vídeos breves de la memoria del teléfono. Allí estaban, dos o tres fotos de Marta desnuda al amanecer en un memorable recorrido por su cuerpo. Habría tiempo para destruirlas, pero ahora era un recurso para suplir lo que la realidad me negaba. Me puse de pie mientras con la mano derecha me sacudía la polla y con la izquierda saltaba adelante y atrás entre esas fotos de un domingo feliz ya perdido para siempre. Me apoyé en el cristal de la ducha. Seguía cayendo agua cada vez más caliente. Cuando me aproximaba al éxtasis envuelto en el vapor, el móvil se me escurrió de la mano y fue a dar al fondo del plato de ducha. Tardé en reaccionar y corrí a recuperarlo de entre el agua hirviendo. Me escaldé la mano, pero igual me apresuré a descomponer el teléfono y colocar sus piezas bajo el vendaval portátil del secador de pelo.

En la calle encontré un supermercado y compré un kilo de arroz y metí el móvil en la bolsa. Le había oído contar a una de mis hermanas que había salvado su teléfono con ese método cuando se le cayó en la taza del váter mientras contestaba mensajes. Había que verme sujetando en el aire el saco de arroz mientras caminaba. En la recepción del hotel se prestaron a guardarme la maleta hasta que encontrara otro lugar más asequible en la ciudad para pasar la noche. La sala de desayunos ya estaba ofreciendo las primeras comidas del día, así que pese al hambre me quedé sin desayunar.

La calle estaba animada a esa hora y el frío era soportable gracias a unos caritativos rayos de sol. Comí un pedazo de pizza en un local de basura para comer abierto veinticuatro horas. Celebré de una manera sutil mi libertad hasta que llegó el derrumbe. Fue casi al final de la tarde, cansado, después de merodear por tiendas de muebles de diseño, librerías y un local de vinilos. Buscaba nada y miraba los tejados de las casas y las fachadas con atención de estudiante de arquitectura. Esquivé a algunos mendigos cuando crucé por los jardines del antiguo botánico y cada vez que oía español, lo que era frecuente, cambiaba de acera siempre con el móvil sumergido en la bolsa de arroz de mi mano. Había estudiantes jóvenes que soñaban con un trabajo en el primer mundo ahora que la economía de nuestro país estaba en crisis. Había leído que los alemanes quería implantar una corrección a la libre circulación entre europeos. Si no conseguías trabajo en seis meses podían expulsarte. Me imaginé deportado, con ese trato que se dispensa al visitante cuando trasciende la agradable visita corta del turista y carece de dinero y plan de vida. Un mundo cainita y agresivo, regido por guardias de aparcamiento que en cuanto dejas de cotizar te expulsan del paraíso. Miré embelesado los tranvías al pasar, hasta que pensé que quizá también mirar sin más fuera ilegal.

Marta había sido la luz de mis días, la fuerza para sostenerme en actividad y pelear por los proyectos cuando ya nadie los solicitaba. Marta era la expresión de mi suerte y con ella al lado me sentía invencible y afortunado. Me gustaba bromear con su nombre y decirle que venía de Marte para rescatarme, para fugarnos juntos. Marta viniste de Marte. Marta fue mi exilio, mi planeta de acogida en un tiempo en el que nos sentíamos expulsados de nuestra ciudad, desamparados, desahuciados del hogar. En días de intemperie, cuando la economía teñía todo de perdedores y ganadores, Marta fue un país de acogida. Pero ahora me quedaba fuera del sistema solar, sin brújula, a la deriva, en proceso de congelación sin un calor que salvara.

¿Estás bien? ¿Estás llorando? Cuando levanté la cabeza vi a Helga inclinada hacia mí, como quien se asoma a la boca de un pozo. Yo había hundido mi cabeza en las manos, apoyados los codos en las rodillas, y puede que llorara o sólo tratara de soportar la humillación. Mis pies estaban helados y la nariz enrojecida moqueaba por culpa de lo que yo creía que era el frío y puede que fuera la tristeza. Pero estás helado, ¿te pasa algo? ¿Y tu novia? Al levantar el rostro me colgaba un moco como una estalactita y ella me prestó un pañuelo de papel.

No, es que me he quedado solo. Para mi sorpresa, Helga pareció entender la ambigüedad de la frase. Una frase que era cierta sin importar el matiz con que ella la tradujera. Me he quedado solo. ¿No tenías hoy el vuelo? Sí, pero he decidido pasar unos días más en Múnich. Venga, ven, levanta de aquí. ¿Por qué no vienes al congreso? Helga comprendía sin que yo le explicara demasiado, tenía esa experiencia acumulada de quien no necesita indagar para intuir lo oculto. En veinte minutos tenemos la mesa redonda. ¿Por qué no te unes? Unirme era buena idea. Unirme a lo que fuera.

¿Y eso qué es? Al ponerme de pie, Helga señaló la bolsa de arroz que reposaba en el banco. La levanté y sumergí mi mano entre los granos para sacar el móvil. Helga sonrió, pero de inmediato consultó su reloj. Corre, llegamos tarde, me urgió. Caminando a su lado probé a prender el teléfono. Nada. Tan sólo la negra pantalla que reflejó mi cara triste, mi cabello despeinado, el filo de mi abrigo a la altura de los hombros. Si necesitas llamar puedes usar mi móvil, me ofreció Helga. No, gracias, no tengo a quien llamar.

Cuando me cedieron la palabra, después de anunciar mi feliz incorporación inesperada a la mesa redonda, ya había escuchado las argumentaciones de mis colegas, también jóvenes y también prometedores, a la pregunta inicial, ¿para qué sirve un paisaje? La confusión de idiomas esterilizaba la conversación al modo de una discusión en la ONU, pese al esfuerzo de tres traductoras. Àlex Ripollés alzó las cejas al verme llegar con Helga y sumarme a la mesa. Junto a él participaban una joven bengalí tan nerviosa que no dejaba de moverse igual que si estuviera sentada sobre una mecedora, un intenso nigeriano vestido con el sokoto y la buba amplios y el sombrerito fila y, por último, un coreano tímido y obeso. Àlex acababa de presentar su proyecto de Parque Chernóbil, consistente en recrear el día de la catástrofe de la central nuclear de Ucrania en un rincón de Barcelona repleto de motivos de aquel exacto tiempo. Al parecer el día de la fuga radiactiva coincidía con el día de su nacimiento, en abril de 1986, y contaba que la intención de su proyecto era contrastar vida y muerte y la idea del tiempo detenido. Hubo aplausos al terminar su discurso.

Àlex me miró con gesto irónico desde su atractivo incontestable cuando comencé a hablar. Dije: yo no sé para qué sirve un paisaje. Porque un paisaje es un hermoso jardín inglés pero también la valla para frenar inmigrantes africanos de Melilla. Creo que fue Robin Lane Fox el que preguntó en su clase de Oxford para qué servía un jardín y se encontró con la respuesta maravillosa de un alumno: para besarse. La vida transcurre en lugares y nuestro oficio no puede evitar que esos lugares se asocien a las experiencias personales de cada uno. En el mismo parque dan tus hijos sus primeros pasos o se muere tu abuelo de un infarto. A veces intento imaginar en lo que pensaba Olmstead cuando diseñó los jardines de Central Park en Nueva York, pero él podía transformar la gran urbe y nosotros trabajamos en un estadio distinto de la evolución de las ciudades, trabajamos sobre lo ya hecho, vamos al rescate. Me gustaría que los lugares nos hicieran descubrir el mundo oculto a nuestros ojos. Porque necesitamos volver a mirar el mundo real, no vagar por la ficción, ni levantar una fantasía, ni permanecer evadidos. Necesitamos un espejo pero curativo, volvernos a enamorar de nosotros mismos, de nuestro hecho concreto y humano, por defectuoso que sea. Yo no tenía ni pensado ni ensayado el discurso, pero consideraba correcto defender la idea de mi propuesta de jardín con una teoría general del paisaje como referente arcaico, puede que en desuso frente al esplendor tecnológico y la ingeniosidad de otros concursantes. No podemos permitir, proseguí, que la arquitectura y el urbanismo sean divertidos para quienes lo practican pero inapreciables para quienes lo han de padecer. La modernidad, la modernidad cierta, es encontrarnos de nuevo a nosotros mismos y descubrir la casa, la calle, el tiempo, el amanecer, el atardecer, el sol, las nubes, lo orgánico. Puede que me empezara a sentir ridículo, pero ayudaban las interrupciones en las que Helga me traducía al alemán. Me renovaban las fuerzas. Siempre me acuerdo, continué, de algo que le oí decir a Buñuel, que sostenía que era ateo, que no creía en Dios salvo en el dios inventado por los hombres, en la mentira que ponían en pie para consolarse. Pero que frente a la ciencia y la tecnología, como soluciones de alta precisión para todo, prefería, con mucho, la chapucera idea de Dios.

Cuando terminé, Àlex Ripollés bromeó con mi discurso. A ratos parecía más bien una lección de religión, ¿de verdad prefieres a Dios antes que un buen teléfono móvil? Todo lo que has dicho me ha sonado un poco a tratado de jardinería como autoayuda. El público rió cuando Helga lo tradujo. No estoy de acuerdo en absoluto, aunque sinceramente me encanta el proyecto que has presentado a concurso, esos relojes de arena para sentarse a mirar el tiempo pasar. Pero él prosiguió, nuestro oficio no es consolar al ciudadano, los espacios públicos no son plantas de rehabilitación, nosotros tenemos que sacudir a la gente, bambolearla, increparla. Nunca calmarla, sino todo lo contrario. Hay que desafiarlos, agitarlos, golpearlos, incomodarlos. Helga traducía casi al tiempo que Àlex hablaba.

¿Ah, sí? ¿Eso es lo que te gusta? ¿Ésa es nuestra labor? Vamos a probarlo, le interrumpí. Déjame probarlo contigo, dije, y me levanté del asiento y comencé a sacudirlo por las solapas, a agitarlo, a bambolear su silla con ruedas. Esto es lo que tú crees que debemos hacer con la gente, ¿verdad? Lo que estoy haciendo yo ahora contigo. ¿Sabes lo que siempre he deseado hacer con una película cruel donde los personajes son humillados y vejados?, aplicarle esa disciplina al director, al guionista. Helga iba tarde en la traducción de mis palabras, pero los espectadores ya no prestaban atención a lo que decía, sino a mi violencia incruenta y fuera de lugar. Ella se rió, entre la incomodidad general. Àlex Ripollés no se resistía, pero estaba tenso tras su aire aseado y de relajada superioridad. Delante de Marta no había estallado y la soledad es siempre un rincón para la autocompasión y la lágrima, pero aquel auditorio invitaba a mi arrebato furioso.

Toda esa rabia destilada la pagó Àlex Ripollés en la mesa redonda, que pese al nombre no incluía mesa ni redondez ninguna salvo la del joven diseñador coreano cuyo tono de voz era idéntico al de un niño de seis años. La ira culminó con mi gesto desafortunado de empujarle en la silla rodante. Estábamos situados sobre una tarima que elevaba quince centímetros nuestra charla sobre el poco público presente. Con mi empujón, la silla rodó hasta el borde y cayó al corto abismo. Àlex Ripollés se dio de bruces contra el suelo y la silla le golpeó un instante después. Se hizo un silencio de tanatorio. Parte del público y dos ponentes ayudaron al caído a ponerse en pie. Àlex Ripollés tranquilizó a todo el mundo, dijo estoy bien. Alguien trajo la silla vacía de nuevo a su posición en la tarima. El moderador del acto me recriminó la actitud con palabras duras, sonaban en su alemán a pedruscos de lapidación. Mejor no te traduzco, me dijo Helga, es mejor que te vayas. Perdón, quiero pedir perdón, sólo estaba tratando de demostrar mi punto de vista. Preferí dejarlo ahí, porque las miradas de todos alrededor eran de enorme desprecio y algo de miedo.

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