Aurora

Aurora


Libro primero

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Conclusiones equivocadas que se sacan a partir de la utilidad. Cuando se trata de demostrar la gran utilidad de algo, no se dice absolutamente nada respecto a su origen, lo que demuestra que no se puede explicar el origen de algo recurriendo a su utilidad. Pese a ello, el juicio que ha dominado hasta hoy, incluso en el campo de las ciencias más rigurosas, es que la existencia de algo constituye un índice de su necesidad. ¿No llegaron los astrónomos al extremo de pretender que la presunta utilidad de los satélites (sustituir la luz del sol en los casos en que una gran distancia debilitaba sus rayos, para que los habitantes de un astro no careciesen de luz) era la causa última de los mismos y lo que explicaba su origen? Recordemos, igualmente, el razonamiento de Cristóbal Colón: la tierra ha sido hecha para el hombre; por consiguiente, donde haya tierra firme, tiene que estar habitada.

«¿Cómo va a esparcir el sol sus rayos sobre la nada? ¿Cómo se va a derrochar durante la noche el brillo de las estrellas sobre unos mares sin surcar y unas regiones deshabitadas?».

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Los instintos transformados por los juicios morales. Un mismo instinto pasa a ser o el doloroso sentimiento de la cobardía, bajo el impacto de la censura que las costumbres ejercen sobre él, o el sentimiento grato de la humildad, cuando cae en manos de una moral como la cristiana que lo califica de «bueno». Lo que supone que un mismo instinto proporcionará unas veces buena conciencia y otra mala. En sí, como todo instinto, es independiente de la conciencia, no posee carácter ni intención morales; ni siquiera va acompañado de un placer o un dolor determinados. Todo esto lo adquiere como una segunda naturaleza cuando se relaciona con otros instintos que ya han sido bautizados como buenos o como malos, o cuando se le aplica a un ser que la gente ya ha caracterizado y valorado moralmente.

Así, los antiguos griegos experimentaban la envidia de una forma diferente a nosotros. Hesíodo la incluye entre los efectos de la Eris buena y bienhechora, y nadie dudaba de que los dioses tenían algo de envidiosos. Esto es comprensible en una situación cuyo espíritu era la lucha, a la que se consideraba como algo bueno y apreciable. Del mismo modo, los griegos se distinguían de nosotros en la valoración que les merecía la esperanza, a la que juzgaban como una especie de ceguera y de perfidia. Hesíodo expresó en una fábula lo más violento que se puede decir contra la esperanza, y lo que señala nos resulta tan ajeno que ningún intérprete moderno lo ha podido comprender, dado que es contrario al nuevo espíritu emanado del cristianismo, para el cual la esperanza constituye una virtud. Entre los griegos, en cambio, conocer el futuro no parecía algo totalmente inaccesible, y en muchísimos casos existía incluso el deber religioso de averiguar el porvenir. Mientras que nosotros nos contentamos con la esperanza, los griegos, basándose en las profecías de los adivinos, la menospreciaban, colocándola incluso entre los males y los peligros. Los judíos, que consideraban la cólera de una forma diferente a nosotros, la santificaron; por eso situaron tan alta la sombría majestad del hombre dominado por la cólera, que un europeo no puede captarla; concibieron la santidad de Jehová encolerizado, a partir de la santidad de sus profetas encolerizados. Según esta medida, los europeos más coléricos no son, en cierto modo, sino criaturas de segundo orden.

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El prejuicio del «espíritu puro». Dondequiera que ha imperado la doctrina de la espiritualidad pura, ha destruido con sus excesos la fuerza nerviosa. Enseña que hay que despreciar el cuerpo, descuidarle y mortificarle; que el hombre mismo, a causa de sus instintos, ha de mortificarse y despreciarse. Produce almas sombrías, rígidas y oprimidas, que creen conocer la causa de sus miserias y esperan poder eliminarla. Pensaban: «La causa debe encontrarse en el cuerpo, que aún está demasiado pujante», cuando, en realidad, la carne, con sus dolores, no dejaba de rebelarse contra el constante desprecio a la que se veía sometida. Un nerviosismo exagerado, convertido en fenómeno general y crónico, acaba siendo la característica de esos virtuosos espíritus puros, que no conocen el goce más que bajo la forma del éxtasis y de otros estados de locura. Su sistema llegaba al apogeo cuando consideraban que el éxtasis era el punto culminante de la vida y la piedra de toque para condenar todo lo terreno.

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Las investigaciones de las costumbres. Los numerosos preceptos morales que se extraían apresuradamente de un acontecimiento singular y extraño en un momento determinado, acababan pronto por hacerse incomprensibles. Deducir las intenciones a las que obedecían estos preceptos resultaba tan difícil como determinar los castigos que debían disuadir las transgresiones. Se despertaban dudas incluso respecto al orden de sucesión de las ceremonias, y mientras los hombres trataban de ponerse de acuerdo en relación a este tema, iba creciendo en importancia el objeto de semejante investigación, hasta el punto de que lo más absurdo de una costumbre acababa convirtiéndose en algo sacrosanto. No juzguemos a la ligera el esfuerzo que ha dedicado la humanidad a esto durante milenios, y menos todavía el efecto que tales investigaciones ejercían en las costumbres. Estamos ante el enorme radio de acción de la inteligencia, en el que no sólo se desarrollaron y perfeccionaron las religiones, sino donde también la ciencia tuvo sus precursores venerables, aunque todavía terribles. En este terreno se formaron y crecieron el poeta, el pensador, el médico y el legislador. El temor a lo ininteligible, que, de una forma equívoca, exige de nosotros ceremonias, fue adquiriendo paulatinamente el atractivo de lo que resulta difícil de entender, y cuando no se lograba descifrar el misterio, entraba en juego la creencia.

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Para determinar el valor de la vida contemplativa. Aunque seamos hombres dedicados a una vida contemplativa, no olvidemos las miserias y maldiciones que hubieron de sufrir los hombres de la vida activa, a causa de su rechazo de la contemplación; en suma, qué cuenta nos tendría que pasar la vida activa si nos enorgulleciésemos demasiado de los beneficios que reportamos. En primer lugar, nos achacarían las almas religiosas que, por su cuantía, predominan entre los contemplativos, constituyendo, así, su especie más común, y que en toda época han hecho todo lo posible para que la vida les resultara difícil a los hombres prácticos, llegando incluso a aburrirles, oscureciendo el cielo, eclipsando el sol, haciendo sospechosa la alegría e inútil la esperanza, paralizando la actividad. Esto es lo que han sabido hacer, junto con estar siempre dispuestos a prodigar a las épocas y a los sentimientos miserables sus consuelos, sus limosnas, sus brazos abiertos y sus bendiciones. En segundo lugar, los artistas, una clase de contemplativos más escasa que los religiosos, pero bastante frecuente. En cuanto a sus personas resultan, por lo general, insoportables: son caprichosos, envidiosos, violentos y quisquillosos. Con todo, hay que compensar esta impresión reconociendo la serenidad o la noble exaltación que producen sus obras. En tercer lugar, los filósofos, una clase en la que intervienen conjuntamente factores religiosos y artísticos, a los que se une un tercer elemento: El dialéctico, el afán de discutir. También estos han hecho daño, de la misma forma que los religiosos y los artistas, y, además, con su inclinación a la dialéctica, han aburrido a mucha gente; pero su número fue siempre muy reducido. En cuarto lugar, los investigadores científicos, teóricos y experimentales, que pocas veces han tratado de hacerse notar, contentándose con ir abriendo silenciosamente sus agujeros de topo, lo cual ha hecho que ni aburran ni deleiten. Como han sido objeto de irrisión y de burla, sin pretenderlo, han aliviado o divertido a los hombres dedicados a la vida activa. Por otra parte, la ciencia ha llegado a reportar una gran utilidad a todo el mundo. Gracias a esta utilidad, muchos hombres predestinados a la vida activa se han abierto camino hacia la ciencia a base de sudores, de maldiciones y de quebraderos de cabeza, cosa que la mayoría de los investigadores científicos, teóricos y experimentales, no está dispuesta a soportar, pese a no ser más que «la miseria generada por nosotros mismos».

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El origen de la vida contemplativa. En las épocas bárbaras, cuando imperan ideas pesimistas sobre los hombres y el mundo, el individuo, confiando en la plenitud de sus fuerzas, procuraba comportarse siempre de acuerdo con dichas ideas, es decir, ponerlas en práctica mediante la caza, el saqueo, la emboscada, la crueldad y el homicidio, o a través de las formas atenuadas de estos actos, que se toleraban dentro de la comunidad. Sucedía, sin embargo, que cuando decaía el vigor del individuo, al estar cansado o enfermo, melancólico o satisfecho, y, en consecuencia, sin deseos ni apetitos temporalmente, se convertía en un hombre mejor en comparación, menos peligroso, y sus ideas pesimistas sólo se manifestaban en palabras y en reflexiones sobre sus compañeros, su mujer, su vida o sus dioses, por ejemplo. Los juicios que entonces emitía eran malos. En este estado de ánimo, el hombre se convertía en pensador y en profeta, o si ampliaba sus supersticiones con el uso de su imaginación, creaba nuevas costumbres o satirizaba a sus enemigos. Sin embargo, imaginara lo que imaginara, todos los productos de su espíritu reflejaban necesariamente su estado psicológico, es decir, el aumento del miedo y del cansancio, la disminución de la valoración que le merecían el obrar y el disfrutar. Esta forma de pensar tenía que corresponder necesariamente a los elementos del estado de ánimo poético, imaginativo y sacerdotal; por lo que acabaron imponiéndose los juicios malos. Posteriormente, a quienes hacían de continuo lo que antaño sólo hacía el individuo que se hallaba en esa disposición de ánimo, a quienes emitían juicios malos, vivían melancólicamente y actuaban poco, se les llamó poetas o pensadores, sacerdotes o médicos. Como no obraban lo suficiente, de buen grado les hubieran despreciado e incluso expulsado de la comunidad; pero en esto se veía un peligro: esos extraños individuos estaban sobre la pisa de la superstición y sobre las huellas del poder divino, y no se dudaba de que disponían de secretos relativos a fuerzas desconocidas. Este grado de estimación se tributó a las más antiguas generaciones de caracteres contemplativos, estimación que correspondía exactamente al grado de temor que inspiraban. De esta forma enmascarada, con esta dudosa respetabilidad, con un corazón malo y un espíritu a veces atormentado, hizo su aparición la contemplación, débil y terrible a la vez, despreciada interiormente y cubierta en público de muestras de respeto supersticioso. En esta cuestión hay que decir como siempre: Pudenda origo!

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La cantidad de fuerzas que debe reunir hoy el pensador. Antiguamente se pensaba que la auténtica elevación del espíritu consistía en remontarse a la abstracción y dejar a un lado las consideraciones de los sentidos; pero hoy no podemos seguir sustentando esa forma de pensar. La embriaguez que producían las más pálidas imágenes de las palabras y de las cosas, el trato con seres invisibles, imperceptibles, intangibles, eran considerados como un existir en otro mundo superior, existencia que tenía su origen en un profundo desprecio del mundo perceptible por los sentidos, al que se tachaba de seductor y de malo. Decían: «Estas cosas abstractas no sólo no nos engañan, sino que pueden servirnos de guía». Esta creencia actuaba como un impulso para elevarse a la cima. Sin embargo, lo que se consideró como algo superior en los tiempos primitivos de la ciencia no fue el contenido de estos juegos intelectuales, sino los juegos mismos. De ahí la admiración que sentía Platón hacia la dialéctica, y su fe entusiasta en la relación necesaria que debe guardar con esta el hombre bueno, liberado de la esclavitud de los sentidos.

No sólo se fueron descubriendo paulatinamente y por separado las diferentes formas de conocimiento, sino también los medios del conocimiento en general: las condiciones y las operaciones que en el hombre preceden al conocimiento. Y siempre parecía que la operación o los estados anímicos que se acababan de descubrir no eran un medio para llegar al conocimiento, sino el fin buscado, la esencia y la suma de lo que hay que conocer. El pensador precisa imaginación, arrebato, abstracción, espiritualidad, inventiva, presentimiento, inducción, dialéctica, deducción, crítica, división del material, pensamiento impersonal, contemplación y síntesis, y, en no menor grado, requiere sentido de la justicia y amor a todo lo existente; pero todo esos medios han sido considerados alguna vez y separadamente, a lo largo de la historia de la vida contemplativa, como fines, y como fines supremos, y han suministrado a sus descubridores esa beatitud que inunda el alma cuando es iluminada por el resplandor de un fin supremo.

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Origen y significación. ¿Por qué me viene constantemente a la cabeza esta idea y reviste cada vez colores más vivos? Me refiero a la idea de que antiguamente, cuando los filósofos buscaban el origen de las cosas, suponían siempre que acabarían encontrando algo inapreciablemente valioso para toda clase de actos y de juicios. Hasta imaginaban previamente que la salvación del hombre dependía del conocimiento que tuviera del origen de las cosas. Hoy, en cambio, cuanta mayor atención prestamos a investigar los orígenes, menos interés nos suscita esta operación. Por el contrario, todas nuestras apreciaciones, todo el interés que concedemos a las cosas, comienzan a perder su significación a medida que retrocedemos en el conocimiento para captar las cosas más de cerca. Con la intelección del origen, aumenta la insignificancia de ese origen, mientras que lo cercano, lo que está en nosotros y a nuestro alrededor, empieza poco a poco a mostrar una gran riqueza y variedad de colores, de enigmas y de significaciones, que los antiguos no sospecharon ni en sueños. Antes los pensadores daban vueltas como fieras enjauladas, poseídos de una rabia interior, con la mirada fija en los barrotes de la jaula, contra los que se arrojaban a veces tratando de romperlos; y quien creía ver algo de fuera, algo situado en un más allá lejano, se consideraba feliz.

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Desenlace trágico del conocimiento. De entre todo lo que ha exaltado al hombre, lo que más le ha elevado y espiritualizado, en cualquier época, han sido los sacrificios humanos. Hay una prodigiosa idea que incluso hoy supera a cualquier otra aspiración, triunfando hasta sobre las más victoriosas. Me refiero a la idea de que la humanidad se sacrifique. Pero ¿a quién iba a sacrificarse? Evidentemente, podríamos jurar que si la constelación de esta idea apareciera alguna vez en el horizonte, el único objeto grandioso que correspondería a tamaño sacrificio sería el conocimiento de la verdad, ya que ningún sacrificio es poco si se hace en aras del conocimiento. Sin embargo, este problema no se ha planteado nunca; jamás se han preguntado los hombres qué medios habría que utilizar para llevar a toda la humanidad al sacrificio, y menos aún qué instinto de conocimiento impulsaría a la humanidad a ofrecerse en holocausto, para morir con la luz de una sabiduría brillando anticipadamente ante sus ojos. Tal vez cuando lleguemos a fraternizar con los habitantes de otros planetas, a fin de alcanzar un mayor conocimiento, y cuando, después de milenios, hayamos transmitido nuestro saber de una estrella a otra, la ola de entusiasmo que levante el conocimiento pueda llegar a semejante altura.

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Dudar de que se duda. «¡Qué buena almohada es la duda para una cabeza bien equilibrada!». Esta frase de Montaigne exasperó siempre a Pascal, porque nadie ha deseado como él una buena almohada. ¿A qué se debería esto?

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Las palabras nos obstaculizan el camino. Siempre que los hombres de las primeras épocas introducían una palabra, creían haber realizado un descubrimiento, haber resuelto un problema. ¡Qué error el suyo! Lo que habían hecho era plantear un problema y levantar un obstáculo que dificultaba su solución. Ahora, para llegar al conocimiento, hay que ir tropezando con palabras que se han hecho duras y eternas como las piedras, hasta el punto de que es más difícil que nos rompamos una pierna al tropezar con ellas que romper una de esas palabras.

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«Conócete a ti mismo»: a esto se reduce toda la ciencia. Sólo cuando el hombre haya llegado a obtener el conocimiento de todas las cosas podrá conocerse a sí mismo, pues las cosas no son más que las fronteras del hombre.

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Un nuevo sentimiento básico: nuestra naturaleza definitivamente perecedera. Antiguamente se intentaba despertar el sentimiento de la soberanía del hombre, apelando a su origen divino. Este camino nos está hoy vedado, pues en su entrada hay un mono, con otros animales de aspecto no menos espantoso. Ese mono rechina los dientes, como si dijera: «¡No avances en esta dirección!». En consecuencia, se intenta ir en dirección opuesta: el camino que sigue la humanidad debe servir de prueba de su soberanía y de su naturaleza divina. Pero, lamentablemente, esto tampoco conduce a nada. Al final de ese camino se encuentra el sarcófago del último hombre que entierre a los muertos (con esta inscripción: Nihil humani a me alienum puto).

Cualquiera que sea el grado que pueda alcanzar la evolución humana —y acaso terminará siendo inferior a lo que fue al principio—, no tiene medio alguno de acceder a un orden superior, como la hormiga o el tábano. Acabada su carrera terrenal, el hombre está muy lejos de entrar en la eternidad o de reposar en el reino de los cielos. El devenir arrastra tras de sí todo el pasado. ¿Por qué un pequeño planeta y una miserable especie animal de ese planeta iban a constituir una excepción en medio de ese espectáculo eterno? Dejemos a un lado estos sentimentalismos.

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La fe en la embriaguez. Los hombres que viven momentos de sublime arrebato y que, en estado normal, se sienten miserables y desconsolados a causa del contraste y de su enorme desgaste de fuerza nerviosa, consideran esos momentos como la auténtica manifestación de ellos mismos, de su yo, y piensan, por el contrario, que la miseria y la desolación son efectos de su no-yo. Por eso quieren vengarse de los que les rodean, de su época y de todo lo que significa su mundo. La embriaguez les parece la verdadera vida, el verdadero yo, no viendo en los demás sino enemigos que tratan de impedirles o de obstaculizarles el disfrute de su embriaguez, ya sea esta intelectual, moral, religiosa o artística. Una buena parte de los males de la humanidad se debe a estos ebrios entusiastas, ya que siembran incansablemente la semilla del descontento con uno mismo y con el prójimo, del desprecio del mundo y de la época en que viven, y sobre todo el desaliento. Puede que todo un infierno de criminales no hubiera bastado para producir unas consecuencias tan nefastas y duraderas, unos efectos tales de pesadez y de inquietud que corrompen la tierra y el aire, y que es lo que lega ese pequeño grupo de individuos desenfrenados, lunáticos y medio locos, de genios que no saben controlarse, que sólo disfrutan plenamente de sí mismos extraviándose por entero; mientras que el criminal, en cambio, da muchas veces muestras de un admirable dominio de sí mismo, de sacrificio y de sabiduría, contribuyendo a mantener vivas estas cualidades en los que le temen. Para él, la bóveda celeste que se eleva sobre la vida se va tornando quizá oscura y peligrosa, pero la atmósfera sigue siendo saludable y clara. Por otra parte, esos iluminados hacen todo lo que pueden para implantar en la vida la fe en la embriaguez espiritual, como si esta fuera la vida por excelencia. Se trata, ciertamente, de una creencia terrible. Al igual que hoy se corrompe a los salvajes con aguardiente, hasta hacerles perecer, toda la humanidad ha sido envenenada lenta y radicalmente por los aguardientes espirituales que producen esos sentimientos embriagadores y por quienes mantenían vivos el deseo de experimentar dichos sentimientos. Hasta puede que la humanidad perezca por esta causa.

51

Tal como somos. «Seamos indulgentes con los grandes tuertos», dijo Stuart Mili, como si hubiese que mostrar indulgencia con aquello que habitualmente nos inspira fe e incluso admiración. Yo digo: seamos indulgentes con los hombres que tienen los dos ojos sanos, con los grandes y con los pequeños, porque, siendo como somos, no podremos ir más allá de la indulgencia.

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¿Dónde se encuentran los nuevos médicos del alma? Las formas de consolar al afligido son las que han conferido a la vida ese carácter tan sumamente miserable que ahora se le atribuye. La enfermedad más grave que padecen los seres humanos tiene su origen en la lucha contra las enfermedades: a largo plazo, los presuntos remedios ocasionan consecuencias peores que las que trataban de evitar. Por ignorancia se han considerado como remedios narcóticos y anestésicos de acción rápida, a los que se ha llamado calmantes, sin caer en la cuenta de que no tenían un carácter puramente curativo. No se ha considerado que este alivio pasajero produce a veces una profunda y generalizada alteración de la salud; que el enfermo padece los efectos de la embriaguez; luego, los de la ausencia de esta, y, por último, una sensación de ansiedad y opresión, temblores nerviosos y malestar general. Cuando la enfermedad había llegado a un estado avanzado, ya no se curaba. Quienes se ocupaban entonces del enfermo eran esos acreditados y venerados médicos del alma. Se ha dicho, con razón, que Schopenhauer ha vuelto a considerar seriamente los dolores de la humanidad. Pero ¿dónde está el que va a tomarse al fin en serio el antídoto contra esos dolores, el que ponga en la picota esa incalificable palabrería que la humanidad ha utilizado hasta hoy para tratar las enfermedades de su alma, con el uso de los términos más sublimes?

53

El abuso que se comete contra las personas de conciencia. Las personas de conciencia, y no las que carecen de ella, fueron las que tuvieron que sufrir terriblemente bajo el peso de las exhortaciones a la penitencia y del miedo al infierno, sobre todo si eran individuos imaginativos. De este modo, se les amargó la vida a quienes más necesidad tenían de paz y de imágenes agradables, no sólo para confortarse y curarse ellos, sino también para que la humanidad pudiera recrearse en su autocontemplación y absorber el resplandor de su propia belleza. Pero ¡ay!, ¡cuánta crueldad gratuita y cuánto martirio han causado las religiones que inventaron el pecado y los individuos que se valieron de ellas para disfrutar al máximo del poder!

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Las ideas sobre la enfermedad. Creo que ya es algo —y no poco— apaciguar la imaginación del enfermo para que el pensar en su enfermedad no le haga sufrir más que la propia enfermedad. ¿Comprendéis, entonces, en qué consiste vuestra misión?

55

Los «caminos». Los caminos considerados más cortos han sido siempre los que mayores peligros han hecho correr a la humanidad. Cada vez que se anuncia a esta la buena nueva de que se ha encontrado uno de tales atajos, se extravía y pierde su camino.

56

El apóstata del espíritu libre. ¿Quién va a sentir aversión contra un hombre piadoso y seguro de su fe? ¿No lo miramos, por el contrario, con silenciosa veneración, alegrándonos al verlo, lamentando profundamente que estos hombres excelentes no abriguen los mismos sentimientos que nosotros? ¿De dónde procede, entonces, esa aversión repentina e irrazonable que experimentamos contra el que, después de haber disfrutado de una completa libertad de espíritu, se vuelve creyente? Cuando pensamos en esto, tenemos la impresión de haber presenciado un espectáculo repugnante, cuyo recuerdo desearíamos borrar de pronto de nuestra memoria. ¿No volveríamos la espalda al hombre más venerado, si tuviésemos la más mínima sospecha de él respecto a este punto? Y que conste que no le condenaríamos desde el punto de vista moral, sino en virtud de la repugnancia y del espanto que se apoderaría de nosotros súbitamente. ¿De dónde procede este sentimiento tan estricto? Posiblemente no faltará quien diga que, en el fondo, lo que sucede es que no tenemos la suficiente seguridad en nosotros mismos; que plantamos a nuestro alrededor, en el momento preciso, la valla del desprecio más espinoso, para que, al llegar el instante decisivo en que la edad nos haga débiles y olvidadizos, no podamos ya saltar esa valla de nuestro desprecio.

Con toda sinceridad, este supuesto es falso, y quien parte de él no tiene ni la menor idea de qué es lo que agita y determina a un espíritu libre. ¡Qué poco despreciable le parece a un espíritu libre el hecho en sí de cambiar de opinión! ¡Cuánto venera, en cambio, el poder cambiar de opinión, cualidad poco común y superior, sobre todo cuando se conserva hasta una edad avanzada! Su orgullo (y no la pusilanimidad) le lleva incluso a coger las frutas prohibidas del spemere se spemi y del spemere se ipsum, sin que le disuada de ello el miedo que atenaza a los engreídos y a los perezosos. Por otra parte, la doctrina de que todas las opiniones son inocentes, le parece tan cierta al espíritu libre como la doctrina de que todos los actos son inocentes. ¿Cómo iba a erigirse, entonces, en juez y en verdugo de los apóstatas de la libertad intelectual? La visión de esta apostasía le afecta, en cambio, del mismo modo que a un médico la contemplación de una enfermedad repugnante. La repugnancia física ante lo flácido, lo reblandecido, lo purulento se impone momentáneamente a la razón y a la voluntad de asistir a otro. De esta forma, nuestra buena voluntad queda abatida ante la idea de la monstruosa deslealtad que ha tenido que dominar al apóstata del espíritu libre y ante la idea de la degeneración absoluta que corroe hasta la médula de su carácter.

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A nuevo temor, nueva incertidumbre. El cristianismo había extendido sobre la vida una amenaza nueva y sin límites, y, a la vez, había creado certidumbres, goces y deleites completamente nuevos, así como nuevas valoraciones de las cosas. Nuestro siglo niega que exista esa amenaza con la conciencia tranquila; y, no obstante, sigue arrastrando tras de sí los viejos hábitos de la certidumbre cristiana, del goce, del deleite y de la valoración cristianos. Y ello hasta en sus más nobles artes y filosofías. ¡Qué débil y gastado, qué cojo y torpe, qué arbitrariamente fanático y, sobre todo, qué erróneo debe parecer hoy todo esto, cuando se ha perdido ese terrible contraste de su certeza que era el omnipresente miedo del cristianismo por su salvación eterna!

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El cristianismo y las pasiones. En el cristianismo se vislumbra una gran protesta popular contra la filosofía: la razón de los sabios antiguos había apartado a los hombres de las pasiones; el cristianismo quiere devolver las pasiones a los hombres. Con esta finalidad, niega todo valor moral a la virtud, tal como la entendían los filósofos, esto es, como una victoria de la razón sobre la pasión; condena, en términos generales, toda forma de buen sentido, e incita a las pasiones a que se manifiesten con su mayor grado de fuerza y de esplendor como amor de Dios, temor de Dios, fe fanática en Dios, esperanza ciega en Dios.

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El error como bebida reconfortante. Dígase lo que se quiera, lo cierto es que el cristianismo ha tratado de librar al hombre del peso de los compromisos morales, creyendo que le mostraba el camino más corto hacia la perfección. Igualmente, algunos filósofos creyeron poder prescindir de la dialéctica larga y laboriosa y de la recogida de datos estrictamente comprobados, sobre el supuesto de que hay un camino real que lleva a la verdad. En ambos casos esto constituye un error, pero también una bebida reconfortante para los desesperados que se mueren de cansancio en medio del desierto.

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Todo espíritu acaba volviéndose visible corporalmente. El cristianismo se ha ido incorporando el espíritu de un número incalculable de individuos que necesitaban ser dominados, de todos esos sutiles o burdos entusiastas de la humillación y de la devoción. De este modo, dejó a un lado su rústica tosquedad —como se observa claramente en la primera imagen del apóstol San Pedro, por ejemplo—, para convertirse en una religión muy espiritual, con el rostro lleno de arrugas, subterfugios y sinuosidades. Dicha religión ha proporcionado ingenio a la humanidad en Europa, y no se ha contentado con volverla astuta desde el punto de vista teológico. Con este ingenio, unido al poder y muchas veces a una profunda convicción y a una lealtad abnegada, ha configurado las individualidades más sutiles que hubo jamás en las sociedades humanas: los individuos del clero católico en sus jerarquías más elevadas, sobre todo cuando procedían de familias nobles y aportaban, desde la cuna, unos ademanes dotados de una gracia innata, una mirada dominadora, unas manos hermosas y unos pies finos. Su rostro reflejaba esa espiritualidad que produce el flujo constante de dos clases de felicidad (la del sentimiento de poder y la del sentimiento de sumisión), después de que una forma de vida preconcebida haya dominado a la bestia en el hombre. Su actividad consistía en bendecir, en perdonar los pecados, en representar a Dios y en mantener siempre despierto, en el alma y hasta en el cuerpo, el sentimiento de una misión sobrehumana. En tales individuos imperaba ese noble desprecio hacia la fragilidad corporal, el bienestar y la felicidad, que corresponde a los guerreros natos; ese obedecer con orgullo, que caracteriza a todos los aristócratas; el idealismo y la excusa que este supone, dada la enorme imposibilidad de su tarea. La imponente hermosura y la sutileza de los príncipes de la Iglesia han constituido siempre ante el pueblo una demostración de la verdad de la Iglesia. El envilecimiento pasajero del clero —como el que se dio en la época de Lutero— genera el efecto contrario. ¿Se perderá cuando desaparezcan las religiones este efecto de la belleza y de la sagacidad humana en la armonía del físico externo, del ingenio y de la misión? ¿No habría forma de lograr algo más elevado, o por lo menos de intentarlo?

61

El sacrificio necesario. Los hombres serios, firmes, leales, sumamente sensibles, que siguen siendo cristianos de corazón, están obligados, por respeto propio, a tratar de vivir sin el cristianismo durante algún tiempo; deben a su fe el escoger residir en el desierto, con la finalidad de adquirir el derecho a que se les juzgue respecto al problema de si el cristianismo es o no necesario. Mientras no hagan esto, vivirán apegados a su terruño, desde donde insultarán a todo aquel que viva más allá del mismo y hasta se irritarán cuando alguien les dé a entender que en ese más allá se encuentra el mundo entero y que el cristianismo no es más que un rincón. No; vuestro testimonio sólo tendrá peso cuando hayáis vivido algunos años sin el cristianismo, cuando deseéis sinceramente poder existir sin él, cuando os hayáis alejado totalmente de él. Vuestro regreso a él tendrá un auténtico significado, no cuando sea la nostalgia lo que os haga volver al redil, sino cuando vuestro juicio se base en una estricta comparación. Eso es lo que harán los hombres del futuro con todos los valores del pasado; es preciso, pues, revivir voluntariamente esos valores alguna vez, así como los valores opuestos, para acabar teniendo el derecho a pasarlos por la criba.

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El origen de las religiones. ¿Cómo es posible que alguien considere como una revelación lo que no es más que su propia opinión sobre las cosas? Pues este es el problema del origen de las religiones: que siempre ha habido un individuo en el que podía darse este fenómeno. La primera condición es que creyera previamente en las revelaciones. Un buen día, le asalta de pronto una nueva idea, su idea, y lo que tiene de embriagador toda gran hipótesis personal que afecte a la existencia y al mundo entero, penetra con tanta fuerza en su conciencia, que no se atreve a pensar que él es el creador de semejante beatitud, y atribuye la causa y el origen de su pensamiento a su Dios, a una revelación de ese Dios. ¿Cómo va a ser un hombre el causante de una felicidad tan enorme?, se pregunta con una duda pesimista. Pero hay, además, otras palancas que actúan en secreto: por ejemplo, se fortalece la opinión que uno tiene de sí mismo cuando la considera como una revelación, pues, de este modo, se la despoja de lo que tiene de hipotético, se la sustrae a la crítica y a la duda, y se la hace sagrada. Bien es cierto que con ello el hombre queda reducido a la categoría de órgano, pero nuestro pensamiento acaba venciendo bajo el nombre de pensamiento divino, y este sentimiento de victoria termina imponiéndose al sentimiento de haberse rebajado. Por otra parte, cuando el hombre sitúa por encima de sí aquello que ha producido, dejando a un lado su valía personal, experimenta profundamente otro sentimiento: el de la alegría, el amor y el orgullo de la paternidad; y ese sentimiento borra todo lo demás.

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El odio al prójimo. Si consideramos al prójimo como él se autoconsidera —Schopenhauer llama a esto compasión, aunque sería más exacto calificarlo de autopasión—, tendríamos que odiarle, en el caso de que, como Pascal, se crea merecedor de odio. Este fue el sentimiento que tuvo Pascal hacia los hombres en general, al igual que el de los primeros cristianos que, en tiempos de Nerón, estaban convencidos, según constata Tácito, del odium generis humani.

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Los desesperados. El cristianismo tiene un olfato de sabueso para percibir a aquellos individuos a los que, de un modo u otro, se les puede llevar a la desesperación (sólo una parte de la humanidad es susceptible de ello). Siempre está buscándolos, acechándolos. Pascal trató de llevar a los hombres a la desesperación, en base a un conocimiento más penetrante e incisivo. Al fracasar en su intento, se redobló su propia desesperación.

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El brahmanismo y el cristianismo. Hay reglas para llegar a experimentar el sentimiento de poder: unas, para quienes son capaces de dominarse a sí mismos, y a los que, en consecuencia, ya les resulta familiar este sentimiento de dominio; y otras para los que no saben dominarse. El brahmanismo ha interesado a la primera clase de hombres; el cristianismo a la segunda.

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La facultad de ver visiones. Durante toda la Edad Media, el signo auténticamente distintivo de la humanidad superior radicaba en la facultad de ver visiones, es decir, de ser afectado por un profundo trastorno cerebral. En el fondo, las reglas de vida de todos los individuos superiores de dicha época (los caracteres religiosos) tendían a conseguir que el hombre pudiera tener visiones. ¿Qué tiene de raro que haya llegado hasta nuestros días un aprecio exagerado hacia los individuos desequilibrados, lunáticos y fanáticos, que se dicen geniales? Suele decirse que tales sujetos han visto cosas que otros no ven. Y es cierto, pero esto debe ponernos en guardia contra ellos, en lugar de volvernos crédulos.

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El precio de los creyentes. Aquel que tiene tanto empeño en que se crea en él, que promete el cielo como recompensa a todo el que sustenta esa creencia, incluyendo al ladrón que muere en una cruz, ha debido sufrir dudas terribles y experimentado todo tipo de crucifixiones; de no ser así, no pagaría tan caro el tener creyentes.

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El primer cristiano. Todo el mundo sigue creyendo que el Espíritu Santo ejerce un papel activo y sufre de rechazo las consecuencias de esa creencia. Si alguien abre la Biblia es para edificarse, para descubrir en ella una palabra de consuelo a sus propias miserias, grandes o pequeñas; en suma, se busca a sí mismo y se encuentra. Pero a excepción de unos pocos eruditos, ¿quién sabe que la Biblia contiene también la historia del apóstol San Pablo, esto es, la historia de una de las almas más ambiciosas e impacientes, de un espíritu tan lleno de superstición como de astucia? Y, no obstante, sin esta historia singular, sin este tormentoso y turbado espíritu, sin un alma así, no existiría el mundo cristiano; apenas habríamos oído hablar de una oscura secta judía cuyo cabeza murió crucificado. Bien es cierto que si se hubiera entendido a tiempo dicha historia, si se hubieran leído verdaderamente los escritos de San Pablo, no como si fueran revelaciones del Espíritu Santo, sino con la rectitud de un espíritu libre y espontáneo, sin pensar en las miserias personales —durante mil quinientos años no ha habido lectores así—, el cristianismo hubiese desaparecido desde hace tiempo. Tan cierto es que los escritos de este Pascal judío nos ponen al descubierto los orígenes del cristianismo, como que las obras del Pascal francés nos revelan su destino y la razón de su declive fatal. A la historia de ese individuo singular, de ese espíritu atormentado, digno de compasión, de ese hombre desagradable para los demás y para sí mismo, se debe que la barca del cristianismo arrojara una buena parte de su lastre judío, que pudiera penetrar en las aguas del paganismo.

San Pablo padecía un idea fija, o más bien, un interrogante fijo y siempre abrasador: saber qué relación guardaba con la ley judía, con el cumplimiento de esa ley. En su juventud quiso responder por sí mismo a sus dudas, ávido de esa distinción suprema que eran capaces de concebir los judíos, ese pueblo que ha practicado con mayor elevación que ningún otro la fantasía de la sublimidad moral, el único que ha unido la creación de un Dios santo con la idea de pecado, entendido como una falta contra esa santidad. San Pablo se convirtió a un tiempo en defensor fanático y en guardia de honor de ese Dios y de su ley. En su constante lucha o acecho contra los transgresores de dicha ley y contra quienes dudaban de ella, se mostraba duro e implacable, estando siempre dispuesto a castigarlos del modo más severo. Fue entonces cuando experimentó en sí mismo que un hombre como él —violento, sensual, melancólico y proclive al odio— no podía cumplir esa ley. Aún más —y esto debió parecerle más extraño todavía—, advirtió que su incontrolable ambición le impulsaba constantemente a transgredir la ley y que se veía incapacitado para resistir a esa tentación. ¿Qué quiere esto decir? ¿Era la inclinación camal lo que le impelía a violar la ley? ¿No era más bien, como más tarde sospechó, que, tras esa inclinación, se encontraba la propia ley, que, al ser de todo punto imposible de observar, le impulsaba de suyo a que la transgrediera, con el irresistible encanto que comportaba su violación? En esa época, empero, San Pablo no disponía aún de semejante recurso. Quizá, como él mismo deja entrever, pesaban sobre su conciencia el odio, el crimen, la hechicería, la idolatría, la lujuria, los placeres del sexo y del alcohol; y por más que hiciera para aplacar su conciencia, y sobre todo sus ansias de dominio, con el fanatismo extremo que ponía en la defensa y en la veneración de la ley, había momentos en que se decía; «¡Todo es inútil! No es posible superar el tormento que supone incumplir la ley».

Lutero debió sentir algo similar cuando, en su convento, quiso llegar a encarnar al hombre del ideal eclesiástico; y del mismo modo que un día empezó a odiar a muerte ese ideal eclesiástico, al papa, a los santos y al clero en general, con un sentimiento que se intensificaba al no poderlo confesar, lo mismo le ocurrió a San Pablo. La ley se convirtió para él en una cruz en la que estaba clavado. ¡Cómo la odiaba! ¡Qué rencor sentía hacia ella! ¡Cómo se puso a buscar por todas partes la forma de destruirla, en lugar de cumplirla en su propia persona! Al fin, como tenía que sucederle a aquel epiléptico, se hizo de pronto la luz en su espíritu mediante una visión, y le asaltó una idea liberadora. El celoso observador de la ley, de la que estaba íntimamente hastiado, vio que Cristo se le aparecía, en un camino solitario, con el rostro iluminado por un divino resplandor, y que le decía; «¿Por qué me persigues?».

Sin embargo, lo que en realidad había sucedido era lo siguiente: que su espíritu se había iluminado de pronto y que se había dicho: «Es absurdo perseguir a Jesucristo. Este es el camino que yo buscaba, la venganza total. Él, y sólo él, constituye el aniquilador de la ley». De este modo, el enfermo atormentado por el orgullo recuperó la salud; se esfumó su desesperación moral, puesto que la propia moral había desaparecido al quedar destruida, es decir, cumplida en lo alto de la cruz. Hasta entonces, esa muerte ignominiosa le había parecido el principal argumento contra la «vocación mesiánica» de la que hablaban los defensores de la nueva doctrina, pero ¿y si esa muerte había sido la condición necesaria para abolir la ley?

Las enormes consecuencias de esta idea repentina, de esta solución del enigma empezaron a agitarse en su cerebro, convirtiéndole, de pronto, en el más feliz de los hombres. Pensó que no ya el destino de los judíos, sino el de toda la humanidad, se encontraba ligado a ese instante de súbita iluminación; se creyó en posesión de la idea de las ideas, la clave de las claves, la luz de las luces, en torno a la cual giraría la historia en lo sucesivo. Desde ese momento, San Pablo se convirtió en el apóstol destructor de la ley. Morir para el mal equivalía a morir por la ley; vivir según la carne a vivir según la ley. Ser uno con Cristo equivalía a convertirse, como él, en destructor de la ley; morir en Cristo suponía morir también para la ley. «Aunque se puede seguir pecando —señaló—, ya no sé peca contra la ley. Estoy fuera de esta». Y añadió: «Si ahora reconociese la ley y me sometiese a ella, convertiría a Cristo en cómplice del pecado», pues la ley no existiría más que para engendrar el pecado, al igual que la sangre corrompida produce la enfermedad. Dios no hubiera podido jamás decidir la muerte de Cristo, si hubiese sido posible cumplir la ley sin esa muerte. En adelante, no sólo se nos perdonan todos los pecados, sino que el pecado en si ha quedado abolido; en lo sucesivo, la ley ha muerto, así como el espíritu carnal en el que moraba, o al menos, ese espíritu está en trance de muerte y en vías de putrefacción. Sólo quedan unos días que seguir viviendo en medio de esta putrefacción. Tal es la suerte del cristiano antes de que, unido a Cristo, resucite con Cristo, participando con él de la gloria divina y siendo, como él, hijo de Dios. En este punto llegó al máximo la exaltación de San Pablo, y con ella la intemperancia de su alma. La idea de la unión con Cristo le hizo perder todo pudor, toda mesura, toda sumisión, y la indómita voluntad de dominio que en él se daba se tradujo en una embriaguez anticipada de la gloria divina. Así fue el primer cristiano, el creador del cristianismo. Antes de él, este se reducía a una secta de judíos.

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Inimitable. Entre la envidia y la amistad, y entre el desprecio de uno mismo y el orgullo, se dan dos enormes tensiones. Los griegos vivían en la primera de estas tensiones; los cristianos, en la segunda.

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Para qué sirve una inteligencia tosca. La Iglesia cristiana es una enciclopedia de cultos antiguos, de concepciones de innumerables orígenes, y esta es la razón de que haya tenido tanto éxito en sus misiones. Tanto antes como ahora podía ir a todas partes con la seguridad de que siempre encontraría algo afín a ella, algo que podría asimilar, insuflándole poco a poco su espíritu. La causa de la expansión de esta religión universal no ha sido lo que contiene de cristianismo, sino lo que hay en sus prácticas de universalmente pagano. Sus ideas, cuyas raíces se encuentran a un tiempo en el espíritu judío y en el espíritu helénico, supieron superar, desde un primer momento, tanto las diferencias y sutilezas raciales y nacionales, como los prejuicios. Con todo, por muy admirable que sea esta capacidad de casar los elementos más dispares, conviene no olvidar sus cualidades despreciables: su asombrosa tosquedad, esa cortedad de inteligencia de la Iglesia en el período de su formación que le permitió adaptarse a todos los regímenes y digerir contradicciones como si fueran piedras.

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La venganza cristiana contra Roma. Quizá no haya nada que hastíe tanto como un perpetuo vencedor. Durante doscientos años se había visto que Roma sometía a un pueblo tras otro; el círculo se había cerrado; daba la impresión de que el futuro estaba totalmente paralizado; todo parecía dispuesto a durar eternamente, a tener el carácter perenne del bronce. Quienes no conocemos otra melancolía que la de las ruinas, apenas podemos concebir esa otra melancolía tan distinta: la de las edificaciones eternas; melancolía de la que habría que defenderse como fuera; por ejemplo, con la ligereza de Horacio. Otros buscaron distintos consuelos contra un cansancio rayano en la desesperación, contra el mortal convencimiento de que, en adelante, no había esperanza alguna para la acción de la inteligencia y del corazón, de que en todas partes acechaba la araña fatal que succionaría implacablemente toda la sangre que manara. Ese odio mudo del espectador cansado, que ya duraba un siglo, ese odio contra Roma en todos los lugares que esta dominaba, acabó por descargarse en el cristianismo, que metía en un mismo saco condenable a Roma, al mundo y al pecado. El cristianismo se vengó de Roma anunciando que el fin del mundo estaba cerca, y abriendo un nuevo futuro —Roma había sabido convertirlo todo en historia de su pasado y de su presente—, un futuro contra el que Roma no podía hacer nada; se vengó de Roma concibiendo el juicio final. Y el judío crucificado, símbolo de salvación, aparecía, ante los orgullosos pretores de las provincias romanas, como el más hondo de los escarnios, ya que aquellos se convertían en representantes de la perdición y del mundo, maduro ya para su caída.

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