BAC

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Capítulo 22

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El despertador del móvil sonó con una melodía diferente y con el volumen más alto de lo habitual. Eran las tres y cuarto de la mañana, detuvo el despertador, encendió la luz de la habitación y se sentó en el borde de la cama, medio atolondrado. No podía perder tiempo, fue hacia el cuarto de baño y orinó. Se dio una ducha rápida para espabilarse y después de vestirse, revisó la maleta y terminó de guardar algunas cosas. A las tres y cuarenta y ocho minutos el inspector de la Ertzaintza, Sabino Muguruza entregaba la llave de su habitación en la recepción del hotel y firmaba la autorización para hacer el cargo de los gastos a su tarjeta de crédito.

Había refrescado esa noche. Sabino, ya en la calle, aprovechó para encenderse un cigarrillo antes de emprender un largo viaje en coche hasta Zamora. Minutos más tarde, un coche entraba por la calle donde se encontraba Sabino. Se acercó lentamente y apagó las luces antes de parar por completo a unos metros de la entrada del hotel. Sabino agarró su maleta junto con la mochila del ordenador y se encaminó hacia el coche, un Audi A6 negro con matricula oficial. El conductor salió del coche y le ayudó a colocar sus cosas en el maletero.

– Buenos días, Sabino Muguruza, ¿no?  – preguntó el conductor, intentando no alzar mucho la voz. – Soy el cabo Lucas Pino, de la Guardia Civil. – Buenos días, encantado. – dijo Sabino, con su voz grave, profunda, dándole un apretón de manos y abriendo la puerta del copiloto para entrar al coche. – Supongo que estamos listos ¿nos vamos?

Una persiana se alzó en la planta baja de una de las casas cercanas, tras ella, una anciana escrutó la calle en busca de alguna actividad sospechosa. La vieja les chistó para que se callaran y bajó la persiana ruidosamente.

Sabino, con la ceja derecha levantada, dio una última calada al cigarrillo, lo tiró al suelo y lo apagó con el zapato, mientras miraba hacia la ventana desde donde la señora les había llamado la atención. Entró en el coche y ajustó el asiento para poder estirar las piernas. Cerró la puerta con sumo cuidado, se colocó el cinturón de seguridad y dejó su móvil sobre de su pierna derecha. Su esposa aún no se había despertado. Mentxu le había dicho la noche anterior que se levantaría para llamarlo y desearle buen viaje, pese a los ruegos de Sabino para que no lo hiciese. Se sobresaltó al oír que alguien le saludaba desde los asientos traseros cuando el coche se ponía en marcha.

– ¡Coño, señor, que susto! – dijo Sabino con el corazón en un puño al ver a su superior, el subcomisario Ander Azpeitia sentado en el asiento trasero del coche. – No me lo esperaba, ¡joder!

– Ja jajá… Perdona Sabino, pensaba que te lo habrían dicho. Vaya cara has puesto, ni que hubieses encontrado a un muerto, joder, ¡tenías que haberte visto! – se disculpó Azpeitia, entre risas.

Sabino miró a Pino de reojo, era un joven de unos veintitantos, bien parecido, que iba vestido de paisano. Estaba sonriendo en silencio, pero concentrado en la conducción del vehículo.

– Llegué ayer por la noche a Jaén en este mismo coche, desde Madrid. El cabo ha pasado a buscarme al hostal y después hemos pasado a buscarte a ti. – explicó Azpeitia.

– ¿Ayer se pegó la paliza desde Madrid aquí y ahora vamos a Zamora? ¡Si no le habrá dado tiempo ni de descansar! – preguntó Sabino a Pino.

– No, señor, yo acabo de coger el coche. El conductor que trajo al capitán está ahora durmiendo en el cuartel. – explicó Pino, sin quitar ojo a la carretera.

– ¿Y tú, no te podías haber quedado en Madrid y te recogíamos allí, en lugar de bajar a Jaén a dormir? – preguntó Sabino a su jefe.

– Así se planteó la cosa y así lo hemos hecho. Cuando me dijeron con quienes ibas a hablar, pensé que te iría bien que alguien te echara una mano. – explicó Azpeitia. – Pensé en Aitor Garmendia, pero está de vacaciones en México. Entonces, para no dar más vueltas, llamé a Gracia, le comenté el tema y aceptó. Me fui hasta Madrid en avión. Un compañero del cabo Pino me trajo ayer hasta aquí. Fue visto y no visto. Dejé orden en la comisaría para que te llamaran, pero parece que no lo han hecho, ya les vale.

– De nuestra comisaría no me llamaron, lo hicieron desde el cuartel de la Civil de Jaén para confirmarme los horarios y la ruta, pero no me dijeron que viniese nadie más. Anoche apagué el móvil sobre las diez, igual llamaron y no pudieron decírmelo. En fin, qué más da ya. Lo que es cierto es que dos impresionan más que uno, esos nazis serán tipos duros. Al menos que vean dos vascos grandes y fuertes delante de ellos. – respondió Sabino.

El inspector miró su móvil y comprobó los mensajes de WhatsApp. Entre todos los mensajes sin leer, encontró uno de un móvil desconocido, donde le explicaban que Ander Azpeitia lo acompañaría en las investigaciones de Zamora y Valladolid.

– Sí que tenía un mensaje, se me había pasado leerlo. – explicó Sabino.

Azpeitia le dio un par de golpecitos en el hombro izquierdo y se recostó en el cómodo asiento trasero.

Salieron de la ciudad buscando la Autovía A4, dirección Madrid. Una vez entraron en la vía rápida, el conductor aceleró el coche hasta la velocidad permitida y activó el control de velocidad de crucero.

– ¿No le entra sueño con el control de velocidad? Yo lo he probado un par de veces y me entra una morriña impresionante, así que no lo uso. ¿Y usted, jefe? – preguntó Sabino a Pino.

– No, que va, estoy acostumbrado, tranquilo. De esta forma mantengo la atención en otras cosas. Normalmente hago escoltas y traslados de altos cargos, así que voy vigilando a los vehículos que se acercan, las maniobras que hacen. Ya sabe a qué me refiero. Seguridad. – explicó Pino.

– Pues yo soy también de los tradicionales, tampoco me gusta conducir con el automático, soy de los tuyos, Sabino. – respondió Azpeitia. – ¿Has llevado a alguien importante, aparte de nosotros, hijo?

Ander Azpeitia, era alto y delgado, pero de complexión fuerte. A punto de llegar a los cincuenta, aparentaba unos cuantos años más. Su rostro curtido y el pelo blanquecino envejecían su presencia. La responsabilidad del cargo y posiblemente, los años de lucha contra el terrorismo abertzale le habían pasado factura.

– Últimamente a un ministro, al de Defensa. En una recepción en el Palacio de la Zarzuela. Aquel día tuve que conducir con el traje de gala de la Guardia Civil. No se pueden imaginar lo incómoda que es esa ropa, ¡la virgen! – dijo Pino, como si le diese un escalofrío al recordarlo. – También he participado en alguna escolta de miembros de la casa real, pero es la primera vez que llevo a alguien realmente importante. ¡Los que van a pillar a esos de las BAC!

– Bueno, en eso estamos… – comentó Sabino, sin mucho convencimiento, hecho que notó el chofer. – ¿Ponemos la radio?

– Sí, así el viaje será más ameno. – exclamó Azpeitia. – Pero no la pongas muy alta, que no me enteraré de lo que habláis.

– Desde luego, señor. – contestó Pino, mientras sintonizaba una emisora con música desde los mandos del volante.

Sabino notó que su móvil estaba vibrando, era su esposa que lo estaba llamando.

– Egun on Mentxu, ¿por qué te levantaste tan pronto? – contestó Sabino, bajando el tono de su voz. – Pues claro que voy de camino, llevo casi una hora en pie. ¿Sabes quién está conmigo? ¿No? Ander. Sí, ese Ander, mi jefe. Vaya susto me ha pegado. Y la niña, ¿qué tal esta? ¿Duerme? Y la… Ah, ya casi no tiene. Que bien. Dale un achuchón de mi parte. Vale, muy bien, pues vete a dormir otro rato que es muy temprano. Sí, ahora se lo digo. Venga, un beso. Agur.

– Lo siento, era mi esposa… – se disculpó Sabino con sus compañeros de viaje. – ¿De que hablábamos?

Azpeitia no quería compartir información del caso con el cabo Pino. Pensó que no debían hablar de los asesinatos de las BAC, así que desvió la atención hacia otros temas. Avisó a Sabino para que no comentara nada sobre las investigaciones mediante un mensaje instantáneo.

– Es muy cómodo este coche, no me extraña que a los peces gordos les guste viajar en ellos. – intervino Azpeitia. – ¿Es blindado?

– Sí, pero el nivel más básico. Este es el modelo antiguo, el nuevo viene con mejoras en los sistemas de protección. – explicó Pino.

– Claro, como no somos de la realeza, nos mandan un utilitario… – dijo Sabino con cierto sarcasmo. – Me juego el salario de un mes a que el nivel básico de protección de este coche es mejor que lo que llevaba Carrero Blanco cuando lo hicieron campeón de salto de altura.

– Mira que eres bruto… – dijo Azpeitia, sonriendo ante el comentario de Sabino.

– Tiene razón, señor. Ganaría la apuesta. – respondió Pino. – El coche que llevaba a Carrero Blanco no era blindado, era un coche de serie. El equipamiento básico de este modelo son los cristales anti balas y un refuerzo blindado en las puertas. Los modelos superiores también tienen el refuerzo en el techo y bajos. Además, los cristales soportan impactos de proyectiles de más calibre.

– ¿El coche de Carrero Blanco no era blindado? – preguntó Azpeitia, incrédulo. – ¡Joder!, era el presidente del Gobierno en aquel entonces, vaya seguridad…

– Según tengo entendido, usaron tres cargas antitanques en el atentado. La explosión mandó a unos veinte metros de altura a un vehículo de unas dos toneladas de peso con tres personas dentro. Vamos, yo creo que ni un coche actual con el nivel más alto de seguridad los hubiese salvado. – dijo Pino, que parecía saber de qué hablaba.

El cabo se santiguó con su mano derecha mientras conducía solamente con la izquierda, detalle que Sabino observó algo sorprendido. Estaban entrando al puerto de Despeñaperros, así que el conductor desactivó el control de velocidad y colocó las dos manos sobre el volante. Iban prácticamente solos por la autovía.

Sabino miró su móvil, tenía dos mensajes nuevos de WhatsApp, el de su jefe pidiéndole evitar hablar de los casos y otro de Diego deseándole buen viaje. Preguntó a su compañero que hacía despierto a esas horas, aún no eran las seis de la mañana. La respuesta de Diego fue casi instantánea, no podía conciliar el sueño. Sabino le envió otro mensaje donde decía que descansara, que le haría saber cuándo llegaba a Zamora. No hubo respuesta.

Diego le caía bien. Consideraba que era un buen profesional y una buena persona. Habían coincidido anteriormente en dos ocasiones, haciendo cursos de formación como criminalistas. En uno de ellos coincidieron en algunas prácticas. Sabino era un oficial de carrera, tenía claro donde quería llegar, un cargo intermedio en alguna unidad especializada o algo similar. Para Sabino, Diego era especial, diferente, poseía una especie de don para detectar signos de maldad en algunas personas, observando un simple gesto o mirada, a veces lo envidiaba. Le fascinaba la forma en la que Diego resolvió los casos del asesino del trece hasta llevarlo a la cárcel. Había atrapado al asesino en serie más sanguinario de la historia reciente del país. En más de una ocasión había intentado imaginar que habría hecho en su lugar…No se veía capacitado. Para él, las dotes de Diego para la investigación eran naturales, innatas. Sabino había llegado a un nivel profesional similar a base de estudios y experiencia. Tuvo que presentarse dos veces a las convocatorias para conseguir el cargo de inspector en la Ertzaintza, puesto en el que llevaba cerca de tres años. Aun así, se consideraba un buen investigador, constante y trabajador, que suplía con trabajo sus carencias. La voz de Azpeitia lo distrajo de sus pensamientos.

– ¿Ya te has dormido Sabino? – preguntó su jefe, dando leves golpes a su asiento.

– No, que va… Estaba ensimismado con mis cosas. – respondió Sabino, girándose hacia Azpeitia. – ¿Qué pasa?

– Pregunta el cabo si queremos parar a tomar algo o ir al baño. ¿Qué dices? – preguntó Azpeitia.

Sabino miró el reloj del coche, faltaba poco para las seis. Asintió con la cabeza. Le apetecía un café bien cargado acompañado de una dosis de nicotina.

– Estamos cerca de un restaurante bastante bueno, por eso les avisaba. – explicó Pino. – Hacen uno de los mejores cafés que he tomado nunca. Supongo que cuando lleguemos habrán abierto.

Al cabo de diez minutos, Pino puso el intermitente y salió de la autovía. Tras un corto trayecto por una carretera secundaria, detuvo el vehículo y paró el motor. Habían llegado al restaurante. Sabino observó que ya había tres vehículos más en el aparcamiento, dos nacionales y uno con matrícula francesa.

Sabino abrió la puerta y se puso en pie, estirando sus largas extremidades. El capitán Azpeitia hizo lo mismo y se acercó a mirar por los ventanales del local. Pino cerró el coche y activó la alarma. Se dirigieron al interior.

El restaurante era más bien un bar de carretera, cuya fecha de última remodelación debía coincidir con la de inauguración. El suelo de terrazo desgastado y los azulejos de la barra lo confirmaban. La dueña, una mujer con exceso de maquillaje y cansancio en su cara les dio los buenos días al verlos entrar.

– Buenos días. – contestaron casi a la vez los tres viajeros.

Sentados en la barra, pidieron unos cafés. Sabino aprovechó para ir al baño mientras la ruidosa cafetera expulsaba el humeante líquido marrón oscuro que debía mantenerlos alerta unas cuantas horas. Se lavó las manos y se refrescó la cara. El agua salía bastante fría, así que se mojó la cabeza. Pino y Azpeitia estaban hablando del café cuando volvió a la barra.

– Pues tienes razón, es uno de los mejores cafés que he probado en mi vida. – decía Azpeitia.

– Ya se lo había dicho. Siempre que paso por aquí intento parar. Alguna vez incluso le he preguntado al dueño si me podía decir el secreto, pero siempre se ríe y me da largas. – explicó Pino.

– Tal vez el secreto está en la cafetera. – dijo Sabino, mirando a la máquina fijamente mientras movía su café. – Es muy antigua, pero no lo digo por eso, igual el secreto está en no limpiarla.

Azpeitia soltó una carcajada que atrajo la mirada del resto de clientes. Con lágrimas en los ojos, pidió la cuenta y dejó un billete de cinco euros en la barra.

Azpeitia y Pino fueron al baño, así que Sabino salió a la calle y aprovechó para encender un cigarrillo. Empezaba a clarear y estaba refrescando.

Pino apareció primero, con un cigarro en la boca, Sabino le ofreció fuego.

– ¡Gracias! Entonces, ¿se dirigen a Zamora a interrogar a un sospechoso? – dijo Pino, encogiéndose un poco debido a la temperatura.

– Algo así. Esperamos que esa persona nos ponga sobre la pista de los BAC. – respondió Sabino, sabedor que la curiosidad de Pino no acabaría ahí.

– ¿Es verdad que nadie ha reivindicado los asesinatos? Ya sabe, han dejado marcados a los dos muertos con esas letras, pero al parecer aún no se sabe que significan, ¿no es cierto? – dijo Pino.

– Bueno, suponemos que se trata de las siglas de Brigadas Anti Corrupción, pero no podemos asegurarlo, porque como dice, no existe reivindicación alguna. Ninguna creíble, al menos. – explicó Sabino, intentando no hablar más de la cuenta.

– Pero supongo que tendrán alguna pista. Un periódico apuntaba ayer a conexiones con grupos de extrema izquierda, anarquistas, ya sabe… Grupos apoyados por las dictaduras sudamericanas, decía el artículo. – comentó Pino. – Tengo mis reservas, ya que ese periódico echa la culpa siempre a los mismos, ¡hasta cuando llueve!

Azpeitia acababa de salir y escuchó los últimos comentarios de Pino. Miró con semblante serio a Sabino, que levantó una ceja.

– ¿Qué, seguimos? Aún queda un trecho. – dijo Azpeitia.

Caminó hasta el coche y se situó al lado de la puerta delantera derecha. Pino se acercó al vehículo y revisó los bajos con la linterna de su móvil. Se sacudió el polvo de los pantalones, después de las manos y abrió el coche.

– Es el protocolo, debo vigilar que no nos hayan colocado una lapa o un dispositivo de seguimiento. – explicó Pino, sentándose en el asiento del conductor.

Sabino entró en la parte trasera, se puso el cinturón de seguridad y conectó el móvil al cargador.

– Ander, recuérdame que te dé el cargador después, te lo has dejado enchufado. – dijo Sabino.

– No es mío, ya estaba ahí. Será parte de los accesorios del coche. Hay un escondrijo lleno de cables ahí detrás. – explicó Azpeitia.

– Sí, es del coche. – se apresuró a decir Pino. – Hay cargadores de varios tipos, de iPad, el mini USB, hasta de portátil. Una cosa más sobre las BAC… ¿Es cierto que han encontrado un coche cerca del coto de caza de Jaén?

– Perdona, hijo, pero no estamos autorizados a compartir información de ese tipo. Ya han hecho filtraciones a la prensa. No es que no nos fiemos de usted, es que es parte del secreto de sumario. – explicó Azpeitia, intentando no ser brusco.

– Entiendo… Perdonen, es que es un tema que me parece muy interesante. Disculpen mi impertinencia. – dijo Pino, recostándose en el asiento y con cara seria. – Intentaré no molestarles de nuevo.

Continuaron el trayecto durante media hora, en la que el silencio solo se veía truncado por el rumor de las ruedas sobre el asfalto irregular de la autovía.

Sonó un teléfono, era el de Azpeitia.

– Hola, sí, soy yo. Buenos días. Estamos de camino, nos quedan menos de cuatro horas. – Azpeitia se giró hacia Pino, que lo confirmó con un movimiento de cabeza. – ¿Qué llegaremos justillos? Bueno, pues que el tal Ricky se joda y espere. Venga, te aviso cuando estemos a punto de llegar.

– Disculpe señor, le puedo pisar algo más, vamos prácticamente solos. Podemos ganar casi media hora. – dijo Pino.

– Dale pues. – dijo Azpeitia.

El coche pasó de ciento veinte a ciento sesenta kilómetros por hora casi de inmediato, sin apenas traducirse en un aumento de ruido.

– Cabo, ¿qué potencia tiene este coche? – preguntó Sabino desde el asiento trasero.

– Diría que es la versión de doscientos setenta caballos. Tiene un motor impresionante, ¿eh? – respondió Pino.

– Sí, la verdad es que va bien puesto en la carretera. Nada que ver con la chatarrilla que tengo en casa. – dijo Sabino. – Es un Ford Focus con casi doce años… Lo tengo que cambiar en cuanto pueda, pero como aún anda.

– ¿Aún tienes el Ford Focus? Pensaba que lo habrías jubilado. ¿No llevabas el otro día un Kia? – preguntó Azpeitia, girándose hacia Sabino.

– ¿Uno blanco? Es un Hyundai. Es el de Mentxu. Bueno, era de su padre, pero se lo quedó ella cuando mi suegro murió. – respondió Sabino. – Es un buen coche, lleva casi de todo y no consume mucho. Mentxu está muy contenta.

Pino miró varias veces hacia Azpeitia, como si quisiera decirle algo, pero parecía que no se atrevía. Sabino lo observaba desde su posición.

– Cabo, ¿quería usted decir algo? – intervino Sabino, dándole pie.

Azpeitia miró al conductor, con el ceño algo fruncido y los ojos ligeramente cerrados.

– Bueno… es que no quiero parecer pesado. Antes he oído al señor Azpeitia nombrar a un tal Ricky… y nos dirigimos a Zamora. ¿Van a hablar con un tal Ricky Poveda? – preguntó Pino, con voz insegura.

– ¿Lo conoce? – preguntó Azpeitia, sorprendido.

– Todo el mundo conoce a Ricky en Zamora. – aseguró Pino. – Soy de Tordesillas, un pueblo de Valladolid, a unos sesenta kilómetros de Zamora. Los jóvenes de mi pueblo y los alrededores iban a Zamora los fines de semana a pillar, ya saben…droga. Ese tal Ricky es el que controla el trapicheo en aquella zona.

Azpeitia miró a Sabino y después al cabo Pino.

– Sí, debe tratarse de la misma persona, gracias por la información. – dijo Azpeitia, mirando hacia delante con gesto serio.

El sol comenzaba a salir con fuerza, era un día despejado. Pino se colocó unas gafas de sol. Por un momento, Sabino pensó que el conductor que los llevaba a Zamora era un tal Maverick.

Kilómetro a kilómetro, Sabino empezó a notar que el sueño se iba apoderando de su ser, así que se dejó llevar.

– Sabino, ¡Sabino!… - repitió Azpeitia.

El inspector abrió los ojos, un sol radiante iluminaba el cielo despejado.

– ¿Hemos llegado? – respondió Sabino, frotándose los ojos, somnoliento.

– No, hemos parado a estirar las piernas. ¿Quieres tomar algo? – le preguntó Azpeitia.

Sabino se incorporó, miró al exterior y vio que Pino estaba al lado del coche, mirando su móvil mientras fumaba un cigarro.

– Si…, voy… – dijo Sabino, desperezándose.

– Venga Sabino, ¡espabila! – le apresuró Azpeitia.

Una vez fuera del coche, Sabino preguntó dónde estaban. Pino le respondió que en las afueras de Villacastín, un pueblo de la provincia de Segovia. Añadió que quedaba poco más de una hora de camino.

Sabino miró su reloj, había estado fuera de servicio casi dos horas. Desde que había sido padre, se quedaba dormido con una tremenda facilidad. Era la consecuencia de dormir en fascículos, como decía él. Llevaba fatal no poder dormir más de tres horas seguidas entre semana. Torpemente, aún adormilado, entró al restaurante. Fue al lavabo a orinar y refrescarse la cara. Cuando salió, más espabilado, Pino y Azpeitia lo esperaban sentados en una mesa. El camarero se acercó a preguntar que querían tomar.

– ¿Por qué no me habéis despertado? – preguntó Sabino cuando el camarero volvió a la barra.

– No pasa nada, necesitabas descansar. Como no roncabas te hemos dejado tranquilo. Yo también he dado un par de cabezadas. – respondió Azpeitia, guiñándole el ojo.

– Así están más descansados para los interrogatorios. – dijo Pino.

Mientras esperaban el desayuno, Pino y Azpeitia hablaron animadamente sobre los fichajes que estaban haciendo sus respectivos equipos de futbol. Sabino los escuchó atento, pero sin entrar en la conversación, él era más de baloncesto.

Minutos más tarde, con la mesa servida, Sabino engullía un bocadillo de tortilla francesa cuando vio entrar a una pareja de jóvenes al restaurante. Los siguió con la mirada, la pareja se sentó en una mesa próxima a la entrada, después de quedarse unos segundos observando a un matrimonio con dos hijos que estaba desayunando en una mesa cercana. Sabino se acomodó en la silla, alerta, como si sospechase algo. La madre estaba dando de comer un potito a su hijo pequeño, que estaba frente a ella, sentado en las rodillas del padre. Una niña de unos tres años comía un croissant a su lado. Sabino notó algo extraño en el comportamiento de los jóvenes que acababan de entrar, parecían excesivamente nerviosos, mirando a su alrededor todo el rato.

Sabino no podía quitar ojo a los muchachos, quienes, mientras tomaban un café, miraban constantemente a la familia que tenían al lado. Unos minutos más tarde, la joven se levantó de repente y se dirigió al baño. Su acompañante pagó los cafés a toda prisa y salió del bar. Sabino se levantó y le siguió fuera, casi corriendo tras de él. Azpeitia y Pino lo miraron extrañados, sin decir nada.

– ¿Perdona, tienes fuego? – le preguntó Sabino al joven cuando lo alcanzó.

El muchacho, lo miró un instante y buscó su coche con la mirada. Estaba a unos diez metros, aparcado en una zona despejada, junto al acceso a la autovía.

– No, no tengo. – respondió el joven, usando un tono cortante.

– ¿Estás seguro? Juraría que te he visto tirar un cigarro cuando entrabas al bar. Va, dame fuego. Es un momento. – insistió Sabino.

– Lo encendí en el coche, venga conmigo. – dijo el joven, que no dejaba de mirar hacia la puerta del restaurante.

Sabino lo acompañó. El joven abrió el coche, se colocó en el asiento del conductor, introdujo la llave del coche y abrió la guantera, momento que aprovechó Sabino para romper la llave dentro del bombín y enseñarle al muchacho la pistola que llevaba en el interior de su chaqueta.

– Yo de ti me quedaba ahí sentadito, sin moverme. No se te ocurra hacer ni decir nada. ¡Cuidadito! – amenazó Sabino con un susurro entre dientes, mientras le enseñaba su arma. – ¡Como vea que intentas largarte te reviento los sesos, chaval!

El muchacho, atemorizado, se quedó inmóvil, pálido, con la boca abierta. Sabino se dirigió hacia la puerta del restaurante justo en el momento en que la chica salía corriendo, con un bolso en la mano. La interceptó y la agarró del brazo cuando pasó por su lado. La chica trato de zafarse, gritando, insultando a Sabino, lo que llamó la atención de algunos clientes del restaurante, que salieron a ver qué pasaba. Sabino había reducido a la chica, tumbándola en el suelo y le hizo un gesto a Azpeitia para que se acercase.

– Unos ladrones, seguramente el bolso es de la señora que estaba sentada en la mesa junto a ellos. ¡Avisa a la policía! - dijo Sabino.

El inspector tenía inmovilizada a la chica en el suelo, que seguía gritando e insultándole. Sabino miró hacia el coche, donde el joven hizo un amago de salir.

– ¡Tú, quieto ahí! – gritó Sabino. – Ander, por favor, saca al chaval del coche.

Minutos más tarde, el revuelo había pasado. Sabino y Azpeitia estaban hablando con una pareja de agentes de la policía local, explicándoles lo ocurrido. Los agentes identificaron a los jóvenes, inmovilizaron su vehículo con un cepo y los introdujeron en el coche de policía. El coche se alejó con las luces de servicio por la autovía.

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