Berta

Berta


Capítulo VII

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V

I

I

La llamó por teléfono.

—Berta, necesito verte.

También Berta necesitaba verle a él. Había entrado en los dos como una llama. Era su mutuo amor como una necesidad del espíritu más que del cuerpo. Ella lo comprendió así aquellos días de incertidumbre y duda. León lo supo el mismo día que la vio a través de la vidriera, y observó que los ojos de los hombres la seguían. Fue para él como una revelación, como algo que sin duda estaba allí esperándole, y una vez frente a ello, pensó con sobresalto: «Esto es el complemento de mi vida». Y desde aquel día la miró con avaricia, y, egoísta, solapado, como hombre buen conocedor del alma humana, donó una respetable cantidad para el Ropero y para la iglesia. Era una medida de acercamiento y no se equivocó.

—Berta, ¿me has oído?

—Sí.

—¿Dónde?

—En la iglesia. Don Claudio me envió a llamar. Dice que desea hablarnos a los dos.

—Estaré allí dentro de diez minutos. Hasta luego, querida.

—Hasta luego —susurró ella con un hilo de voz.

Colgó el receptor y quedó ensimismada contemplándolo. ¿Qué le ocurría? ¿Había perdido el juicio? Tantos años encerrada en su cascarón, y de repente salía de él con ímpetu avasallador. Ella era una mujer tranquila, sosegada. Al menos siempre lo creyó así. Y de pronto descubría en sí misma un apasionamiento indescriptible. Tuvo miedo a sí misma, a aquella pasión que desconocía, a aquella ansia incontenible de querer.

«A mis años —murmuró aturdida, mientras se vestía—. Pero ¿por qué? Otros hombres me pretendieron después de morir mi marido, y, no obstante, ninguno me hizo sentir esto que siento ahora».

Sí, la sensación que la agitaba ahora era diferente. Pensó, en su aturdimiento, en huir de sí misma, y a ser posible de León Sarlanga, pero no pudo. Supo que ya no podría huir de aquella necesidad perentoria de querer y ser querida.

«Tal vez —pensó— si lo consultara con mamá… Ella siempre me dice que debo casarme de nuevo, pero ante el hecho evidente de hacerlo, quizá me aconseje lo contrario. ¿Y podría seguir ya su consejo?». Suspiró. Se sentía como aturdida, como aplanada.

«Nunca sentí esto. Jamás. Ni cuando me casé con el padre de mis hijos. Tal vez ello se deba a que ahora no soy una cría. Soy una mujer y siento con intensidad lo que antes era una simple ilusión pasajera».

Terminó de vestirse y se miró al espejo con detenimiento. Se encontró bella. No tenía arrugas en la cara, y de pronto sintió en su corazón la fuerza infinita de la juventud.

«¿Qué es esto? ¿Qué me pasa? ¿Y por qué me pasa?».

Como si huyera de aquellas interrogantes, que le producían incertidumbre y pesar, salió de la casa. Eran las nueve de la noche. No hacía frío. El cielo estaba despejado y las estrellas parecían parpadear en el firmamento. Una bella y consoladora noche. Sintió de nuevo la necesidad de ser feliz. En aquel instante no pensó en sus hijos. Un día cualquiera ambos regresarían al hogar, y ella tendría que alejar a León y volvería a ser la madre cariñosa, preocupada y triste de siempre.

«¿Y mis ilusiones? ¿No tengo derecho a mantenerlas? Tal vez tenga razón mi madre y León, y todos los que dicen o piensan que mis hijos buscarán mañana su propia felicidad lejos de mí, y no puedo ni debo reprochárselo. Es ley de vida, de naturaleza, de supervivencia…».

—Berta.

Allí tenía a León que le salía al encuentro. Lo miró a través de la oscuridad. Él le asió las manos.

—Berta, querida Berta…

—Me parece —susurró ella enternecida— que estamos cometiendo un disparate.

—¿Por querernos?

—Por buscarnos.

León le pasó un brazo por los hombros y le susurró al oído:

—Nos necesitamos mutuamente. La vida nos empuja uno hacia el otro.

Parpadeó. No supo qué decir, porque era, en realidad, lo mismo que ella pensaba.

Juntos penetraron en la sacristía. Don Claudio se hallaba sentado tras su mesa de despacho, y no lejos de él, tranquila y sonriente, se hallaba doña Blanca.

—Mamá —exclamó alarmada Berta.

—Pasa, hija —dijo doña Blanca sin inmutarse.

Berta miró a unos y a otros alarmada.

—¿La conoces? —le preguntó a León.

—Acabo de conocerla —replicó este sonriente.

—¿Qué ocurre, mamá?

—Toma asiento, Berta —pidió don Claudio—. Nos hemos reunido aquí para aclarar una cuestión. Una situación embarazosa.

—No… comprendo…

—Siéntate, Berta —pidió la dama—. Ya sé que no comprendes. Pero nosotros te lo vamos a hacer comprender.

—¿Qué ocurre?

—Toma asiento, obedece. Lo vas a saber en seguida.

* * *

Habló don Claudio. Lo hizo lenta, pausada y pacientemente. Dijo que él era un sacerdote, que no debía elegir precisamente el secreto para unir a dos personas, pero que dadas las circunstancias y la injusta oposición de los hijos de Berta, no tenía más remedio que considerar las cosas humanas y razonablemente, y la solución la exponía sin ambages.

—No —gritó Berta—, no puedo hacer eso…

Sintió en su brazo la mano suave de León. Y su voz dolida que decía:

—No tienes más remedio, a menos que prefieras condenarme a mí y condenarte a ti a soledad perpetua. Si ahora les hablas a tus hijos, ellos se opondrán. Y aun en el caso de que los convencieses, perturbarás sus estudios, los distraerás un tanto de ellos. No tienes derecho a perturbarlos, pero tampoco a renunciar a la felicidad. Yo estoy dispuesto a amarte en silencio. A no demostrar mis derechos sobre ti. Cuando ellos se casen o tengan novia formal, entonces yo mismo les hablaré. Les diré que somos marido y mujer, y no tendrán más remedio que admitir los hechos consumados.

—Mamá…

Temblaba. Reclamaba la aprobación de su madre. Esta sonrió con suficiencia.

—Si fuera yo —dijo con voz vibrante— no andaría con tanto preámbulo. A buena hora iban a dominarme mis hijos. Pero puesto que tú eres así, no tendrás más remedio que hacer lo que te indica el padre Claudio, a menos que prefieras perder a León.

—Eso… no.

—Pues ya lo sabes —susurró León.

—Don Claudio…

—Yo os caso en secreto. Lo demás, hijos míos, corre de vuestra cuenta. El pueblo os criticará porque os verá mucho tiempo juntos, a menos que sepáis disimularlo.

—Sabremos.

—No digas eso, León —rezongó la anciana—. ¿Cuándo has visto tú que dos enamorados disimulen?

—Somos dos enamorados conscientes. ¿No es cierto, Berta?

Esta sentía un nudo en la garganta. No sabía qué decir. Sabía, sí, lo que sentía, y era tanta su emoción que apenas si podía pronunciar una palabra. ¡Casarse con León! Ser su esposa en secreto o en público, ¡qué más daba!… Pero… ¿Y sus hijos? ¿Qué ocurriría cuando sus hijos regresaran a la ciudad a pasar sus vacaciones? ¿Cómo y dónde podría ver a León? Apretó las manos contra la cara. Se sentía menguada, absurda.

—No… —susurró—, no puedo.

Sintió la mano de León en la suya. Como siempre, la desarmó. Aquella mano poderosa que la dominaba… Se sintió desfallecer.

—León —pidió bajo—, no me obligues a lo que estoy deseando.

—Por eso mismo.

La anciana se puso en pie.

—He venido, Berta, solo para decirte que estoy de acuerdo —miró a don Claudio—. Arréglelo todo para mañana.

—Mamá…

—No seas absurda, hija mía. Amas a un hombre y por un capricho de tus hijos, estás dispuesta a renunciar a él. ¿Es lo normal?

Agitó su bastón y se alejó. Don Claudio la acompañó hasta el patio.

—Berta…

Esta parpadeó bajo la intensa mirada de León.

—¿Qué debo hacer? —preguntó ella desesperadamente—. ¿Crees que está bien cuanto pensamos hacer?

—Es humano. ¿Acaso no me amas?

—Bien lo sabes.

—Yo no puedo pasar sin ti… Yo más quisiera una boda como todas. Un viaje de novios… Yo sería un padre para tus hijos. Pero estos no lo comprenderán así. Yo nunca lo comprendí hasta hablar con tu madre…

—Ella no conoce los sentimientos de mis hijos.

—Permíteme decirte, Berta, que los conoce mejor que tú.

Entró de nuevo con Claudio.

—¿Qué habéis decidido?

—Mañana, padre.

—¿A esta hora?

—A esta hora.

—¿Qué dices, Berta?

Esta no podía decir nada. Tenía un nudo en la garganta y al mismo tiempo un loco deseo en el corazón, un ansia irresistible en la boca. No supo de qué modo, ni por qué se encontró contestando que sí, que mañana…

Se vio junto a León caminando a lo largo de la calle a las diez y media de la noche. Iba silenciosa. Sentía los dedos de León en su brazo y le parecía que la vida finalizaba allí o que la incógnita que surgía le destrozaba los nervios.

—¿Y cómo vamos a hacer? —preguntó de súbito.

—No lo sé.

—Tú eres hombre, no te conformarás solo con verme cada dos días.

—Iré a verte todos los días, Berta.

—¿Y la servidumbre?

—Soy tu amigo.

—Yo nunca recibí a mis amigos en casa.

Se detenían ante la verja. Él la condujo hacia la oscuridad. La cerró contra sí, buscó sus labios.

—No… —se asustó—. No…

—No seas tonta…

Venció su resistencia. La besó en la boca, larga e intensamente. Berta quedó inmóvil, silenciosa, asustada y a la vez apasionada.

—León…

—Cariño, ya nos arreglaremos. El caso es que estemos bien con Dios y nuestra conciencia —y muy bajo—. Te gustan mis besos.

Y ella, con audacia desusada:

—Todo lo tuyo me gusta. Es… como si durante una vida entera estuviera esperando por ti y llegaras al fin y no pudiera perderte.

—Querida…

—Pero vete. Ahora vete.

Y León, apartándose de ella con nostalgia, pensó: «Mañana no podrás decirme vete. Ni por tus hijos ni por nadie podrás decírmelo».

* * *

Caminaba calle abajo. El reloj de la iglesia dio las diez de la noche. Berta se preguntaba, una vez más, si estaba despierta o soñando. Sentía en su brazo la firme mano de León, de aquel hombre que ante Dios y los hombres era su marido, y que, no obstante, la asustaba, porque ella había sido distinta y antes madre que mujer, y de pronto, de la forma más inesperada, León la hacía olvidar la maternidad.

—Y si alguien se entera…

—Ahora ya no tiene remedio —rio él gratamente, buscando sus ojos en la oscuridad—. No temas. Tu madre, el sacerdote, mi abogado y nosotros dos…

—¿Es un chiste?

—No seas susceptible, Berta. ¿No te gusta este silencio?

—Me asusta.

—Pero no te asusta ser mi mujer.

Ella se estremeció. Buscó los dedos de León. Los oprimió intensamente.

—Eso no —susurró—. Eso no. Pero…

—Ya sé lo que estás pensando.

—¿Y cómo?

—Muy sencillo. Dame una llave. Me despido de ti ahora, junto a la verja. Y a medianoche…

—Pero…

—¿No quieres?

Se agitó y dijo con un hilo de voz:

—Bien sabes que sí.

—Pues dámela. De que nadie me vea me encargo yo.

—¿Y cuando regresen mis hijos?

—He comprado un chalecito en las afueras de la ciudad.

—¿Y si me ven?

—Nadie sabe que lo compré. Lo hizo mi abogado en nombre de un señor imaginario. Yo voy por la noche y me quedo allí. Tú vas al día siguiente.

—Me asustas.

—¿No te agrada esta aventura?

—Me asusta, ya te lo digo.

Bajó la voz.

—Dame la llave.

En el silencio de la noche se oyó un chasquido. La llave pasó de los dedos temblorosos de Berta a los fuertes y seguros de su marido.

Se detuvieron ante la verja.

—Ten cuidado —pidió ella con voz temblorosa.

—Querida…, tú no sabes lo que esto significa para mí —y riendo muy cerca de ella—. Un hombre que siempre llevó la verdad en la cara, y, de pronto… Casado en secreto con una bella mujer, a quien tiene que visitar a medianoche.

Ella se estremeció.

—Hasta luego, querida.

—Estoy temblando de miedo.

—¿Y de ternura?

Ella parpadeó.

—También. Tanto tiempo…

—Sola —atajó— y de pronto…

—Con un marido y una compañía y una pasión —terminó ella quedamente.

—¿Y ello no te produce una gran felicidad?

—Felicidad y temor a la vez.

—Porque eres así. Esta boda debió llevarse a cabo entre todos. Y ser tus hijos los primeros en felicitarte.

De pronto ella asió su mano.

—León…

—¿Qué te pasa, mi vida?

—Mis hijos…

—¿Qué les ocurre?

—Cuando vengan…

—Olvídate de eso.

—Es que por nada del mundo quisiera que te enfrentaras con ellos. Tú eres para mí… Ya sabes lo que eres…

—Aún no. Lo sabré.

—Lo sabrás —admitió—. Pero ellos son mis hijos.

—Todo lo comprendo. No temas. Jamás tendrás nada que reprocharme.

—Pedro es orgulloso. Si te ve conmigo, te dirá…

—Sé cómo contestarle a un jovenzuelo.

—Es agresivo mí hijo, León.

—Pero es tu hijo. Y eso no podré olvidarlo.

—Gracias, cariño.

La miró a los ojos intensamente, hasta verla desaparecer.

—Hasta luego —susurró—. Hasta luego.

* * *

Su madre se había ido a descansar cuando él llegó. Solo estaba en el comedor su hermano Paulino y su esposa Susana.

—Ya creíamos que cenabas por ahí.

—Pues no lo hice.

—Te serviré la cena mientras Paulino te da palique.

—¿Qué hay, León? Andas muy entretenido por el centro de la ciudad.

—¡Bah!

—Me han dicho que acompañas algo a la viuda.

—Habladurías.

—Me parece que estás enamorado de ella.

León lo miró.

—¿Tú crees?

—Claro que sí. Y no me extraña. Pero ándate con cuidado. Es una mujer orgullosa.

—Te equivocas.

—¿No es orgullosa?

—En absoluto.

—Bueno, lo parece. De todos modos, no esperes nada de ella.

Si Paulino supiera que era su mujer, que tenía una llave de su casa en el bolsillo, que dentro de una hora estaría con ella en su alcoba…

—¿Y por qué no?

—Por los hijos. Ella adoraba a sus hijos.

—Se puede adorar a los hijos y amar a un hombre.

—Sí, eso es lo normal. Pero en ella no. Tuvo bastantes ocasiones de casarse y nunca lo hizo.

—Sería que no se enamoró de nadie.

—¡El amor!

Lo miró con curiosidad.

—¿Qué pasa con el amor? ¿Es que tú no lo consideras decisivo en la vida de un hombre y una mujer?

—No es eso. Pero ella, me refiero a la mujer que te gusta, y que casi puedo asegurar que amas, no siente el amor. Si no lo sintió en sus años juveniles, imagínate ahora.

—Es una muchacha —rio divertido.

—Demonio, eso no lo dudo, pero sus hijos…

—No hay mujer que solo por sus hijos renuncie a la felicidad.

—¡Hum! De todos modos, tú no te hagas ilusiones. Mejor es que elijas mujer en otra esfera.

—¿Lo dices por mi condición de hijo de familia humilde?

—Si hiciste millones con tu solo esfuerzo, ello habla de tu valía y no de tu condición. Pero esa gente no sabe apreciarlo así.

—Oye, Paulino, ¿tú sabías que el dinero para mi pasaje lo pidió mi madre a la madre de Berta?

Paulino lo miró asombrado.

—Creí que tú lo ignorabas.

—No. Me lo dijo madre antes de marchar. Por eso me apresuré a enviar el primer dinero que gané. No sé en qué lo empleó mi madre, pero, de todos modos, yo pensé en que lo devolvería inmediatamente.

—Lo devolvió con el segundo que enviaste. El primero fue para pagar las deudas de la farmacia.

—Ya está la cena —entró diciendo Susana.

Los dos hombres continuaron sin moverse.

—¿Y piensas —preguntó León con una media sonrisa— que eso me separará de ella?

—Creo que sí.

—Tal vez —y riendo—: ¿La cena, Susana? Voy a salir un rato.

—¿Vas a salir a esta hora?

—Sí, eso pienso hacer.

—Realmente —dijo Paulino— deberías casarte. Esta vida…, ¿qué asuntillos tienes en la ciudad?

—Ninguno de la índole que tú crees.

—Pues no sé lo que puedes hacer en la ciudad a estas horas.

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