Bambi

Bambi


[5]

Página 9 de 31

No

[5]

El tiempo pasa, y Bambi hace muchos descubrimientos y tiene ya alguna experiencia. A veces siente vértigo de tantísimas cosas como tiene que aprender.

Ahora ya sabe escuchar atentamente; no sólo oír lo que sucede tan cerca que a uno le retumban los oídos. No, la verdad es que eso no tiene ningún mérito. El sabe escuchar atenta e inteligentemente todo aquello que se mueve sin apenas hacer ruido, cualquier crujido ocasionado por el viento. Sabe, por ejemplo, cuándo corre un faisán por los matorrales; reconoce con precisión sus pasitos cortos, alternados con paradas. También distingue por el oído a los ratones de bosque, cuando corren de acá para allá en recorridos cortos. Y también sabe cuándo están de buen humor los topos, pues entonces empiezan a perseguirse en círculo bajo un saúco produciendo apenas un ligero murmullo. Conoce el grito atrevido y sonoro de los halcones, y por su tono colérico nota que se les acerca un azor* o un águila y que se enojan, porque temen que les quiten el terreno. Conoce el aleteo de las palomas silvestres, el hermoso y rápido batir de alas de los patos y muchas cosas más.

Poco a poco también va aprendiendo a ventear*. Pronto lo hará tan bien como su madre. Sabe aspirar el aire y analizarlo con sensatez. «Oh, huele a trébol y a matas de flores —piensa cuando el viento sopla desde el prado—, y seguro que ahí fuera está mi amiga la liebre; lo noto.» Luego, a pesar del olor de las hojas, de la tierra, del puerro silvestre y de la rubilla*, reconoce que por alguna parte está pasando el turón, y cuando pega la nariz al suelo y lo examina a fondo, se da cuenta de que por allí ha pasado el zorro o que cerca están sus parientes, la tía Ena con los pequeños.

Ya está completamente familiarizado con la noche y no tiene tantas ansias por correr durante el día, sino que se queda tan a gusto tumbado junto a su madre en el oscuro y pequeño escondrijo rodeado de follaje. Oye hervir el aire de calor y se duerme. De cuando en cuando se despierta, y escucha y ventea como es debido. Todo sigue en orden. Unicamente los herrerillos charlan un poco, las currucas*, que casi nunca están silenciosas, conversan entre sí, y las palomas silvestres no cesan de declamar sus entusiásticas ternuras. ¿Qué le importa eso a él? De manera que se vuelve a dormir.

Ahora la noche le gusta mucho. Todo está despierto, en movimiento. Naturalmente, también durante la noche hay que estar alerta, aunque con menos cautela, y uno puede ir a donde quiera. Y por todas partes se encuentra uno con conocidos, que a su vez también están más despreocupados que normalmente. De noche el bosque es solemne y silencioso. Hay tan sólo unas cuantas voces, pero se oyen mucho en mitad de ese silencio; suenan de manera diferente a las voces del día y causan más impresión. A Bambi le gusta mucho la lechuza, que tiene un vuelo muy distinguido, suave y silencioso. Hace tan poco ruido como una mariposa, y eso que es enorme. Además tiene una cara importante, de rasgos muy marcados, y sus magníficos ojos le hacen parecer tan pensativa…

Bambi admira su mirada fija, serena y valiente. Le gusta oírla hablar con su madre o con cualquier otro. Para escucharla se aparta un poco, pues le da algo de miedo esa mirada arrogante que tanto admira; no es que entienda mucho las cosas tan inteligentes que dice, pero sabe que son cosas inteligentes, y eso le entusiasma y le llena de respeto por la lechuza. Luego ésta inicia su canto: «Haa… ah… hahaha… haa… ah». Suena distinto del canto del tordo o de la oropéndola, distinto de las alegres notas del cuco*, pero Bambi ama el canto de la lechuza, pues siente que encierra una gravedad misteriosa, una inteligencia indescriptible y una enigmática melancolía.

Luego está también el autillo*, un tipo pequeño y encantador. Listo, divertido y en extremo curioso. Muy aficionado a llamar la atención. «Uj… iik… Uj… iik…», canta con voz aguda y terriblemente estridente. Parece como si estuviera al borde de la muerte. Pero está de un humor radiante y se alegra muchísimo cuando alguien se asusta. «Uj… iik», grita con tal potencia que en el bosque se le oye a media hora de distancia. A continuación se ríe para sus adentros con un suave arrullo, y eso sólo se oye desde muy cerca. Bambi ha descubierto que el autillo se alegra cuando se asusta uno o cuando cree que le ha pasado algo malo. Desde entonces Bambi, cuando está cerca del autillo, no pierde la oportunidad de acercársele y preguntarle:

—¿Le ha sucedido algo?

O bien dice suspirando:

—¡Ay, cómo me he asustado!

Entonces el autillo se pone muy contento.

—Sí, sí —dice riéndose—; es un grito desgarrador.

Luego ahueca las alas y parece una bola suave y gris; es de una belleza cautivadora.

También ha habido tormenta unas cuantas veces; tanto de día como de noche. La primera vez fue de día, y Bambi sintió miedo cuando su escondrijo rodeado de follaje se fue oscureciendo más y más. Le parecía como si en pleno día hubiera caído la noche del cielo. Luego, cuando la tempestad se desencadenó por el bosque con su bramido y los silenciosos árboles empezaron a gemir con fuerza, Bambi tembló de miedo. Y cuando brillaron los relámpagos y retumbó el trueno, Bambi estaba casi inconsciente de terror y creía que el mundo se partiría en dos. Corrió tras su madre, que había dado un salto algo confusa y se paseaba de un lado a otro por la espesura. Bambi no podía pensar, no podía calmarse. Luego llovió a cántaros. Todo el mundo se había escondido. El bosque estaba vacío y no había salvación. Los torrentes de agua azotaban incluso dentro de los arbustos más espesos. Pero cesaron los relámpagos; sus ardientes rayos ya no iluminaban las copas de los árboles. El trueno se alejó; tan sólo se le oía murmurar a lo lejos, y pronto se calló por completo. La lluvia amainó, aunque durante una hora más continuó su ruido fuerte y regular. El bosque aspiraba profundamente la calma y se dejaba rociar. Ya nadie pasaba miedo; la lluvia había arrastrado consigo esa sensación.

La madre no había ido nunca tan temprano con Bambi al prado como esa noche. A decir verdad, aún no había anochecido. Todavía estaba el sol bastante alto. El aire era fresco y fortalecedor; olía más que de costumbre. Y el bosque cantaba con mil versos, pues todos habían salido de sus escondrijos y se apresuraban ansiosos a contarse lo que había ocurrido.

Antes de salir al prado, pasaron por el gran roble que estaba en la linde del bosque, junto a su sendero. Siempre que iban al prado tenían que pasar por ese hermoso árbol. Aquel día estaba la ardilla en una rama y los saludó. Bambi mantenía una gran amistad con la ardilla. En su primer encuentro la había confundido con un corzo muy pequeño por su pelaje rojizo, y la había mirado perplejo. Pero es que por aquel entonces Bambi aún era muy pequeño y simplemente no sabía nada de nada. Desde un principio la ardilla le pareció de una belleza extraordinaria. Tenía unos modales tan buenos y una conversación tan amena… Y Bambi se deleitaba viéndola dar volteretas, trepar, saltar y balancearse. Según charlaba, subía y bajaba por el tronco liso del árbol como si tal cosa. Luego se sentaba erguida sobre una rama inestable, se apoyaba cómodamente en su tupida cola, graciosamente elevada en el aire, mostraba su blanco pecho, meneaba grácilmente las patitas delanteras, giraba la cabecita de un lado a otro, reía con sus alegres ojos, y en un instante decía un montón de cosas divertidas e interesantes.

Ahora la ardilla bajó tan aprisa y dando unos saltos tan grandes, que creyeron que se les iba a caer encima de la cabeza. Meneó con fuerza su larga cola rojiza y los saludó desde lo alto:

—¡Buenas tardes! ¡Buenas tardes! Me alegro de verlos pasar por aquí.

La madre y Bambi se detuvieron.

La ardilla bajó por el tronco liso del árbol.

—¿Y bien? —dijo—. ¿Qué tal han soportado la tormenta? Ya veo que todo está en orden. Eso es lo principal.

Volvió a subir por el tronco con la velocidad del rayo, y dijo:

—No, ahí abajo hay demasiada humedad para mí. Esperen, que me voy a buscar un sitio mejor. Supongo que no los molestará. Muchas gracias; ya sabía yo que no los molestaría. Y desde aquí también podemos hablar.

Corría por una rama recta de un lado a otro.

—¡Vaya un barullo que se ha armado! —continuó diciendo—. ¡Qué ruido, qué escándalo! En fin, ya se pueden imaginar cómo me he asustado. Me he quedado quieta en un rincón y apenas me atrevía a moverme. Eso es lo peor de todo: estar ahí quieta sin moverme. Suponía que no me pasaría nada, porque la verdad es que mi árbol es buenísimo para estos casos; sí, es un árbol magnífico, tengo que reconocerlo; estoy satisfecha de él. Por más árboles que vea, no hay ninguno que me guste tanto como éste. Pero cuando se desatan tormentas como la de hoy, una pasa un miedo terrible a pesar de todo.

Ahí estaba la ardilla, apoyada en su bonita cola levantada, mostrando su pecho blanco y apretándose patéticamente el corazón con las dos patitas delanteras. No costaba ningún trabajo creer que se había asustado.

—Nosotros vamos al prado —dijo la madre—, para secarnos al sol.

—¡Oh, qué buena idea! —exclamó la ardilla—. Es usted muy inteligente, de verdad. Yo siempre digo que usted es muy inteligente —dijo, y se instaló de un salto en una rama más alta—. Ahora no puede hacer nada mejor que ir al prado —gritó desde lo alto recorriendo la copa del árbol con ágiles saltos—. Yo también voy a subir en busca de sol —dijo contenta—. Estoy completamente empapada. Me subiré a lo más alto —dijo sin preocuparse de si la oían.

En el prado había ya bastante animación. La amiga liebre estaba allí sentada con su familia. También la tía Ena se hallaba allí con sus hijos y con otros conocidos. Ese día Bambi volvió a ver a los padres. Salieron lentamente del bosque, el uno por un lado y el otro por otro lado, incluso apareció un tercero. Recorrieron la pradera pegados al borde del bosque, cada uno por su sitio. No prestaban atención a nadie; ni siquiera hablaban entre sí. Bambi los miraba todo el rato lleno de respeto y de curiosidad.

Luego se puso a hablar con Falina, con Gobo y con algunos otros pequeños. Bambi sugirió que podían jugar un poco. Todos se mostraron de acuerdo y comenzaron a dar vueltas. Falina era la más alegre de todos. Agil y veloz, era incansable con sus ocurrencias repentinas. En cambio, Gobo se fatigaba en seguida. El temporal le había asustado mucho; el corazón le había latido con fuerza y aún le duraba un poco el miedo. Gobo era algo débil, pero Bambi le quería porque era bueno y complaciente. Siempre estaba un poco triste, pero procuraba que no se le notara.

El tiempo pasa, y Bambi aprende a distinguir lo bien que saben los manojos de hierba, lo tiernos que son los brotes de las hojas y lo dulce que sabe el trébol. Cuando se arrima a su madre para apagar su sed, ocurre con frecuencia que aquélla le rechaza.

—Ya no eres tan pequeño —le dice.

Otras veces incluso le dice con franqueza:

—Vete, déjame en paz.

Puede suceder que la madre se levante en su escondrijo del bosque en pleno día y se vaya sin tener en cuenta si Bambi la sigue o no. A veces, cuando caminan por las sendas habituales, da la impresión de que la madre no nota que Bambi va corriendo tras ella muy obediente.

Un día la madre desaparece. Bambi no sabe cómo ha podido ser, no puede explicárselo. Pero el caso es que la madre se ha ido y Bambi está solo por primera vez.

Extrañado, se pone nervioso, le entra miedo y empieza a sentir una angustia desesperada. Grita lleno de tristeza, pero nadie le contesta; nadie acude.

Escucha, olfatea. Nada. Grita de nuevo. En voz baja, suplicante y con dulzura llama:

—Mamá…, mamá —pero todo es en vano.

Desesperado, ya no lo puede soportar y comienza a andar.

Recorre el sendero que conoce, se detiene y llama. Luego, temeroso y desconcertado, continúa caminando con paso vacilante. Está muy triste.

Sigue y sigue andando y llega a senderos por los que no ha ido nunca; encuentra sitios desconocidos para él. Ya no sabe orientarse.

En esto oye las voces de dos pequeños que llaman como él:

—¡Mamá…, mamá…!

Se queda quieto y escucha.

Son Gobo y Falina. Tienen que ser ellos. Rápidamente corre en la dirección de las voces y pronto ve el brillo de su rojizo pelaje a través de las hojas. Allí están Gobo y Falina gritando melancólicamente bajo una alheña:

—¡Mamá, mamá!

Al oír un ruido entre los arbustos, se alegran. Pero cuando reconocen a Bambi, se llevan una decepción. No obstante, se animan un poco al verle. Y Bambi se pone contento dé no estar ya tan solo.

—Mi madre se ha ido —dice Bambi.

—La nuestra también —responde Gobo en tono quejumbroso.

Se miran entre sí muy perplejos.

—¿Dónde pueden estar? —pregunta Bambi a punto de sollozar.

—No lo sé —suspira Gobo.

El corazón le late con fuerza y se siente desgraciado.

De pronto dice Falina:

—Yo creo que están con los padres.

Gobo y Bambi se miran estupefactos. Al instante se apodera de ellos un profundo respeto.

—¿Quieres decir… con los padres? —pregunta Bambi temblando.

Falina tiembla también, pero pone una cara muy elocuente. Hace como que sabe más de lo que dice. Naturalmente no sabe nada; ni siquiera sabe cómo se le ha ocurrido eso. Pero como Gobo le repite:

—¿Crees de verdad eso?

Ella pone cara de lista y repite con aire de misterio:

—Sí, eso creo.

Al menos es una suposición, sobre la que se puede reflexionar. Sin embargo, Bambi no se siente más tranquilo. Además, ahora tampoco puede reflexionar; está demasiado triste y excitado a la vez.

De manera que se va. No le gusta quedarse tanto rato en el mismo sitio. Falina y Gobo le acompañan un trecho. Los tres llaman:

—¡Mamá, mamá!

Pero de pronto Gobo y Falina se detienen; no se atreven a seguir. Falina dice:

—¿Para qué seguir? Mamá sabe dónde estamos. Quedémonos, pues, aquí para que nos encuentre cuando vuelva.

Bambi se va solo. Camina por un bosque de coníferas cerrado y joven, y llega a un pequeño claro. Bambi se detiene en mitad del claro. De pronto se queda como si hubiera echado raíces en el suelo; no puede moverse.

A un lado del claro, junto a un avellano grande, hay una silueta. Bambi no había visto nunca una criatura semejante. Al mismo tiempo el viento le lleva un olor como nunca había sentido antes. Es un olor desconocido, fuerte, penetrante y perturbador; para volverse loco.

Bambi mira a la silueta con atención. Curiosamente está erguida y tiene una cara pálida sin pelos alrededor de la nariz y de los ojos, terriblemente desnudos. Ese rostro le inspira un miedo horrible, un frío espanto. Esa cara tiene una fuerza inmensa que paraliza a Bambi. Mirar esa cara es una tortura insoportable; no obstante, Bambi la mira fijamente.

La extraña criatura permanece mucho tiempo sin moverse. Luego estira una pata que le sale de cerca de la cara. Bambi ni se había fijado en la existencia de esa pata. Pero al ver cómo esa horrible pata se estira, Bambi se asusta del simple movimiento y huye como un plumón arrastrado por el viento. En un santiamén se interna de nuevo en la espesura y echa a correr.

De pronto aparece la madre. Atraviesa de un salto las matas y los arbustos y se sitúa junto a Bambi. Ambos corren todo lo que pueden. La madre le guía, pues conoce el camino, y Bambi la sigue. Así corren hasta llegar a su escondrijo.

—¿Has… visto? —le pregunta la madre en voz baja.

Bambi no puede hablar; se ha quedado sin respiración. Sólo asiente con la cabeza.

—Era… «él» —dice la madre.

Y los dos se estremecen de miedo.

Ir a la siguiente página

Report Page