Aurora

Aurora


22

Página 26 de 29

22

Esquirolina captó movimiento en el saliente de más arriba. Se detuvo para levantar la vista, y sus patas se hundieron en la nieve acumulada. Había un halcón sobre el peñasco, devorando una musaraña a unas colas de distancia. La joven aprendiza sabía que su pelaje rojizo destacaría como una puesta de sol en un cielo claro, de modo que se mantuvo inmóvil, esperando que el halcón no hubiera reparado en ella.

La nieve resultaba refrescante para sus maltrechas almohadillas, y se preguntó si tendría la potencia suficiente para saltar y atrapar al halcón. Probablemente no. Los últimos días habían consumido sus fuerzas hasta el punto que ya casi ni se tomaba la molestia de cazar.

El halcón aplastó la musaraña contra la roca y arrancó pedazos de carne. Esquirolina sintió una punzada de envidia mientras el hambre le atenazaba el estómago. Despacio, como hielo derritiéndose, fue avanzando, esperando que la densa nieve que caía camuflara su pelaje.

Tenía que cazar algo. Si los clanes seguían pasando hambre, el frío empezaría a matar gatos más deprisa que ningún águila. A pesar de las enérgicas promesas a Amapola, la conmoción de perder a Ahumado y de haber estado a punto de perder a Tarquín había resquebrajado la confianza incluso de los guerreros más fuertes. Esquirolina sintió una oleada de pena tan intensa que se detuvo. Ella había ayudado a guiar a los clanes hasta su muerte. Ni siquiera estaba segura de poder encontrar el camino de vuelta si atrapaba a aquel halcón. Sólo sabía que sus compañeros estaban cerca de allí, apiñados bajo la nieve, suplicando al Clan Estelar que los salvara.

Ojalá tuviera la certeza de que habían llegado al lugar en que solía cazar la tribu; en ese caso, al menos podrían pedir ayuda a los gatos montañeses. Borrascoso se había dedicado a explorar durante toda la noche entre los riscos nevados. Sólo él parecía cómodo en aquel inhóspito territorio. La aprendiza sabía que el guerrero estaba buscando a Rivera, o cualquier señal de la tribu, pero todavía no había encontrado nada. La tribu no necesitaba trazar fronteras ni dejar marcas olorosas; ningún otro gato deseaba su implacable territorio.

El halcón ahuecó las alas, sacudiéndose de encima la nieve, y Esquirolina volvió al presente y a la caza. Tensó sus cansados músculos y se preparó para saltar.

De pronto, un destello de pelaje marón en lo alto la hizo retroceder. Tres gatos delgados y cubiertos de barro se lanzaron desde las rocas sobre el halcón. Uno lo sujetó con sus largas garras, y los otros dos derribaron a Esquirolina, dejándola sin aire. Notó cómo sus potentes zarpas la inmovilizaban contra la nieve, y se debatió para zafarse, pero eran demasiado fuertes para ella. Tras unos instantes de terror, se quedó quieta, resollando dolorosamente.

—¿Esquirolina?

La aprendiza oyó que una voz familiar gruñía su nombre, y notó que unas zarpas tiraban de ella para sacarla de la nieve. Parpadeó, sacudiéndose el hielo de la cara, y vio a Garra mirándola con genuina sorpresa. Tras él había dos guardacuevas más, con los ojos como platos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —quiso saber Garra.

Mientras intentaba controlar sus emociones, Esquirolina reconoció a uno de los guardacuevas. Se trataba de Risco, otro de los proscritos que habían regresado a la tribu para salvar a sus compañeros del ataque de Colmillo Afilado. Se sintió mejor al reconocer a dos de los tres gatos que tenía delante.

—Hemos tenido que abandonar nuestro bosque —explicó—. Estamos cruzando las montañas.

Garra entrecerró los ojos.

—¿Otra vez?

—En esta ocasión venimos todos.

—¿Todos?

—Los cuatro clanes —maulló Esquirolina—. No podíamos quedarnos más tiempo en el bosque. Había demasiada destrucción. Pero ¡nunca pensamos que el viaje sería tan duro! Ahumado cayó por un precipicio, y luego un águila intentó llevarse a uno de nuestros cachorros…

Enmudeció, sin aliento.

—¿Cachorros? —espetó Garra—. ¿Aquí fuera? ¡¿Estáis locos?! Tienes que llevar a todos esos gatos a la Cueva de las Aguas Rápidas. Allí podréis descansar. ¿Dónde los has dejado?

—Nos hemos resguardado debajo de unas rocas. Encima de ellas hay un árbol que parece una zarpa gigante.

Garra lanzó una mirada a los guardacuevas.

—El árbol-roca —maulló—. Id para allá.

Los guardacuevas se alejaron saltando sobre el manto blanco, con las orejas gachas por la nieve.

—Vamos en busca de esos clanes tuyos antes de que mueran congelados —maulló Garra, recogiendo al halcón.

Esquirolina trató de seguir el ritmo del gato cuando éste echó a correr tras los guardacuevas.

—¡Estarán a salvo en cuanto los llevemos a la Cueva de las Aguas Rápidas…! —exclamó Garra de Águila en Picado por encima del hombro.

La esperanza dio nuevas fuerzas a Esquirolina, que se apresuró a salir de la nieve siguiendo al gato de la tribu por una cornisa rocosa que estaba protegida por un pronunciado saliente. Bajo sus pasos, cayeron piedras por la escarpada pendiente, pero siguió corriendo.

—¡Águila!

Los guardacuevas frenaron en seco allí donde la cornisa terminaba abruptamente. Al mirar hacia una de las laderas del valle, Esquirolina vio la formación rocosa en la que había dejado a los clanes. Sus pelajes parecían pequeñas manchas oscuras a través de la copiosa nevada. En lo alto, Esquirolina reconoció el movimiento circular y rapaz de un águila, y notó que su estómago se contraía de miedo.

Los guardacuevas flexionaron las patas traseras y salvaron de un salto la profunda grieta que había entre ellos y los gatos de clan. Garra los siguió con facilidad, a pesar de que iba cargando con un halcón muerto.

Esquirolina miró al otro lado, y luego hacia abajo. En el fondo, afiladas rocas atravesaban la nieve que se había acumulado en la sima. Reuniendo toda la energía que le quedaba, saltó hacia la cornisa rocosa en la que la esperaba Garra. Estirando desesperadamente sus zarpas consiguió alcanzar el borde, pero sus patas traseras se agitaron en el aire. Garra se abalanzó hacia delante, la agarró por el pescuezo y tiró de ella hasta ponerla a salvo.

En cuanto notó tierra firme bajo sus patas, Esquirolina corrió tras los gatos de la tribu. Por encima de ellos, el águila plegó las alas y comenzó a descender en dirección al suelo.

—¡Betulino! —El chillido de Fronda hendió el aire.

Bermeja saltó para recoger al cachorro, y luego los empujó a él y a su madre a la sombra de la roca. Zarzoso guió a Flor Albina y sus hijos al refugio. Alcotán se situó al lado de Bigotes, y juntos protegieron a Estrella Alta del ataque.

Cuando el águila se abatía ya sobre ellos, arañando el aire con sus garras, llegaron los gatos de la tribu. Risco le asestó un golpe en el ala, y la otra gata de las montañas se abalanzó sobre ella, arrancándole una pluma de la cola. El aire vibró con el batir de las grandes alas del ave, que empezó a ascender entre chillidos y desapareció en la ventisca.

Los gatos de los clanes abandonaron la protección de las rocas y se quedaron mirando maravillados a sus rescatadores. Alcotán, Bigotes y Estrella Alta estaban delgados y empapados, y parecían al borde de la extenuación. Por un momento, Esquirolina temió que los gatos de la tribu les aconsejaran renunciar al viaje y que esperaran a retomarlo cuando el tiempo fuera más cálido.

Zarzoso se les acercó, sacudiéndose de encima la nieve.

—¡Garra! ¡Risco!

Contento de reencontrarse con ellos, entrechocó el hocico con los guardacuevas.

Corvino pasó la cola por el costado de Garra.

—Qué oportunos habéis sido —maulló.

—Éste es Garra de Águila en Picado —anunció Esquirolina a los clanes—. Y éste, Risco Donde se Posa la Nieve, y ésta…

—Yo soy Noche sin Estrellas —se presentó la guardacuevas.

Hablaba con el extraño acento que Esquirolina había olvidado; le gustó volver a oírlo.

Garra miró a su alrededor.

—¿Dónde está Borrascoso?

—Ha salido a cazar —respondió Trigueña.

Estrella de Fuego se abrió paso hasta la primera fila.

—¿Podéis ayudarnos? Los cachorros se están helando. Uno de ellos está al borde de la muerte.

—Déjame ver —pidió Garra. Noche lo siguió.

—¡Aquí! —exclamó Hojarasca desde debajo del saliente, donde estaba Amapola lamiendo a su cachorro.

De inmediato, Noche agarró al cachorro por el pescuezo y lo colocó sobre el costado de Amapola.

—Mantenlo lejos del suelo —maulló la guardacuevas—. La roca absorberá todo el calor de su cuerpo. Y no lo lamas. La humedad le dará más frío. —Empezó a frotar briosamente al pequeño con las patas delanteras, revolviéndole el pelo hasta que empezó a removerse—. Sigue frotándolo así —le dijo a Hojarasca—. Y recuerda: nada de lametazos.

La reina del Clan de la Sombra se quedó mirando a Noche con ojos rebosantes de emoción, pero la guardacuevas se limitó a hacer un breve gesto con la cabeza y se volvió hacia Estrella de Fuego.

—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —le preguntó.

—Demasiado… —murmuró Esquirolina.

Ahora que el peligro había pasado, volvió a notar la debilidad provocada por el hambre. El frío estaba amodorrándola.

—Os llevaremos a todos a la cueva —propuso Garra—. Allí podréis entrar en calor y comer.

—Tenemos que seguir adelante —contestó Estrella Negra con ojos fulgurantes—. Deberíamos dejar atrás las montañas antes de que las nevadas sean peores.

—Si no venís con nosotros ahora, moriréis —replicó Garra.

Estrella Negra agachó las orejas.

Estrella de Fuego se volvió hacia el líder del Clan de la Sombra.

—Los cachorros y los veteranos no lo resistirán —maulló quedamente.

—Y Estrella Alta necesita descansar —intervino Bigotes.

El líder del Clan del Viento parecía tan cansado y demacrado como cualquiera de los veteranos.

—Todos necesitamos descansar —remarcó Estrella Leopardina.

—Pero Corvino nos ha contado que hay una gran llanura justo al otro lado de las montañas —protestó Enlodado—. Deberíamos ir hacia allí.

Estrella Negra se volvió hacia Cirro.

—¿Qué opinas tú?

—Los veteranos no tienen la fuerza suficiente para continuar —respondió el curandero del Clan de la Sombra—. Y los cachorros se congelarán si no comen.

—¡Tarquín habrá muerto a la puesta de sol si no conseguimos un refugio mejor para él! —exclamó Hojarasca sin dejar de frotar al cachorro, vigilada de cerca por Amapola.

—Muy bien. —Estrella Negra miró fijamente a Garra—. Iremos con vosotros.

Garra lanzó una mirada a Enlodado. Esquirolina se preguntó si el gato montañés creía que Enlodado era uno de los líderes de clan, sobre todo porque Estrella Alta estaba tan débil que era incapaz de hablar en nombre de los gatos del Clan del Viento.

—Nosotros también iremos —masculló Enlodado.

Garra inclinó la cabeza respetuosamente.

—Bien.

Amapola agarró a su cachorro por el pescuezo. Tarquín se retorció y soltó un chillido de protesta.

—Tranquilo, pequeño —murmuró la reina—. Enseguida estarás a salvo.

Los demás empezaron a moverse y a ponerse en pie, preparándose para seguir a los gatos de la tribu hasta su cueva.

—¡Zarzoso! ¡He captado el olor de la tribu! —Era Borrascoso. Se detuvo de golpe, mirando las caras de sorpresa que lo rodeaban. Entonces reconoció a Garra—. ¡Estáis aquí!

—Nos hemos topado con Esquirolina —explicó el guardacuevas.

Borrascoso se acercó para tocarle el costado con la nariz.

—¿Cómo está Rivera? —preguntó.

—Está bien —contestó Garra—. Será mejor que nos pongamos en marcha. —Miró a Risco y Noche—. Yo me pondré en cabeza; vosotros, colocaos en la retaguardia.

Esquirolina notó el efecto del agotamiento en sus patas mientras ayudaba a guiar a los clanes por las sendas invisibles que llevaban hacia la cascada. Sólo se detuvo al llegar a la grieta de la montaña por la que bajaba el agua entre las rocas y caía, espumeando, en la profunda poza de abajo. Zarzoso, Corvino, Borrascoso y Trigueña se pararon junto a ella.

—Hemos vuelto… —dijo Esquirolina con voz estrangulada.

Borrascoso miró al montón de tierra que señalaba el lugar de descanso de su hermana.

—No estaba seguro de que volviéramos a ver este sitio —dijo en un susurro.

Los clanes pasaron junto a ellos, siguiendo a Garra por el estrecho saliente que conducía detrás de la cascada.

—Vamos —maulló Borrascoso—. Los clanes nos necesitarán. Es la primera vez que ven a la tribu.

Corrió tras sus compañeros, y Zarzoso, Esquirolina y Trigueña lo siguieron. Corvino se quedó donde estaba, con la vista clavada en la tumba de Plumosa.

Los gatos fueron pasando lentamente al interior de la gruta que había tras la catarata; el pelo se les iba oscureciendo al empaparlos el agua en suspensión. Borrascoso, Zarzoso y Trigueña zigzaguearon entre ellos. Esquirolina vio que Cenizo se detenía al borde de la atronadora cortina de agua.

—¿Tenemos que ir ahí, detrás de esto?

Al otro lado de la cascada, la luz oscilaba sobre la roca, que resplandecía y goteaba por la humedad.

—Venga, vamos —animó Esquirolina a Cenizo—. Ahí dentro se está calentito; te lo prometo.

El guerrero del Clan del Trueno entró a regañadientes, y la aprendiza lo siguió. La rodearon olores medio olvidados, y cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio a los miembros de la tribu, que miraban atónitos a los visitantes.

Una joven gata, cuyo pelaje apenas era visible bajo la capa de barro que lucían todos los miembros de la tribu, estaba mirándolos a todos con algo parecido a emoción, incluso entusiasmo. Era Rivera donde Nada el Pequeño Pez, la apresadora que se había hecho amiga de los gatos de clan en su visita a las montañas. Esquirolina vio cómo Rivera buscaba desesperadamente en el mar de rostros, y supo que estaba buscando a un gato en concreto.

La aprendiza notó que algo la rozaba: Borrascoso pasó deprisa por su lado y fue derecho hacia Rivera. El guerrero y la apresadora entrechocaron las narices con tanta ternura que Esquirolina sintió una gran lástima por él. Era evidente que a Borrascoso lo aguardaba más sufrimiento aún: cuando llegara el momento de dejar a la gata de tribu por segunda vez.

Ir a la siguiente página

Report Page