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TERCERA PARTE - Recuento de victimas » 86

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Me cubrí los ojos del sol con las manos, miré el camino que surcaba el desierto hacia el oeste, vi un sedán oscuro subiendo una loma.

—¡Muévete! —Dijo Henri—. Coge tus cosas, tu copa y tu silla y métete dentro.

Entré a trompicones en el remolque con él detrás de mí. Desenganchó la cadena del suelo y la metió bajo el fregadero. Me dio mi chaqueta y me dijo que entrara en el baño.

—Si nuestro visitante se entromete demasiado —dijo Henri, lavando las copas de vino—, quizá tenga que eliminarlo. Eso significa que podrías ser testigo de un homicidio, Ben. No es saludable para ti.

Me acurruqué en el diminuto aseo y me miré la cara en el espejo antes de apagar la luz. Tenía barba de tres días y la camisa arrugada. Ofrecía un pésimo aspecto. Parecía un pordiosero.

La pared del baño era delgada y a través de ella se oía todo. Llamaron a la puerta de la caravana y Henri abrió. Oí unos pasos pesados subiendo la escalinata.

—Entre, agente, por favor. Soy el hermano Michael —dijo Henri.

—Soy la teniente Brooks —dijo la voz cortante de una mujer—. Servicio de Parques. Este campamento está cerrado, señor. ¿No vio el bloqueo del camino y el letrero de «No entrar»?

—Lo lamento. Quería rezar en completa soledad. Pertenezco al monasterio camaldulense de Big Sur. Estoy en un retiro.

—No me importa si es acróbata del Cirque du Soleil. No tiene derecho a estar aquí.

—Dios me condujo aquí. Él me dio ese derecho. Pero no tenía ninguna mala intención. Lo siento.

Podía sentir la tensión fuera de la puerta. Si la teniente intentaba usar su radio para comunicar la situación, podía darse por muerta. Años atrás, en Portland, yo había retrocedido con el coche patrulla y había tumbado a un viejo en silla de ruedas. En otra ocasión, encañoné con mi arma a un chiquillo que saltó entre dos coches, apuntándome con una pistola de agua.

En ambas ocasiones pensé que mi corazón no podía latir más deprisa, pero con toda franqueza lo que estaba viviendo en ese momento era peor. Si la hebilla de mi cinturón chocaba contra el lavabo de metal, la mujer lo oiría. Si me veía, si me interrogaba, Henri podría decidir matarla y su muerte recaería sobre mi conciencia.

Y luego me mataría a mí.

Recé para no estornudar. Recé.

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