Behemoth

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Trece

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TRECE

Alek esperaba en la sala de máquinas, pensando en cuándo llegaría la señal.

Se desabrochó otro botón de la chaqueta. Aquella noche, la doctora Barlow había convertido la habitación casi en un horno. Cuando Alek vigilaba los huevos siempre parecía que la doctora añadía más calentadores, solo para disgustarle.

Al menos ya no tendría que aguantarlo durante mucho más tiempo. Podía escuchar el distante rumor de las bujías encendiéndose en la cápsula de estribor. Klopp, Hoffman y Bauer estaban allí arriba, fingiendo trabajar en el motor. Y además haciendo ruido, de modo que nadie se sorprendiese al ver subir allí a Alek para ayudar.

Después del desastroso inicio de la misión de la doctora Barlow, el plan de huida había cambiado. Alek había visto el regreso apresurado del caminante en forma de elefante, sin transportar provisiones y con los flancos manchados de una especie de polvo rojo. Se habían extendido rumores por la nave acerca de que el caminante había sido atacado, un incidente en el cual docenas de civiles habían resultado heridos.

Al cabo de una hora, una furiosa multitud había llegado hasta las puertas del campo de aviación, amenazando con atacar al Leviathan. Ahora había guardias apostados en todas las escotillas de la aeronave y un anillo de soldados otomanos rodeaba la barquilla. No habría posibilidad de escabullirse por la cubierta de carga aquella noche.

No obstante, desde su puesto en la cápsula del motor, Klopp había informado que no había nadie vigilando la torre de amarre. Estaba conectada a la cabeza de la aerobestia con un único cable que colgaba a ochenta metros en el aire. Si los cinco pudiesen escalarlo y luego descender, tal vez pudiesen escapar por el campo de aviación a oscuras.

Alek escuchaba atento el momento en que fallase el motor, esperando la señal. Ahora que el capitán le consideraba prisionero de guerra, se sentía feliz de dejar la aeronave atrás. Había sido un estúpido al haberse permitido sentirse cada vez más unido a todo aquello. Volger tenía razón: el hecho de pretender que aquella abominación volante se convirtiese en su hogar les había conducido solamente a la desgracia. Dylan podría haber sido un buen amigo en cualquier otro mundo, pero no en este.

Ahí llegaba la señal: cinco fuertes petardeos de las bujías. Aquella señal significaba que Bauer y Hoffman habían reducido a los tripulantes darwinistas de la cápsula. Seguramente Volger ya se encaminaba hacia allí desde su camarote.

Efectivamente iban a abandonar la nave. Aquella noche.

Alek puso bien los huevos por última vez. Alzó un calentador apagado y lo zarandeó para que se encendiese, después lo metió entre la paja. Caliente como estaba la sala de máquinas, lo más probable era que la misteriosa carga de la doctora Barlow estuviese bien hasta el amanecer. En cualquier caso, ya no era su problema.

Alek se dio cuenta de que había una antigua mancha de grasa en la caja de los huevos y pasó un dedo por encima de ella. Luego se pintó con ella una tira por las mejillas, como si hubiese estado trabajando en la cápsula del motor. Si alguien le veía, podría dar por sentado que Dylan estaba allí abajo cuidando los huevos y que Alek había bajado a buscar recambios para los ingenieros.

Se puso de pie y levantó su caja de herramientas. Estaba llena de ropas de recambio y llevaba el aparato de radio del Caminante de Asalto. El aparato era pesado, pero cuando él y sus hombres estuviesen ocultos en los bosques, la radio podría ser su único medio de contacto con el mundo exterior.

Alek suspiró. Aquí, a bordo del Leviathan, casi había olvidado lo solitario que era huir y ocultarse.

La puerta se abrió con un leve chirrido y miró a ambos lados del pasillo, escuchando los murmullos de la nave.

Un leve repiqueteo llegó hasta sus oídos. ¿Acaso se estaba acercando alguien?

Maldijo en voz baja. Probablemente era Dylan, que venía a hablar con él por última vez. Ver al chico de nuevo solo haría que aquello fuese aún más duro, Alek debía marchar hacia la cápsula del motor.

Sin embargo, el ruido provenía de detrás de él…

Se dio la vuelta: uno de los huevos se estaba moviendo.

Bajo la luz rosada de los calefactores, pudo ver que se estaba formando un pequeño agujero en la parte superior del huevo. Se estaba rompiendo en pequeños pedazos que se deslizaban por su lisa y blanca superficie. Trocito a trocito el agujero cada vez se iba haciendo más grande.

Alek se quedó allí plantado con la mano en el pomo. Debía marchar, dejar atrás aquellas criaturas impías. Pero había pasado largas noches enteras cuidando de los huevos y preguntándose qué saldría de ellos. En unos pocos momentos finalmente vería qué había en su interior.

Alek volvió a cerrar la puerta silenciosamente.

Lo extraño era que el que estaba eclosionando era el huevo del centro, el que la doctora Barlow decía que estaba enfermo.

En aquel instante algo estaba asomando por el agujero. Parecía una garra, ¿o era una pata? En ella había pelo de color pálido y no plumas.

Una pequeña nariz negra asomó, olisqueando el aire.

Alek no sabía si la criatura era peligrosa. Por supuesto, era solo un bebé y él guardaba una navaja enfundada en su cinturón. Sin embargo, Alek se quedó cerca de la puerta, por si acaso.

La bestia emergió lentamente, sujetándose en el borde de la caja con unas minúsculas manos de cuatro dedos. Tenía la piel húmeda y sus enormes ojos parpadearon ante el resplandor de los calentadores. Lo miraba todo atentamente, retorciéndose mientras se esforzaba para salir más del huevo roto.

Fuese lo que fuese, aquella cosa era realmente fea. Parecía que la piel fuese demasiado grande para su cuerpo y le colgaba como la de una persona mayor. A Alek le recordó al gato sin pelo de su tía, criado por su aspecto extraño. La bestia se lo quedó mirando e hizo un ruido suave y quejumbroso.

—Debes de tener hambre —dijo Alek en voz baja.

Pero él no tenía ni idea de lo que aquella cosa comía.

Por lo menos algo sí tenía bastante claro: aquella cosa no comía humanos. Era demasiado pequeña para poder hacerlo y demasiado… tierna, incluso con aquel extraño exceso de piel. De alguna forma, sus grandes ojos parecían inteligentes y tristes. Alek sintió el impulso de alzar al animal y consolarlo.

La criatura extendió una minúscula mano.

Alek dejó en el suelo la caja de herramientas y se acercó un paso. Cuando extendió una mano, el animal tocó las puntas de sus dedos, apretándolas una por una. Después se inclinó hacia delante para deslizarse por el borde de la caja de huevos.

Alek lo cogió justo a tiempo. Incluso en el ambiente sofocante de la sala de máquinas, sintió que el cuerpo de la criatura estaba caliente y su piel era tan suave como un abrigo de chinchilla que su madre siempre se ponía en invierno. Cuando se lo acercó, la bestia hizo un sonido arrullador.

Sus enormes ojos parpadearon lentamente, mirándole directamente a los suyos. Sus delgados brazos rodearon la cintura del muchacho.

Era extraño, pero la criatura no le producía la misma sensación de incomodidad que sentía ante otras creaciones darwinistas. Aquel animal era demasiado pequeño, tenía un aspecto adormecido y desprendía un aura de misteriosa calma.

El motor petardeó de nuevo y Alek se dio cuenta de que se estaba retrasando más de lo previsto.

—Lo siento —susurró—, pero debo irme.

Colocó de nuevo a la criatura en la caja, entre el cálido resplandor de los calentadores. Y en cuanto retiró sus manos, el animal empezó a hacer un agudo ruido como un lloriqueo.

—Shhh —Alek intentó tranquilizarla en voz baja—. Pronto vendrá alguien.

No sabía si aquello era verdad. Dylan bajaría al amanecer, pero aún faltaban muchas horas.

Retrocedió un paso y se arrodilló para recoger la caja de herramientas. La criatura aún abrió más los ojos y dejó escapar otro grito que terminó en una nota arrolladora tan pura como la de una flauta.

Alek frunció el ceño: la última nota era extrañamente parecida a los silbidos que la tripulación usaba para dar órdenes a sus bestias. Y era lo suficientemente fuerte para despertar a alguien.

Extendió de nuevo la mano, intentando tranquilizar a la criatura. En el instante en que su mano le tocó, el animal quedó en silencio.

Alek se arrodilló un momento, acariciando la suave piel. Finalmente los grandes ojos se cerraron y Alek se atrevió a alejarse.

La bestia dio un respingo al instante y empezó a lloriquear de nuevo. Alek lanzó un juramento. Aquello era absurdo, se había convertido en un rehén de aquel recién nacido. Dio media vuelta y cruzó la habitación.

Pero mientras abría la puerta, los gritos se transformaron en un estallido de silbidos. Las luciérnagas de la sala de máquinas reaccionaron y las paredes se iluminaron de luz verde. Alek imaginó a toda la aeronave despertándose, los lagartos mensajeros acudiendo desde todas partes en respuesta a los gritos de la criatura.

—¡Silencio! —susurró, pero la bestia no calló hasta que el muchacho regresó y lo tomó en brazos de nuevo.

Mientras Alek estaba allí de pie acariciando su pálida piel, llegó a una terrible conclusión.

Si quería conservar alguna esperanza de escapar, tenía que llevarse al animal recién nacido con él. No podía dejarlo allí sentado, sacando su minúscula y fea cabeza berreando para que toda la nave lo oyese.

No tenía ni idea de cómo alimentar a la criatura o cómo cuidar de ella, ni siquiera sabía qué era. ¿Y qué diría el conde Volger cuando se presentase con aquella abominación en sus brazos?

Pero Alek no tenía otra elección.

Cuando levantó al animal de la paja, este extendió su brazo y se colgó de su hombro como un gato, las minúsculas garras se engancharon rápidamente en el tejido de su uniforme de mecánico.

El animal se lo quedó mirando a la expectativa.

—Ahora vamos a dar un paseo —dijo en voz baja, levantando otra vez la caja de herramientas—. ¿Vas a quedarte callado, vale?

La criatura le parpadeó, con un aspecto de complacida satisfacción en su rostro.

Alek suspiró y fue hasta la puerta. La abrió de nuevo mirando a ambos lados del corredor. Nadie había acudido a investigar los extraños ruidos, al menos no aún.

Se abrió la chaqueta, listo para esconder a la criatura en su interior si se encontraban con alguien. Pero por el momento el animal parecía feliz sobre su hombro y silencioso. Lo notaba tan ligero como un pájaro, como si estuviese diseñado para viajar de aquella forma.

«Diseñado», pensó Alek. Aquel animal estaba fabricado y no era nacido de la naturaleza. Tenía algún propósito concreto en los planes de los darwinistas, una función en los planes de la doctora Barlow para mantener a los otomanos fuera de la guerra.

Y él no tenía ni idea de cuál era aquel propósito.

Alek se estremeció y a continuación avanzó a grandes zancadas por el oscuro pasillo.

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