Blitz

Blitz


Enero

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Abandoné la sala con pasos arrastrados. Salí del corazón del palacio de congresos de ladrillo rojo y busqué la calle más transitada. Intenté volver a encender el teléfono móvil pero nada dentro de él respondía a mi desesperación. Caminé por la calle comercial, hasta un cine cercano de dos salas llamado Kino Rio. A su lado un puesto de fruta y detrás una tienda de telefonía. Empujé la puerta y esperé a que me atendiera un joven atareado con otro cliente. Todos los anuncios que rodeaban el expositor de móviles presentaban mujeres y hombres jóvenes y bellos, en el mundo de la conexión permanente. Cuando el chico quedó disponible le tendí el móvil y le hice entender mi accidente doméstico en la ducha, eludiendo la masturbación. Meneó la cabeza, extrajo la batería y luego admitió su incapacidad para arreglarlo. Elegí entonces, en un gesto de supervivencia, el teléfono más rutilante de todos los que exponía en la tienda. Quiero éste, afirmé. Eine gute Wahl, dijo él. Buena elección.

Con renovada fuerza, que sólo inyecta el consumo, volví al palacio de congresos. Tenía que excusarme, pedir perdón a todos. Cuando entré aún terminaban los parlamentos de los invitados. Alguien había apartado mi silla vacía. Me senté al final de la sala, en la última fila. Saqué el nuevo teléfono de su caja y cambié la tarjeta desde el mío. Mi cuenta bancaria había quedado a cero, pero era urgente empezar a recuperar mi sitio en el mundo. La batería estaba descargada. Tenía que encontrar algún lugar donde enchufarlo. Miré alrededor, pero entonces terminó el diálogo. Aguardé a que Àlex Ripollés enfilara hacia la puerta y fui a su encuentro, le tendí la mano. Lo siento. Pero ni siquiera me miró, tan sólo susurró un vete a la mierda.

El director del congreso se acercó y me dijo algo en alemán que no entendí. Helga nos observaba mientras caminaba en mi dirección. Con un gesto compartí con ella mi incomprensión ante las palabras del hombre.

Sólo ha dicho algo sobre tu comportamiento, me explicó ella. Algo así como las maneras que has usado te quitan la razón. Die Manieren, deren du dich bedient hast, setzen dich ins Unrecht. Die Manieren es tu modo de comportarte. Recht haben es como decimos tener razón. Así que ins Unrecht setzen podríamos traducirlo como quitar la razón. Un poco complicado, la verdad.

Me hizo buen efecto la prolija explicación de Helga. Transformar el momento en una clase de alemán le quitaba gravedad a mi conducta. Se quedó allí plantada. ¿Estás bien, seguro? Yo asentí con la cabeza, creo que me disculpé de nuevo. Se te habrán acabado los vales de comida. ¿Quieres que te lleve a cenar a un sitio rico? Te invito. No, no, traté de negarme. Lo que menos necesitaba ahora era la piedad de los desconocidos. Venga, no te vas a quedar por ahí solo.

Fuera estaba oscuro y Helga se rearmó con el abrigo para luchar contra el frío. Fuimos caminando por la avenida, lejos del palacio de congresos. Si te gusta el chucrut puedo llevarte a donde hacen el mejor de la ciudad. Yo asentí sin demasiada euforia. Por primera vez caí en la cuenta de que Helga era esbelta y que su cara conservaba una expresión infantil superados los sesenta. Tenía arrugas alrededor de los ojos y encima del labio superior, pero torcía la sonrisa con una pose irónica que transmitía confianza en sí misma. El pelo era del color de la ceniza y lo llevaba recogido con naturalidad en una cola de caballo baja, despejada la frente amplia, con cejas muy finas y una nariz poderosa que venía a coronar toda una declaración de personalidad. Debió de ser muy guapa de joven, y ese pensamiento se me hizo insultante. Guapa de joven es una expresión desafortunada, me corrigió una vez un profesor de la facultad durante una conversación informal. De joven se es joven, la belleza transita por otro carril. O debería transitar por otro carril, me explicó. Cuando estuve a punto de resbalar en el hielo, Helga me tomó del brazo con agilidad. Cuidado, a esta hora se hielan las aceras.

Agradecí el calor del restaurante a rebosar y la cerveza que nos tomamos en la barra mientras un camarero cómplice con Helga nos encontraba hueco entre las mesas de madera. Quedamos rodeados de bávaros ruidosos. Yo presté atención a las conversaciones ajenas, a veces más al bailoteo del bigote que a la frase en sí, al tono bravo de sus disputas cordiales pero encendidas. Lo hacía también por evitar entablar una conversación incómoda con Helga, que pidió de cenar pero apenas probó bocado mientras yo engullía la variedad de salchichas sin poder evitar la idea infantil de que eran penes y entregado al esfuerzo de imaginar el rostro de sus dueños a partir del miembro amputado. Ella me traducía algunas bromas que todos reían y explicaba a quien se interesaba por mí que yo era español. Por cierto, ¿de dónde eres? De Madrid, dije. Ah, Madrid me encanta, qué ciudad. Hace mucho que no voy, pero me gusta caminar por el barrio de la Ópera, junto al Palacio Real. Me gusta mucho la ópera, dijo. Me explicó que había entrado en una coral tres años atrás y que después de toda una vida convencida de que cantaba horriblemente mal estaba orgullosa de los elogios de su profesor. Toda la vida acomplejada y al final resulta que cantaba bien, me dijo con una sonrisa. ¿Ah, sí? ¿Y qué cantas?, le pregunté. Una vez fuimos a Madrid a cantar Schubert. Y sin ningún rubor entonó, con voz queda, algo que podría ser un lied de Schubert si yo hubiera sabido identificarlo. Luego volvió a hablar con naturalidad. Al lado de la Ópera en Madrid se pone siempre un mimo muy divertido que se burla de la gente que pasa, me contó. Se sorprendió al ver mi gesto horrorizado. Le expliqué que odiaba a los mimos. No me preguntes por qué pero me alteran, me sacan de mis casillas, son una mezcla de payaso trágico y árbitro amanerado que despierta mi agresividad. Y cuando hacen eso del cristal.

Imité entonces la rutina del mimo ante una pared de cristal. Ella se rió. Lo haces muy bien. Sí, me podría ganar la vida de mimo español en Alemania. Así además no habría problemas con el idioma. Claro que ahora no quieren españoles sin trabajo por aquí, sólo quieren ingenieros. Bueno, tú eres arquitecto. Sí, la verdad es que una de las salidas profesionales de la arquitectura ahora mismo en España es ser mimo callejero, es de lo que más nos estamos colocando. Helga respondió a mi tono de broma. Claro, el mimo crea arquitecturas invisibles. Exacto, como yo, le aseguré. Todo lo que creo es invisible, nunca jamás se lleva a cabo. Ella se rió con generosidad. Deberías ser actor, añadió a modo de oscuro elogio. Marta era actriz, dije.

Al pronunciar el nombre de Marta fue fácil verme ensombrecer bajo la borrasca de recuerdos. Con cierta impudicia respondí a las preguntas de Helga sobre nuestra relación y la ruptura inesperada. No me costó desbordarme un poco para contarle las últimas horas juntos en Múnich, al fin y al cabo hasta ese momento no había podido compartirlo con nadie. Lo complicado era disimular la tristeza. Bastaron dos o tres indagaciones de Helga sobre nuestro pasado común para que yo le soltara un monólogo inacabable que se remontaba al comienzo de nuestra relación, la tristeza de ella por el abandono de su novio cantante uruguayo y mi esfuerzo para que recuperara la felicidad, nuestro trabajo juntos, la convivencia, los días malos, los días buenos. Está obsesionada con los veintisiete años, desde que los cumplió le ha dado un ataque de melancolía, convencida de que la vida se le escapa entre los dedos, y se reconoce angustiada. Mi impresión es que la ruptura y el volver con su antiguo novio tiene que ver más con eso, con una crisis personal, que con algo de nuestra relación.

Oh, vamos, me cortó Helga, que para entonces había bebido bastante vino blanco. No me puedo creer que nadie tenga una crisis a los veintisiete años. Entonces, ¿qué deberían hacer las mujeres a los cincuenta y siete? ¿Organizar un suicidio colectivo? ¿Y yo?, que tengo sesenta y tres. Me hizo reír y luego siguió hablando sobre las mujeres y el paso del tiempo y las dificultades para convivir en pareja y entonces me dijo todo este dolor que ahora sientes, te hará crecer. Yo no quiero crecer más, ya soy suficientemente alto. Pero ella ignoró mi broma. Puede que mis limitaciones para hablar en inglés tuvieran la culpa. A mí me relajaba el tener que expresarme de un modo tan primario en una lengua que me era ajena. Te hará mejor, siguió diciendo ella. El dolor es una inversión. Yo negaba con la cabeza, abatido, incapaz de encontrar el sistema bancario donde especular con todo el dolor desencadenado dentro de mí.

Consciente de que era difícil sacarme del ensimismamiento, Helga me habló de asuntos prácticos. Dónde estaba mi maleta, si tenía hotel para pasar la noche, si había pedido cambiar mi billete y cuándo pensaba regresar. Lo mejor es que estés con tus amigos ahora, con tu familia, con la gente que te quiere. Pero yo pensaba que ese círculo lo presidía Marta. Nos fuimos emborrachando mientras le hablaba de mi familia, de mis hermanas, que eran todas bastante mayores que yo, porque fui un niño inesperado, que llegó diez años por detrás de la última de las cuatro. Poco podrían ayudarme ellas en una situación así. Le dije que pensaba encontrar un hotel barato y pasar unos días más en la ciudad, retrasar la vuelta a Madrid, donde al llegar tendría que encarar la separación, el abandono del piso. Le conté que no tenía billete de vuelta y pensé por primera vez en el coste de mi despecho, en mi estúpida compra de un móvil carísimo. Cuando llegó la cuenta, Helga se adelantó a pagar, resuelta. Prometí invitarte. Pero déjame hacerte una pregunta que me da curiosidad. ¿Tú crees que Marta, cuando te envió el mensaje por error, eso que me has contado, en realidad se equivocó? Me sorprendió la pregunta. A ver, lo más normal es que se equivocara al enviarlo, pero también la equivocación le ahorraba darte muchas explicaciones, contártelo todo. El mensaje fue una estrategia. ¿No lo crees? ¿No crees que ella se equivocó a propósito para ponerte al corriente?

No lo había pensado, confesé. No tenía una respuesta para esa duda. Ya nunca presenciaría los esfuerzos de Marta por contarme las novedades de sus sentimientos. Hagamos una cosa, yo no vivo lejos de aquí. Ven a mi casa esta noche y mañana recuperas la maleta y tratamos de resolver con la organización del congreso lo de tu billete de vuelta. A lo mejor te pueden pagar otro o por lo menos conseguirte un vuelo barato, tienen acuerdos promocionales con varias compañías. Le di la gracias, pero me negué a todo durante cinco minutos. En la calle continuaba sin aceptar ninguna de sus propuestas, pero la seguí hasta la parada de taxis y subimos al primero disponible.

Entrar en su casa, pese a la euforia alcohólica, me obligó a extremar la prudencia. ¿Estaba pasando algo entre nosotros que yo no procesaba? Helga se mostraba cómoda, pero la idea de que estuviera seduciéndome se me antojó grotesca. Tan sólo era amable conmigo. Una mujer como ella tenía que sentirse concernida después de encontrar a un español llorando en un banco de la calle y luego verle empujar por el escalón del escenario a un colega arquitecto paisajista durante una mesa redonda. Con el aspecto de jubilada animosa que colaboraba de voluntaria en el congreso de paisajismo, su actitud era más bien una oferta amable de hospitalidad antes que un flirteo a destiempo. En la pared del salón había un enorme cartel de Der letzte Mann de Murnau y dos cuadros abstractos perdidos en la penumbra.

¿Vives sola?, pregunté, y ella me invitó a sentarme. No, no, y me señaló un gato que en ese momento se rozaba contra sus zapatos, de un gris absoluto. Lo tomó en brazos y le acarició entre los dos ojos. El gato no dejó de mirarme, con una mirada, más que humana, inteligente. Se llama Fassbinder, me explicó. Helga me ofreció de beber y al final nos inclinamos los dos hacia el vodka. Acababa de recibir de regalo una botella de vodka polaco que trajo la chica que limpia la casa y ella apenas bebía ni tenía invitados a menudo. Cuando brindamos me explicó que vivía sola desde hacía más de quince años, cuando su marido y ella se separaron. Yo también he pasado por tu situación de ahora. Intenté esforzarme por valorar lo trágico de su separación, una mujer mayor abandonada por el marido de toda la vida, pero el sentimentalismo es egoísta, es un nacionalismo del yo, que siempre te hace más víctima, más perjudicado, más importante que cualquiera.

Tenían dos hijos. El mayor, Volker, de casi cuarenta años, y la pequeña dos años menor, se llama Hannah. Tu marido te dejó por una jovencita, seguro. No, no, trabajaban juntos, tenían la misma edad. Bueno, ella tiene mi edad más o menos, mi marido es cuatro años mayor que yo. Vivieron una historia de amor muy trabajosa, que les llevó años reconocer y confesarme. Fue un momento muy triste para mí, pero sobre todo por quedarme sola. Agitó de nuevo la botella de vodka en el aire y vi la brizna de hierba en el fondo, también solitaria. Pero nos llevamos bien y en navidades siempre me presta su casa en Mallorca. Compramos una casa en Mallorca, en una cala preciosa, se la quedó él, yo me quedé con este piso cuando repartimos propiedades. Pero aún voy a pasar allí todos los fines de año. ¿Vas con tus hijos? No, no, todos tienen otros planes para Navidad, sólo les gusta Mallorca en el verano, con el sol y la playa. En fin de año van a la nieve. Yo prefiero la playa en invierno. Yo también, le dije, pero en realidad era Marta la que prefería las playas en invierno, le gustaba más pasear por la arena tirando de las mangas de un jersey que en bañador. Tengo cinco nietos, no te creas. Había perdido el hilo de su conversación, pero silbé cuando escuché lo de los cinco nietos y el gato giró el cuello desde la alfombra para mirarme, algo incordiado. ¿Tú y Marta tenéis hijos?

La pregunta me resultó sorprendente. ¿Hijos? Marta y yo habríamos tenido hijos en un tiempo, seguro, cuando las economías fueran mejor y nuestros trabajos más suculentos. Yo quería tener hijos, pero ella era un poco más joven, le detallé sin demasiado motivo. Cuando le decía a Marta, expliqué en mi inglés tentativo, que el mundo necesitaba que ella tuviera hijos para mejorar el paisaje humano, se reía de mí, me decía que era una idea muy infantil y romántica. Los niños no pueden tener niños, le conté que me decía Marta para provocarme. Helga se rió. El amor es siempre infantil, ¿no? ¿Y qué? Seguro que la primera persona que cortó una flor y se la regaló a alguien se comportó como un estúpido romántico. Para ser un estúpido romántico hay que ser valiente. Aunque la estaba mirando, abrí los ojos hacia Helga, sorprendido por la firmeza de la sentencia que acababa de pronunciar. Abrí los ojos aunque estaban abiertos. Reparé en ella con un desperezado interés, en lugar de mirarla al través, que era lo que había hecho desde que la conocí. Recuerdo cuando mi marido me dijo en la primera cita juntos una cursilería, pero que me encantó. Deine Augen sind wie die Karibik. Algo así como tus ojos son del color del mar Caribe, me tradujo Helga. Tuve que darle la razón al marido, tantos años después de aquella primera cita, porque sus ojos seguían brillando con un turquesa transparente. Yo me eché a reír cuando me lo dijo, pero prefería esa cursilería a tantos años que vinieron después sin esa febrilidad que entonces te parece ridícula, aseguró Helga. ¿Febrilidad?, existe esa palabra en inglés, me preguntó Helga, que a menudo pronunciaba palabras en inglés con una sutil duda. Sí, claro que existe, le dije, y si no la inventamos.

Sería complicado detallar nuestra conversación posterior. Saltábamos entre asuntos, lo mismo yo le explicaba mi rencor hacia Àlex Ripollés, acumulado en otros concursos, que ella me contaba su primer ataque de rabia con la separación, cuando rompió todas las fotos en que aparecía su marido y luego pasó meses tratando de recuperarlas de viejos carretes o álbumes de sus hijos. Es idiota atacar tus recuerdos, sería igual de estúpido que pisotearte la mano porque un día acarició al amor perdido. Y yo dije que sí sin demasiada convicción. Que todo acabe mal es una condición inherente al hecho de estar vivo, afirmó ella como si recordara la frase exacta de algún libro.

Helga era divertida y cuando sonreía se le relajaba la tensa mandíbula. Se burlaba de mi estado de ánimo, en el fondo echo de menos sentirme tan herida como te sientes tú ahora. Me contó que cuando me había encontrado en el parque, solo, sentado en el banco, le había hecho pensar en su padre. Mi padre era ruso y vino a Alemania antes de la guerra, sin conocer a nadie. Tenía las manos como tú. Siempre fue más ruso que alemán. Mi madre lo domó un poco, lo alemanizó. Levanté el vaso y la invité a chocar su vodka con el mío en un brindis. Na zdorovie!, dije con la conciencia súbita de una compañía, allí en el desierto.

Yo también debería quedarme a vivir en Alemania, añadí en el momento en que terminó de contar la decisión de su padre de emigrar. Ni se te ocurra, aquí los españoles os ponéis mustios, como las plantas sin sol. Este país es muy organizado, pero no es tan libre. Yo a veces tengo la sensación de vivir dentro del mecanismo de un reloj, vosotros los españoles vivís flotando en el aire, tiene sus problemas, pero es más, no sé, buscó la palabra, más eufórico. La tragedia de un español es que no puede ser feliz en ningún otro país del mundo, dijo. El español es su clima. Conozco a algunos de Mallorca que se vinieron aquí a trabajar, mi padre era diferente, se quedó aquí por mi madre. Porque mis padres se querían de una manera asombrosa, siempre me ha marcado cómo se querían. Yo aspiraba a fundar una pareja similar a la de mis padres. Era casi una ensoñación, un deseo. Y aunque era infeliz con mi marido, para mí era fundamental seguir juntos, me agarraba a esa imagen de mis padres, que era la que quería emular. La de mi padre poniéndole a mi madre esas viejas canciones rusas en el tocadiscos de casa, y Helga guardó un silencio rememorativo. Supe sin que ella me lo dijera que los ojos eran heredados de su madre, tenían que serlo. Por eso el día que mi marido se decidió a dejarme, después de mucho tiempo de engaño y de mentirnos, mi decepción mayor era reconocer que no había sido capaz de sostener una vida reflejo de la de mis padres, una pareja así. Mi mundo ideal se derrumbaba, pero yo me mentía a mí misma, de eso no tengas dudas. Como te mientes tú ahora. Porque lo que nos hiere no son las personas, sino ver destrozados nuestros ideales, y eso nos hace añicos.

¿Y después no te volviste a juntar con nadie? Mi pregunta se quedó en el aire unos segundos. Es complicado, los hombres buscan sexo en las mujeres, sólo sexo, pero no quieren nuestra compañía, nuestra conversación, compartir cosas de verdad, no quieren eso. Ya, dije yo, incapaz de sacar la cara con un buen argumento por la mitad del mundo que dependía de mí como abogado defensor en ese momento. Bueno, dijo Helga, tuve las aventuras típicas del despecho. Me liaba con alguien, algún amigo suyo, pero sólo para joder a Götz. Götz era mi marido. Yo reí. Joder a Götz, qué buen título para una película. Luego pensé que yo también pronto hablaría de Marta siempre en pasado. Marta era, Marta hacía, Marta decía. Sí, me consoló Helga, no te preocupes porque hablarás en pasado de casi todo. Señalé una foto en blanco y negro apoyada en la estantería de una joven hermosa, sentada en el suelo con las rodillas recogidas casi a la altura de la barbilla. ¿Era tu madre?, pregunté. No, era yo. Reparé en esa rara expresión de pasado y presente en una misma frase: era yo. La vaharada de aquella belleza juvenil se posó sobre ella con un silencio espeso y nostálgico que a la luz de la lámpara lejana la hizo atractiva y junté mis labios con sus labios y la besé con levedad. Ella no rechazó el beso, pero cuando quise llevarle la mano a la nuca y atraerla hacia mí, me detuvo con energía. Me posó su otra mano sobre la boca para empujarme hacia atrás. No, no, no hagas esto. ¿Te imaginas el ridículo? No, no, yo ya no estoy para romances, de verdad, no te equivoques. Yo ya me he despedido de eso. Te he traído aquí para que no te quedaras allá tirado en la calle, no para seducirte. Se me arrugó la sonrisa como se arruga un paquete de cigarrillos al terminarlo. Hablemos, háblame de tu trabajo, de tus proyectos.

Me sentí ridículo e incómodo. Negué con la cabeza e intenté sonreír. Traté de explicarle durante un rato lo que me había llevado a mi oficio, a estudiarlo, a quererlo desempeñar, hasta que logré aburrirme a mí mismo. Lo mejor es que nos vayamos a dormir, dijo ella. Hemos bebido demasiado y me parece que se te nubla la razón. Tú tienes que arreglar muchas cosas de tu vida, como para meterme a mí en ese lío que tienes ahí dentro, y tocó mi frente con la punta de su dedo. Me sonaba a una madre dando consejos, pero con un punto de ironía casi hiriente, y ese acento alemán que concedía autoridad a todas sus frases en inglés. En un momento dado sospeché por su gesto desprendido que se burlaba de mí. Mañana se reiría con sus amigas. No traigo a un joven a casa y él va y se lanza a besarme, increíble, ¿verdad, Greta? Pero en qué coño piensan los jóvenes de hoy, estos españoles son unos descarados. No son más que africanos ofreciendo sexo a unas turistas alemanas maduritas, como le pasó a Inge en Kenia.

De pronto me sentía violento. Avergonzado, la seguí hasta el cuarto de invitados, antiguo dormitorio de su hijo. Me señaló el baño y cuando terminé de soltar una meada caudalosa y desbordada me esperaba a la puerta con dos toallas plegadas. Volví a sufrir al verla allí plantada, seguramente había esperado más de la cuenta a que yo terminara de mear ese torrente acumulado en la vejiga. Helga llevaba un vestido que dejaba admirar sus pechos, el contorno del sujetador que los sostenía como un postre en su bandeja, y me excitó tanto la vena morada y fina dibujada en su seno pálido que la besé de nuevo, pero ahora ya no le permití controlar la distancia. Tiré las toallas de sus manos. Ella posó los brazos en mi cintura y me atrajo al contacto de su cuerpo. Yo me había quedado en manga corta y ella introdujo la mano hasta el hombro en una caricia que se transformó en el arañazo leve de sus uñas. Reculé hasta llevarla a los pies de mi cama y la senté y me desnudé ante ella, deprisa, en cuatro espasmos, sin apenas tocarle más que el pelo una vez para retirarlo de su rostro.

Desnudo frente a ella, yo de pie y ella sentada, me ofrecía para su deseo, quería ser una especie de regalo desenvuelto. Helga interpretó por la posición que yo pretendía que me chupara la polla, así que se movió con sutileza para dejar claro que no lo iba a hacer. Me tomó de la mano y me tumbó sobre el colchón. Ella se colocó sobre mí, más bien a mi costado. Fue desnudándose con torpeza y dificultades. Mi ayuda sólo servía para complicar las acciones, pero ese proceso laborioso se volvía divertido y hasta excitante.

Aunque plantaba de tanto en tanto su mano sobre mi polla, que crecía sin complejos, había en Helga una timidez casi adolescente. Cuando conseguí bajarle el vestido tropecé con las bragas de alguien que no se ha preparado a conciencia para este ejercicio de desnudez. Pero los estímulos desasosegantes de un cuerpo con imperfecciones evidentes se diluyeron cuando ella misma terminó por desprenderse del sujetador, en cuyo cierre mis dedos habían forcejeado con heroísmo paralímpico. Surgieron dos senos blancos y libres como fruta alcanzada del árbol. Hubo entonces un primer atisbo de fortaleza y hasta orgullo por parte de Helga, que rozó sus senos contra mi pecho, segura de ser deseable y menos retraída que hasta ese momento.

Nos besábamos con besos desordenados que fueron volviéndose más húmedos en cada embate. Su lengua estaba áspera del vodka, pero la mía pastosa de la borrachera. Me desordenó el pelo rizado, creo que en la cena me dijo que le gustaban mis rizos, pero ni ella ni yo pensamos que terminaría la noche jugueteando con ellos y entrelazando los dedos mientras me estiraba con fuerza, supliendo yo al gato como destinatario de sus mimos. Alcanzar el coño de Helga no fue fácil porque ella me apartó la mano varias veces y sin jugueteos. A mí me resultaba urgente proceder a su estimulación, que diría un manual práctico, pero más que nada porque cada vez que sus dedos se aferraban a mi miembro me llegaba una oleada incontenible. Quería que ella se corriera antes para zanjar la disputa de prioridades. Con Marta sucedía así casi siempre. Lograba que ella se corriera sin perder de vista su rostro, que se crispaba, con algo de enfado hacia la pérdida de autocontrol, pero con toda la belleza de su esfinge. A partir de ahí ya no me importaba dejarme manipular, gobernar y finalmente ir. Helga intuyó mi proceso mental porque posó la mano en su sexo y trató de excitarse.

La escena era complicada, la cama pequeña, la colcha se descolocaba sin que tomáramos la decisión de entrar bajo las sábanas. Cuando posaba mis manos en su culo para ayudarla a trepar sobre mí, notaba la carne liberada que se agitaba también en su cadera, que agarré con fuerza. Pero, lejos de atemperar mi excitación o devolverme sin remedio al culo perdido de Marta, tan perfecto y terso que recordaba una manzana, me aumentaba ese grado de delirio de carnalidad en el que estaba sumergido.

Fue Helga quien arrancó la ropa de cama y corrió a meterse bajo las sábanas, con esa timidez que acaso regresa con la edad, al igual que la senilidad trae la desinhibición de los niños. Me sonrió cuando yo me quedé solo desnudo al otro lado del telón, expuesto mientras ella se cubría casi hasta la barbilla. Salté cómicamente dentro entre las sábanas y nuestras pieles volvieron a tocarse, ahora con la doble excitación de estar a cubierto, donde todo sucede fuera de la vista. Me coloqué encima de ella y cuando comencé la prospección para penetrarla me encontré con una firme oposición que no era capaz de vencer. Recuperé los dedos ágiles, conscientes ahora del trabajo que costaba humedecer su sexo, con el tacto invadido por los pelos de su pubis, acostumbrado como estaba al sexo afeitado de Marta y a lo sencillo que era notar cómo sus muslos se empapaban.

Helga detuvo mi mano con su mano y un ligero vuelco de su cuerpo. No, ¿sabes?, llevo demasiado tiempo sin hacerlo. La frase sonó seca, en absoluto a ruego. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás, en la almohada. Claro, dije yo. Acerqué mi polla a su sexo pero sin intención de penetrarla, la rocé allí durante un largo minuto. ¿Y esto se cierra si pasas mucho sin usarlo?, más que a pregunta pretendía que sonara a ironía, pero Helga respondió con una carcajada. Sí, seguro, se cierra herméticamente. Recordé el estante del baño y me levanté despacio, salí hacia allá.

Busqué con la velocidad del ladrón un tarro de crema hidratante que me había parecido ver la primera vez que entré. Había marcas nada familiares, con etiquetas en alemán. Pero encontré la crema de manos y corrí al dormitorio de nuevo. Esto ayudará, dije. Me arrodillé delante de ella y me di algo de crema alrededor de la polla. A ella le divirtió mi acción y manchó las yemas de sus dedos de la crema blanca y comenzó a extenderla con firmeza y habilidad. Su mano resbalaba a lo largo de mi pene y la fortaleza con que se manejaba me excitó tanto que corrí a descubrir sus pechos bajo las sábanas y correrme sobre ellos de manera torrencial. Ella no dejó de acariciarme y luego de exprimirme con la dedicación que se le pone a vaciar el bote de ketchup. Mi semen resbalaba por sus pechos en regueros vivos que corrían hacia las axilas.

Me dejé caer sobre ella, derrotado por la fatigosa recuperación de la gravidez y la consciencia. Noté la humedad compartida, la crema extendida, su sonrisa de nuevo terminada en la barbilla firme, con esa mueca irónica. Nos quedamos inmóviles, mientras se solidificaba el pegamento entre nosotros. Me acariciaba la nuca con la punta de los dedos que escarbaban bajo mi pelo y yo pensé cómo cojones había terminado allí y lo que podía hacer para escapar. A lo arrojado venía ahora a sucederle lo racional, siempre tan incómodo.

Ella balanceó el cuerpo para abrirse espacio, luego dijo espera, y se recolocó. Es probable que yo la estuviera aplastando, así que fui recuperando el lado de la cama hacia el que me vencía, mientras ella de manera tácita guardaba su posición, como si después de la batalla el esfuerzo consistiera en preservar la línea de trincheras. Los dos miramos el techo, en fuga, y ella suspiró con cierta vergüenza. Vaya, ahora viene lo duro, ¿verdad?, bromeó ella. No, dije yo, pero sin acertar a añadir nada.

Mejor me voy y te dejo dormir, propuso cuando me oyó respirar fuerte, mitad por la borrachera, mitad por el cansancio. La noche anterior apenas dormí, me justifiqué. Marta estaba entonces tan cerca pero tan lejos. Y ahora, una noche después, tan lejos pero tan cerca. Yo me había tumbado sobre las sábanas cancelando mi vida activa, pero retuve a Helga cuando quiso salir. No, quédate. Aunque ella agradeció mi frase, negó con la cabeza. Lo siento, se excusó, he perdido la práctica, esto es un poco absurdo para mí. Yo no dije nada y el silencio se adueñó de sus explicaciones. Aún la sujetaba en torno a las caderas, con su vientre abultado bajo mi brazo. ¿Sabes que hace casi doce años que no estaba con un hombre?, me confesó. No jodas, dije. Me arrepentí al decirlo, porque sonó a burla. Intenté que me mirara, pero no levantó los ojos hacia mí. Tantos años sin relaciones sexuales convertía el momento casi en una segunda pérdida de la virginidad. Pese a la borrachera y el agotamiento, puse todo mi empeño en transmitir delicadeza. Al menos la delicadeza que ella merecía.

Acaricié sus muslos destensados. De pronto, todo era una cuesta arriba extenuante. Sentirla cerca, pese a que su perfume era tolerable, se me hacía fangoso. Mi semen se me antojaba frío y desagradable cuando lo encontraba en mis caricias. La presencia sexual era toda incómoda y sucia. Intenté hablar y logramos mantener una corta conversación. Ella se excusó, dijo que seguro que me había encontrado en un momento de debilidad. Yo lo negué. ¿Cuando salías con Marta alguna vez te acostaste con otras mujeres?, me preguntó. Balanceé la cabeza. Sólo tres veces en cinco años, respondí con sinceridad. Una antigua novia que era bastante más salvaje que Marta en la cama —me cazó tras una fiesta en una corta y brutal sesión de puesta al día sobre lo que me andaba perdiendo ahí fuera—, y de la que huí con mala conciencia. Pero no tan mala como la segunda vez, un verano que Marta se fue con sus padres a la playa quince días y yo acabé con una chica que conocí por amigos y que era de Logroño: después de correrme en su cama de hotel me había fugado sin apenas despedirme con la descortesía de los falsos virtuosos. La tercera fue la más reciente, cuando la actividad sexual con Marta se había reducido tanto que follar era una exigencia fisiológica y la ruleta se detuvo en una fotógrafa amiga nuestra, de origen guineano, que vino a la oficina para preparar el catálogo de nuestras mejores maquetas y después de intimar mantuvimos tres o cuatro encuentros llenos de sudor y pasión aeróbica, pero sin esperanza de continuidad ni el más mínimo roce emocional entre los dos. Ella conocía a Marta y me decía es que tienes una novia tan guapa, me encanta. La había fotografiado en varias ocasiones durante su etapa de actriz promesa y hablaba de mi pareja como si en vez de retozar desnudos en la cama de su piso estuviéramos charlando con dos cañas en un bar.

A Helga no le conté los detalles. Pero se rió cuando dije lo de tres veces en cinco años, casi pronunciado a la manera de una ecuación matemática. Luego supuse que aquellos accidentes laborales en el andamio de la pareja eran signos de cómo la relación con Marta embarrancaba despacio hasta que ese antiguo novio cantante uruguayo regresó como regresan los sueños aplazados. La octava vez que me referí a él como el cantante uruguayo, Helga se burló de mí. Dices cantante uruguayo como si hablaras de una especie exótica de pájaros. Bueno, quizá lo es, me evadí. El sexo casi siempre suele ser la pista más fiable del estado de una relación, me explicó Helga en un desvío de la conversación. Mi marido dejó de exigirme hacer el amor con esa forma tan suya, brusca y sincera, con la que se metía en la cama y me empujaba a hacerlo. Estuvo siete años engañándome con su amante antes de que nos dejáramos. ¿Siete años? ¿Y no te dabas cuenta?, pregunté. Sí, bueno, no sé, pensaba que se desahogaba por ahí, me resultaba hasta cómodo, pero no intuí que pudiera establecer otra relación profunda, ahora entiendo que me equivoqué, pero por lo menos he dejado de sentirme culpable. Sólo me faltaba eso, abandonada y culpable. Yo también me siento culpable, le dije.

De pronto la idea de una relación larga y estable, la sombra matrimonial, se me hizo un asco. Me había pasado la tarde lamentándome de que Marta hubiera cancelado la felicidad prometida de envejecer uno al lado del otro y ahora intuía que también aquel camino prolongado habría desembocado en lo siniestro. Era mejor que el amor se quebrara en su esplendor, demasiado riesgo someterlo al paso del tiempo. O no, qué estupidez. ¿Quién conoce la verdad? ¿A quién le importa la verdad?, esa verdad que sucederá lo quieras o no; si lo hermoso es tan sólo caminar hacia ella, despacio.

Los pezones de Helga eran gruesos y la aréola tiznada de un rosa intenso se hundía en la carne color de luna. Los vislumbraba cada vez que se los acomodaba con los antebrazos, coqueta al resituarse los pechos antes de seguir hablándome. La pareja es el único remedio que conocemos contra la soledad, dijo, pero todos sabemos que no es perfecto. Luego añadió algo en alemán. Einsamkeit. Soledad, me explicó. Es bonito el alemán, siempre he querido aprenderlo.

Helga sonrió y se tumbó sobre su costado. Un verano di clases al hijo de unos amigos españoles, en Mallorca, cuando aún pasaba los veranos allí con mi marido. Yo pensé que insinuaba que se había acostado con él, pero se escandalizó cuando lo di por sentado. ¿No sabes nada de alemán? No, nada. Entonces tocó mi nariz y dijo Nase. Luego rozó mis labios y dijo Lippen. Después los ojos, Augen. El pelo, Haar. Y la oreja, Ohr. Y cuando tocó mi barbilla y dijo Kinn, planté mi mano en su seno. Brust. Pensé que se refería a mi brusquedad. O que me hablaba como esos amos que dan órdenes a sus perros en alemán para que obedezcan más a gusto. Pero no era así. Entonces acaricié su pezón hasta que se erizó como una flor recién regada. Nos sonreímos los dos y ella bajó la mano hasta mi polla y la nombró en alemán, der Penis, sin poder evitar sonrojarse. No, le dije yo, seguro que nadie lo llama así, con ese nombre científico, ¿verdad? La polla, decimos los españoles. ¿La polla? Sí. Der Schwanz. Sus manos aún estaban aceitosas de la crema y la lección de anatomía lingüística había logrado excitarme de nuevo. Pasé mi antebrazo por su entrepierna y la alcé con fuerza. Después me empleé en excitarla, buscando los pliegues y las terminaciones de los huesos, mientras estudiaba la reacción de su boca y de su frente. Hubo algo ahí que estalló de pronto, presa de la sobreestimulación o la acumulada energía del deseo contenido durante tantos años que escapó como el agua de una presa rota. Helga aferró las sábanas con los puños y se dejó ir con algún grito y unos gemidos tan potentes que yo le tapé la boca preocupado por lo que pensarían sus vecinos alemanes, acostumbrados al silencio de la divorciada solitaria del segundo. Disfruté de pronto de la labor esmerada hasta ver correrse de manera tan conmovedora a esa mujer.

Luego ella, tras sentir mi erección, bajó a chuparme la polla después de anunciar esto lo hago fatal. Pero yo no la dejé ir más allá de una demostración entusiasta y generosa, antes de tumbarla sobre el colchón y penetrarla, ahora sí. Hasta que llegó un momento en que ni ella podía lograr más placer del ya catado ni yo acertaba a encontrar lo que buscaba. Caímos en una especie de proceso mecánico que provocó más ejercicio esforzado que pasión. Un atasco de los sentidos, algo entumecidos, que se negaban a más éxtasis. Así que saqué mi pene sobrehidratado y me hice una paja sobre ella, corriéndome esta vez sobre el ombligo y los pliegues de su vientre blando.

Hubo algo en mi acción que tuvo que ver con la rabia erótica y el desafío. No contra Helga, por supuesto, pero sí contra la idea de infelicidad y abandono que me traía el recuerdo de Marta. Helga no intentó ni acariciarme ni besarme, sino que me acogió sobre su cuerpo relajado y luego me dejó tumbarme de lado, darle la espalda y huir hacia el sueño sin caer en esas enervantes y ternuristas caricias en el pelo y en la espalda. Si se sintió abandonada de golpe, lo cual era evidente, lo disimuló con discreción. Cuando me desperté después de una primera cabezada plomiza, cargada de satisfacción sexual y alcohol, ella parecía dormir a mi lado, aunque su respiración delataba que fingía.

Más tarde en la noche roncaba con un pequeño bufido y me sentí algo asqueado y ridículo. Gané un poco más de distancia hacia mi lado en la cama, que se había quedado mínima para ambos cuando ya no queríamos compartir nuestros cuerpos. Traté de volver a dormir, hundido, deprimido y roto, vaciado pero con Marta en la memoria, incluso en la memoria de la piel. Durante la noche, Helga me había contado que el trauma del abandono siempre te lleva a idealizar al otro, a convertirlo a conciencia en más perfecto, más humano, más deseable, más irremplazable. Lo hacemos, me dijo, para causarnos más daño. Ese ideal nos abruma, es un insulto a nosotros mismos, que durante meses o años nos imposibilita querer a nadie más y nos hace mirar a los hombres y las mujeres como pastiches lamentables del ser insustituible que acabamos de perder. Un día encontramos que nuestro recuerdo se hace más preciso y más justo y en ese momento podemos volver a pensar en ser menos infelices. Esto me lo había dicho Helga reclinada en el sofá y con una convicción que me había seducido.

Esa noche ya no tenía apenas fuerza para revivir más detalles de mi conversación con Helga, de la simpatía y naturalidad de su trato. Olvidé la delicadeza que había mostrado ante mí. La coronación sexual de nuestro encuentro borraba los rastros del cuidado conmovedor que me prodigó desde el instante en que me había encontrado sentado en el banco de la calle, quebrado y miserable. Cada palabra y cada gesto de Helga hacia mí fue un consuelo que tardaría demasiado en apreciar. No sólo un maternal refugio para el solitario y desamparado desperdicio humano en que me había convertido la despedida de Marta. No. Había más. Fue la inteligencia, la sabiduría de su conversación la que me regaló un espacio al menos mental para sobrevivir. Regalo de aquella mujer abandonada y sola, voluntariosa en oferta de su tiempo libre, con un piso vacío pero no gélido, triste pero con fortaleza para ofrecerme los primeros auxilios que necesité al emprender mi reconstrucción.

Cuando amaneció noté un movimiento del colchón. Me quedé quieto al igual que haría en un leve temblor de tierra. El dormitorio de invitados, decorado con objetos sobrantes de otras habitaciones, recibió el eco del crujido de la cama al levantarse Helga. Abrí los ojos para verla inclinarse a recoger la ropa del suelo. Posó mis prendas sobre la silla, tras ordenarlas deprisa. Recogió las suyas y las apretó contra el cuerpo que veía desnudo de una manera diferente al episodio anterior. Los desnudos, aislados del deseo sexual, remiten siempre a la fría gelidez anatómica forense. Bamboleaban sus pechos y sus nalgas, sus muslos y sus antebrazos derretidos, su pelo desordenado, su rastro de mujer de arena movediza. No era feo ni desagradable pero algo dentro de mí se abochornó, casi obligado. Me había follado a una mujer mayor alemana. Me cayó encima una oleada de vergüenza que no sabía esquivar. Si analizaba mis sensaciones nada era tan evidente, pero mi cabeza ordenaba una defensa intelectual y estética, con barreras de hierro y barricadas sin sentimientos.

Empecé a reír en silencio. Me miraba desde fuera, con los ojos de mis amigos y conocidos, y la conclusión era grotesca. Me miraba como me miraría alguien desde el lado cómodo del televisor. Todo me olía a semen y a flujos corporales que acrecentaban la estampa de esperpento y desprestigio. Me convertí durante unos minutos, antes de volverme a dormir, en una máquina de fabricar desprecio. De lejos me llegó el sonido de los pasos de Helga al entrar en su cuarto, luego la meada larga en el inodoro, que no era insonoro. Más rechazo, más infamia fabricada. Cuando tiró de la cadena, yo también parecía tirar de otra cadena y mandar a la alcantarilla aquel malentendido que dibujaba monstruoso. Soy un ser patético, me dije a modo de consuelo, y volví a roncar un rato.

Cuando me desperté aguardé hasta interpretar los ruidos. Tan sólo llegaba la agitación de la calle. Sobre la mesilla, el tarro de crema abierto. Me daba miedo salir al pasillo y encontrarme al dragón que había imaginado. Cruzarme con Helga, conversar. Quizá quisiera besarme o acariciarme la mano. Puede que pretendiera abrazarme o que hiciéramos el amor de nuevo. Pensé en echar a correr y escaparme de la casa, pero no estaba seguro de encontrar la puerta y sería lamentable hacer a Helga correr tras de mí por el pasillo y entre los muebles del salón. Yo gritaría, como un cobarde en un castillo lleno de fantasmas.

Me asomé desnudo al exterior y pregunté al vacío por ella. ¿Helga?, pero nadie contestó. Abrí la puerta del cuarto y caminé por el corto pasillo sin volverme hacia el dormitorio opuesto. A lo mejor ella dormía. La casa estaba silenciosa salvo por el canto de un canario que luego descubriría en una jaula en la cocina. Desnudo, recorrí el salón y de mi abrigo saqué el teléfono móvil sin estrenar y lo conecté a la red. Lo dejé apoyado en el brazo del sofá. Sobre la mesa de la cocina había una nota. Llámame si necesitas algo, tengo trabajo. Helga había anotado su número de móvil, antes de la firma rápida e indescifrable salvo por la H enorme como andamios de un edificio de letras destruido. Luego había añadido un Kaffee con una flecha que iba hacia la cafetera y una taza limpia y dispuesta para mí y otra flecha dibujada en el papel que partía de la palabra Plätzchen hacia el platillo donde estaban posadas las galletas.

Regresé hasta la ducha y dejé que el agua corriera sobre mi cara. Aunque el aroma del gel era demasiado intenso para mi gusto lo repartí por el cuerpo para borrar las huellas de la noche. El olor de Helga, más bien el de su perfume discreto, se iba borrando con cada brazada bajo el agua. Me vestí despacio. En los pantalones tintineaban las monedas del bolsillo. Husmeé un rato por la casa mientras me tomaba las galletas. Siempre me detenía a observar esas cafeteras, que suelen ser un ejemplo del triunfo del diseño práctico. La sociedad avanzaba de zancada en zancada, incapaz de resolver los problemas esenciales, ni tan siquiera los básicos, ni los que tenían que ver con el carácter humano y sus carencias, pero sin embargo resolvía batallitas ordinarias de manera higiénica y precisa, con el acabado hermoso de esas cafeteras o exprimidoras de naranjas. Me detuve un instante en cada electrodoméstico. Luego observé los cuadros del salón, que me habían llamado la atención la noche antes. Junto a la lámpara había una postal con la reproducción de la Madonna de Munch y me sentí como ese bebé esquinado y monstruoso, un niño Jesús fetal, que mira acomplejado la belleza etérea de la madre.

En las estanterías había varios libros de arte demasiado bien ordenados por el desuso. También novelas leídas con las pastas arqueadas. Casi todo en alemán, salvo unos volúmenes de Goya y Velázquez cuyo lomo acaricié con complicidad patriótica. El gato, Fassbinder, me miraba desde el sofá, con una mueca displicente mientras no peligrara su lugar de reposo. No quise detenerme demasiado en las fotos de quienes debían de ser sus hijos o nietos en esos posados cursis que fomentan los retratos familiares. Había una foto desteñida que mostraba a una mujer en la treintena, con dos niños de apenas diez años, ambos rubios y hermosos. La mujer era Helga con mi edad actual, atractiva, resuelta, con una sonrisa incómoda ante la cámara. No me hubiera importado que aquella fotografía fuera la de mi mujer y mis hijos en otra vida. Puede que fuera la foto en la que ella se reconociera mejor, antes de que el paso del tiempo la hubiera convertido en quien ya no era ella del todo.

Estaba a punto de irme, con el abrigo puesto, y recogí el móvil, que había cargado batería suficiente para encenderse. Volví para recuperar su nota de la cocina. Me parecía de mal gusto abandonar el ofrecimiento de su número y la posibilidad de vernos de nuevo junto a las migas de las galletas integrales de fibra que me habían hecho pasar por el baño con magia intestinal. No quería verla de nuevo, eso me resultaba evidente, pero tampoco dejar rastros de ingratitud. Probé la cámara de fotos del teléfono con una instantánea de la cafetera, repetí la foto tres veces hasta que quedó a mi gusto. En la nevera, sostenida con dos imanes, había una postal de una cala rocosa de mar, con algunas construcciones en la ladera. La arranqué para darle la vuelta, pero no estaba escrita, sólo la letra impresa que señalaba que era una vista del mediterráneo en Mallorca desde una cala sin nombre. Le tomé también una foto. Y regresé al salón para hacer lo mismo con la foto de Helga con quince años. Me pareció un bonito recuerdo.

Al salir del piso me crucé con un matrimonio mayor que me saludó con desconfianza y una sonrisa gangrenada. Yo les dirigí un gesto educado, pero preferí bajar por la escalera con cierta prisa. Era un segundo piso con escalinata enorme y el portal acristalado. En la calle me sentí liberado y triste. De nuevo Marta se hizo presente porque se acumulaban las llamadas en el móvil y un mensaje de llámame por favor. No quería que se preocupara por mí, así que la llamaría. También había dos mensajes de mi amigo Carlos, por lo que supe que ella le había llamado para saber de mí. Y asomaba otra llamada perdida de mi madre que quizá no tuviera nada que ver con la ruptura. Mi madre me hizo pensar en Helga. Pero no eran un mismo tipo de mujer. Mi madre era mayor. La hacían mayor mis cuatro hermanas, que eran a su vez mayores en la forma de ser. Me sacaba dieciocho años la primera y diez la última, fui en mi infancia un juguete en sus manos, un accidente a destiempo que se crió con cinco madres y un padre que murió bien temprano, dejándome huérfano de hombres a los que imitar o convertir en modelo. Pero deténganse los aprendices de Freud. Yo no podría nunca visualizar a mi madre desnuda y jadeante como había visto a Helga en nuestro goce nocturno. Puede que fuera la tosca negación de todos los hijos, que no se imaginan concebidos en un coito agitado, sino en una conversación de sus padres sentados en el sofá frente a un aburrido programa de tele cualquier tarde de domingo. Helga se me hacía una mujer más sensual, más moderna, con ese aire avanzado de las alemanas frente a la mujer española, que cuando se hace mayor se hace paisaje.

Marta respondió al instante, como si estuviera pegada al móvil. No solía alejarse del teléfono, en una actitud que delata a quienes esperan siempre la llamada que les cambie la vida ¿Estás bien? Sí, sí, estoy bien, aquí en Múnich sigo. No contestabas a mis llamadas, estaba preocupada. Perdona, pero es que me ha pasado de todo, me excusé. ¿Seguro que no estás mal?, Marta sonó alarmada. Por detrás no escuché la guitarra ni la voz del cantante uruguayo. No, no, la tranquilicé. Al final fui a la mesa redonda del congreso y me invitaron a participar, y estuvo bien, la verdad. Por primera vez pensé en la posibilidad de que alguien hubiera grabado con su móvil mi ataque de rabia contra Àlex Ripollés y ahora fuera un vídeo popular en la Red. ¿Dónde te estás quedando? ¿Sigues en el hotel? Me molestó la ansiedad de Marta por seguir fiscalizando mi vida. No, en casa de una amiga, una alemana que he conocido. No sé si te acuerdas de que en la presentación…

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