Berta

Berta


Capítulo VIII

Página 10 de 12

V

I

I

I

El reloj del vestíbulo dio las tres de la madrugada. León Sarlanga atravesó el pasillo y siguió los hilos del rectángulo de luz que se filtraba bajo la puerta de aquella alcoba, tras la cual se hallaba la esposa… Esta evidencia le llenó de emoción. Una emoción extraña, honda, que jamás sintió en ningún otro momento de su vida. Él tuvo momentos de verdadera satisfacción en el transcurso de su existencia. Riquezas que cayeron en sus manos como por arte de magia. Amigos sinceros que su carácter conquistó y cuya amistad no rompía el tiempo ni la distancia…

Pero nunca sintió aquella honda y tierna sensación de amar y ser amado. Solo allí, tras aquella puerta, se hallaba su dicha total y verdadera. Sabía, porque se conocía bien, que jamás dejaría de amar a Berta Yenes. Era aquella mujer como el imán humano que lo atraía, que llenaba su carne de extraños temblores y llenaba su espíritu y lo mantenía vivo y expectante y feliz para toda la vida.

Empujó la puerta y se encontró con una Berta ruborosa, envuelta en un primoroso salto de cama, palpitante, feliz, juvenil, como la muchacha inocente que se ve por primera vez ante un hombre. No sintió celos del muerto. Al verla, trémula y ruborizada, tuvo la plena seguridad de que Berta había olvidado totalmente la primera vez que se casó y se vio a solas con su marido.

Cerró la puerta y quedó ante ella sin atreverse a dar un paso. Es más; él, que tan audaz fue para el amor, que tantas mujeres tuvo en sus brazos, en aquel momento se sintió cohibido, como asustado, como si fuera un ladrón descubierto en el momento de su fechoría. Daba la impresión de no saber cómo reaccionar ante la mujer que se le entregaba.

—León —susurró ella con un hilo de voz.

El hombre, ante aquel susurro entrecortado, sintió como si la poseyera en aquel instante. Avanzó hacia aquel supremo momento, como si dos llamas prendieran en ellos y los abrazaran. La besó. Fue aquel beso como el primer eslabón en una cadena interminable y maravillosa.

Cayeron los dos sobre un canapé. Ella reía. Era su risa queda, susurrante, apagada. Él la besaba una y otra vez, y decía miles de cosas ininteligibles.

La alcoba se oscurecía, o no veían ellos la luz. Se dedicaban el uno al otro y las horas transcurrían. Era turbador sentirse así, junto a él, sintiendo su voz y paladeando sus besos, que eran hondos y ardientes, incomparables.

Fue ella, varias horas después, quien se dio cuenta que empezaba a amanecer.

—León…

—Cállate, mi vida.

—Está amaneciendo.

—Estoy a tu lado.

—Pero te van a ver salir.

—Espera, mi amor.

—Cariño —y encuadraba su rostro entre sus finas manos—, es preciso que te vayas.

—¿No quieres estar a mi lado?

Se apretaba contra él.

—Dios mío —susurró—, a tu lado hasta el fin de mis días. Y no sé cómo hiciste, León, para enloquecerme así. Yo que creí que la vida de amor para mí ya no existía.

—Porque te faltaba yo.

Reía quedamente sobre su pecho. Él le acariciaba la cabeza. Susurró:

—¿Sabes que no te imaginaba así?

—¿Así? —y lo miraba a los ojos—. ¿Cómo?

—Tan… apasionada, tan distinta de todas las demás, tan…

—¿Tan?

—Maravillosamente impetuosa.

—Te amo.

—Yo te adoro, Berta —y roncamente—: Y pensar que tengo que dejarte hasta la noche…

—¿Y si te ven salir?

—¡Dios del cielo, no me hagas pensar en esas cosas!

—¿Qué vas a decir?

—Que soy sonámbulo y que no sé lo que hago mientras duermo.

* * *

Cosa extraña. Doña Blanca se presentó en el domicilio de su hija a las doce en punto de la mañana. Doña Blanca apenas si salía de su hogar, y, desde luego, visitar a Berta jamás lo hacía.

—¿Y la señora? —preguntó a una doncella.

—Aún no ha salido de su habitación.

—Dígale que estoy yo aquí.

Al momento apareció Berta. Al ver a su madre quedó un tanto suspensa y aturdida.

—Vengo a felicitarte —rio la dama con picardía.

—Mamá…

—Berta, eres como una criatura. Dime: ¿estuvo León a verte?

—Sí.

—Hija, me lo dices con una timidez…

—Mamá, por favor…

—Toma.

Y le alargó una carta.

—¿De quién es?

—De tu hijo. Me escribió a mí, porque, como sabes, me da siempre noticias de sus exámenes. Ha salido bien. Vendrá uno de estos días.

Berta se dejó caer en una butaca y quedó ensimismada.

—No sé… —pasó los dedos por la frente— cómo voy a solucionar esto. Temo que León no resista la altivez de Pedro.

—A eso he venido. A decirte que procures no enfrentarlos.

—¿Y si lo ven salir de aquí? Esto es una comedia absurda, mamá. Nunca debí de…

—¿De casarte con él?

Se estremeció.

—No podría pasar sin casarme con él —susurró—. Es toda mi vida.

—Pues si lo es ten valor y háblales claro a tus hijos.

Se puso de un salto en pie.

—No me lo perdonarían. Y no tengo derecho a destrozar la vida de mis hijos, por mucho que ame a mi marido.

—No olvides que eso que acabas de decir es muy relativo. Tu hijo es un muchacho. Ten en cuenta que muy pronto, si no la tiene ya, hallará una mujer que lo haga feliz. Tú no puedes, de ninguna manera, renunciar a tu felicidad solo por dar gusto a tus hijos.

—¿Qué debo hacer, pues?

—No lo sé. Estimo que nada en particular. León no se resignará a prescindir de ti, y es muy lógico. Tu hijo querrá acapararte y es también muy lógico. De tu inteligencia depende que sepan congeniar uno con otro.

—No veo la forma.

La anciana se puso en pie.

—Yo sí sabría. Tú también cuando llegue el caso. Tengo que dejarte.

—¿Por qué no te quedas a comer conmigo?

—Porque tengo un invitado a comer.

—¿Un invitado?

—Mi yerno.

—¡Mamá! —se alarmó—. ¿Qué dices?

—¿Por qué no te vistes y te vienes también?

—¿Qué dirá la gente?

—Dirá que León tiene mucho dinero y quiere invertir una parte en un buen negocio y yo pondré la mía.

—No te comprendo, mamá.

—Pues está bien claro. Seré socia de León en los supermercados que piensa instalar en la ciudad y en toda España.

—¿Qué?

—¿No te lo ha dicho?

—Por supuesto que no.

—Pues ya lo sabes. Tú también podrás entrar en la sociedad. Es una forma como otra cualquiera de entrevistarte con él. Un pretexto, vaya.

—¿Qué te propones, mamá? —preguntó con un hilo de voz.

—Que seas feliz, hija mía. Que te conviertas en una mujer de negocios para poder estar más cerca de tu marido. Por favor —añadió tras rápida transición—, no puedo entretenerme, porque tengo que disponer la comida. Espero que no desdeñes mi invitación.

—¿Has venido a eso?

—Y a decirte lo de la carta. Tu hijo estará al llegar. Pronto sabrá que te acompaña un hombre. Es una novedad para él. Procura salir airosa.

* * *

Doña Blanca se hallaba sentada en su sillón de orejas. No lejos de ella, de pie frente al ventanal, estaba León cuando ella entró. Quedó envarada en la puerta. Se sentía desfallecer. Los recuerdos de la noche anterior se agolparon en su mente y en su corazón y lo vio todo resplandeciendo en los ojos de León al mirarla. Este fue hacia ella y tomó las dos manos femeninas entre las suyas.

—Querida —susurró.

Y la besó en los labios brevemente.

Berta apretó su brazo con intensidad. Se miraron a los ojos largamente.

—Tu madre me invitó.

—Lo sé.

—Podéis dar un paseo por el jardín —dijo doña Blanca con picardía. Y después añadió burlonamente—. Hijos, me inspiráis mucha compasión. Por eso trato de echaros un cable. Os habéis casado ayer y estáis condenados a no veros hasta la noche…

—Mamá…

—Bueno, hija, no seas remilgada. Sé muy bien lo que significa quererse y verse obligados a…

León soltó una carcajada.

—Gracias, doña Blanca.

—Tengo muchos años, hijo, pero para mis hijos siempre fui mamá y me tutearon.

—Mamá —protestó Berta aturdida—, ¿y qué ocurrirá cuando sepan tus nietos que León te tutea y te llama mamá?

—Pues que me llame Blanca —dijo tranquilamente—. Pero que me tutee. ¿Es que no soy dueña yo de autorizar a quien me dé la gana a que me tutee? Estaría bueno que tus hijos me dominaran a mí como te dominan a ti —y con ironía—: ¿Crees que tus hijos te van a preguntar si te agrada la mujer o el hombre que elijan para compartir sus vidas?

—Mamá…

—Idos. Puedes enseñarle a León la casa. Tenéis para media tarde.

León la asió del brazo y tiró de ella.

—Vamos.

—Pero…

—Vamos. ¿No es tu madre la que te autoriza?

Se lanzaron pasillo adelante. León miraba. Y ella huía de su mirada.

—León…

—¿No me miras? ¿Ya no me amas?

Le apretó el brazo con íntima ternura.

—No digas eso.

Se perdían en una salita de la planta baja. León, muy tranquilo en apariencia, cerró la puerta con llave.

—León…

—Si tu madre no busca esta solución —dijo atrayéndola hacia sí y besándola en los labios—, hubiera enloquecido durante la espera hasta la noche.

—¿Te llamó por teléfono?

—Eso hizo. Y no sabes cómo la bendije.

Se perdieron en un diván. La besaba intensamente. Ella cerró los ojos y quedó inmóvil en sus brazos.

—Berta…

—Vivo una agonía.

—¿Por ellos?

—Por todos. Tú no sabes lo que es amar así, intensamente, y renunciar.

—Es que no puedes renunciar. Cuando llegue tu hijo…

—¿Qué pasará? Di —y le cogió el rostro entre sus manos—. Di, ¿qué pasará?

No respondió. La amaba tanto y de tal manera que en aquel instante solo supo demostrárselo. Las horas transcurrieron. Sonó el «gong» para la comida.

* * *

Todos dormían. La figura de León se deslizó hasta la alcoba de su mujer. La encontró sentada en el borde del lecho, con una carta en la mano.

Corrió hacia ella.

—¿Qué pasa, Berta?

Lo besó antes de responder. Enredó sus dedos en los cabellos masculinos.

—Si tú me faltas —dijo—. Ahora lo comprendo.

—¿De quién es esa carta?

—De Ana.

—Tu hija —dijo sin preguntar.

—Sí, de ella.

—¿Qué dice?

—Lee.

«Querida mamá: Acabo de recibir carta de Pedro. Me dice que te ven en la ciudad acompañada de un tipo raro, enriquecido a fuerza de dar golpes en una mina. Ya sé que tú no cometerás el desastre de enamorarte a estas alturas de un hombre, y menos de un pobre diablo que hizo el dinero a fuerza de brutalidad. ¿Verdad que no es cierto, mamá? Pedro está muy disgustado y puedes imaginarte cómo me sentiré yo.

»Dejando a un lado los chismes de la ciudad, de los cuales estoy segura no pasan de ser chismes, te contaré algo de mi vida…».

León alzó los ojos. Berta estaba a su lado y apoyaba amorosamente su cabeza en el hombro masculino.

—¿Sigo leyendo?

—Sí. Comprueba el egoísmo de los hijos. Lee… Tal vez así te des cuenta de que quizá hicimos un disparate casándonos.

—¿Lo piensas tú así?

—Pienso que soy feliz y que por nada del mundo renunciaré a ti.

—Veremos eso que dice tu pequeña egoísta.

«Soy muy feliz, mamá. Estoy enamorada de un hombre. No tiene mucho dinero, ¿sabes? Es un artista. Toca el violín. Gasta la herencia de sus padres en sus estudios. Pero yo le amo. ¿Verdad que tú no te opondrás? Yo sé que no. Tú lo que deseas es mi felicidad. La verdad te digo, mamá. Quisiera no salir más de Inglaterra. ¿Te importaría venir a apadrinar mi boda? Además, yo pienso que no te será demasiado penoso levantar tu casa en la ciudad y trasladarte a Londres».

León dobló la carta y se la entregó.

—¿Lo ves?

—¿Qué debo hacer?

—Dile que aprenda a comportarse como una damita y luego hablaréis. Es absurdo que te hable en esos términos de un hombre que hizo su dinero a fuerza de dar golpes en una mina —recalcó— y a la vez te hable tan alegremente de un pretendiente aventurero y bohemio, que gasta la herencia de sus padres en estudiar. Es asombroso.

La miró, y entonces se olvidó de la carta y de lo que esta contenía.

—Querida…

—Tardaste en venir…

—Había luz en la alcoba de la doncella.

—Es que hoy estuvieron de fiesta. Era el cumpleaños de una de ellas.

—Pues me fastidiaron haciéndome esperar.

La besaba. Los besos de León para Berta eran como llamas encendidas. Él lo sabía. Y para él los de ella, apasionados, cálidos, hondos, eran como venturas celestiales para el cuerpo y el espíritu.

Sonreía.

—León…

—Sí.

—Se hace tarde.

—Sí.

—Por favor.

—Sí, querida.

Pero no se movía. Seguía besándola.

—¿Y si tuviéramos un hijo? —preguntó él de pronto.

Sintió que Berta se estremecía eh sus brazos.

—Di, cariño. ¿Si lo tuvieras? Sería la ventura más grande de mi vida.

—Sí.

—¿Lo deseas?

—Como tú.

—¿Y entonces?

—Cuando llegue Pedro… tal vez me atreva a decirle la verdad.

—¿Y si se la dijera tu madre?

—Estate quieto. Hablaremos de eso con un poco de calma.

—Teniéndote junto a mí no puedo estarme quieto.

—Te lo ruego…

—Pídeme que me tire por la ventana y me tiro. Pero no me pidas que estando a tu lado, no te toque ni te bese.

Ella reía. Al fin tenía que rendirse y correspondía a sus besos.

—Tengo que ser yo.

—¿Tú qué?

—La que se lo diga. No sé cuándo, pero seré yo.

—¿Y si fuera don Claudio?

—Nadie como su madre para explicarle las cosas.

—¿Y qué harás conmigo cuando llegue él?

—Será nuestro amigo. Espero que sepas comprenderlo.

—Por ti… haré lo que sea.

—Se hace tarde, cariño.

—¿Hasta cuándo?

—Esta tarde iré al Ropero.

* * *

—Soy un hombre feliz, amor mío.

—¿Cuántas veces me lo has repetido en el transcurso de unas horas?

León Sarlanga, en efecto, era un hombre feliz. Era la primera vez en su vida que sentía la sensación de ser algo, de poseer algo.

Sentado en un cojín, con la cabeza apoyada en el regazo de su esposa, miraba a esta con adoración, mientras las manos de ella acariciaban su frente y se enredaban en su pelo.

Ambos, en el chalecito de las afueras, desde las primeras horas de la mañana, habían experimentado la sensación de ser un matrimonio normal, enamorado, deleitándose en la soledad del bonito hogar.

El auto de Berta se hallaba en el garaje, y las puertas del chalet permanecían cerradas y nadie que cruzara la carretera, hubiera imaginado que tras aquellos muros dos seres se ocultaban para quererse.

Ella hizo la comida. León la ayudó a cocinar. Uno frente a otro en el pequeño comedor, bañados por la radiante luz que entraba por los ventanales. Y eran ya las ocho de la noche y aún continuaban allí, y el sol entraba todavía y bañaba el saloncito. Berta, hundida en un sillón, León a sus pies, con la cabeza apoyada en el regazo de su mujer.

—Nunca fui feliz —dijo él quedamente—. Solo pensé en hacer dinero. Creí que el hogar, la mujer propia, no significaban gran cosa en la vida del hombre. Y hube de conocerte para descubrir esto: la ventura de esta soledad, de esta entrega, de esta intimidad.

—Cariño…

—Hoy fue para mí un día completo —y con súbito ardor añadió—: Berta, amor mío, ¿es que vamos a vivir siempre ocultos, como si nuestro amor fuera un pecado? Siento una ternura indescriptible y me gustaría que todos la conocieran. Deseo llevarte del brazo, sentirte constantemente junto a mí. Que el mundo sepa que eres mi esposa, que nos amamos y somos felices…

—Cállate, cariño.

—¿No comprendes?

—Te comprendo y deseo lo mismo que tú, pero aún es pronto. Pedro, mi hijo, llegará uno de estos días. Diré a la abuela que un día os invite a comer a los dos.

—¿Y tú?

—Yo también, si así lo deseas. Mi madre te estima. Te presentará a mi hijo y procurará que, poco a poco, Pedro te tome afecto. Y un día podré decirle que eres mi esposo.

—¿Y si tu hijo…?

Le oprimió la cabeza contra su pecho.

—No pienses en eso. Ahora no pienses en nada. Solo en que estamos aquí y somos felices. Hazte a la idea de que este es nuestro hogar, de que no saldremos de él, de que…

León fue incorporándose poco a poco y quedó de pie junto a ella. Se sentó en el brazo del sillón que ocupaba su esposa y la atrajo hacia sí.

—Berta —susurró mirándola a los ojos largamente—. Tú no puedes saber lo que siento.

—Lo sé. No me digas eso, porque sientes lo mismo que siento yo.

Apoyó la cabeza en su pecho y buscó sus labios. Fue fácil encontrarlos. León salía a su encuentro. Era aquella pasión como una necesidad perentoria que se colmaba por medio de los besos y las caricias. Tanto tiempo deseando él aquella intimidad y al tenerla a su alcance la sensación le privaba del don de la palabra.

Se besaron larga e intensamente. El sol empezaba a ocultarse. Las sombras invadieron el saloncito. Un reloj lejano, tal vez el de la iglesia, dejó oír las nueve campanadas de la noche. Berta dio un salto.

—Las nueve —susurró—. Se nos hace tarde. Hemos de volver, querido León.

—Un poco más.

—Te lo ruego.

—Querida…

—León, mi amor. Se nos hace tarde.

Tiró de él. León se echó a reír.

—¿Te das cuenta lo pronto que termina un día maravilloso?

—Todo lo bueno termina demasiado pronto —susurró ella nostálgica.

* * *

El auto se deslizaba carretera abajo en dirección a la ciudad.

—¿Dónde te dejo? —preguntó ella quedamente.

León a su lado, apoyando la cabeza en su hombro, no abrió los ojos. La besó en el cuello, Berta se estremeció.

—León…

—Déjame donde quieras —susurró—. Si he de pasar el resto de la noche sin ti no me importa el lugar.

—Sé juicioso. Ya estuvo bien, ¿eh? Todo el día… estuvimos juntos.

—¿No puedo verte esta noche?

—Pero si ya es…

—Ya me entiendes.

—No, León, no puede ser.

—¡Dios del cielo! ¿Crees que podré resistir tantas horas? Te llamaré por teléfono tan pronto llegue a casa.

—No hagas locuras.

—La locura de amarte es para mí una maravillosa locura.

—Te lo ruego. Mañana…

—¿Dónde?

—Aquí.

—¿En la casita?

—Sí —dijo con un hilo de voz.

Sintió de nuevo los labios de León en su garganta. Se estremecía. Tantos días amándose, sintiéndole suyo, y siempre experimentaba la misma sensación de plenitud cuando él la besaba. Impresionada detuvo el auto y se inclinó sobre él.

—León —susurró—, León…

—¿Lo ves? —rio él—. ¿Te das cuenta? ¿Verdad que nos necesitamos constantemente?

—Eso ya lo sé.

—Pues… concluyamos esta comedia. Llévame a tu casa y di a todos…

—No me pidas eso.

—Berta, mi vida, es que el solo pensamiento de separarme de ti, me produce una gran desesperación.

—Cálmate.

Lo besaba una y otra vez, como si tuviera miedo a perderlo. León la apretó contra sí y le pidió muy bajo:

—Volvamos a la casita… Volvamos, Berta, mi vida.

Era una locura. Pero ambos estaban locos. Ella, entregada a él por entero. Él, pendiente de ella, amándola y deseándola intensamente. Era, en realidad, la primera mujer en su vida. Las otras, todas las que pasaron a su lado, fueron como nubes fugaces, que apenas si dejaron huella de su paso, tal fue su brevedad y poca importancia. Esta mujer era la soñada, la deseada sin hallarla, la única y verdadera mujer. Y estaba allí, en sus brazos, y era la primera vez que amaba, pues lo ocurrido entre ella y su primer marido era también como una nube en el pasado nebuloso de su existencia vacía. Él, León, la llenó y continuaría llenándola. Y tan pronto León se hallaba lejos, ella lo añoraba con intensidad. Por eso, casi como un autómata, impulsada por una fuerza superior, puso el auto en marcha nuevamente y lo condujo hasta la casita. Al llegar frente a esta suspiró. Miró a su marido.

—León, me parece que estamos desafiando al mundo y las críticas.

—¿No eres mi esposa?

—Pero todos lo ignoran.

—¿Con quién quieres quedar bien? ¿Con ellos, con nosotros o con Dios?

—Con todos. En particular con mis hijos. No quisiera que me considerasen una casquivana mujer.

—Querida, yo sé que eres la mujer más bonita, más maravillosa y más inocente del mundo. Y Dios también lo sabe como yo. ¿Qué importa cómo nos juzgue el mundo?

* * *

La anciana suspiró.

Pedro, de pie frente al ventanal, golpeaba impaciente el suelo con el pie.

—Siéntate, muchacho.

—Es que no puedo.

—¿Y por qué?

—He llegado a las once de la mañana. He ido a casa directamente y la servidumbre me dijo que la señora había salido casi al amanecer.

—Bueno, ¿y eso qué?

Pedro dio la vuelta en redondo y se enfrentó con su abuela.

—¿Cómo eso qué? ¿Qué hace mi madre fuera de casa tantas horas? Di, ¿qué puede hacer? Me pregunto: ¿está sola?

—Bueno —filosofó la abuela—, y si no lo estuviera, ¿qué?

—Abuela…

—No te alteres, joven. ¿A qué has venido tú a la ciudad?

—A verla —saltó furioso—. ¿Te parece poco?

—Poquísimo. Vienes a ver a tu madre y a decirle… ¿qué vienes a decirle?

—¡Bah!

—Di, hombre. ¿Qué vienes a decirle? ¿O vienes a hacerle compañía todo el verano?

Pedro dio unos cuantos pasos impaciente.

—No pretenderás —gritó— que pase aquí todo el verano. Eso ya pasó. Yo no puedo adaptarme a una ciudad de estas.

Ir a la siguiente página

Report Page