Behemoth

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Doce

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DOCE

—¡Haga algo señor Sharp! —exclamó la doctora Barlow por encima del estrépito—. ¡Parece que nos han capturado!

—¡Sí, señora, me he dado cuenta!

Deryn buscó su navaja, pero por supuesto su uniforme de gala no tenía bolsillos en los que buscar. Tendría que usar sus puños.

—¿Cómo puedo bajar a las sillas? —peguntó al conductor del howdah.

—Desde aquí no puede, señor —dijo él, con los nudillos blancos por la fuerza realizada al sujetar los controles de la trompa.

Estaba empujando a la gente para que se pusiera a salvo mientras la máquina daba tumbos entre la multitud aterrorizada. Los pilotos que controlaban las piernas las escalaron desde el suelo, mientras el elefante se arrodillaba.

—¡Maldita sea! ¿Tiene alguna cuerda a bordo?

—Me temo que no, señor. Esto no es un navío —dijo el hombre.

Deryn soltó un gruñido de frustración: ¿cómo era posible que una nave no tuviese una cuerda? La máquina dio más tumbos y la muchacha se agarró a la barandilla para guardar el equilibrio.

Al avanzar por el borde del howdah, Deryn vio que los tres pilotos habían sido reemplazados por impostores vestidos con uniformes azules. Solo el piloto de la pata delantera del lado de babor seguía en su asiento. Pero la cuerda aún le rodeaba, en dirección a la multitud. Pronto tirarían de él.

Mientras, tres de las patas del caminante rozaban y pisoteaban el suelo, intentando hacer que el aparato se moviese de nuevo. Cuando estaba observando, el enorme pie derecho pisoteó el carro de un vendedor, esparciendo castañas peladas por la calle como si se tratase de granizo.

—¡Malditas estúpidas máquinas! —murmuró Deryn—. Una bestia real sabría quiénes son sus verdaderos amos.

De pronto la trompa se balanceó hacia babor. Llegó hasta los manifestantes y descubrió al hombre que intentaba arrastrar al piloto de la pata delantera y sacarlo de su asiento. El hombre gritó, soltando la cuerda al ser apartado a un lado.

—¡Buen trabajo! —dijo Deryn al piloto del howdah—. ¿Puede sacarnos de encima a los impostores?

El hombre negó con la cabeza.

—No puedo llegar a las sillas traseras. Pero tal vez…

Retorció los controles y la trompa se balanceó hacia estribor. Se retorció de nuevo, buscando al piloto que estaba en la pata delantera, pero se frenó a una yarda de distancia, con los segmentos de metal chirriando.

—Es inútil señor —dijo el hombre—. No es tan flexible como una bestia real.

Aunque no era tan flexible, la máquina era rematadamente poderosa. Se estaba inclinando calle abajo, haciendo huir a personas y vehículos en todas direcciones. Uno de sus enormes pies pisoteó un carro y lo dejó hecho astillas. El piloto británico que quedaba luchaba por detener la máquina, pero una sola pierna no podía hacer demasiado contra tres.

—¿Puede agarrar algo que pueda usar como arma? —Deryn preguntó al piloto del howdah—. ¡Solo necesita un poco más y llegará!

—¡Esto es una máquina clánker, señor! No es tan ágil como para hacer lo que me pide.

—¡Demonios! —maldijo Deryn—. ¡Entonces creo que tendré que hacerlo yo!

El hombre apartó la mirada de los controles un segundo.

—¿Decía, señor?

—Doble esta trompa hacia arriba, hacia aquí. ¡Y hágalo rápido, hombre! —ordenó, quitándose su bonita chaqueta. Se dio la vuelta para echársela a Newkirk y luego se subió a la montura y después a la cabeza del elefante.

—¿Qué demonios estás haciendo? —exclamó Newkirk.

—¡Algo realmente estúpido! —gritó cuando la punta de la trompa hecha con juntas de metal retrocedió ante ella. Se preparó para coger impulso sobre la superficie inestable de la cabeza del elefante.

Y saltó…

Sus brazos se agarraron alrededor del brillante acero. Los segmentos chirriaban y hacían ruidos metálicos cuando la trompa se flexionaba, transportándola por encima de la multitud. Sus pies se balanceaban por la fuerza centrífuga, como si estuviese montando en el borde de un inmenso látigo que silbaba en el aire.

El borrón de formas que veía al principio al pasar se despejó a su alrededor: se estaba balanceando hacia la pata delantera de estribor. El piloto impostor se la quedó mirando con los ojos muy abiertos, cuando ella apuntó ambos pies contra él.

Pero este tuvo tiempo de agacharse en el último segundo y sus botas de gala pasaron silbando sobre su cabeza. Al pasar balanceándose, las palmas de Deryn resbalaron por la brillante trompa de metal y se soltó un poco de su sujeción.

El hombre la miró con cara de pocos amigos y sacó un cuchillo.

Había algo en su rostro… Era más pálido que la mayoría de los manifestantes de la calle.

Dummkopf! —le gritó.

Sie gleichen die! —repuso él.

¡Era idioma clánker!

Deryn entornó los ojos, aquello no era turco o valaco o kurdo o los idiomas que fuese que hablasen en Estambul. Aquel hombre era alemán, estaba más claro que el agua.

El problema era, ¿cómo librarse de él? No le hacía ninguna gracia luchar con sus botas de gala como única arma contra aquel cuchillo.

Miró hacia arriba, hacia el howdah. La doctora Barlow le estaba gritando algo al piloto de la montura y Deryn esperaba que, fuese lo que fuese que estuviese tramando la científica, funcionase rápidamente. A cada paso bamboleante que daba el elefante, resbalaba un poco más por la bruñida superficie de acero.

La trompa empezó a flexionarse de nuevo, balanceando a Deryn hacia abajo, hacia la calle, y solo vio un borrón de adoquines del pavimento que pasaban rápidamente por debajo de ella. La muchacha no sabía qué tipo de estrategia inspirada por la científica esperaba que tramase mientras estaba siendo lanzada por el aire.

Entonces la trompa se detuvo súbitamente y el piloto la mantuvo quieta mientras la máquina avanzaba pesadamente. Deryn bajó la vista. Estaba colgando justo encima de una mesa llena de especias.

—Pero ¿qué diantres…? —murmuró. ¿Es que la doctora Barlow esperaba que derribase al alemán de su percha con especias para comida?

Pero al cabo de un instante de estar colgada allí, Deryn empezó a notar que le picaba la garganta y que sus ojos le ardían. Incluso a un brazo de distancia, las especias eran lo suficientemente fuertes para hacerse notar.

«UN VALIENTE CADETE SE HACE CARGO DE LA SITUACIÓN»

—No está mal, doctora Barlow —murmuró, y a continuación estornudó.

Deryn alargó una mano para atrapar la bolsa con las especias que tenían un aspecto más rojo y más potente.

La trompa se balanceó y entró de nuevo en acción, lanzándola por segunda vez hacia el alemán que conducía la pata delantera de estribor. La muchacha podía ver la fría mirada en el rostro del hombre mientras se acercaba rápidamente hacia él, y el cuchillo destellando en su mano.

—¡Prueba esto para cenar, caraculo! —gritó, y lanzó con fuerza todo el saco directamente hacia él.

El impulso de la trompa a toda velocidad redobló la fuerza de su lanzamiento y el saco golpeó al alemán como una bala de cañón. El saco explotó contra su pecho, envolviéndole en una oscura nube roja. La especia salió volando como una nube en todas direcciones arremolinándose también hacia Deryn.

Unos dedos rojos le obligaron a cerrar con fuerza los ojos. Intentó coger aire y un fuego líquido bajó hacia sus pulmones. Sintió que el pecho se le llenaba de brasas de carbón y, en consecuencia, cada vez resbalaba más de su sujeción…

Sin embargo, aterrizó suavemente puesto que el piloto del howdah la había dejado con cuidado en el suelo. Se quedó allí echada, tosiendo y escupiendo, con todo su cuerpo intentando expeler la especia de sus pulmones.

Finalmente, aunque le ardían, Deryn se obligó a abrir los ojos.

El elefante de metal estaba inmóvil. Sus patas delanteras estaban dobladas, como si la enorme máquina le estuviese haciendo una reverencia. Las patas traseras solas no tenían la fuerza suficiente para hacer que la máquina se moviese.

Deryn vio destellos de azul escurriéndose entre la multitud, mientras los otros dos impostores se alejaban corriendo. Sin embargo, el alemán que ella había atacado con las especias estaba echado en el suelo entre un montón de polvo rojo, aún tosiendo y escupiendo.

Cuando se puso de pie, Deryn se miró de arriba abajo.

—¡Arañas chaladas! —exclamó y más tarde estornudó.

Habían arruinado su uniforme.

Pero la pérdida de uno de los uniformes de gala de cadete no era nada comparado con el rastro de destrucción que se extendía por la calle: carromatos y carros vueltos del revés, un caminante con la forma de un asno estaba tan aplastado como si fuese un gusano de metal. La multitud que se estaba congregando aún estaba silenciosa, todavía conmocionada por lo que aquel violento elefante había hecho.

Una pasarela descendió por el abdomen del caminante. Dos de los asistentes del embajador sujetaron firmemente al alemán, confuso aún por las especias mientras que Newkirk y Eddie Malone corrían a través de la multitud hacia ella.

—¿Se encuentra usted bien, señor Sharp? —exclamó Newkirk.

—Eso creo —dijo Deryn mientras la cámara de Malone destellaba con un pop, cegándola de nuevo.

—Pues entonces será mejor que volvamos a bordo —sugirió Newkirk—. Estos tipos puede que vuelvan a desmadrarse.

—Pero tal vez haya alguien herido —Deryn parpadeó para despejar los puntos negros que veía tras el destello cegador de la cámara, intentando mirar calle abajo—. ¿Hay algún cuerpo en alguna parte entre la madera astillada y las ventanas rotas?

—Sí, por esa razón tenemos que irnos deprisa. ¡Debemos encontrar a nuestros pilotos y movernos de nuevo antes de que las cosas se pongan feas!

—A mí las cosas ya me parecen lo suficientemente feas —dijo Eddie Malone, dando un puñado de terrones de azúcar a su luciérnaga. Apuntó con la cámara hacia la devastada calle.

Aún parpadeando para quitarse de encima la especia roja, Deryn siguió a Newkirk de vuelta al Dauntless. Se preguntaba cuánta gente habría visto a los pilotos impostores acercarse a bordo, a unos cientos de yardas de distancia. ¿Alguien se habría dado cuenta de que la tripulación británica del elefante no había sido la causante del desastre?

Aunque la multitud hubiese visto lo que había sucedido, los periódicos seguramente no informarían de lo que había ocurrido. No al menos los periódicos que los alemanes controlaban.

—¿Tú lo viste, verdad? —dijo ella a Eddie Malone—. ¡Eran impostores los que conducían, no nuestros hombres!

—No te preocupes. Yo los he visto —afirmó el reportero—. Y nosotros, en el New York World, solamente informamos de la verdad.

—Sí, claro, en Nueva York —Deryn suspiró mientras subía por la pasarela.

La multitud ya se estaba agitando a su alrededor a medida que el impacto de todo aquel alboroto fue desapareciendo.

La cuestión era: ¿alguien les creería a ellos, en Estambul?

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