Behemoth

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Veintitrés

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VEINTITRÉS

Tal como había previsto, nadie estaba vigilando el camarote del conde.

Deryn abrió la puerta y vio al conde Volger, inclinado por la ventana intentando ver mejor el espléndido caminante del sultán. Antes de abandonar la sala de navegación, Deryn había visto la máquina en forma de elefante acercándose por el campo de aterrizaje. Era aún más grande que el Dauntless, y su howdah estaba tan ornamentado como el sombrero de una dama en las carreras de caballos.

—Disculpe, señor, pero tiene una visita —dijo a Volger, que seguía de espaldas a ella.

Cuando el conde se apartó de la ventana, Deryn comprobó que el pasillo siguiese vacío y cerró la puerta tras ellos.

—¿Una visita? Qué interesante —dijo Volger.

El reportero se adelantó y le tendió la mano.

—Me llamo Eddie Malone, reportero del New York World.

El conde Volger no dijo nada, pero miró a Malone de arriba abajo.

—Tiene un mensaje de Alek —dijo Deryn.

El rostro de Volger se quedó inmóvil por un instante.

—¿Alek? ¿Dónde está?

—Aquí mismo, en Estambul —Malone sacó su desgastado cuaderno de notas—. Me contó que usted estaba prisionero a bordo de esta nave. ¿Le tratan bien, señor?

Volger no contestó, su expresión mostraba su sorpresa.

—¡Maldita sea, Malone! —maldijo Deryn—. No tenemos tiempo para hacer una condenada entrevista. ¿Por favor, puede limitarse a que su bestezuela entregue el mensaje?

—Alek dijo que era privado, solo para el conde.

Deryn soltó un gruñido de frustración.

—A Alek no le importaría que escuchase lo que fuese que él tenga que decir. ¿No es cierto, señor conde?

Volger miró la rana con una expresión de infinito asco, pero hizo un gesto afirmativo al reportero con la cabeza.

Malone cogió a la bestia de su hombro y la dejó sobre el escritorio. Le rascó debajo de la barbilla, tecleando una especie de código con la yema del dedo.

—Vamos, Rusty. Repite.

La rana empezó a hablar con la voz de Alek. «No sé si es realmente usted conde, pero debo confiar en este hombre. Aún estamos en Estambul, aunque ya sé que esto seguramente le disgustará sobremanera. Pero hemos encontrado algunos amigos…, aliados, supongo que usted los llamaría así. Le contaré más cuando nos veamos personalmente».

Deryn frunció el ceño. ¿Aliados? ¿A qué idiotez se estaba refiriendo Alek?

«El señor Malone dice que el Leviathan aún está aquí», prosiguió la bestia. «¡Si usted y Hoffman pueden escapar, únanse a nosotros! Estamos en un hotel de la ciudad vieja, con el nombre de mi madre. Nos quedaremos aquí mientras podamos».

Al escuchar aquello, el conde Volger dejó escapar un leve gruñido, apretando los puños junto a su cuerpo.

«Ah, siento que haya tenido que escuchar esto a través de esta abominación. Pero necesito su ayuda, conde, ahora más que nunca. Por favor, intente reunirse con nosotros. Hum, fin del mensaje, supongo».

La rana se quedó en silencio.

—¿Le importa si le hago algunas preguntas, señor? —dijo Malone, con su lápiz preparado.

El conde Volger no respondió pero se dejó caer en la silla de su escritorio, mirando aborreciblemente la rana.

—¿Debo suponer que es realmente él?

—Se parece bastante a Alek —dijo Deryn—. Y las bestias solo pueden repetir lo que escuchan.

—¿Y entonces por qué habla en inglés? —preguntó Volger.

—Precisamente no me llamo «Rosencrantz» —dijo Eddie Malone—. No iba a transmitir un mensaje que no comprendiese.

—Ese pequeño idiota —dijo el conde en voz baja, sacudiendo la cabeza—. ¿A qué está jugando ahora?

Eddie Malone recogió la rana y volvió a colocarla en su hombro, con una mueca de extrañeza en su rostro.

—No parece contento de tener noticias de su amigo. Él parecía tenerle a usted en alta estima.

—¿Usted sabe de lo que está hablando? —preguntó Volger a Malone—. ¿Quiénes son esos «nuevos aliados» que comenta?

El hombre se encogió de hombros.

—Ha sido muy cauto sobre ello. Estambul es una ciudad llena de sociedades secretas y conspiraciones. Hubo una revolución tan solo hace seis años.

—¿De modo que se ha unido a anarquistas? Espléndido.

—¿Anarquistas?

Deryn frunció el ceño:

—¡Alek no es un completo estúpido, usted lo sabe!

Volger hizo un gesto con la mano señalando la rana.

—Creo que esto sí demuestra que lo es. Lo único que tenía que hacer era irse de Estambul y luego buscar un lugar donde esconderse.

—Sí, pero ¿por qué tendría que hacerlo? —dijo Deryn—. Usted y su padre lo han mantenido enjaulado toda su vida, como un periquito en una bonita jaula, y por fin, ahora es libre. ¿Acaso usted cree de veras que buscará un agujero donde ocultarse?

—La situación precisamente lo requería.

—Pero Alek no puede estar escapando siempre —exclamó ella—. Necesita aliados, como los que tenía en esta nave antes de que la maldita guerra se metiese de por medio. Necesita encontrar el lugar al que pertenece. Pero le diré una cosa: ¡me alegro de que se alejara de una persona como usted, aunque se acabe uniendo a la condenada brigada de Monos Ludistas! ¡Al menos ahora podrá encontrar su propio camino!

El conde Volger se la quedó mirando un largo instante, y Deryn se dio cuenta de que había dejado que su voz saliera todo el tiempo chillona. Aquello es lo que sucedía por pensar demasiado en Alek, a veces la convertía en una condenada chica.

—Vuestro amigo Alek cada vez se vuelve más y más interesante —dijo Malone, garabateando con el lápiz su cuaderno—. ¿Pueden darme un poco más de información sobre él?

—¡No! —dijeron a una Deryn y Volger.

La alerta de soltar amarras sonó y Deryn escuchó ruido de pasos afuera por el corredor. Maldijo porque el capitán había ordenado una ascensión rápida. Tenían que pasar por la península antes de la puesta de sol o, si no, su destacamento de desembarco descendería por debajo de la quilla a oscuras sin poder ver dónde se dejaban caer.

—Debemos irnos ya —dijo, arrastrando a Malone hacia la puerta—. Pronto vendrán a por este señor conde para que les ayude en los motores.

—¿Y qué me dice de mi entrevista?

—¡Si nos atrapan aquí dentro, estará entrevistando a un maldito colgado!

Deryn abrió la puerta con cuidado, asomándose un poco y esperando a que el corredor se despejase.

—Señor Sharp —dijo el conde Volger tras ella—. Espero que entienda que esto complica las cosas.

Ella le miró por encima del hombro.

—¿A qué caramba se refiere?

—Debo unirme a Alek y hablar con él de esta locura. Y eso significa escaparme de esta nave. Hoffman y yo necesitaremos su ayuda para poder hacerlo.

—¿Es que usted también se ha vuelto loco de remate? —exclamó ella—. Yo no soy un traidor…, no al menos tan traidor.

—Tal vez, si usted no nos ayuda, me veré obligado a revelar su pequeño secreto.

Deryn se quedó petrificada.

—Empecé a sospecharlo durante nuestras lecciones de esgrima —dijo el conde fríamente—. Hay algo en su forma de comportarse… Y sus salidas defendiendo a Alek también han sido reveladoras. Pero realmente fue la mirada en su rostro precisamente lo que ha disipado cualquier tipo de duda.

—No sé… de qué está usted hablando —dijo ella.

Las palabras surgieron ridículamente graves, como un niño intentando parecer un hombre.

—Yo tampoco lo sé —dijo Eddie Malone, con el lápiz volando por la página—. Pero lo que es seguro es que esto se está poniendo interesante.

—De modo que si usted desea continuar sirviendo en esta nave, señor Sharp, creo que nos ayudará a escapar.

Una sonrisa cruel se extendió por el rostro del conde Volger.

—¿O prefiere que le dé aquí y ahora a nuestro amigo reportero la noticia?

A Deryn la cabeza le daba vueltas, como si estuviese loca. Había vivido aquel momento en cientos de pesadillas, pero ahora el momento había llegado como el estallido de un rayo atravesando un cielo despejado. Y de aquel maldito conde Volger, entre toda la gente.

De pronto Deryn sintió odio hacia toda aquella gente vil e inteligente.

Se mordió el labio, obligándose a concentrar su mente. Ella era el cadete Dylan Sharp, un oficial condecorado del Ejército del Aire de Su Majestad, y no una majadera a punto de perder la cabeza. Fuese lo que fuese que dijese ahora, podría urdir alguna estratagema para salir de aquel atolladero después.

—Está bien entonces —escupió—. Les ayudaré a escapar.

Volger hizo repiquetear sus dedos.

—Será mañana por la noche, antes de que el Leviathan abandone Estambul para siempre.

—No se preocupe. ¡Estaré contento de perderle de vista!

Y después de decir esto, arrastró a Eddie Malone fuera del camarote del conde.

Tres horas más tarde, Deryn estaba mirando por la puerta de carga del Leviathan, con una pesada mochila a la espalda y una extensión rocosa que pasaba a toda velocidad bajo ella.

Suspiró. «Sería mejor que saltase ahora, sin una maldita cuerda».

Considerase el problema como lo considerase, estaba desesperada y tenía la sensación de haber fracasado. El conde había averiguado su secreto y había aprovechado para echárselo en cara precisamente delante de un reportero. Su primera misión al mando estaba a punto de empezar, pero su carrera estaba prácticamente acabada.

—No te preocupes, muchacho —dijo el contramaestre, que estaba a su lado—. Nunca está tan lejos como parece.

Ella asintió, deseando que fuese algo fútil como un descenso por debajo de la quilla lo que le pusiera nerviosa. La gravedad era algo contra lo que se podía luchar; lo único que hacía falta era hidrógeno, aire caliente o incluso un poco de cuerda. Pero ser una chica era una miserable batalla perdida e interminable.

—Estoy bien, señor Rigby. Solo es que no puedo esperar para empezar —se volvió hacia sus hombres—. ¿Están listos?

Los tres hombres que componían su destacamento de desembarco mostraron la valentía en sus rostros, pero sus miradas permanecían pegadas al terreno que pasaba por debajo de ellos. A medida que la Esfinge se acercaba, la aeronave aminoró la velocidad, dando la vuelta entre la persistente brisa proveniente del océano. No obstante, los oficiales no podían detener del todo la nave para no dar al sultán y a su séquito una vista demasiado clara del suelo que tenían bajo ellos.

Era un poco descarado cometer espionaje justo delante del soberano de la nación.

El contramaestre consultó su reloj:

—Solo faltan veinte segundos.

—¡Enganchen sus cabos! —ordenó Deryn.

Su corazón empezó a latir a cien por hora en aquel momento, arrastrando todos sus lúgubres pensamientos. Volger y sus amenazas podían irse a la porra. Siempre podía empujarle por la ventana de su camarote.

En aquel momento, el terreno se estaba elevando bajo la nave, y pasó de ser árboles a hierba con matorrales y finalmente arena. A su derecha estaba la Esfinge, una formación natural que se alzaba como una estatua antigua del algún dios pagano.

—Preparados, señores. Tres, dos, uno… —gritó… y saltó.

La cuerda siseó a través de su mosquetón de seguridad, furiosamente y desprendiendo mucho calor que contrastaba con la brisa marina. Escuchó cómo sus camaradas descendían junto a ella, un coro de cables zumbando y cortando el aire.

El suelo se acercaba rápidamente y Deryn sujetó otro segundo mosquetón. La fricción se dobló y frenó un poco su caída. Sin embargo la sólida roca y los matorrales aún pasaban rápidamente bajo ella, demasiado rápido para estar tranquila.

Entonces lo sintió, como un balanceo en su cabo. La aeronave estaba aminorando al máximo la marcha. Su cuerda se balanceó hacia delante por el impulso y luego empezó a moverse hacia atrás de forma que su posición casi era estática respecto al suelo que tenía debajo.

—¡Ahora! —exclamó Deryn y sacó su segundo mosquetón del cabo.

«DESCENSO POR DEBAJO DE LA QUILLA»

Cayó rápidamente, golpeando con fuerza la arena, y se soltó cuando notó las rocas planas bajo sus botas. El impacto sacudió su columna vertebral pero consiguió mantener el equilibrio andando y dando traspiés, y logró permanecer en pie todo el tiempo. El resto del cable dio una sacudida como un látigo por su mosquetón de seguridad, golpeando su mano despiadadamente y después saltó por la playa hacia la puesta de sol.

Cuando el Leviathan desapareció en la distancia, el ruido de su motor se fue apagando entre el chocar de las olas. Deryn sintió que la tristeza se abatía de nuevo sobre ella, junto con un sentimiento de soledad al ser dejada atrás.

Se dio la vuelta y contó tres figuras más sobre la cordillera. Al menos ninguno de sus hombres había sido arrastrado mar adentro.

—¿Todos están bien? —gritó.

—Sí, señor —dos respondieron a su llamada desde la creciente oscuridad, seguidos de un leve quejido.

Era Matthews, a diez yardas, que aún no se había incorporado. Deryn escaló por las rocas sueltas y lo descubrió totalmente enroscado sobre sí mismo.

—Es mi tobillo, señor —dijo, con los dientes apretados—. Me lo he torcido.

—Está bien. Veamos si puede tenerse en pie —Deryn hizo señas con la mano a los otros hombres y después se libró de su pesada mochila.

Se arrodilló y comprobó el recipiente de cristal que contenía los percebes vitriólicos: no se había roto.

Cuando los aviadores Spencer y Robins llegaron hasta ella, hizo que ayudasen a Matthews a ponerse de pie. Pero cuando el tobillo derecho torcido del aviador tuvo que soportar su peso, soltó un grito de dolor.

—Déjenle en el suelo —ordenó y a continuación inspiró lentamente el aire.

El hombre tenía el tobillo hinchado. De ninguna forma podría andar dos millas a través de la península rocosa y regresar.

—Tendrá que esperar aquí, Matthews.

—Sí, señor. Pero ¿cuándo van a venir a recogernos?

Deryn dudó. De los cuatro, solamente ella sabía exactamente cuándo regresaría el Leviathan a la Esfinge. De esta forma, si los hombres eran capturados, los otomanos no podrían tender una trampa a la aeronave. Y por lo que respecta a Deryn, bueno, ella era un héroe condecorado, ¿verdad? Los otomanos nunca le arrancarían la verdad.

—No puedo decírselo, Matthews. Usted espere aquí y no deje que nadie le vea.

El hombre hizo una mueca de dolor de nuevo y luego ella añadió:

—Confíe en mí, el capitán no nos abandonará.

Se arrodillaron y dividieron la mochila de Matthews entre los tres y dejaron al herido la mayor parte de agua y un poco de carne de ternera en conserva. Después, Deryn, Robins y Spencer se dirigieron cordillera abajo hacia el estrecho dejándole solo.

Únicamente hacía unos minutos que estaba por primera vez al mando y ya tenía una baja.

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