Azul

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I. Adormecimiento

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   I. Adormecimiento

 

Ahí estaba yo, apoyada en la barra de aquel antro desconocido, sin otro foco de atención que mi cubata. No debía ser el primero de la noche, pues de repente no tenía ni idea de lo que hacía allí, ni de si había ido acompañada. No lo parecía. Pese a que me encontraba rodeada de gente alegre, o que creía estar alegre, me sentía muy sola.

Entonces apareció él.

—Hola, Lucía.

Me atraganté con el cubata. Era un chico muy bien parecido, alto, guapo y elegante, y tenía toda la pinta de haberse escapado de un anuncio de colonia. Moreno, con los ojos de un azul tan intenso que parecían contener el mar en su interior. No estuve tan poética en aquel momento; mi cabeza se entregó a la dura tarea de sepultar unos pensamientos lascivos y descontrolados que yo juraría no haber puesto ahí.

—¿Nos conocemos? —dije yo.

—Ahora sí. Soy el chico de tus sueños.

Qué razón tenía el canalla. Me dio mucha rabia tener novio, y más aún pretender serle fiel. Antes no se me acercaba semejante ganado.

—¿En serio? ¿Y cómo se llama tan onírico interlocutor?

—Azul.

—Venga ya.

—Soy un príncipe.

—No me digas. —Mis palabras eran frías y burlonas, pero casi jadeaba de puro nervio. Respiraba entrecortadamente, y era consciente de que al hacerlo mi pecho subía y bajaba de una forma que no contribuiría lo más mínimo a que el tipo se largara. Más valía no cederle terreno—. ¿Y puede saberse, Alteza, cuál es vuestro reino?

—Tu corazón.

—Menuda lengua tienes.

—No me andaré con rodeos. Te buscaba, Lucía. Te buscaba y tú me buscabas a mí. He venido. Ahora no tienes que fingir indiferencia. Te amo y sé que me amas. No hay nada que nos impida estar juntos. De nada sirve reprimir tus deseos. Abandónate al amor. Abandónate a la pasión. Abandónate a mí.

Casi me caigo de culo. Tenía ante mí a un caradura donjuanesco que no decía más que cursiladas y bestialidades, eso sí, ambas mezcladas en perfecta proporción. Me entraron ganas de darle una leche y mandarlo a freír espárragos… pero no quería que se fuera. Tengo un novio del que estoy muy enamorada, no creo en el amor a primera vista y además me estaban intentando ligar de la forma más hortera posible. A pesar de todo, me estaba poniendo como una moto. No me había pasado nunca.

—Lo siento, principito —solté en un desesperado intento por no sucumbir—, pero esta humilde súbdita tiene novio. Así que hale, a largarle la misiva real a otra.

Crucé los dedos.

—Deja de insultarnos a ambos, Lucía. No te escogí al azar; ya dije que te buscaba. Largo tiempo hace que me alimento del perfume que desprendes en tus sueños. Esta noche he decidido perseguirlo. No fue arduo encontrarte, pues solo tú brillas en este mar de oscuridad.

—A ver, cabezón, te acabo de decir que…

—Tu reluctancia me aflige, porque no es verdadera. Sabes que me amas. En cuanto al… caballero que mencionas… —Deduje que se refería a mi novio, pues una palabra tan vulgar como novio no debía existir en el vocabulario de este tío—. Te garantizo que mi amor es cien veces más puro y sincero que el suyo. Así pues, lo he vencido justamente y por lo tanto tu corazón debe ser para mí.

—Vaya, ante pruebas tan contundentes, ¿qué se puede decir?

Me parece que notó la ironía.

—Si eso no te convence, te diré otra cosa: ¿dónde está él ahora, justo cuando más amor necesitas? Te ha dejado sola, con un vacío que ahora mismo solo yo puedo llenar.

—Un vacío debajo de mis bragas, supongo.

«Que está a punto de arder en combustión espontánea», añadí mentalmente.

—Te ruego que no seas tan zafia, Lucía.

—Hablo como me da la gana. Que sepas que no tengo por qué ir esposada a mi novio. Cada uno tenemos nuestro propio espacio y confiamos el uno en el otro. Ahora bien, si quieres lo llamo. Estará encantado de venir y partirte la cara. Bueno, más bien ver cómo te la parto yo.

—Déjalo estar, Lucía. Solo retrasas lo inevitable.

—Ajá. —Maldita sea, noté cómo empezaba a caer en la tentación. ¡Vade retro, Satanás!—. Y… ¿qué es lo inevitable, si puede saberse?

Al acercarse aún más, hizo rozar su pecho contra el mío. Se me puso el busto como a la Venus de Milo.

—Lo sabes tan bien como yo, Lucía —susurró, rociándome la boca con su aliento. Qué salao—. Esto es un sueño. Nada de lo que hagas aquí tiene consecuencias. Tu… caballero no está. No vendrá. No quieres que venga. Estamos solos tú y yo. Aquí, ahora. Solo importa el momento presente. Disfrútalo. Haz lo que deseas. Haz lo que yo deseo. Date rienda suelta. Hasta ahora solo he podido degustar tu alma. Si no tienes inconveniente, me encantaría pasar a paladear… tu cuerpo. Abandónate al azul…

Me faltó poco para el orgasmo, por eso fui la primera sorprendida cuando me vi empujándolo contra la barra y ladrándole amenazas a voz en grito, en lo que supuse sería mi último acopio de valor.

—¡Mira, Azul de los cojones! O quizá debería llamarte Verde, que te resulta más apropiado. Te estoy intentando decir lo más pacientemente que puedo que te vayas a pastar, pero me parece que no pillas la indirecta. Un sueño, ¿eh? ¡Pero qué morro tienes, tío! Es lo más patético que me han dicho en la vida. Si crees que por ir en plan «Yo leo a Bécquer» vas a conseguir ligarme, estás muy equivocado. Te lo diré la última vez y de buenas maneras: déjame en paz o te estampo el cubata en la cabeza.

Joder, me di miedo a mí misma. El tipo se recompuso con gesto dolido, aunque claramente pensando «Qué tía más chunga». Me miró con gran tristeza, exhaló un suspiro que parecía rescatado del romanticismo y dijo:

—De acuerdo. Acepto la derrota. Debes querer mucho a ese hombre. Siendo así, me retiraré elegantemente. Adiós, Lucía. No volverás a verme.

Se dio la vuelta para marcharse. «Pero no te vayas ya, chico, hazme compañía un ratito». De repente, se volvió y me dijo:

—Solo quisiera pedirte un último deseo antes de despedirnos para siempre.

«Bieeeeeeeeeeen».

—Desembucha.

—Concédeme un baile. —Me tendió una mano.

—¿Con esta música infame? —me extrañé yo.

—Eso no tiene importancia.

—Para mí sí. Mi religión me prohíbe bailar el Papi Chulo.

Pero el tipo seguía impertérrito, parado y con la mano extendida hacia arriba, como la Virgen de Ver si Llueve.

Después de todo, ¿por qué me hacía la dura? Por no serle infiel a mi novio, estaba siendo infiel conmigo misma.

Bufé, fingiendo hastío.

—Si te concedo un baile, ¿te irás?

—Te doy mi palabra.

—Bueno. Haré el sacrificio. —Estuve a punto de dejar el cubata en la barra, pero en vez de eso decidí bebérmelo de un trago. Así podía tener la excusa de que era el alcohol y no yo quien se disponía a hacer una tontería. Al chico no pareció gustarle el gesto—. ¿Y bien? ¿Vamos o qué?

Me sacó a la pista como se sacaba a las damas en el siglo XIX. Me cogió de una mano y me pasó la otra por la cintura, acercando mi cuerpo al suyo de una forma incendiaria, y comenzó a guiarme en un elegante baile de salón, probablemente un vals que, todo sea dicho, no tenía nada que ver con la música que estaba sonando.

—Es la primera vez que bailo así un reggaeton.

—Yo solo sigo el compás que marcan los latidos de tu corazón.

—Te aseguro que si hicieras eso bailaríamos mucho más rapidito.

Es curioso, pero noté como si una especie de burbuja nos envolviera a los dos y ya nada más importara. Hasta dejé de oír la música. Me sentí como debió sentirse la Cenicienta en el baile del palacio, solo que los cuentos no especificaban si la Cenicienta también estaba deseando llevarse al príncipe a la cama para hacerle el Kamasutra.

Tanto fue así que el baile, el alcohol bendito y el calorcillo que ya sentía yo por mis entrañas desde hacía rato, se fundieron para dar lugar a un beso que se acercó lenta pero inexorablemente a su objetivo…

Y entonces la burbuja hizo plop, Azul se separó de mí y dijo:

—No.

—¡¿Qué?!

—No, Lucía, esto no es lo que quiero.

Casi le suelto una hostia.

—¡Pero bueno! Tú… Tú… ¡Tú eres un cabrón calientavaginas! ¿Por qué te echas atrás ahora?

—Estás borracha. No sabes lo que haces. Y yo quiero que tengas muy presente lo que haces. Que te unas a mí en un acto de amor puro, y no guiada por ese veneno que te acabas de tomar.

—¡No estoy borracha, solo achispada! —protesté.

—En cualquier caso, Lucía, te he dado mi palabra y debo cumplirla. Te prometí que me iría cuando acabara este baile. Siempre cumplo mis promesas. Y ahora, me voy. Adiós, amor mío. Ha sido la noche más maravillosa de toda mi existencia.

Otra vez hizo el amago de irse.

Me desolaba pensar que en esta ocasión pudiera no regresar. ¡Así que no quería aprovecharse de mí! Buena táctica la suya. El muy espabilado no se conformaba con ligarme: quería enamorarme. Y lo estaba consiguiendo.

—¿No volveré a verte? —supliqué.

Él se volvió e hizo como que reflexionaba algo que en realidad tenía estudiado desde el principio.

—¿Me das tu número de teléfono?

«Ni lo sueñes», pensé mientras se lo soltaba de carrerilla.

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