Azar

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SEGUNDA PARTE: EL CABALLERO » Capítulo 4. Anthony y Flora

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Capítulo 4

Anthony y Flora

Marlow emergió de la sombra que proyectaba la biblioteca para tomar un cigarro puro de una caja que descansaba en la mesita, a mi lado. La iluminación plena de la estancia me reveló en sus ojos esa expresión levemente burlesca con la que por costumbre encubre sus contagiosos arranques de alborozo o de compasión, frente a las irracionales complicaciones que el idealismo humano introduce en un problema tan simple, aunque apasionante, como es la conducta de los hombres en esta tierra.

Escogió el cigarro y le prendió lumbre con extremo esmero, y se volvió hacia mí. Lo había estado mirando en silencio.

—Supongo —dijo, y la ironía de su mirada dio una inusitada transparencia a su tono de voz— que debe de estar usted pensando que ya va siendo hora de que le cuente algo definitivo, quiero decir concreto, acerca de este misterio psicológico que se iba desarrollando en el camarote (pues salta a la vista que debe tratarse de algo psicológico), y que tan profundamente afectaba al señor Franklin, primer oficial de a bordo, amén de haber perturbado incluso la serena inocencia del señor Powell, segundo oficial del Ferndale, comandado por Roderick Anthony… el hijo del poeta, ya sabe usted.

—Y ahora va a confesarme que no ha logrado averiguarlo —dije con fingida indignación.

—No le disgustaría si así fuera, ¿eh? Pues no pienso decirle nada por el estilo. No he fracasado. Reconozco de todos modos que durante un tiempo sí estuve intrigado, perplejo. No obstante, a estas alturas he visto a nuestro buen Powell muchísimas veces, y en muy favorables condiciones…, aparte de haber descubierto una inesperadísima fuente de información. Pero no importa. El único interés que puedan tener mis fuentes de información depende de la imbricación que tengan con nuestra historia. Le aviso de que durante un tiempo el método de la cuenta de la vieja no me sirvió para armar una teoría coherente. Hablo ahora como indagador, como amante de las deducciones. Con lo que sabemos de Roderick Anthony y de Flora de Barral, difícilmente habría podido deducir que en menos de un año hubiese madurado una simpática trifulca conyugal, ¿no es cierto? Si quiere que le diga qué entiendo yo por trifulca conyugal corriente y moliente, para mí no es más que una disputa sin motivo, cualquiera de las naderías que, como nos dijo el señor Powell cuando nos conocimos, tantas veces dan pie a las gentes de tierra adentro para enzarzarse en una riña, una montaña hecha a partir de un grano de arena, de la que después nace el odio a partir de un vago sentimiento de ofensa, de una ambición torcida por razones de lo más espectacular. No hay en la tierra actores tan humildes o tan oscuros que no tengan su propia galería, esa galería que envenena la función a fuerza de burlas, de coléricos consejos, de puyazos tendenciosos o comentarios de pérfida compasión. En cualquier caso, los Anthony se vieron libres de toda influencia desmoralizante. En la mar, sabe usted, no hay galerías de ese jaez. No se oyen los ecos atormentados de nuestra propia insignificancia, pues la voz tonante de los elementos ruge desafiante bajo el cielo y todo lo acalla, o un silencio no menos elemental parece formar parte de la infinita quietud del universo.

»Al recordar a Flora de Barral en las honduras de la miseria moral, a Roderick Anthony transportado en alas de un vendaval de ternura, me dije: ¿han olvidado ya todo aquello? No supe qué habrían podido encontrar para alejarse el uno del otro tan de prisa y tan completamente, estando lejísimos de todas las tentaciones, en la paz de alta mar, tan absolutamente aislados que de no haber sido por la celosa devoción del sentimiento de Franklin, estímulo de la atención de Powell, no habría quedado ni rastro de todo ello.

»Debo confesar al punto que al principio sospeché de Flora de Barral. Tal como está organizado el mundo hoy día, las mujeres son la mitad sobre la que recaen las sospechas del resto. Hay buenas razones para ello, razones tan fáciles de descubrir, por medio de una mínima reflexión, que no merece la pena que malgastemos el tiempo en detallarlas. Le diré tan sólo esto: en lo tocante a que sean las mujeres “todo influencia”, esa actividad cobra un aire misterioso y oculto, de algo que no resulta por entero merecedor de nuestra confianza, como las demás fuerzas de la naturaleza que, desde nuestro punto de vista, obran a oscuras, aun cuando sólo sea por nuestra imperfecta capacidad de comprensión.

»Si no fuesen las mujeres una fuerza de la naturaleza, de ciega pujanza y poder caprichoso, no habría por qué desconfiar de ellas. Tal como son, es inevitable. Dirá usted que esa fuerza, presente en Flora de Barral, fue sojuzgada por el capitán Anthony. Desde luego. La trató magistralmente. Sólo que también ha sojuzgado el hombre la electricidad. Ilumina su camino, caldea su hogar, hasta puede prepararse la cena… Muy similar a una mujer, sí. Ahora bien, ¿de qué forma calificaría usted esa conquista? Él apenas la conoce; ha de tener un cuidado inmenso en lo que haga con su cautiva. Cuanto mayores sean las exigencias que quiera hacerle, presa de su exaltado orgullo, tanto más probable es que se vuelva contra él y lo reduzca a cenizas…

—Un paralelismo muy traído por los pelos —observé fríamente a Marlow; había vuelto a su sillón, a la sombra de la biblioteca—, pero si aceptamos la idea que tiene usted en mente, todo se reduce a saber cómo servirse de ello, y si quiere decir que el voraz Anthony…

—Voraz, sí señor; un acierto por su parte —interrumpió Marlow—. Tenía tal hambre y tal sed de femineidad, tal necesidad de que en su vida hubiese una presencia femenina, que ninguna feminista podría haberse hecho una idea siquiera aproximada. Calculo que así se explica gran parte de la repugnancia que inspiró a Fyne. Ah, el pequeño buen Fyne… No se puede imaginar qué daño infernal pudo producir durante su visita al hotel. No obstante, ¿quién podría haber sospechado que Anthony era un ser de talante heroico? Hay diversas clases de heroísmo, una de las cuales cuando menos raya en la idiotez. Es la que suele revestir un aspecto de sublime delicadeza. Es, aparentemente, la más susceptible de todas en el hijo del delicado poeta.

»Recordaba desde luego a su padre, el cual, a propósito, había agotado por completo a sus dos mujeres sin extraer de ello la menor satisfacción, sólo porque ninguna de las dos estuvo a la altura de su delicadeza exquisitamente refinada, tan perceptible en sus versos. ¡Eso sí que es un poeta! Exigen demasiado a los demás. Su taciturno vástago se había forjado su propio ideal con esa misma manía por incorporar en su conducta los sueños, la pasión, las pulsiones que el poeta traslada a sus versos, cuya fabricación y resultados son más preciosos que su propio yo, aparte de contribuir a que su propio yo parezca sublime a ojos de los demás e incluso a sus propios ojos.

»¿Deseaba Anthony parecer sublime a sus propios ojos? No debería yo hacer tal acusación, por más que existan otras muchas ambiciones no tan nobles ante las cuales nadie en el mundo osa siquiera sonreír. Pero no lo creo; ni siquiera pienso que fuese altanera o cachazuda la confianza que pudiera tener en sí mismo, ni esa especial convicción en su poder que tantas veces lleva a los hombres a situaciones equívocas o imposibles. Considerada en abstracto, que es como tantas veces se ve la verdad en su forma real, la suya fue una vida de soledad y de silencio… y de deseo.

»El azar había puesto a la jovencita en su camino; así como nos podemos sonreír por la virulencia con que conquistó a Flora de Barral, hay que reconocer también que esa vehemente apropiación fue verdaderamente obra de un hombre hecho de soledad y deseo, un hombre que a no ser que fuera un perfecto imbécil, tuvo que abandonarse a muy prolongadas y ardientes ensoñaciones, en las que madura lentamente la pasión más sincera en los rincones más recónditos del corazón. También tengo por seguro que una pasión tiránica o dominadora, que invada a un hombre en todo su ser y que sojuzgue todas sus facultades, unciéndolas al carro de su propia finalidad, fácilmente lo conduce, espoleado y embridado, a toda suerte de aventuras, hasta el borde mismo de peligros insondables, a los límites del furor, de la locura y la muerte.

»Ante este hombre de un silencio tanto más impresionante por la inarticulación de los truenos y murmullos de los mares, absoluto desconocedor del entrechocar de las lenguas, se planta de buenas a primeras el musculoso y pequeño Fyne, acusadísimo representante de esa humanidad cuya voz tan desconocida le resulta, marido de su hermana, personalidad sobresaliente en la neblinosa y remota muchedumbre. Se presenta ante él y le vuelca encima más cháchara de la que jamás haya oído largar en una sola hora, por cierto que sobre cuestiones de extrema profundidad, las más hondas que Anthony hubiese llegado a descubrir en su ser, y disparando vocablos como por ejemplo “injusto”, cuya mera sonoridad él aborrece. ¡Injusto! ¡Desleal aprovecharse, él! ¿Injusto con la jovencita? ¿Y cruel con ella?

»Ningún desdén le habría servido para resistir la impresión de las acusaciones que le fueron lanzadas con acalorada convicción. Lo trastornaron. Aún vibraban en el aire estancado de la habitación del hotel, aterradoras, perturbadoras, imposibles de acallar, cuando abrió la puerta y recibió a Flora de Barral.

»Ni siquiera cayó en la cuenta de que llegaba tarde. Estaba sentado en un sofá, en la penumbra. ¿Era cierto? Acostumbrado a decir siempre lo que pensaba, imaginó que los demás (a menos que fuesen mentirosos, y por descontado que su cuñado no lo era) nunca decían sino lo que querían decir, ni más ni menos. La voz profunda del pequeño Fyne aún le resonaba en los oídos. “Él sí que sabe”, se dijo Anthony. Pensó que lo mejor sería marcharse, no volver a verla nunca más. Pero ella estaba ya ante él, acusadora e implorante. ¿Cómo podría abandonarla? De ninguna manera. Ella no tenía a nadie en el mundo; mejor dicho, tenía sólo a su padre. Anthony estaba deseoso de creer a pie juntillas la valoración que ella tenía del viejo: su padre bien podría haber sido víctima de la injusticia más atroz. ¿Qué podía hacer un hombre al salir de la cárcel? Además… ¿qué clase de hombre era? ¿Qué sería de los dos? Anthony se estremeció levemente, y la sonrisa con que Flora había entrado en la habitación desapareció de sus labios. Estaba ya habituada a su impetuosa ternura. Ya no le daba miedo. Pero nunca lo había visto así, y de inmediato sospechó de una nueva crueldad de la vida. Él se puso en pie con su ardor de siempre, sólo que como si su intempestiva resolución le hubiese devuelto la sobriedad.

»—No —le dijo—. No, no dejaré que te marches de mi vida. Te he visto, me has contado tu historia, eres honesta. Nunca me has dicho que me amas.

»Ella esperó; se dijo que él no le había dado tiempo a decirlo, que no se lo había preguntado. A decir verdad, ni siquiera ella lo sabía.

»Me inclino a pensar que no lo amaba. Como no le ha tocado en suerte gran abundancia de experiencias, rara vez es la mujer experta en cuestión de sentimientos. El hombre sí puede “verse” con claridad, por dentro y por fuera, a fondo. El dominio de sí mismas que tienen las mujeres suele ser, por lo común puramente externo, pues por dentro tiemblan sin saber a qué atenerse, puede que por estar o por creer que están en una celda. Todo esto lo digo en términos generales, claro está. En el caso concreto de Flora de Barral, desde que Anthony irrumpió de improviso en su desesperanzada y cruel existencia, vivió como un ser liberado de la celda en que se hallaba condenado gracias a un cataclismo natural, una tempestad, un terremoto; no es que fuese absoluto su terror, pues no puede haber nada peor que la víspera de la ejecución, pero sí el pasmo, el aturdimiento, la pasividad con que se abandonó. No quiso ni abrir la boca, ni mover un dedo. No tenía fuerzas. ¿Qué beneficio podría obtener? En lo más hondo de sí, casi inconscientemente, saboreó el dulzor de ser seducida por esa violencia que a la vez la respaldaba, sensación que no había experimentado en toda su vida.

»De un modo u otro sintió que se aquietaba todo este torbellino. Casi como si esa sensación de respaldo, que la tentaba a cerrar los ojos deleitada y a dejarse transportar hacia algo desconocido, pero limpio de toda vileza, ya no fuese tan firme e inequívoca, como si amenazadoramente hubiese flaqueado. Hizo un esfuerzo por leer en su rostro, en sus rasgos enérgicos y afables, a los que tan pronto se había acostumbrado. Pero todavía no era capaz de comprender su expresión. Atemorizada, desanimada desde el umbral de la adolescencia, abocada a la penuria moral más amarga que se pueda concebir, no pudo aprender a leer… ese lenguaje tan particular.

»Si el amor de Anthony hubiera sido tan egoísta como suele ser el amor en general, habría rebasado con mucho el egoísmo de su vanidad, o de su generosidad, si usted prefiere… y todo esto no habría podido suceder. No habría topado con esa renuncia, ante la que nadie sabe si sonreír por dentro o si echarse a temblar. Cierto es que en tal caso su amor nunca habría prendido en la desdichada hija del señor De Barral. Pero también es verdad que su amor había brotado de esa rarísima compasión que nada tiene que ver con el desprecio, ya que arraiga en una abrumadora, potentísima capacidad de ternura, esa ternura de índole feroz y depredadora, ternura propia a la postre de los hombres silenciosos y solitarios, voluntarios y apasionados proscritos que forman una clase aparte. Al mismo tiempo, todo me lleva irremisiblemente a pensar que su vanidad tuvo que haber sido descomunal.

»“Qué ojazos tiene”, dijo para sus adentros, estupefacto.

»Y no es de extrañar. Lo estaba mirando con toda la pujanza de su alma, que en esos instantes despertaba despacio de un letargo envenenado en el que sólo había podido, a lo sumo, temblar a cada dentellada de dolor, pero no dilatarse, ni moverse siquiera. Y él se arrojó al pozo de sus ojos tenso y sin aliento, hasta el fondo, hasta lo más hondo, como un marino enloquecido que desde lo más alto del palo mayor se hubiese lanzado desesperadamente al azul insondable de la mar, que tantos hombres han execrado y adorado al mismo tiempo. Y su vanidad era inmensa. La había punzado en carne viva, donde más duele, el pequeño, musculoso y feminista Fyne. “¡Yo! ¡Yo! Aprovecharme yo de su desamparo… Injusto yo con esa criatura, esa voluta de neblina, esa pálida sombra sin techo en un mundo sucio, innoble… ¡Si la podría hacer desaparecer de un soplido! ¡No, nunca!”. Así, horrorizado, peroraba Anthony para sus adentros. El supremo refinamiento, la excelsa delicadeza de la ternura que había expresado en tantos versos espléndidos Carleon Anthony, se henchió hasta adquirir el tamaño de una pasión que desbordó en callados sollozos el corpachón del hombre que en toda su vida no había leído uno solo de los afamados sonetos escritos para ensalzar el amor en sus vertientes más civilizadas y caballerescas, sonetos en los que… Usted sabe de sobra que constituyen todo un volumen. La edición que yo tengo trae un retrato del autor a los treinta años de edad; el otro día, cuando se lo mostré al señor Powell, exclamó: “¡Qué maravilla! Diría que es el retrato del capitán Anthony en persona, de no ser por…”. Insistí en que lo dijera, en que explicase la diferencia. Pero Powell no supo explicármela. Algo tenía que ser, quién sabe… La finura, quizá. El padre, fastidioso y cerebral, retraído con morbidez de todo contacto, enemigo del trato humano, sólo pudo cantar en metro y rima armoniosos lo que sintió en sus propias carnes el hijo con inconcebible y temeraria sinceridad.

»Poseído por esa ilusión exacerbadamente conmovedora que tienen los hombres en lo tocante a la fragilidad de las mujeres y a su debilidad espiritual, fue como si Anthony tuviese miedo de romper o destruir del todo algún mecanismo extremadamente precioso de su ser. De hecho, le aterraba nada menos que matar si acaso una parte de ella. Podría parecer una conclusión excesiva, si manaba en efecto de las palabras de Fyne. Pero es que Anthony, ignorante de cómo se charla en tierra firme, nunca llegó a profundizar lo suficiente para calibrar qué valor pudieran tener tales palabra por boca de Fyne. Desde luego, bastó su siniestra sonoridad para espeluznar su connatural rectitud, para desatar el aborrecimiento de su talante curtido y sazonado en alta mar, endurecido por los vientos y la vastedad de los horizontes, claro y abierto como la luz del día.

»Quiso dar rienda suelta a su indignación, pero ella lo contemplaba con un aire de expectación atenta que lo contuvo. Era tan visible su malestar que ella se inquietó. Él no sabía más que repetir:

»—Sí, eres absolutamente honesta. Podrías habérmelo dicho, pero estoy seguro, sí, de que tienes toda la razón. En cualquier caso nunca me has dicho nada que no sintieras de verdad.

»—Nunca —musitó ella tras hacer una pausa.

»Él parecía distraído, ahogado por una emoción que ella no pudo entender, pues se parecía a la vergüenza, estado de ánimo inconcebible en este hombre.

»Ella se preguntó qué podría haber dicho. Recordó que, con franqueza, apenas había hablado con él, salvo para contarle a grandes rasgos y escuetamente la historia de su vida, que él casi no tuvo paciencia de atender, acogiendo los detalles con exclamaciones de cólera y de espanto, murmurando lúgubre y feroz “¡Basta! ¡Ya Basta!”, sobresaltándose notoriamente por su forzosa quietud al escuchar, como si deseara salir de estampida y vengarse cuanto antes de quien fuese. Estaba ella diciéndose que Anthony cazaba sus palabras al vuelo, sin dejarle terminar de expresar sus pensamientos. Honesta. Honesta, sí. Ciertamente, se había mostrado honesta. Su carta a la señora Fyne estuvo dictada por la honestidad. Sin embargo, reflexionó entristecida, a él nunca habría sabido qué decirle. Tal vez no tuviera nada que decirle.

»—Pero ya verás que yo también puedo ser así de honesto —explotó, en un tono de amenaza que ella había aprendido a apreciar con un estremecimiento de agrado.

»Flora aguardó a que ocurriese lo que tuviera que ocurrir. Él quedó a merced del viento. Miró a su alrededor con desagrado, como si en las paredes pudiese detectar rastros de los huéspedes que habían ocupado aquella habitación. Entre aquellas cuatro paredes se habían peleado los huéspedes; habían estado indispuestos, enfermos, luego aquella habitación había sido testigo de la penuria, la perversidad, puede que también el crimen, y hasta es probable que la muerte. No era el lugar más indicado. Recogió su gorra. Había tomado una determinación. El barco, el barco que él había frecuentado desde que salió del astillero, su hogar, su refugio… El barco pleno de honradez, sin contaminar, sí era el lugar más indicado.

»—Subamos a bordo —le dijo—. Hablaremos allí, en el barco. Y perdóname, pero tendrás que escucharme. Pase lo que pase, me da lo mismo qué se diga, no te puedo dejar marchar.

»No me dirá usted (no hay quien lo sostenga) que con todas las aprensiones o sin ellas, Flora podría haber hecho cualquier otra cosa y rehusar la invitación de subir a bordo. Era lo que habían convenido hacer aquella mañana. Durante el trayecto, él permaneció en silencio. Anthony era el último hombre que hubiese podido condenar en términos convencionales a cualquier ser humano, y menos aún mofarse del infortunio o desdeñarlo. Estaba más que dispuesto a aceptar al viejo De Barral, el convicto, asumiendo la valoración de su hija sin la más mínima reserva. Ahora bien, un amor como el que él sentía y profesaba, aun cuando pudiera arrastrarlo al riesgo de la insensatez y la locura el orgullo de su propia fuerza, tiene siempre una sagacidad propia. Como si se hubiese aupado a una región enaltecida y serena gracias a su decisión de renunciar, halló por vez primera en los últimos días la tranquilidad necesaria para la reflexión. “Es un hombre al que no conozco”, se dijo. “Ella tampoco lo conoce, en el fondo. Apenas tenía dieciséis años cuando lo encerraron; era casi una niña. ¿Qué podrá decir? ¿Qué hará? No, no”, concluyó; “no puedo dejarla así, sola, a cargo de ese hombre que habrá vuelto a este mundo como quien vuelve de la tumba”.

»Subieron a bordo en silencio, y sólo después de terminar la ronda, cuando hubieron regresado al salón, la asaltó él con su furiosísimo ímpetu. Al principio, ella no entendió ni palabra de su imperioso discurso. Luego, al comprender que le estaba devolviendo su libertad de hacer lo que quisiera, se quedó rígida, de una pieza, apoyada la mano al borde de la mesa, inmóviles todos sus rasgos, como si fuera su rostro una escultura de mármol blanco. Todo había terminado; todo fue como dijo en su día la abominable institutriz. Era insignificante, despreciable; nadie podría amarla jamás. La humillación le cayó encima como un gélido sudario del que nunca podría despojarse, y que la extravagancia de tan desbordante generosidad no podía caldear.

»—Sí, aquí mismo. Esta es tu casa. No puedo dártela así y marcharme después, pero al menos será suficientemente grande para nosotros dos. No temas, no hay por qué tener miedo de nada. Si quieres, y basta con que lo digas, ni siquiera te he de mirar. Recuerda la cabeza cana en la que has estado pensando noche y día. ¿Dónde podría reposar, dónde, dime si no aquí mismo? Aquí ningún mal podrá alcanzarla. No pienses que voy a obligarte a pagar con tu alma el derecho de asilo. De ninguna manera. Formas parte indisoluble de mi ser. Desde que te conozco me he encontrado a mí mismo, y preferiría incluso vender mi alma al diablo antes que dejarte marchar lejos de mi custodia. Pero antes has de concederme ese derecho.

»Se alejó bruscamente a cerrar la puerta que daba acceso a cubierta, y recorrió al volver todo el camarote repitiéndolo.

»—Has de concederme el derecho legal. ¿Te da vergüenza pasar por mi esposa ante el mundo entero?

»Abrió los brazos como si fuera a estrecharla contra su pecho, pero contuvo ese impulso y agitó ante ella los puños cerrados. “Has de concederme ese derecho, aunque sólo sea por tu padre. Es preciso que yo tenga ese derecho. ¿Dónde le darías refugio, si no? ¿En casa de ese maldito fabricante de cajas de cartón? Ni siquiera sé qué me retiene, por qué no lo acorralo hoy mismo en su virtuoso domicilio y le descalabro con mis propias manos. No sé cómo aguanto sólo pensar en él. Escúchame bien, Flora, ¿no te das cuenta de lo que te estoy diciendo? No serás tan orgullosa como para no entender que un hombre como yo también tiene su orgullo, ¿verdad?”.

»Vio que una lágrima le resbalaba por las blancas mejillas, brotada de ambos párpados entornados. Bruscamente, Flora salió del camarote. Él se quedó un momento en donde estaba, calibrando sus propias fuerzas, interrogando a su corazón, antes de salir apresuradamente tras ella. Ya había bajado al muelle.

»Al oír los pasos que la perseguían, sintió que le abandonaban sus fuerzas. ¿Por dónde podría escapar de aquella nueva perfidia de la vida, encubierta bajo la forma de la magnanimidad? Hasta la propia voz de Anthony había cambiado. El torbellino que la había sostenido en vilo acababa de abandonarla, dejándola caer de nuevo por su propio peso, debilitada por la última puñalada imprevista, despojada del apoyo moral que en esta vida es más necesario que toda la caridad que se pueda recibir en forma de ayuda material. Nunca había tenido ese apoyo, nunca. Ni siquiera por parte de los Fyne. Sólo que ¿por dónde huir? A menos que… sí, ¿por qué no? El muelle… una plácida extensión de agua, y tan cerca. Pero luego estaba el viejo con el que tantas veces había paseado, cogidos de la mano, a la orilla del mar. Fue como si lo viera salir a su encuentro, deplorable, más grisáceo, con aire implorante y el brazo trémulamente extendido. Le había llegado la hora de tomar de la mano a aquel hombre destrozado, más desamparado que un niño. Y ¿adonde podría llevarlo? ¿Adonde? ¿Qué podría decirle? ¿Qué palabras de aliento, de alegría y de esperanza? Ninguna, no conocía ninguna. El cielo y la tierra habían enmudecido, ajenos a su encuentro. Pero aquel otro hombre se acercaba a sus espaldas. Estaba ya muy cerca. Su fogosa personalidad parecía irradiar calor, una vibración del ambiente. Estaba exhausta, sola, temerosa de tropezar, dispuesta a caer. Creyó oír la respiración de ese otro hombre a sus espaldas. La invadió una oleada de lánguida calidez, creyó perder contacto con el suelo, y cuando sintió su mano bajo su brazo no hizo el menor esfuerzo por librarse de la presión que sintió, firme e insinuante.

»Él la guió por entre los peligros de los muelles. Se le oscureció la visión. Una simple vagoneta de carga era como una montaña que se deslizase. Pasaban a su lado los hombres como envueltos por la neblina; los edificios, los almacenes, los espacios inesperadamente abiertos, los navíos, tenían todos extraños perfiles, distorsionados y peligrosos. Se dijo que era bueno no molestarse siquiera en saber qué sentido tenía toda aquella confusión en el plan de la creación, caso de que tuviese alguno, o si era simple materia amontonada sin orden ni concierto. Entendió cuán nulo había sido siempre su vínculo con este mundo. Se aguantaba en él única y exclusivamente por la mano que la sostenía con fuerza por encima del codo. ¿Cautividad? Sea. Hasta que salieron a la calle y vieron el cabriolé que esperaba cerca del portón, Anthony sólo habló una vez, bruscamente al principio, pero luego con un tono muchísimo más dulce que en ninguna otra ocasión.

»—Tendría que haberme dado cuenta de que nunca habrías podido tú amar a un hombre como yo, un desconocido, por supuesto. Quien calla, otorga. ¿No es eso? Pues no quiero yo ese consentimiento. Y a menos que un buen día descubras que puedes hablar… No. ¡No! Quédate tranquila, que nunca te pediré nada. Si lo que esperas es un palabra mía, te puedes ir a la tumba con los labios sellados. ¡Pero es preciso hacer lo que te he dicho!

»Se inclinó solícito sobre ella, con una gran ternura. Al tiempo, ella sintió la presión en su brazo, seguida de un inapreciable zarandeo, de todos modos innegable. “Hay que hacerlo”. Fue un zarandeo que ningún transeúnte habría podido notar, y tuvo lugar en una zona desierta del puerto. “Tienes que hacerlo. ¿Me estás escuchando? ¿Eh? ¿O es que vas a volver a casa de mi hermana?”.

»Su ironía, tal vez por falta de práctica, tuvo un acento feroz, demoledor.

»—¿Quieres acaso volver a su casa? —continuó con la misma, extraña voz—. ¡Si es tu mejor amiga, recuerda! ¿Y decirle como es debido… cuánto lo sientes? ¿Eso quieres? No, ni siquiera podrías. Hay cosas en esta vida, queridísima y perdida niña, que ni siquiera tú podrías aguantar. ¿Verdad? Antes, la muerte. Así es, cómo no. ¿O es que estás pensando en llevar a tu padre a la casa de ese primo endemoniado? No, no digas nada. Ni siquiera podría soportar la idea. ¡Iría corriendo tras tus pasos y reventaría la puerta, créeme!

»Esa voz entrecortada, en él, la sorprendió por lo que se parecía a un sollozo. Y le dio miedo. Lo único que se le pasó por la cabeza fue: “No debe”. La ayudó a subir al cabriolé. “Oh, no debe, no debe”. Más miedo le dio aún descubrir que Anthony temblaba sin poder contenerse. Espantada, encogida en un rincón del asiento, rehuyendo su mirada, se fijó pese a todo en que le temblaba la boca, y se esforzó por sonreír, rompiendo así la rigidez de sus labios, aunque de repente le empezaron a castañetear los dientes.

»—Yo no voy contigo… —decía él—. Le diré al cochero a dónde ha de llevarte. No puedo… Es mejor así. ¿Que sucede? ¿Tienes frío? ¡Venga, dime qué sucede! Sólo tengo que ir a un maldito cuarto cerrado, un agujero de oficina. No será ni un cuarto de hora. En diez días volveré a por ti. No le des más vueltas. No pienses en nadie, en hombre, mujer o niño, de toda esa ridícula ralea que puebla el mundo. No pienses tampoco en mí. Piensa en ti tan sólo. Entonces, por fin, cuando llegue el momento, estarás a salvo. No digas nada, no hagas nada. Lo tendré todo en orden, y mientras no aborrezcas mi presencia, y no la aborreces, no tienes nada que temer. Es sólo una de sus ridículas oficinas, un par de chupatintas del tres al cuarto, pobres diablos, simples escribientes.

»Partió el cabriolé llevándose inmóvil a Flora de Barral, incapaz de pensar en nada, contenta si acaso de poder por fin descansar, de estar a solas, tranquila, de moverse sin esfuerzo en la soledad y el silencio.

»Anthony recorrió las calles durante muchas horas, sin poder recordar por la noche en dónde había estado, a la manera del amante exultante y feliz. Sin embargo, nadie habría sospechado tal cosa a juzgar por su semblante, en el que no se reflejaba en modo alguno la dicha que se prometía por dentro. Exultante estaba, sí, aunque fuese la suya una especial exultación, que parecía haberlo atenazado por el cuello, como un enemigo.

»Las últimas palabras que dijo Anthony a Flora hicieron referencia a la oficina del Registro Civil en que contrajeron matrimonio diez días después. Entretanto, Anthony no vio nada, no vio a nadie, aunque anduvo sin descanso de acá para allá, entre los hombres y las cosas. Ese peculiar estado es frecuente entre los amantes más corrientes, de los que bien se sabe que no tienen ojos salvo para contemplar, en la realidad o de modo imaginario, al único ser humano que a su juicio abarca el alma del mundo entero en toda su belleza, perfección, vaciedad e infinitud. Ha de ser algo extremadamente delicioso. Ahora bien, la contemplación de Roderick Anthony no tuvo acceso a la felicidad. No era él un amante vulgar, corriente, y por eso fue castigado como si la naturaleza (de la cual se dice que siente horror al vacío) fuese tan convencional que se horrorizase de toda suerte de conducta excepcional. Roderick Anthony ya había empezado a sufrir. Quizá por eso anduvo tan industrioso y fue tan desmedido su celo entre sus congéneres, quienes por cierto se habrían sorprendido y se habrían sentido incluso humillados caso de saber cuán poca solidez y qué poca relevancia tenían ellos a sus ojos. Pero nadie pudo sospechar siquiera semejante extravagancia. No se notó en él nada extraordinario durante aquellos días; prueba de ello es que muchos consintieron en hacer negocios con él. Es obvio que sí, ya que recibió entonces la propuesta de fletar su navío rumbo a las Azores, por parte de una agencia de seguros especializada en asuntos navales, cuyos responsables en ningún momento dudaron de su cordura.

»Es probable que pareciese cuerdo para todas las cuestiones prácticas de la vida comercial. Pero no estoy tan seguro de que estuviese realmente cuerdo en aquella época.

»En cualquier caso, aceptó la oferta de muy buena gana. La propia Providencia le ofrecía semejante oportunidad de acostumbrar a la muchacha a la vida del mar, en una travesía relativamente corta. En esta época, todo lo que oía, palabras puramente casuales, frases inconexas, le parecía una provocación o un motivo de ánimo, confirmando así su resolución. Desde luego, el ajetreo en las cuestiones materiales es el mejor antídoto contra la reflexión, los temores, las dudas… todas la cosas que se interponen frente al esfuerzo. Supongo que quien le hubiese propuesto cortarle el gaznate habría experimentado una especie de alivio mientras afilase con cuidado la navaja.

»Y Anthony puso un cuidado exquisito en preparar para sí y para la infortunada Flora una existencia imposible. Lo hizo sin temblar, como si estuviese relleno de trapos o hecho de hierro, como si no fuese de carne y hueso. Hablo de una existencia, dese usted cuenta, que en tierra firme, entre el grueso de la humanidad y de sus diversos intereses, distracciones, oportunidades infinitas para mantener la distancia los unos con los otros, habría sido difícilmente concebible; a bordo de un navío, en alta mar, en un tête-à-tête que habría de durar días y semanas y meses, juntos los dos, no podría significar sino una tortura mental, un refinado y absurdo tormento. Era un alma sencilla; su ingenuidad desesperante, masculina, se revela de forma conmovedora en el esmero que puso en procurar incluso una mujer que sirviese a Flora a bordo. La necesidad de que todo fuese perfectamente respetable le dio no pocos quebraderos de cabeza, momentos de auténtica angustia. Cuando se acordó de pronto de la esposa de su auxiliar de a bordo tuvo que haber exclamado ¡eureka!, con particular alborozo. No es grato llamar asno a Anthony; pero la verdad es que poner a cualquier mujer a tiro de semejante secreto, y suponer que no se dedicará a rastrearlo, es como para pensarse despacio el calificativo.

»Ninguna mujer, por simple que fuese, caería en semejante ingenuidad. Desconozco qué calificativo le dio Flora de Barral en su interior cuando él le comunicó dicha disposición, entre todas las demás, tomadas para que se sintiera tan cómoda como fuera posible. Yo diría que, pese a su contrastada simplicidad, tuvo que haberse sentido abrumada. Apareció él ante ella, el día previsto, con una calma aparente muchísimo mayor de lo que ella había visto hasta entonces. Y esa calma, esa escrupulosa actitud que por honor creía él que era su deber adoptar para siempre, a menos que ella condescendiera a hacerle una señal en el futuro, redobló la pesadumbre que lastraba su inocente corazón con la más perdonable de las astucias.

»La noche anterior había dormido mejor que durante las últimas diez noches. La juventud y la fatiga terminan al final por afianzarse frente a la tiranía de una inquietud y una tensión nerviosa insufribles. Había descansado, pero despertó con los ojos anegados en lágrimas. De tales lágrimas no quedaba en cambio ni rastro cuando recibió a Anthony en el sórdido saloncito de la planta baja. Se las había tragado. No iba a dejarle que se diese cuenta. Creía que por honor era su deber aceptar la situación para siempre, a menos que… Ah, sí, a menos que… Disimuló todos sus sentimientos, pero no fue por doblez. Lo único que deseaba era descubrir la verdad, ver qué podría depararle.

»Lo venció en el juego del honor que él había propuesto; su serenidad a carta cabal terminó por desconcertar a Anthony un tanto. Fue él quien tartamudeó a la hora de hablar. La fiereza reprimida de su carácter de todos modos le devolvió la autoridad tras las primeras palabras. Pero era como si los dos hubiesen mordido la misma fruta amarga. “Ese Fyne”, pensaba él con tristeza y arrepentimiento, no desprovistas de sorpresa, “me ha dicho la verdad. A ella no le importo ni un comino”. Se sintió humillado, al tiempo que redobló la compasión que le inspiraba la muchacha que en su tenebrosa vida, totalmente hecha de mortificación y desesperanza, había caído en las garras de su fenomenal fuerza de voluntad, abandonándose en sus brazos como si estuviese en la noche de un naufragio. Por su parte, con parcial intuición (pues nunca ciega a las mujeres del todo la ceguera de los hombres), Flora lo miró apiadada, y sintió compasión de sí misma. Era un rechazo, una expulsión; para ella, nada nuevo. Pero ella, aun dando por muerta toda su sensibilidad a tales alturas, descubrió en sí misma un hondo resentimiento por esa definitiva traición. Por esta vez iba a ignorar la resignación. Con una especie de pena interior, se dijo: “En fin, aquí estoy. Aquí estoy, sin reticencias de ninguna clase. No es culpa mía ser un simple y lamentable objeto sin valor”.

»Y todas esas cosas que pudo decirse con una clarividencia absoluta le hicieron mejor servicio que el de una obstinación en el caso de Roderick Anthony. Ella estaba muchísimo más segura de sí misma. He ahí las ventajas de la simple rectitud, por encima de la más exaltada generosidad.

»Y así fueron a casarse, sin que las gentes de la casa en la que ella se alojaba sospecharan nada por el estilo. Tan sólo les impresionó un tanto que ese “caballero amigo”, un hombre espléndido, fuese la primera visita que recibió la señorita Smith desde que se hospedaba en la casa. A su regreso, pues en efecto volvió ya sin él, se hicieron algunas alusiones a dicha salida. No le quedaba más remedio que almorzar y cenar con aquellas personas vulgares. La mujer de la casa, una persona tan macilenta como afectuosa, intentó incluso suscitar alguna confidencia. El pálido rostro de Flora, sus ojos azules, no pasaban a ojos de dichas personas por ser el rostro mismo del sufrimiento, al contrario de lo que pensaba el capitán Anthony sólo de imaginar su belleza. La dolorida reserva de Flora no tenía el poder de suscitar en ellos una mínima decencia.

»Bien, regresó sola, como le iba diciendo y como era casi de esperar. A la salida del Registro Civil, Flora de Barral y Roderick Anthony salieron a dar un paseo por un parque. Tuvo que ser algún parque del East End, pero no estoy seguro. En todo caso, eso fue lo que hicieron. Era un día soleado. “Todo lo que tengo en este mundo”, le dijo él, “es tuyo. Me he ocupado de ello sin tener que molestar a mi cuñado. No tiene ningún derecho a entrometerse en mis asuntos”.

»Caminaba ella con la mano levemente apoyada en el brazo de su esposo, que se lo había ofrecido al salir del Registro Civil y que ella aceptó en silencio. Con la cabeza gacha, en cambio, parecía meditar en sus asuntos. “Han sido muy buenos conmigo”, dijo en alusión a los Fyne.

»—¡Jamás te han entendido! —exclamó él—. Desde luego, no como debieran. Mi hermana no es mala persona, pero…

»Flora no protestó, preguntándose si acaso se imaginaba él que la entendía mucho mejor. Anthony despachó a la familia de un revés.

»—Sí, todo lo que tengo es tuyo —prosiguió—. No me he reservado nada. En cuanto al papel que acaba de darnos ese miserable chupatintas, de no ser por la ley no me importaría que lo rompieras en pedazos aquí mismo, ahora. Pero no lo hagas. A menos que algún día sientas que…

»Se atragantó inesperadamente. Reflexiva, ella titubeó unos instantes antes de tomar una valerosa resolución.

»—Tampoco yo me he reservado nada.

»¡Lo había dicho! Él, cegado por su generosidad, entendió en cambio que se refería a su deplorable historia, y se apresuró a musitar:

»—¡Por descontado! ¡Por descontado que no! No digas nada más, lo sé todo. He pensado en todo ello, insomne, más de mil veces.

»Hizo un gesto con el otro brazo, como si se hubiese contenido a duras penas para no agitar con indignación el puño cerrado ante el universo mundo; ella ni siquiera intentó mirarle a la cara. Su voz sonaba extraña, increíblemente carente de vida en comparación con las tempestuosas inflexiones que en los anchos prados, en el jardín oscuro habían parecido sacudir incluso la tierra bajo sus fatigados, desesperados pies.

»Le apenaron esas inflexiones. Al oír el suspiro que salió de su boca, Anthony no esgrimió el puño cerrado, sino que comenzó a darle palmaditas en la mano que reposaba sobre su brazo, y desistió de repente, como si se hubiese quemado.

»—Mañana tendrás que ir tú sola —dijo tras una larga pausa—. Yo… No, creo que es mejor que no te acompañe. Lo que los dos tengáis que deciros el uno al otro…

»—Mi padre es un hombre inocente —le interrumpió ella al punto—. Ha sido víctima de una cruel perfidia.

»—Sí, precisamente por eso —insistió Anthony—. Eres el único ser humano capaz de reparar sus penas. Tú sola tendrás que reconciliarlo con el mundo, caso de que sea posible. Por supuesto que podrás. Tendrás que encontrar las palabras… No te apures, sabrás hacerlo. Además, sólo con verte se apaciguará…

»—Es el más dulce de los hombres —le interrumpió de nuevo.

»Anthony sacudió la cabeza.

»—Haría falta una generosidad sin límites, infinita generosidad, para perdonar semejante infamia. Yo al menos habría preferido morir y terminar de una vez por todas, antes que… Para ti no podría haber sido peor; supongo que sólo en ti pensaba cuando esos abogados del infierno lo despedazaron ante el tribunal. En ti. Por eso pienso que al verte es posible que todo aquello vuelva a su memoria. Todos estos años, todos los años que han pasado… Tú, su única hija, a solas en el mundo. Yo me habría vuelto loco. Y es que aun cuando hubiese hecho algo malo…

»—Pero no hizo nada malo —insistió Flora de Barral con inesperada fiereza—. Ni siquiera debes imaginarlo. ¿No has leído los informes del proceso?

»—No estoy imaginándome nada —se defendió Anthony. Tan sólo recordaba haber tenido vaga noticia del juicio. Le aseguró que por entonces se hallaba lejos de Inglaterra, en la segunda travesía del Ferndale. Surcaba aguas del Pacífico tras recalar en Australia, y no vio ni un solo periódico durante muchas semanas—. Lo mejor será que le digas cuanto antes que eres feliz —añadió con un leve tartamudeo.

»—Sí —repuso Flora de Barral con toda concisión.

»Siguió un breve silencio. Ella retiró la mano de su brazo. Se detuvieron. Anthony daba la impresión de hallarse ante una catástrofe totalmente inesperada.

»—Ah —dijo—, eso te contraría.

»—¡No! También yo creo que será lo mejor —murmuró.

»—Desde luego. Desde luego. Tráelo directamente a bordo; no te detengas en ninguna parte.

»Flora sintió una pasajera y vaga gratitud, un momentáneo sentimiento de paz que atribuyó al hombre que la acompañaba. Lo miró a los ojos. Tenía el rostro sombrío. Era como si estuviese a muchas millas de allí.

»—Claro que —musitó para sí— ¿dónde querría detenerse?

»—No hay en el mundo nadie a quien quisiera yo presentarlo, nadie a cuya presencia quisiera llevarlo de buena gana —dijo ella extendiendo la mano en ademán de franqueza, quebrándosele la voz— salvo a ti, Roderick.

»Él la tomó de la mano, sintiendo su pequeñez y su delicadeza en la palma de la suya.

»—Está bien. Está bien —dijo con una consciente y apresurada emoción, como si de pronto le diera vergüenza su propia voz; se dio la vuelta y se alejó totalmente de la muchacha inmóvil. Resistió incluso la tentación de volverse a mirarla hasta que ya fue demasiado tarde. Cuando lo hizo, el sendero de gravilla estaba desierto hasta el portón del parque. Ella ya no estaba; se había volatilizado. Anthony tuvo la sensación de que se le había escapado una suerte de ocasión inmejorable. Se entristeció. La excitación del comportamiento que lo había sostenido en pie durante los últimos diez días ya no le mantuvo a flote. ¡Lo había conseguido!

»Caminó sin rumbo, presa de una dulce melancolía. Caminó sin cesar. Había poca gente por aquel campo abierto en medio de un barrio pobre. En determinadas condiciones de la vida, a veces no queda ni tiempo para respirar aire puro. Con todo, había algunas personas aquí y allá, dándose ese lujo; sin embargo, por pocas que fuesen, el capitán Anthony, pese a ser el menos excluyente de los hombres, acusó con dolor su presencia. La soledad había sido su mejor amigo. Deseaba encontrar un lugar en el que sentarse a solas, en paz consigo mismo. Su necesidad lo llevó a pensar en el mar, que tanta soledad amiga le había procurado. Allá, aun con su barco, que era parte constitutiva de su ser, siempre podría estar tan solo como quisiera. Sí. ¡Hacerse a la mar!

»La noche de la ciudad, con sus hileras de luces, rígidas, entrecruzadas como si fuesen una red de llamas arrojada sobre la sombría inmensidad de los muros, lo envolvió con la artificial brillantez rematada en una enfática negrura, con una antinatural animación propia de una humanidad inquieta, febril, sobrecargada. Sus pensamientos, de algún modo inclinados a la piedad ante cada silueta que pasara ante sus ojos, entrevista a la luz de una farola, se prendieron a la postre en una silueta que ciertamente no podría haber visto bajo las farolas encendidas aquella noche en concreto. Una silueta desconocida para él, una silueta encerrada tras lo muros insuperables de piedra o de ladrillo, al menos hasta la mañana siguiente. La silueta del padre de Flora de Barral. El financiero… el convicto.

»Hay algo en esa palabra que por fuerza sugiere culpabilidad, castigo, y que suspende el pensamiento. Nos sentimos en presencia del poder de la sociedad organizada, bastante misteriosa por sí misma, y más misteriosa incluso en sus efectos. Ya fuese culpable, ya fuese inocente, era como si el viejo De Barral hubiese estado en el infierno. Imposible imaginar qué podría traer de allí a la luz de este mundo de los hombres libres. ¿Qué pensamientos tendría? ¿Qué podría decir? Y, sobre todo, ¿qué debía él decirle?

»Anthony, un tanto atemorizado, tal como cualquiera se siente ante un abanico de sentimientos que escapa a su capacidad de comprensión, se consoló pensando en que muy probablemente el viejo no tuviera gran cosa que decir. No tendría ganas de hablar de lo ocurrido; a ningún hombre podría apetecerle nada semejante. Para él tenía que haber sido un auténtico infierno.

»Y Anthony, al final del día en que se había unido en matrimonio con Flora de Barral, así dejó de pensar en el padre de Flora, salvo para considerarlo si acaso prisionero de su propio triunfo. Pasó a contemplar mentalmente el blanco, delicado y atractivo rostro que lo obsedía, los grandes ojos azules que había visto llorar, maravillarse, mirarlo profundamente, a veces con incredulidad, otras con duda y dolor, pero siempre irresistibles por su poder de abrirse camino siempre hasta el centro de sus propias emociones, agitando allí una honda respuesta que iba más allá del amor —se dijo—, tal y como lo entienden los hombres. ¿Más allá? ¿O era acaso algo simplemente distinto? Sí, era algo diferente. Más allá o mas acá. Algo tan inverosímil como el cumplimiento de un asombroso sueño en el cual él podría abarcar el mundo entero con sus brazos, el mundo del dolor y el sufrimiento, no para poseer su patética belleza, sino para dar consuelo a sus penas.

»Anthony regresó caminando despacio al navío, donde durmió, aquella noche, sin soñar.

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