Ava

Ava


Capítulo 36

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Capítulo 36

Cálido manto de arena

El suave flujo marino le acariciaba las piernas mientras Ava dormía aún inconsciente en el litoral norte de África. Su cuerpo estaba exhausto, era ante el paso de las horas que seguía ahí tendida sobre las cálidas arenas de la alejada ribera marroquí. El sol paseaba en las inexploradas alturas otorgando llameantes temperaturas en las zonas del vasto continente.

Cuando por fin la joven despertó descubrió que el oleaje del océano la había arrastrado a algún misterioso lugar. Rodó al margen de la marea, miró confundida aquel exterior, tosió y, sintiendo quemazón en su garganta, se puso de pie, sacudió las areniscas de su desgastado ropaje blanco. Percibiendo el ardor de la brisa que por allí vagaba, se cubrió la cara con la mano izquierda y comenzó a caminar.

En una espontánea encrucijada de la historia que ya cargaba sobre sus endebles hombros, la señorita iba recordando la seguidilla de eventos que la habían llevado a tal ubicación: la partida de Cartagena, la brusca tormenta, el ataque al navío, su secuestro intencional en manos del barco enemigo, el escape, la explosión de la barricas de pólvora y aceite e incluso, la muerte de Trinidad tras la caída sobre el asta y la brutal mordida del perro. El paradero de Fernando Carrizo era un misterio, pero recordando su promesa de que daría rescate a Mercedes, ella se llenó de intriga y, sin más, continuó caminando con rumbo a lo desconocido.

La costa ya quedaba en la distancia a medida que ella se adentraba más y más en las profundidades de aquel enigmático desierto, ella sabía, gracias a las enseñanzas de Idrís, que debía haber algún pueblo cerca. Sosteniendo aquella esperanza en las grietas de su aguerrido espíritu, la dama sonrió, observó el amarillento horizonte que le deparaba y, dejando incontables huellas detrás, no le quedó más que seguir caminando.

Ava pensaba también en el destino de su marido, de su cuñado, de su hermana y de las mujeres que habían caído en aquel deprimente naufragio (con excepción de Haala y su fatídica muerte al ser estocada). Aquellas ideas arrumbaban y, temiendo lo peor, no le quedó más que continuar con aquel agotador éxodo.

Ni siquiera una endeble nube se divisaba en el horizonte y, debido a las terribles temperaturas que azotaban aquel deshabitado espacio arenoso día tras día, Ava, agotada, se dejó caer en el suelo, rasgó las terminaciones de su atavío y no tardó en amarrarlo para colocárselo por encima de la cabeza.

Aquellas zonas al norte de África también eran conocidas por la variedad en la flora y en la fauna, constantemente podían avistarse diversas criaturas salvajes que se adaptaban al ambiente extremo como chacales, zorros del desierto, conejos, ardillas, gacelas, hienas, camellos, macacos, leones, jerbos, el serval y reptiles como la culebra, el lagarto de cola espinosa, la víbora cornuda y la cobra además de variadas aves como la garza, el cormorán, el águila real, el cuervo (visto pocas veces), el halcón, el flamenco e incluso, el alimoche, ya en la zona húmeda. Así pues, en lo extenso del territorio también prevalecían varias especies de plantas y árboles como el cedro del atlas, la argaña espinosa, la higuera, el naranjo, el granado, la olivera, el vitis, el almendro, el manzano, el espliego, el piorno serrano y la chumbera.

Ava andaba con dificultad, sus labios estaban resecos, sus pestañas, cubiertas de arena, sus mejillas, enrojecidas, respiraba con dificultad, y, al tocar su improvisada cubrecabezas, descubrió lo mucho que ardía. El sol parecía quemarla viva. No divisó un solo refugio en la lejanía por lo que volvió a caer al suelo arrodillada, descubrió que si no ocurría un milagro perecería allí hasta convertirse en un simple sacón de huesos. Sus extremidades temblaban por la misma asfixia que sentía, la sed ya era intolerable. Cuando percibió cómo la vista se le nublaba, trató de pararse, pero sus pies se rindieron, cayó recostada sobre el fogoso desierto y en menos de un minuto perdió la noción de la realidad.

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