Behemoth

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Diecinueve

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DIECINUEVE

—Tal vez sea una locura, abandonar el hotel con tantos alemanes rondando por ahí.

No hubo respuesta mientras Alek se abrochaba la chaqueta de su nuevo traje.

—Pero los alemanes no saben qué aspecto tengo —prosiguió—. Y los otomanos ni siquiera saben que estamos aquí.

Alek se puso el fez y se miró al espejo esperando. De nuevo no recibió ninguna respuesta.

—Cualquiera diría que soy realmente un turco vestido con estas ropas —Alek dio un golpecito a la borla del fez. ¿Dónde se suponía que debía colgar, a la derecha o a la izquierda?—. Y si debo hablar alemán al menos tengo que practicar mi acento de plebeyo para no parecer un príncipe nunca más.

—Un príncipe —finalmente dijo la criatura.

—Bueno, esta es tu opinión —dijo Alek y luego suspiró.

¿Cómo se había habituado a hablar a la bestia? El animal probablemente estaba memorizando todos sus secretos. Era mejor que compartir sus dudas con los hombres, eso creía. Y además había algo en la expresión sabia y satisfecha de la criatura que hacía que Alek creyese que realmente le estaba escuchando y no solamente repitiendo palabras al azar. Alek volvió a mirarse en el espejo de arriba abajo por última vez, y a continuación se fue hacia la puerta.

—Sé una bestezuela buenecita y el profesor Klopp vendrá y te traerá comida. No lloriquees. Volveré pronto.

La criatura se le quedó mirando un buen rato fijamente y más tarde pareció asentir con la cabeza.

—Volveré pronto —dijo.

El caporal Bauer estaba vestido con sus nuevas ropas de civil y estaba esperando en la habitación que compartía con Klopp. El profesor de mekánica no podía abandonar el hotel. Era demasiado conocido entre la clase técnica de los clánkers y Constantinopla estaba llena de ingenieros alemanes.

De camino a la ciudad, la noche antes, Alek había contado una docena de proyectos de construcción en los que ondeaba un águila negra en el interior de una insignia amarilla: la bandera de amistad del Káiser. Los antiguos muros de la ciudad se mezclaban con nuevas y brillantes chimeneas, tuberías de vapor y antenas de radiotransmisores. Alek recordó que su padre le habló de que Alemania patrocinaba esta política de mekanzimat, la reforma de la sociedad otomana basándose en la máquina.

—Todavía creo que es una mala idea, joven señor —dijo Klopp, apartándose de la radio y de un cuaderno lleno de puntos y rayas.

—Nadie me reconocerá —dijo Alek—. Mi padre siempre tuvo mucho cuidado en prohibir que me hiciesen retratos o fotografías. Casi nadie, excepto mi familia, sabe qué aspecto tengo.

—¡Pero recordad lo que sucedió en Lienz!

Alek suspiró lentamente al recordar la primera vez que había salido disfrazado entre plebeyos.

—Sí, Klopp, actué exactamente como un pequeño príncipe. Pero creo que mi aspecto plebeyo ha mejorado mucho desde entonces. ¿No cree?

Klopp solo se encogió de hombros.

—Y si vamos a ocultarnos en el Imperio otomano —prosiguió Alek—, debemos saber qué grandes potencias están aquí. Soy el único de nosotros que sabe hablar algún otro idioma además del alemán.

El anciano sostuvo su mirada un momento y luego apartó la vista.

—No puedo discutir con vuestra lógica, joven señor. Solo desearía que no tuvieseis que ser vos quien saliese.

—A mí también me gustaría que Volger estuviese aquí —dijo Alek en voz baja—. Pero tendré mucho cuidado. ¿Verdad, Bauer?

—A vuestro servicio, señor —dijo Bauer.

—Perfecto. De todas formas, esto me recuerda que nada de «señor» mientras estemos fuera de esta habitación —dijo Alek.

—Sí, señor. Es decir, hum… ¿Cómo debo llamarle, señor?

Alek sonrió.

—Bueno, nadie que nos oiga hablar pensará que somos turcos, de modo que elijamos un buen nombre alemán. ¿Qué le parece Hans?

—Pero es que ese es mi nombre de pila, señor.

—Ah, sí, claro.

Alek carraspeó, pensando en si alguna vez se había molestado en saber el nombre de pila del caporal Bauer. Tal vez debería habérselo preguntado antes.

—Que sea Fritz, entonces.

—Sí, señor. Quiero decir, sí, Fritz —dijo Bauer y Alek vio que Klopp sacudía lentamente su cabeza.

Demasiado para el toque plebeyo.

El hotel estaba cerca del Gran Bazar, el mayor mercado de Constantinopla y las calles aquella noche estaban muy concurridas. Alek y Bauer siguieron a la multitud, buscando un lugar donde hubiese trabajadores alemanes reunidos y allí intentar enterarse de algo.

Pronto se encontraron dentro del bazar, un laberinto iluminado de tiendas bajo unos techos altos y abovedados. Los propietarios anunciaban a gritos sus mercancías: lámparas, lencería, alfombras, sedas, joyas, piel labrada y recambios de maquinaria, en una docena de lenguas. Unos asnos mecánicos se abrían paso a través de la multitud, con castañas y pinchos de carne asándose en sus humeantes bloques de los motores. Mujeres ataviadas con velos viajaban en sillas de mano con silenciosos mecanismos de cuerda y recelosos sirvientes a cada lado.

Alek recordó la primera vez que se disfrazó de plebeyo en el mercado de Lienz, cuando la presión de los cuerpos de las personas y los olores que desprendían le había puesto enfermo. Pero el Gran Bazar era como de otro mundo, las esencias del comino, la paprika y agua de rosas mezclándose con la amarga cortina de humo de tabaco que se arremolinaba desde las burbujeantes pipas de agua. Los juglares luchaban por tener un poco de espacio con los adivinos y músicos mientras que minúsculos caminantes de cuerda bailaban en una sábana extendida ante un hombre con las piernas cruzadas y la multitud aplaudía en reconocimiento.

El hombre que estaba en el mostrador de recepción del hotel les había dicho que aquel era un mes sagrado y que los musulmanes de la ciudad ayunaban hasta la puesta de sol. Parecía que estuviesen compensando el día, ahora que la noche había caído.

—No hay demasiados alemanes —dijo Bauer—. ¿Cree que habrá una cervecería en esta ciudad?

—No sé si a los otomanos les gusta la cerveza —Alek hizo un gesto señalando a un chico que llevaba una pequeña bandeja con unas copas de cristal vacías—. Pero el café es otra cosa.

Detuvo al chico y señaló la bandeja. El chico asintió con la cabeza e hizo un gesto con la mano para que le siguiese, esquivando hábilmente la multitud y esperando impacientemente a que Bauer y Alek lo alcanzasen.

El chico pronto les llevó hasta una gran sala pública en las afueras del mercado. El olor a café matizado con chocolate y té negro salía por sus puertas y del techo colgaba una cortina de humo.

Mientras Alek daba propina al chico por las molestias, Bauer dijo:

—Parece que hemos encontrado el lugar correcto, señor.

Alek alzó la mirada. Una hilera de banderas de la amistad del Káiser ondeaban a lo largo del toldo y una canción alemana resonaba en su interior.

—Aquel chico nos ha identificado como clánkers inmediatamente —Alek suspiró—. Pues andémonos con cuidado y no más señores. ¿Recuerda, Hans?

—Lo siento…, Fritz.

Alek dudó un momento en la puerta, el sonido de tantos acentos alemanes le produjo un escalofrío. Por supuesto, las naves del Káiser lo habían encontrado incluso oculto en la cima de una montaña en los Alpes. Tal vez era más seguro mantener a los enemigos a la vista.

Irguió los hombros y entró con paso firme.

Muchos de los hombres parecían ser ingenieros alemanes. Algunos de ellos aún vestían monos de trabajo de mecánicos, llenos de manchas de grasa después de todo un día de trabajo.

Alek se sentía fuera de lugar vestido con sus nuevas ropas turcas.

Él y Bauer encontraron una mesa vacía y pidieron un café a un joven con turbante que hablaba un alemán excelente.

Cuando el chico se fue a toda prisa, Alek sacudió la cabeza.

—Tanto si los otomanos se unen a la guerra como si no, los alemanes ya están gobernando este país. Y puede ver por qué —Bauer señaló la pared que había tras ellos.

Alek se dio la vuelta y vio un gran póster pegado a la pared, del tipo de propaganda burda que su padre siempre había odiado. En el fondo había una ciudad dibujada con la etiqueta de Estambul, festoneada con tubos de vapor y raíles de tren. La ciudad descansaba a caballo entre Los Estrechos, con el oso ruso amenazador sobre el mar Negro y la marina británica amenazadora desde el Mediterráneo.

Dominando el póster había una quimera gigante avanzando en el horizonte, una bestia darwinista fabricada a partir de media docena de criaturas. Vestía un deforme sombrero hongo y transportaba un acorazado dreadnought en una de sus manos en forma de garra y una bolsa de dinero en la otra. Un minúsculo hombre gordo etiquetado como Winston Churchill cabalgaba en su hombro, observando cómo la obscena bestia amenazaba los minúsculos capiteles y las cúpulas que tenía debajo.

«¿Quién nos protegerá de estos monstruos?», rezaba la leyenda por toda la parte superior.

—Este debe de ser el Osman —dijo Bauer, haciendo un gesto al acorazado.

Alek asintió.

—Es extraño pensar en ello, pero si no hubiese sido porque lord Churchill robó aquel barco, el Leviathan nunca hubiese atravesado Europa y aún estaríamos en aquel castillo en los Alpes.

—Tal vez estaríamos un poco más seguros allí —dijo Bauer. Entonces sonrió—. Pero también estaríamos un poco más congelados y nadie nos traería un buen café turco.

—¿De modo que cree que tomé la decisión adecuada, Hans? ¿Dejando atrás la seguridad?

—Tampoco es que tuviese demasiada elección, señor…, quiero decir Fritz —Bauer se encogió de hombros—. Habéis tenido que enfrentaros a lo que se os ha presentado, cualesquiera que fuesen los planes de vuestro padre. Todos los hombres llegan a este punto, tarde o temprano.

Alek tragó saliva, agradecido por aquellas palabras. Nunca antes le había preguntado a Bauer su opinión, pero ahora que estaba al mando era agradable saber que aquel hombre no pensaba que él era un completo idiota.

—¿Y qué me dice de su padre, Hans? Debe de pensar que usted es un desertor.

—Mis padres se deshicieron de mí ya hace mucho tiempo —el hombre hizo un gesto con la cabeza—. Demasiadas bocas que alimentar en casa. Y lo mismo sucede con Hoffman, creo. Vuestro padre solo eligió a hombres sin familia para que os ayudasen.

—Me imagino que fue un detalle por su parte, supongo —dijo Alek, impactado por la idea de que tanto él como sus hombres en cierto modo eran huérfanos—. Cuando esta guerra termine, Hans, le juro que nunca volverá a pasar hambre.

—No es necesario, Fritz. Es mi deber. Y, además, es casi imposible estar hambriento en esta ciudad.

El café llegó, oliendo a chocolate y tan espeso como la miel negra. Realmente sabía mejor que cualquier cosa que pudiese haber sido cocinada en una hoguera en los helados Alpes.

Alek tomó un largo sorbo, dejando que los ricos aromas barriesen sus oscuros pensamientos. Escuchaba subrepticiamente las conversaciones de las mesas que tenían cerca, quejándose de envíos de piezas de recambio retrasados y de cartas de casa censuradas. La conquista de Bélgica ya casi había finalizado y los ingenieros lo estaban celebrando. Francia iba a caer pronto. Después se emprendería una rápida campaña contra la Rusia darwinista y la isla fortaleza de Gran Bretaña. O tal vez iba a ser una guerra larga, discutió alguien, pero Alemania finalmente ganaría puesto que las bestias fabricadas no eran rival para la valentía y el acero clánkers.

No parecía que a nadie le importase si los otomanos se unían a la guerra o no. Los alemanes estaban seguros de sí mismos y de sus aliados austriacos. Por supuesto, el alto mando podría tener un punto de vista distinto.

«CAFÉ EN UN NIDO DE SERPIENTES»

De pronto, los oídos de Alek captaron el sonido del idioma inglés. Se dio la vuelta y vio a un hombre moviéndose lentamente entre las mesas, haciendo preguntas que solo recibían como respuesta encogimiento de hombros y miradas de no comprender. El hombre iba vestido de forma desaliñada con un abrigo de viaje y un sombrero que ya no tenía ninguna forma, con una cámara plegable colgada del cuello. Una especie de bestia fabricada colgaba de su hombro, tal vez una rana con los ojos como cuentas mirando fijamente por debajo del cuello de la chaqueta del hombre.

¿Un darwinista, allí, en lo que era prácticamente territorio alemán?

—Excúsenme, caballeros, pero ¿alguno de ustedes habla inglés? —dijo cuando llegó a la mesa de Alek.

Alek dudó. El acento del hombre no le era familiar y no parecía británico, aunque su cámara se asemejaba al diseño clánker.

—Yo, un poco —dijo Alek.

El rostro del hombre estalló en una amplia sonrisa mientras extendía su mano.

—¡Excelente! Me llamo Eddie Malone, reportero del New York World. ¿Le importa si le hago algunas preguntas?

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