Aurora

Aurora


Libro primero

Página 5 de 20

LIBRO PRIMERO

1

Razón ulterior. Todo lo que pervive durante mucho tiempo se ha ido cargando poco a poco de razón, hasta el extremo de que nos resulta inverosímil que en su origen fuera una sinrazón. ¿No nos parece sentir que estamos ante una blasfemia o ante una paradoja siempre que alguien nos muestra el origen histórico concreto de algo? ¿No está todo buen historiador constantemente en contradicción con su medio ambiente?

2

Prejuicio de los sabios. Los sabios están en lo cierto cuando juzgan que, en todas las épocas, los hombres se han hecho la ilusión de creer que ahora estamos mejor informados que en ninguna otra época.

3

Cada cosa a su tiempo. En aquella época remota en que el hombre atribuía su sexo a todas las cosas, lo único que pretendía era ampliar sus conocimientos, sin tener conciencia de que aquello era únicamente un juego de su imaginación. Sólo mucho más tarde reconoció la inmensidad de su error, aunque incluso hoy no haya asumido eso plenamente.

Del mismo modo el hombre ha relacionado todo lo existente con la moral, echando sobre los hombros del mundo el manto de una significación ética. Pero llegará un día en que esto tendrá exactamente el mismo valor que hoy le concedemos a la creencia de que el sol tiene sexo.

4

Contra el sueño de que entre las esferas se da una disonancia. Hay que quitarle al mundo toda esa abundancia de falsa sublimidad, porque va en contra de la justicia que las cosas pueden reivindicar. Por eso es muy importante no concebir el mundo con menos armonía de la que tiene.

5

¡Dad las gracias! Lo mejor que ha logrado hasta ahora la humanidad es no necesitar vivir con el temor constante a los animales salvajes, a los bárbaros, a los dioses y a nuestros sueños.

6

El prestidigitador y su opuesto. Lo que hay de sorprendente en la ciencia es precisamente lo opuesto a lo que nos sorprende en el arte de la prestidigitación. Este último pretende que veamos una causalidad muy simple donde actúa una causalidad sumamente compleja. La ciencia, por el contrario, hace que dejemos a un lado la creencia en la causalidad simple, en casos en que todo parece tan sumamente sencillo que nos dejamos llevar por las apariencias. Las cosas más simples son las más complicadas, por mucho que ello nos asombre.

7

Cambiemos la idea que tenemos del espacio. ¿Qué ha contribuido más a la felicidad humana, lo real o lo imaginario? Lo cierto es que el espacio existente entre la mayor de las alegrías y la más honda desgracia sólo se puede calcular recurriendo a cosas imaginarias. En consecuencia, esa idea del espacio se va reduciendo cada vez más bajo el influjo de la ciencia; de la misma forma que la ciencia nos ha enseñado y nos enseña que la tierra es pequeña y que todo el sistema solar no es más que un punto en la inmensidad del infinito.

8

Transfiguración. Rafael dividió a la humanidad en tres grados: los que sufren sin esperanza, los que sueñan de una forma confusa, y los que se extasían ante el más allá. Hoy ya no concebimos así el mundo, y ni siquiera Rafael tendría derecho a seguir concibiéndolo de este modo: vería con sus propios ojos que se ha producido una nueva transfiguración.

9

Idea de la moral de las costumbres. Si comparamos las distintas formas de vida que durante miles de años ha seguido la humanidad, comprobaremos que los hombres de hoy vivimos en una época muy inmoral; la fuerza de la costumbre se ha debilitado de una forma sorprendente, y el sentido moral se ha vuelto tan sutil y tan elevado que casi se podría decir que se ha evaporado. Por eso nosotros, que somos hombres tardíos, intuimos con tanta dificultad las ideas rectoras que presidieron la génesis de la moral, y, si llegamos a descubrirlas, nos resistimos a comunicarlas a los demás, porque nos parecen toscas y atentatorias contra la moral.

Consideremos, por ejemplo, la afirmación principal: la moral no es otra cosa (en consecuencia, es antes que nada) que la obediencia a las costumbres, cualesquiera que sean, y estas no son más que la forma tradicional de comportarse y de valorar. Donde no se respetan las costumbres, no existe la moral; y cuanto menos determinan estas la existencia, menor es el círculo de la moral. El hombre libre es inmoral porque quiere depender en todo de sí mismo, y no de un uso establecido. En todos los estados primitivos de la humanidad, lo «malo» se identifica con lo «intelectual», lo «libre», lo «arbitrario», lo «desacostumbrado», lo «imprevisto», lo que «no se puede calcular previamente». En estos estados primitivos, de acuerdo con la misma valoración, si se realiza un acto, no porque lo ordene la tradición, sino por otras razones (como, por ejemplo, buscando una utilidad personal), incluyendo las que en un principio determinaron la aparición de la costumbre, dicho acto es calificado de inmoral hasta por el individuo que lo realiza, ya que no ha estado inspirado en la obediencia a la tradición.

¿Qué es la tradición? Una autoridad superior a la que se obedece, no porque lo que ordene sea útil, sino por el hecho mismo de que lo manda. ¿En qué se diferencia este sentimiento de respeto a la tradición del miedo en general? En que el sentimiento de respeto a la tradición es el temor a una inteligencia superior que ordena, el temor a un poder incomprensible e indefinido, a algo que trasciende lo personal. Tal temor tiene mucho de superstición.

En otros tiempos, toda forma de educación, los preceptos higiénicos, el matrimonio, el arte de la medicina, la agricultura, la guerra, el lenguaje y el silencio, las relaciones con los demás hombres y con los dioses entraban dentro del campo de la moral. La moral exigía que se siguieran determinadas reglas, sin que el sujeto tuviera en cuenta su individualidad al obedecerlas. En esos tiempos primitivos todo dependía, pues, de los usos establecidos y de las costumbres, y quien pretendiera situarse por encima de las costumbres, tenía que convertirse en legislador, en curandero, en algo así como una especie de semidiós; es decir, tenía que crear nuevas costumbres, lo que no dejaba de ser terrible y peligroso.

¿Qué hombre es más moral? Por un lado, el que cumple más escrupulosamente la ley, el que, como el brahmán, tiene presente la ley en todo momento y lugar, de forma que se las ingenia para ver constantemente ocasiones de cumplirla. Por otro, el que cumple la ley en las situaciones más difíciles, el que con mayor frecuencia sacrifica cosas en aras de las costumbres. Y ¿cuáles son los mayores sacrificios? Del modo como se conteste a esta pregunta se deriva una gran cantidad de morales diferentes, aunque la diferencia más importante es la que distingue la moral basada en la observancia más frecuente, de la moral basada en el cumplimiento más difícil.

Con todo, no nos dejemos engañar respecto a los motivos de esta última moral, que exige, como prueba de moralidad, el que se siga una costumbre en los casos más difíciles. El que se venza a sí mismo no es algo que se exija al hombre en virtud de las consecuencias útiles que ello pueda reportar al individuo en cuestión, sino en función de que sean las costumbre y la tradición quienes aparezcan como dominantes, esto es, por encima de todo deseo e interés individuales. Lo que la moral de las costumbres exige es que el individuo se debe sacrificar. Por el contrario, los moralistas que, como los sucesores de Sócrates, aconsejan al individuo que se domine a sí mismo y que sea sobrio en orden a su felicidad personal, constituyen una excepción. Tales moralistas abren una nueva senda y son víctimas de la desaprobación manifiesta de todos los representantes de la moral de las costumbres; al automarginarse de la moral, son inmorales, y, en su sentido más profundo, malos. De esta forma, un romano virtuoso de la vieja escuela consideraba que un cristiano era malo porque aspiraba, por encima de todo, a su salvación individual.

Dondequiera que exista una comunidad, y, en consecuencia, una moral basada en las costumbres, domina la idea de que el castigo por la transgresión de las costumbres afecta ante todo a la comunidad entera. Tal castigo es sobrenatural, por lo que su forma de manifestarse y su alcance resulten muy difíciles de especificar para quien lo analiza en medio de un temor supersticioso. La comunidad puede obligar a un individuo a que indemnice a otro del propio grupo en conjunto por el daño directo que ha causado con su acción. Igualmente, puede ejercer una especie de venganza sobre el individuo, ya que por su causa —en virtud de una presunta consecuencia de su acto—, la comunidad se ha visto expuesta a las nubes y a las explosiones de la cólera divina; si bien dicha comunidad considera que la culpa del individuo afecta a toda la colectividad, y que el castigo de aquel recae sobre el conjunto de esta.

Cuando suceden casos así la gente lanza exclamaciones asegurando que se ha producido una «relajación de las costumbres». Pero lo cierto es que causa pavor todo acto y toda forma de pensar individuales. No podemos imaginar cuánto han tenido que sufrir, en el transcurso de los tiempos, los individuos selectos, singulares y espontáneos, por el hecho de que se les haya juzgado sistemáticamente como malvados y peligrosos, y de que ellos mismos se hayan considerado así. Bajo el imperio de la moral de las costumbres, toda suerte de originalidad planteaba problemas de conciencia; el horizonte de los individuos selectos se presentaba más oscuro que lo que hubiera cabido esperar.

10

La relación recíproca entre el sentido de la moralidad y el sentido de la causalidad. Al aumentar el sentido de la causalidad, disminuye el de la moralidad. Conforme vamos comprendiendo que los efectos se siguen necesariamente y nos los representamos al margen de las contingencias del azar, desechamos paralelamente una gran cantidad de causalidades imaginarias que hasta entonces se creía que constituían el fundamento de la moral; al mismo tiempo hacemos que desaparezca del mundo una parte del miedo y de la coacción que implican las costumbres, así como una dosis de la veneración y de la autoridad que estas disfrutan. En suma, la moral experimenta una pérdida global.

Por el contrario, quien trata de ampliar el ámbito de la moralidad ha de procurar que no se puedan someter a prueba los resultados.

11

Moral popular y medicina popular. Sobre la moral que impera en una comunidad se ejerce una acción constante en la que participan todos sus miembros. La mayor parte de estos tratan de añadir nuevos ejemplos que demuestren la presunta relación entre la causa y el efecto, esto es, entre el crimen y el castigo, con lo que contribuyen a reforzar la base de dicha relación y a aumentar la fe que se tiene en ella. Hay quienes hacen nuevas observaciones sobre los actos y sus consecuencias, extrayendo de ello conclusiones y leyes; pero sólo un número reducido de estas llega a formularse de una forma desordenada y a debilitar la creencia relativa a tal o cual punto.

Todos se parecen en la forma tosca y anticientífica de proceder. Ya se trate de aportar ejemplos, observaciones o dificultades, o bien de demostrar, afirmar, formular o refutar una ley, el resultado es siempre el mismo: un conjunto de materiales o de fórmulas carentes de valor, similares a los materiales y a las fórmulas de la medicina popular. Ello obliga a que ambas sean juzgadas de la misma manera, y no de una forma tan distinta como se suele hacer. Tanto la moral popular como la medicina popular no son más que ciencias aparentes del tipo más peligroso.

12

La consecuencia como don coadyuvante. Antaño se consideraba que el buen resultado de una acción no era una consecuencia de la misma, sino un don gratuito concedido por Dios. ¿Cabe imaginar una confusión más estúpida? Según eso, hay que realizar dos esfuerzos por separado, utilizando prácticas y medios completamente distintos: uno para realizar la acción y otro para obtener un buen resultado.

13

Para la nueva educación del género humano. Hombres serviciales y bienintencionados, si queréis colaborar en una acción provechosa, ayudad a desterrar del mundo la idea de castigo que le invade por doquier, porque es la más peligrosa de todas las malas hierbas.

Esta idea no sólo se ha introducido en las consecuencias de nuestra acción —¿hay algo más funesto e irracional que interpretar la causa y el efecto en términos de falta y de castigo?—, sino que se ha hecho algo todavía peor: se le ha quitado su inocencia a los acontecimientos puramente fortuitos, con la ayuda de ese maldito arte de interpretar presidido por la idea de castigo. La locura ha llegado hasta el extremo de considerar que la existencia misma es ya un castigo. Cabría decir que lo que hasta ahora ha dirigido la educación de la humanidad ha sido la negra imaginación de carceleros y verdugos.

14

Significado de la locura en la historia de la humanidad. Si pese al formidable yugo de la moral de las costumbres bajo el que han vivido todas las sociedades humanas; si durante miles de años antes de nuestra era, e incluso en el transcurso de esta hasta la actualidad (y téngase en cuenta que vivimos en un pequeño mundo excepcional y, en cierto sentido, en la peor de las zonas), las ideas nuevas y divergentes, y los instintos opuestos han resurgido siempre, ello se ha debido a que se hallaban protegidos por un terrible salvoconducto: casi siempre ha sido la locura la que ha abierto el camino a las nuevas ideas, la que ha roto la barrera de una costumbre o de una superstición venerada.

¿Comprendéis por qué ha sido necesaria la ayuda de la locura; esto es, de algo tan terrorífico e indefinible, en la voz y en los gestos, como los demoníacos caprichos de la tempestad y del mar; de algo que fuese a un tiempo digno de miedo y de respeto; de algo que, como las convulsiones y los espumarajos del epiléptico, llevara el sello visible de una manifestación totalmente involuntaria; de algo que pareciera que imprimía al enajenado la marca de una divinidad, de la que él sería la máscara y el portavoz; de algo que infundiese incluso al promotor de la nueva idea veneración y miedo de sí mismo, en lugar de remordimiento y le impulsara a ser el profeta y el mártir de dicha idea? Aunque hoy se nos esté constantemente diciendo que el genio tiene un grado más de locura que de sentido común, los hombres de otros tiempos se acercaban mucho más a la idea de que en la locura hay algo de genio y de sabiduría, algo de divino, como se decía en voz baja. A veces esta idea se expresaba a las claras. «Lo que más beneficios ha deparado a Grecia ha sido la locura», decía Platón, acorde con toda la humanidad antigua. Demos un paso más y veremos que todos los hombres supremos impulsados a romper el yugo de una moral cualquiera y a proclamar nuevas leyes, si no estaban realmente locos, se sintieron forzados a fingirlo o se volvieron verdaderamente tales.

Lo mismo les ha sucedido a los innovadores en cualquier ámbito, y no sólo en el terreno sacerdotal y político. Incluso los innovadores de la métrica poética se vieron forzados a acreditarse por medio de la locura. (Hasta en las épocas más moderadas, había una especie de acuerdo en que la locura constituía un patrimonio de los poetas; y Solón recurrió a ella cuando enardeció a los atenienses para que se lanzaran a la conquista de Salamina).

¿Cómo volverse loco cuando no se está ni se tiene la valentía de aparentarlo? Casi todos los grandes hombres de la civilización antigua se han hecho esta pregunta, y se ha conservado una doctrina secreta, compuesta de artificios y reglas para lograr este fin, a la vez que se mantenía el convencimiento de que semejante intención y semejante ensueño eran algo inocente e incluso santo. Las fórmulas para llegar a ser médico entre los indios americanos, santo entre los cristianos de la Edad Media, anguecoque entre los groenlandeses, paje entre los brasileños, son, en sus preceptos generales, las mismas; ayunos continuos, abstinencia sexual constante, retirarse al desierto o a un monte, o incluso encaramarse a lo alto de una columna, o «vivir junto a un viejo sauce a orillas de un lago», y, sobre todo, el mandato de no pensar más que en lo que pueda provocar el rapto y la perturbación del espíritu.

¿Quién es capaz de fijar los ojos en el infierno de angustias morales —las más amargas e inútiles que se han podido dar— en el que se consumen probablemente los hombres más fecundos de todas las épocas? ¿Quién tendría valor para escuchar los suspiros de los solitarios y de los extraviados?: «¡Concededme, Dios mío, la locura, para que llegue a creer en mí! ¡Mándame delirios y convulsiones, momentos de lucidez y de oscuridad repentinas! ¡Asústame con escalofríos y ardores tales que ningún mortal los haya sentido jamás! ¡Rodéame de estrépitos y de fantasmas! ¡Déjame aullar, gemir y arrastrarme como un animal, si de ese modo puedo llegar a tener fe en mí mismo! La duda me devora. He matado la ley, y esta me inspira ahora el mismo horror que a los seres vivos un cadáver. Si no consigo situarme por encima de la ley, seré el más réprobo de los réprobos. ¿De dónde viene si no de ti este espíritu nuevo que late en mi interior? ¡Demostradme que os pertenezco, poderes divinos! ¡Sólo la locura me lo puede probar!».

Este fervor conseguía muchas veces su objetivo: «En la época en que el cristianismo resultó ser más fecundo y ello se tradujo en una proliferación de santos y anacoretas, existieron en Jerusalén grandes “manicomios” para atender a los santos fracasados, a aquellos que habían sacrificado hasta el último vestigio de su razón».

15

Las formas más antiguas de consolarse. Primer grado. El hombre ve en todo malestar, en toda calamidad que le toca en suerte, algo que le permite hacer sufrir a otro, sea quien sea. De este modo toma conciencia del poder que le queda, y ello le sirve de consuelo.

Segundo grado. El hombre ve en todo malestar, en toda calamidad que le toca en suerte, un castigo; es decir, la expiación de una falta y la forma de escapar de un «mal de ojo», de un hechizo real o imaginario. Quien llega a ver esta «ventaja» que reporta la desdicha, ya no se considerará obligado a hacer sufrir a otro a causa de su dolor: renunciará a este género de satisfacción, porque ya dispone de otra.

16

Primer principio de la civilización. Hay en los pueblos primitivos un tipo de costumbres que parece que tienden a convertirse en un uso generalizado. Lo que prescriben suele ser ridículo y, en realidad, superfluo (por ejemplo, la costumbre existente entre los kamtchadales de no quitarse del calzado la nieve con un cuchillo, de no cortar el carbón con un cuchillo, de no poner nunca un hierro al fuego; preceptos cuya violación sería castigada con la muerte); pero estas prescripciones mantienen viva la idea de «costumbre», su carácter de coacción constante. Tales preceptos ratifican el gran principio que preside el comienzo de la civilización: el de que cualquier costumbre vale más que la carencia de costumbres.

17

La naturaleza buena y la naturaleza mala. Los hombres empezaron atribuyendo a la naturaleza su propia forma de ser; es decir, se figuraron ver su humor variable, bueno o malo, en las nubes, en las tempestades, en los animales feroces, en los árboles y en las plantas. Entonces inventaron la idea de que «la naturaleza es mala».

Sin embargo, después vino una época —la de Rousseau— en la que el hombre se quiso diferenciar de la naturaleza. Tan hartos estaban los hombres de sí mismos que quisieron disponer de un rincón al que no pudiera llegar la miseria humana. Fue entonces cuando inventaron la idea de que «la naturaleza es buena».

18

La moral del sufrimiento voluntario. ¿Cuál es el mayor placer que pueden experimentar unos hombres que viven en estado constante de guerra, en esas pequeñas comunidades rodeadas siempre de peligros, donde impera la moral más estricta? O mejor: ¿cuál es el mayor placer que pueden experimentar las almas vigorosas, sedientas de venganza, rencorosas, desleales, preparadas para los acontecimientos más espantosos, endurecidas por las privaciones y por la moral? El placer de la crueldad. Esta es la razón de que, en el caso de tales almas y en semejantes situaciones, se considere que inventar formas de venganza y tener sed de venganza constituye una virtud. La comunidad se robustece contemplando actos de crueldad y puede superar por un instante el peso del miedo y la inquietud que le produce el tener que estar constantemente al acecho. La crueldad es, pues, uno de los placeres más antiguos de la humanidad.

De ahí que se haya creído que también los dioses se animan y se alegran cuando se les ofrece el espectáculo de la crueldad. De este modo surgió en el mundo la idea del sentido y del valor superior que implica el sufrimiento voluntario y el martirio libremente aceptado. Poco a poco, las costumbres de la comunidad fueron estableciendo prácticas acordes con estas ideas. Desde entonces los hombres desconfían de todo exceso de felicidad y recuperan la confianza cuando se ven afligidos por algún dolor intenso. Se piensa que los dioses nos serían hostiles cuando nos vieran felices y propicios cuando nos vieran sufrir. ¡Nos serían hostiles, pero no se compadecerían de nosotros! Pues se considera que la compasión es algo despreciable e indigno de un alma fuerte y terrible. Si se muestran propicios hacia nosotros cuando somos desgraciados es porque les divierten las miserias humanas y les ponen de buen humor, dado que la crueldad suministra la voluptuosidad más elevada del sentimiento de poder.

Así es como se ha introducido en el concepto de «hombre moral» existente en el seno de la comunidad la virtud del sufrimiento frecuente, de la privación, de la vida penitente, de la mortificación cruel; y no como una expresión de disciplina, de autodominio y de aspiración a la felicidad personal, sino como una virtud que dispone a los malos dioses a favor de la comunidad, al estar esta elevando constantemente hasta ellos el humo del sacrificio expiatorio.

Todos los conductores espirituales de pueblos que consiguieron hacer que fluyese el fango estancado y terrible de las costumbres necesitaron, para hacerse creer, no sólo de la locura, sino también del martirio voluntario, y, principalmente, de la fe en sí mismos. Cuanto más rectamente se introducía su espíritu por nuevos caminos, atormentado por los remordimientos y por el temor, más cruelmente luchaba ese espíritu con su propia carne, con sus propios deseos y con su propia salud, con la finalidad de ofrecer a la divinidad en compensación una alegría si se irritaba viendo que las costumbres eran incumplidas u olvidadas y que tales hombres se proponían nuevos fines.

Con todo, no debemos suponer en un exceso de optimismo que en nuestros días nos hemos liberado plenamente de esta lógica del sentimiento. ¡Pregúntense respecto a esto las almas más heroicas en su fuero interno! El menor paso hacia adelante en el terreno de la libertad de pensamiento y de la vida individual se ha dado en toda época a costa de tormentos intelectuales y físicos. Y no sólo los pasos adelante, sino cualquier paso, cualquier movimiento, cualquier cambio, han tenido necesidad de innumerables mártires a través de esos miles de años en que los hombres buscaban caminos y echaban los cimientos de la sociedad, pero que no se tienen en cuenta cuando se habla desde la perspectiva de ese período de tiempo ridículamente breve al que se ha dado el nombre de «historia universal». Incluso dentro de esta historia universal, que no pasa de ser el ruido que se ha levantado en torno a determinados acontecimientos, no hay una cuestión más esencial e importante que la antigua tragedia de los mártires que quieren remover el pantano. Nada ha costado más que ese breve destello de razón humana y de espíritu de libertad del que tan orgullosos estamos hoy. Sin embargo, este orgullo es, precisamente, lo que nos imposibilita hoy en día caer en la cuenta del enorme lapso de tiempo en que imperó la moral de las costumbres y que antecedió a la historia universal, época real y decisiva, con una importancia fundamental en la historia, ya que marcó el carácter de la humanidad; época en que se consideraba que el dolor era una virtud, la crueldad una virtud, el disimulo una virtud, la venganza una virtud, la negación de la razón una virtud; y, por el contrario, el bienestar, un peligro, al igual que la sed de saber, la paz y la compasión. Se juzgaba que eran una vergüenza el trabajo y el mover a la piedad; que la locura era algo divino, y los cambios algo inmoral y sumamente arriesgado.

¿Creéis que todo esto ha cambiado y que ha variado el carácter de la humanidad? ¡Ay, vosotros que conocéis el corazón humano, aprended a conoceros mejor!

19

Moral y embrutecimiento. Las costumbres son la representación de las experiencias adquiridas por los hombres anteriormente respecto a lo que consideraron útil o nocivo; pero el estar apegado a las costumbres (la moral) no dice referencia ya a tales experiencias, sino a la antigüedad, santidad e incuestionabilidad de las costumbres. Por ello, este sentimiento se opone a que se corrijan las costumbres, lo que significa que la moral se opone a que se formen nuevas y mejores costumbres. En consecuencia, embrutece.

20

Los que obran libremente y los que piensan libremente. Quienes obran libremente en la vida se hallan en una situación más desfavorable que quienes piensan libremente, dado que a los hombres les afectan de una forma más directa las consecuencias de los actos que las consecuencias de los pensamientos. Ahora bien, si tenemos en cuenta que unos y otros tratan de satisfacer sus inclinaciones y que quienes piensan libremente lo consiguen reflexionando sin más sobre lo prohibido y expresándolo, comprenderemos que se confundan los dos casos cuando se les considera sólo en relación con los motivos de la conducta. Y respecto a los resultados, quienes obran libremente aventajan a los que piensan libremente, siempre y cuando no se juzgue de acuerdo con lo que aparece de una forma más visible y vulgar; esto es, como lo hace todo el mundo.

Hay que rectificar las muchas calumnias que recayeron sobre los que violaron con sus acciones la autoridad de una costumbre, y a los que, por lo general, se les ha llamado criminales. A todos los que han echado por tierra la ley moral establecida se les ha considerado malvados en un primer momento; pero si dicha ley violada no se restablece y los hombres se habitúan al cambio, el calificativo irá variando paulatinamente. Toda la historia se reduce prácticamente a hablar de esos malvados a los que luego se les consideró buenos.

21

El «cumplimiento de la ley». En el caso de que la observancia de un precepto conduzca a un resultado distinto del que se esperaba y se perseguía, y no reporte al sujeto que se ajusta a las buenas costumbres la felicidad prometida, sino dolor y miseria, siempre le queda al hombre sensible ante el deber y timorato el recurso de decir: «El error ha estado en la ejecución». Pero, al final, una humanidad oprimida que sufre profundamente, terminará declarando: «Es imposible cumplir bien el precepto: somos débiles y pecadores hasta el fondo de nuestra alma, y totalmente incapaces de ser morales; en consecuencia, no nos es lícito aspirar ni a la felicidad ni al triunfo. Los preceptos morales son para seres mejores que nosotros».

22

Las obras y la fe. Los doctores protestantes siguen propagando ese error básico consistente en afirmar que lo único importante es la fe, y que las obras son una consecuencia natural de ella. Esta doctrina no es cierta, pero su apariencia es tan sugestiva que deslumbró a inteligencias más lúcidas que la de Lutero (me refiero a Sócrates y a Platón), pese a que nuestra experiencia diaria nos pruebe lo contrario.

A pesar de las promesas que encierran el conocimiento y la fe, estos no pueden conferirnos ni fuerza ni habilidad para actuar. No pueden sustituir al hábito de ese mecanismo sutil y complejo que hay que poner en marcha para que algo pueda pasar de la representación al acto. Ante todo son las obras; es decir, ¡el ejercicio, el ejercicio y el ejercicio! La fe que necesitamos se nos dará por añadidura. ¡De eso podéis estar seguros!

23

En qué somos más sagaces. Como durante miles de años se ha venido considerando que las cosas (la naturaleza, los instrumentos, cualquier objeto de propiedad) estaban vivas y animadas, y que podían dañar a los hombres al margen de sus intenciones, la sensación de impotencia de estos ha sido mayor y más frecuente de lo que hubiera sido menester, ya que tenían que dominar a los objetos, de la misma forma en que dominaban a los otros hombres y a los animales: mediante la fuerza, la imposición, la adulación, los pactos y los sacrificios. Esto originó la mayoría de las costumbres supersticiosas, esto es, de una parte, quizá la mayor, y por supuesto la más inútilmente derrochada, de la actividad humana. No obstante, como la sensación de impotencia y de miedo se encontraba en un estado tan violento, tan constante y casi permanente de tensión, el sentimiento de poder ha venido desarrollándose de un modo tan sutil, que, en este terreno, el hombre actual puede competir con el más sensible de los mecanismos para cazar animales. Este sentimiento acabó convirtiéndose en su inclinación más fuerte. Casi puede decirse que el descubrimiento paulatino de los medios para satisfacer esa inclinación constituye la historia de la cultura.

24

La demostración del precepto. Por regla general, el valor o el no valor de un precepto se demuestra por el hecho de que se consiga o no se consiga el resultado propuesto, siempre y cuando se siga aquel escrupulosamente. Sin embargo, no ocurre lo mismo con los preceptos morales, ya que, en este campo, no es posible comprobar, interpretar ni delimitar los resultados. Estos preceptos se basan en hipótesis de escaso valor científico, sin que quepa apelar a los resultados para demostrarlos o refutarlos. Con todo, en otras épocas, cuando las ciencias eran rudimentarias y primitivas y se exigía muy poco para considerar que algo quedaba demostrado, el valor o el no valor de un precepto moral se determinaba del mismo modo que el de cualquier otro precepto: recurriendo a los resultados.

Entre los indígenas de la América rusa hay un precepto que dice: «No eches ni al fuego ni a los perros los huesos de los animales». Y a título de demostración, añade: «Porque si lo haces, no tendrás buena suerte en la caza». Ahora bien, como por una razón u otra no se tiene suerte en la caza, no resulta fácil refutar, de este modo, el valor del precepto. En consecuencia, siempre se dará alguna circunstancia que demostrará aparentemente el valor de un precepto.

25

Las costumbres y la belleza. No debemos ocultar un argumento a favor de las costumbres. Se trata de que los órganos de ataque y de defensa, tanto físicos como intelectuales, de quien se somete a ellas, de corazón y desde un primer momento, se atrofian; y ello le embellece cada vez más, dado que el ejercicio de dichos órganos y el sentimiento que les acompaña afea e impide el embellecimiento. Esta es la razón de que un babuino viejo sea más feo que uno joven, y que la hembra joven de esta especie animal sea más semejante al hombre y más bella que el resto de sus congéneres. Sáquese de aquí la correspondiente conclusión respecto al origen de la belleza en la mujer.

26

Los animales y la moral. Las prácticas que se exigen en una sociedad refinada —precaverse de todo lo ridículo, extravagante y pretencioso; reprimir tanto las virtudes como los deseos violentos; ser ecuánime; someterse a las reglas; empequeñecerse—, en cuanto moral social, se da hasta en la escala más inferior del reino animal. Precisamente en esa escala más inferior descubrimos las ideas que se esconden tras la capa de todas esas amables reglamentaciones: se trata de escapar de los perseguidores y de resultar favorecido en la captura del botín. Por eso los animales aprenden a dominarse y a disfrazarse hasta el punto de que algunos llegan a adoptar el color de las cosas que les rodean (en virtud de las llamadas «funciones cromáticas»), a simular que están muertos, a adquirir la forma y el color de otros animales, o la apariencia de la arena, de las hojas, de los líquenes o de las esponjas (eso que los naturalistas ingleses llaman mimicry: mimetismo).

De igual forma, el individuo se esconde tras la universalidad del término genérico «hombre» o se confunde con la «sociedad», o se adapta plenamente a la forma de ser de los príncipes, a las castas, a los partidos o a las opiniones de su época y de su país. Todas estas formas sutiles de aparentar felicidad, agradecimiento, poder o amor tienen su equivalencia en el reino animal. También comparte el hombre con el animal el sentido de la verdad, el cual, en última instancia, se reduce al sentido de la seguridad; procurar no dejarse engañar o confundir por uno mismo; escuchar con recelo las voces de nuestras pasiones; dominarse y desconfiar de uno mismo; todo eso es entendido de igual forma por el animal que por el hombre: también en aquel el autodominio nace del sentido de la realidad, de la prudencia.

Del mismo modo, el animal observa los efectos que produce en la imaginación de los demás animales, y aprende a dirigir su mirada sobre sí mismo, a considerarse objetivamente y, en cierta medida, a autoconocerse. El animal aprecia los movimientos de sus enemigos y de los seres a los que puede considerar amigos, y llega a obtener un conocimiento minucioso de las particularidades de unos y de otros. Renuncia, de una vez por todas, a enfrentarse con los ejemplares de una determinada especie, y al acercarse a ciertas especies de animales, adivina sus intenciones pacíficas o bélicas. Los orígenes de la justicia, de la templanza, de la valentía —en una palabra, de todo lo que designamos con el nombre de virtudes socráticas— están en los animales. Tales virtudes son una consecuencia de los instintos que llevan a buscar el sustento y a escapar de los enemigos. En consecuencia, si consideramos que todo lo que ha hecho el hombre superior ha sido elevar y refinar la calidad de sus alimentos y la idea de lo que considera contrario a su naturaleza, habremos de concluir que el fenómeno moral es algo que afecta a todo el reino animal.

27

El valor de la creencia en las pasiones sobrehumanas. La institución matrimonial hace que se mantenga obstinadamente la creencia de que aunque el amor sea una pasión, se trata de una pasión susceptible de durar en cuanto a tal; de que la regla es el amor duradero, de que dura toda una vida. En virtud de la tenacidad de una noble creencia, sostenida a pesar de que sus refutaciones son tan frecuentes que casi constituyen la regla, la institución matrimonial ha revestido el amor de una nobleza superior. Toda aquella institución que ha otorgado a una pasión el convencimiento de que esta es duradera y la responsabilidad de hacer que sea así, aun en contra de lo que es en sí una pasión, le ha conferido un nuevo rango. Desde ese momento, quien se siente dominado por dicha pasión, no se verá disminuido ni en una situación de peligro, sino que, por el contrario, pensará que dicha pasión le eleva ante sus ojos y los de los demás. Consideremos las instituciones y costumbres que han convertido el arrebato pasional de un momento en una fidelidad eterna, el placer de la ira en una venganza eterna, la desesperación en un duelo eterno, la palabra de un día en un compromiso eterno y exclusivo. A causa de semejantes transformaciones, se ha introducido en el mundo mucha hipocresía y mucha mentira, pero también, y sólo a este precio, se ha generado una concepción sobrehumana que eleva al hombre.

28

La disposición de ánimo como argumento. ¿De dónde procede esa gozosa disposición de ánimo que se apodera de nosotros cuando vamos a realizar un acto? Esta cuestión ha preocupado mucho a los seres humanos. La respuesta más antigua y todavía muy extendida es que la causa de ello es Dios, quien nos hace saber así que aprueba nuestra decisión. En los tiempos en que se consultaba a los oráculos, quienes los interrogaban querían volver a sus casas con esa gozosa disposición de ánimo, y cuando se encontraban ante varias alternativas posibles, deshacían sus dudas diciéndose: «Haré lo que vaya acompañado de este sentimiento». No se decidían por lo más razonable, sino por aquello que, al imaginarlo, les colmaba el alma de resolución y de esperanza. En la balanza que determinaba la decisión pesaba más la buena disposición del alma que la razón, y ello porque se interpretaba dicha disposición de una forma supersticiosa, esto es, como el efecto producido por un Dios que garantizaba, así, el éxito y que manifestaba mediante este lenguaje una sabiduría superior. Consideremos, sin embargo, las consecuencias que se siguen de semejante prejuicio cuando lo utilizaban —y lo utilizaban— individuos astutos y ávidos de poder. Disponiendo los ánimos favorablemente no hace falta dar ningún argumento y se pueden superar todas las objeciones.

29

Los comediantes de la virtud y del pecado. Entre los hombres que se hicieron célebres en la antigüedad a causa de su virtud hubo, al parecer, muchos que representaban la comedia incluso delante de ellos mismos. Ello ocurrió principalmente entre los griegos que, como cómicos consumados que eran, empezaron fingiendo inconscientemente para acabar convenciéndose de lo útil que resulta fingir. Por otra parte, como la virtud de cada uno competía y emulaba la virtud de otro o del resto, no se rehuía recurso alguno para hacer alarde de virtud. ¿De qué servía una virtud si no se podía hacer ostentación de ella o no quedaba por sí misma de manifiesto? El cristianismo puso un freno a estos comediantes de la virtud. Introdujo la costumbre de mostrar los pecados propios en público, de hacerlos ostensibles, e hizo que la gente fingiera ser pecadora, cosa que todavía hoy está bien considerada entre los buenos cristianos.

30

La crueldad refinada como virtud. He aquí una inclinación moral totalmente basada en la tendencia a lo distinguido, que no debe inspiramos demasiada confianza. ¿De qué inclinación se trata? ¿Qué segunda intención la rige? Consiste en tender a que el hecho de contemplarnos haga daño al prójimo, que despierte su espíritu de envidia, así como un sentimiento de impotencia y de inferioridad; en hacer que experimente lo amargo de su destino, poniéndole en la lengua una gota de «nuestra» miel, a la vez que les miramos de los pies a la cabeza con aire de superioridad. Ya le tenemos humillado, hasta el punto de que resulta perfecto en su humildad. Ahora buscad aquellos a quienes iba a atormentar, desde mucho tiempo atrás, a causa de su humildad, y pronto daréis con ellos. Aquel se muestra compasivo con los animales, y se le admira por ello, mientras que, de este modo, hace a determinadas personas objeto de su crueldad. Observad a un gran artista: el placer que saborea previamente al imaginar la envidia que despertará en sus rivales al superarles, le proporciona una energía que no le permitirá reposo alguno hasta no llegar a convertirse en una celebridad. Considerad la castidad de la monja: ¡con qué ojos amenazadores mira a las mujeres que no llevan una vida retirada! ¡Qué alegría vengativa hay en esa mirada! El tema no da para mucho, pero sus variaciones son tan numerosas que nunca llegará a aburrirnos, pues afirmar que la moral de la distinción se reduce, en última instancia, al placer que proporciona la crueldad refinada, constituye una novedad demasiado paradójica y casi ofensiva. Ahora bien, he de señalar que me estoy refiriendo a la primera generación, pues cuando el hábito de una acción que distingue se hace hereditario, la intención última no se transmite (lo que se hereda son los sentimientos, no los pensamientos). De este modo, en la segunda generación no se da ya el goce de la crueldad, a menos que lo reactive la educación, quedando sólo el placer que suministra el hábito de esa acción por sí misma. Pero este placer constituye el primer grado del bien.

31

El orgullo del espíritu. El orgullo del individuo que rechaza la doctrina de que descendemos de los animales y que establece un gran abismo entre la Naturaleza y el hombre, se basa en un prejuicio relativo a la índole del espíritu, que es relativamente reciente. Durante el largo período que ha constituido la prehistoria de la humanidad, se creía que todas las cosas tenían espíritu, y que esto no era una prerrogativa del hombre. Como, por el contrario, se consideraba que lo espiritual (al igual que los instintos, las malicias, las inclinaciones) era patrimonio común y algo muy extendido, los hombres no se avergonzaban de descender de animales o de árboles (las razas nobles hasta se sentían honradas por semejantes leyendas). Se juzgaba, pues, que el espíritu es aquello que nos une a la Naturaleza, y no lo que nos separa de ella. De este modo, y también a consecuencia de un prejuicio, los seres humanos aprendieron a ser modestos.

32

El freno. Sufrir moralmente y descubrir luego que esta clase de dolor se basa en un error, es algo que nos indigna. El único consuelo consiste en afirmar mediante el dolor que existe un mundo verdadero más excelente, real y sólido que ningún otro. De este modo, se prefiere, con mucho, sufrir, con tal de sentirse transportado por encima de la realidad (sobre la base del convencimiento de que, así, nos acercamos a ese mundo más profundamente verdadero), que vivir sin dolor, pero privados de ese sublime sentimiento. En consecuencia, lo que se opone a la nueva interpretación de la moral es el orgullo y la forma en que este se ha venido satisfaciendo. ¿De qué fuerza podemos hacer uso para neutralizar ese freno? ¿De una mayor dosis de orgullo? ¿De una nueva forma de orgullo?

33

El desprecio de las causas, de las consecuencias y de las realidades. Las desgracias que asaltan a un pueblo, tales como las tormentas, las sequías o las epidemias, despiertan en los individuos la idea de que han cometido faltas contra las costumbres, o hacen creer en todos los miembros del grupo que hay que inventar nuevas costumbres para aplacar a un nuevo poder sobrenatural o a un nuevo capricho de los demonios. Esta forma de sospechar o de razonar impide que se profundice en la verdadera causa natural y hace que la causa demoníaca se erija en la razón primera del hecho. He aquí uno de los factores que determinan los errores hereditarios del espíritu humano, junto con otro que le suele acompañar: el de conceder de un modo igualmente sistemático una atención mucho menor a las consecuencias verdaderas y naturales de un acto que a las sobrenaturales (los premios y los castigos divinos). Existe, por ejemplo, un precepto que exige bañarse en determinadas ocasiones, y los individuos no se bañan para estar limpios, sino porque está mandado. Con este precepto no se aprende a evitar las consecuencias reales de la suciedad, sino la supuesta cólera divina que se produciría en el caso de que no se cumpliera lo mandado. Bajo el peso de este miedo supersticioso, se concede más importancia de la que tiene al hecho de lavarse cuando se está sucio; se recurre a interpretaciones de segundo y de tercer orden, con lo que se destruye el placer natural del acto y su auténtico sentido, y se acaba por no dar importancia al hecho de lavarse más que en función de su posible carácter simbólico.

De este modo, bajo el imperio de la moral de las costumbres, el hombre menosprecia primero las causas, luego, las consecuencias, y, por último, la realidad, refiriendo todos sus sentimientos elevados (de veneración, nobleza, orgullo, gratitud, amor) a un mundo imaginario, al que llama mundo superior. Todavía cabe ver las consecuencias: desde el punto en que el sentimiento de un hombre se eleva de un modo u otro, entra en juego ese mundo imaginario. Es triste decirlo, pero el científico debiera sospechar, en principio, de todo sentimiento elevado, dadas las ilusiones y extravagancias con las que suelen ir mezclados. No quiero decir que estos sentimientos deban ser sospechosos en sí y en cualquier caso, sino que, de entre todas las purificaciones graduales que la humanidad tiene por delante, la de los sentimientos elevados será una de las más lentas.

34

Los sentimientos morales y los conceptos morales. Los sentimientos morales se transmiten mediante la herencia y la educación, como puede comprobarse en los niños, cuyo desarrollado instinto de imitación les impele a apropiarse el conjunto de simpatías y de antipatías de los adultos que les rodean. Más tarde, cuando tales sentimientos han pasado a formar parte de su naturaleza, analizan la conveniencia o inconveniencia de los motivos que los inspiran en relación a la vida. Ahora bien, la exposición de motivos que llevan a cabo no afecta ni al origen ni al grado de esos sentimientos, sino que se reduce a la necesidad que tiene un ser racional de ofrecer argumentos a favor y en contra de su conducta y de poder manifestarlos de un modo aceptable. De esta forma, la historia de los sentimientos morales difiere muchísimo de la historia de los conceptos morales. Los primeros obran antes de que actuemos; los segundos entran en juego después, y en virtud de la necesidad que tenemos de dar una explicación de nuestros actos.

35

Los sentimientos y el efecto que los juicios ejercen en ellos. Se nos dice que nos dejemos llevar de nuestro corazón o de nuestros sentimientos. Pero resulta que los sentimientos no son algo definitivo ni originario, tras ellos se encuentran juicios y apreciaciones que nos son transmitidas en forma de sentimientos (preferencias, antipatías). La inspiración que surge de un sentimiento es nieta de un juicio (y muchas veces de un juicio falso), y, en cualquier caso, de un juicio que no es nuestro. Dejarnos llevar por nuestros sentimientos equivale a obedecer a nuestro abuelo, a nuestra abuela y a los abuelos de estos, y no a esos dioses que habitan en nosotros y que son nuestra razón y nuestra experiencia.

36

Una devoción loca, cargada de segundas intenciones. ¿Será verdad que los inventores de las antiguas culturas, los que fabricaron los primeros utensilios, como cuerdas, carros, canoas y casas, los primeros que observaron la conformidad de las leyes cósmicas y de la tabla de multiplicar, fueron diferentes y superiores a los inventores de hoy? ¿Tendrían, entonces, los primeros pasos del progreso un valor que no podrían igualar, en el campo de los descubrimientos, todos nuestros viajes, todas nuestras navegaciones alrededor del mundo? Quien así habla es el prejuicio, y lo hace para restar mérito al ingenio de hoy. Sin embargo, es evidente que, en los primeros tiempos, el mejor inventor, el mejor observador y el benéfico inspirador de aquellas ingeniosas épocas fue el azar, mientras que hasta en las invenciones más insignificantes que se realizan hoy en día se emplea más ingenio, más energía y más imaginación científica de la que se desplegó antaño a lo largo de enormes períodos de tiempo.

37

Ir a la siguiente página

Report Page