Aurora

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Hojarasca se internó en la cueva, parpadeando en la penumbra. El rugido de la cascada hacía que temblase el aire, y la luz que se filtraba a través de la cortina de estruendosa agua temblaba sobre las paredes rocosas. Un reguero centelleaba como la escarcha al bajar por las rocas musgosas, y terminaba en un charco en el suelo de la caverna. Vio dos túneles que se internaban en la oscuridad, uno en cada extremo de la pared del fondo, y del sombrío y alto techo colgaban finas garras de piedra.

La joven aprendiza notó cómo la miraban los gatos de tribu, con sus ojos relucientes en la oscuridad. Se acercó a su hermana.

—No parecen tenernos miedo.

Esquirolina parpadeó.

—¿Y por qué iban a tenérnoslo? Con lo flacos que estamos, sin duda no les parecemos una amenaza. Además, por aquí no hay otros gatos. Ahora que Colmillo Afilado está muerto, los únicos enemigos de la tribu son las águilas.

—Me había olvidado de Colmillo Afilado… —maulló Hojarasca—. Todo esto habría sido mucho peor si él siguiera rondando por estas montañas.

—Sí —coincidió Esquirolina, y su mirada se dulcificó—. Con su muerte, Plumosa hizo mucho más que salvar a la tribu. También nos protegió a nosotros.

A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, Hojarasca empezó a distinguir figuras individuales: unas, ágiles y lustrosas; otras, musculosas y de anchos omóplatos. Sin embargo, todos eran algo más pequeños que los gatos de clan —incluso que los del Clan del Viento—: más delgados, de cabeza ancha y cuello esbelto.

Los cachorros que jugaban en la entrada de uno de los túneles se pararon para observar a los extraños gatos que iban entrando en fila en su cueva. En sus ojos había curiosidad, pero sus pupilas dilatadas indicaban que también estaban alerta. Una reina blanca y gris se acercó a Hojarasca para olfatearla.

—Ésta es Sombra de Ala sobre el Agua —explicó Esquirolina—. Cuando estuvimos aquí, cuidó de Trigueña, que estaba enferma porque la había mordido una rata.

La reina de tribu inclinó la cabeza.

—Narrarrocas ha dicho que ibais a venir —maulló—. La Tribu de la Caza Interminable le contó que viejos amigos volverían y traerían con ellos nuevos amigos.

A pesar del cansancio y el hambre, Hojarasca sintió un hormigueo de curiosidad.

—¿Cómo lo ha sabido? —le preguntó a Esquirolina en un susurro.

—Narrarrocas tiene una conexión con los antepasados de la tribu, al igual que tú con el Clan Estelar —contestó Esquirolina en voz baja.

Garra se les acercó.

—Ahí hay comida para vosotros —les ofreció, señalando con la cola un montón de carne fresca.

Hojarasca parpadeó.

—No habrá suficiente para que la compartáis con nosotros.

—Comed. —Garra señaló de nuevo el montón—. Peñasco está organizando una partida de caza. Pronto habrá de sobra.

El olor a conejo que salía de aquel montón hizo que a Hojarasca le rugiera el estómago, pero no podía comer hasta comprobar que el resto del clan estaba bien. Tras inclinar la cabeza respetuosamente, dejó a Esquirolina con sus amigos montañeses y encontró a Carbonilla entre los demás curanderos, reunidos cerca de la entrada.

—Un gato llamado Peñasco nos ha dicho que podemos usar esos lechos de ahí.

Carbonilla indicó un grupo de huecos en el suelo de la caverna, rellenos de musgo y plumas.

—¿Habrá suficiente sitio? —se preguntó Cirro.

—Los que estén más débiles y tengan más frío pueden usar los lechos —sugirió Cascarón—. Los demás dormiremos donde podamos. Por lo menos, aquí podemos refugiarnos del viento y la nieve.

—También nos han ofrecido comida.

Hojarasca apuntó con la cabeza al montón de carne fresca. Algunos de los gatos de tribu ya estaban tomando piezas para ofrecérselas a los clanes. Garra dejó un conejo a los pies de Enlodado. El lugarteniente del Clan del Viento lo miró con expresión hambrienta, y le dio las gracias al guardacuevas con un breve gesto de la cabeza antes de llevar la presa a las reinas y los aprendices.

—Deberíamos meter a los cachorros en los lechos para que entren en calor —maulló Ala de Mariposa.

Hojarasca se unió a los demás curanderos cuando empezaron a guiar a los cachorros y sus madres hacia los blandos huecos del suelo. Mientras ayudaba a Amapola y a sus hijos a ponerse cómodos en un lecho, se le acercó un gato de largo cuerpo. Estaba tan cubierto de barro que Hojarasca no logró ver el color de su pelaje. Sólo los blancos bigotes de su hocico delataban su edad.

—¿Quién de vosotros es sanador? —preguntó el gato.

Desconcertada, Hojarasca se quedó mirándolo. Esquirolina le había contado que, en la tribu, el mismo gato era líder y curandero. ¿A quién quería conocer ese gato? La aprendiza se volvió hacia Carbonilla, pero su mentora estaba ocupada examinando a los cachorros de Flor Albina.

—Te llevaré a ver a Estrella de Fuego —decidió.

Y lo condujo hasta donde estaba su padre, que debatía con calma con los otros líderes.

—No debemos quedarnos demasiado tiempo —estaba mascullando Estrella Negra—. Las nevadas serán cada vez peores.

Levantó la vista cuando se aproximó Hojarasca.

—Éste es Narrarrocas —lo presentó la aprendiza; acto seguido, inclinó la cabeza y se apartó.

—¿Tú eres sanador? —le preguntó Narrarrocas a Estrella de Fuego.

—Yo soy el líder del Clan del Trueno —contestó él—. Carbonilla es la sanadora de nuestro clan. —Señaló con la cola a Carbonilla, que estaba observándolos con interés desde el otro extremo de la cueva—. Éstos son Estrella Negra, Estrella Leopardina y Estrella Alta —añadió, presentando a sus tres colegas.

—¿Todos vosotros sois líderes?

—Sí, así es —respondió Estrella Leopardina.

La mirada de Narrarrocas se posó en Estrella Alta, que tenía los ojos entrecerrados de agotamiento.

—Tú no estás bien —le dijo el sanador—. Te daremos hierbas. —Miró por encima del hombro, hacia una atigrada gris—. Ave, trae hierbas tonificantes.

La atigrada desapareció de inmediato por uno de los túneles.

—La tribu siempre agradecerá que vuestros amigos mataran a Colmillo Afilado. Plumosa estará eternamente en nuestra memoria por su valor.

—Tenía la bravura de su padre —coincidió Estrella de Fuego.

Hojarasca se estremeció al captar el dolor que seguía vivo en su padre al recordar a Látigo Gris.

—Debéis comer y descansar —continuó Narrarrocas.

—Pero después tenemos que seguir con nuestro viaje —maulló Estrella Negra.

Narrarrocas inclinó la cabeza.

—Nosotros no podemos impedíroslo.

Ave regresó con la boca llena de hierbas, que depositó delante de Estrella Alta.

Hojarasca agitó los bigotes, llena de curiosidad.

—¿Qué hierbas son ésas?

Los ojos ámbar de Narrarrocas centellearon en la penumbra.

—Soy aprendiza de sanadora —se apresuró a explicar la joven—. Conozco las hierbas del bosque, pero en las montañas… —Hizo una pausa—. Aquí todo es muy distinto.

—Espero que mi aprendiza no te esté molestando. —La voz de Carbonilla sonó detrás de ellos—. Es muy curiosa.

—La curiosidad es buena en los sanadores —repuso Narrarrocas con voz ronca—. Aprenderá mucho. —Le dedicó un amable guiño a Hojarasca—. Esto es hierba cana y esto, salvia. Son vigorizantes.

—¿Puedo verlas luego, para poder reconocerlas si me las encuentro de nuevo?

—Por supuesto —respondió Narrarrocas.

Hojarasca percibió la calidez que desprendía la voz de aquel viejo sabio, y anheló aprender de él para comprender las diferencias entre tribu y clan.

—Sombra dice que tú sabías que íbamos a venir —maulló la aprendiza—. ¿Es eso cierto?

Narrarrocas asintió.

—Me lo mostró la Tribu de la Caza Interminable.

—¿Compartes sueños con vuestros antepasados? —preguntó Carbonilla.

—¿Que si comparto sueños? —repitió el sanador—. No, yo interpreto las señales de la roca, las hojas y el agua, y sé que ésa es la voz de la Tribu de la Caza Interminable.

—Carbonilla interpreta las señales para nuestro clan —maulló Hojarasca con entusiasmo—. Señales enviadas por el Clan Estelar. Y también está enseñándome a descifrarlas.

—Mi aprendiza tiene un talento innato para eso —maulló la curandera.

—En ese caso, quizá le gustaría ver la Gruta de las Rocas Puntiagudas —sugirió el sanador.

—¿La Gruta de las Rocas Puntiagudas? —repitió Hojarasca—. ¿Es como nuestra Piedra Lunar?

—Yo no conozco vuestra Piedra Lunar —murmuró Narrarrocas, volviéndose hacia uno de los oscuros túneles que partían de la cueva—. Si es el lugar en el que suenan con más fuerza las voces de vuestros antepasados, entonces sí, es como la Piedra Lunar de la que hablas.

Agitando la cola de ilusión, Hojarasca siguió a Carbonilla y Narrarrocas por el estrecho pasaje. Se preguntó si tendrían que internarse tanto en la profunda oscuridad de la tierra como para llegar a la Piedra Lunar, pero, al cabo de unas pocas colas, el túnel se abría a otra caverna, rodeada de paredes de resbaladiza roca.

Parpadeando mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra, Hojarasca miró a su alrededor. Aquella cueva era mucho más pequeña que la principal, pero había muchas más garras de piedra colgando del techo, y algunas se alzaban desde el suelo. Unas cuantas habían acabado por unirse, y, bajo la débil luz que se colaba por un agujero del techo, Hojarasca vio que el agua que goteaba hasta el duro suelo de roca hacía que brillaran. A los pies de aquella especie de zarpas de dura roca, el agua formaba oscuros charcos.

Narrarrocas tocó con la almohadilla uno de los charcos, sobre cuya superficie se formaron ondas.

—La nieve se derretirá, estos charcos crecerán, y, cuando brille la luz de las estrellas, veré en ellos lo que la Tribu de la Caza Interminable desee que conozca.

—¿Con qué frecuencia te pones en contacto con la Tribu de la Caza Interminable? —le preguntó Carbonilla.

—Cada vez que se forman los charcos.

—Nosotros, los curanderos, nos reunimos con el Clan Estelar en la media luna…

Hojarasca paseó la mirada por la gruta. Se alejó de donde estaban Carbonilla y Narrarrocas, que habían empezado a intercambiar experiencias, y serpenteó entre las garras de piedra hasta que los otros dos quedaron fuera de su vista. Le pesaban las patas, y notaba el peso del cansancio igual que si tuviera el pelo empapado. Se tumbó sobre el húmedo suelo y apoyó el hocico sobre las patas, hipnotizada por el centelleo del agua que goteaba desde las piedras. Cerró los ojos. «Clan Estelar, ¿estás ahí?».

La cabeza le dio vueltas con el sonido de la cascada. En lo más hondo de su mente, oyó el rugido de un león y vio el movimiento de pelajes oscuros… Pelajes que no reconoció. «¿Quiénes sois?», preguntó Hojarasca desesperadamente. Le respondieron voces susurrantes, pronunciando palabras que no entendía. La invadió el pánico y abrió los ojos de golpe.

El Clan Estelar no estaba allí. Sólo podía oír las voces de los antepasados de la tribu. Hojarasca no se había sentido más sola en toda su vida.

Aunque la joven aprendiza de curandera le suplicó a su padre que otro gato ocupara su lugar, él insistió en que durmiera al lado de Carbonilla en uno de los huecos rellenos de plumas que había en el suelo de la caverna.

—El clan necesita a sus curanderas más que nunca —maulló el líder—. Debéis descansar bien.

¿Cómo iba a descansar? Hizo lo que pudo por atusarse el pelo revuelto y sucio. Sólo esperaba que Carbonilla no hubiese percibido su alarma tras visitar la Gruta de las Rocas Puntiagudas. «¿Qué haremos sin el Clan Estelar?». Esa idea corría por su mente como un ratón atrapado en su madriguera.

Esquirolina y Zarzoso ya estaban dormidos, ovillados cerca del fondo de la cueva. Mientras amasaba las blandas plumas junto a Carbonilla, Hojarasca vio cómo Rivera salía de la caverna, seguida de Borrascoso y Corvino.

—¿Adónde van? —le susurró a su mentora.

—Van a pasar la noche en vela ante la tumba de Plumosa —respondió la vieja gata cerrando los ojos.

Hojarasca se acomodó junto a ella y se puso la cola sobre el hocico. Se preguntó con qué antepasados estaría cazando ahora Plumosa. Se arrimó más a Carbonilla, buscando consuelo en su cálido pelaje gris. ¿Cómo iba a conciliar el sueño sabiendo que el Clan Estelar no los había acompañado en su viaje? Pero estaba agotada, y, en cuanto cerró los ojos, notó cómo la vencía el sueño.

Una resplandeciente extensión de agua se desplegaba ante ella, y su superficie añil relucía con las estrellas. No se movía nada. Ni siquiera había viento. Hojarasca contempló el agua, demasiado asustada para alzar la mirada, y temiendo que las estrellas que veía reflejadas en la superficie no fueran más que una ilusión. ¿Y si el cielo estaba vacío? Ésa sería una señal más de que el Clan Estelar no se encontraba allí.

De pronto, una ráfaga de viento le alborotó el pelo. Hojarasca se quedó mirando la oscuridad, temblorosa. Un felino estaba hablándole, tan quedamente que apenas oía nada. Levantó el hocico. El viento arrastraba un olor familiar, demasiado tenue para que estuviera segura de a quién pertenecía.

—¿Quién está ahí? —preguntó.

El viento sopló con más intensidad, aumentando el sonido del susurro hasta que Hojarasca pudo distinguir perfectamente las palabras que pronunciaba:

—Vayáis a donde vayáis, os buscaremos.

Al volverse, Hojarasca vio a su lado el dulce rostro de Jaspeada. Los ojos de la curandera parda relucían, reflejando el agua estrellada, pero su cuerpo se estremecía como la calina, no más sólido que las estrellas del agua.

—¡No nos habéis abandonado! —maulló Hojarasca con voz estrangulada.

Pero Jaspeada no respondió. El viento cesó, y la curandera se desvaneció en las sombras.

—Hoy estás contenta —maulló Carbonilla, mirando a Hojarasca.

La aprendiza estaba sentada a su lado, limpiándose bajo la primera luz del día que se colaba a través de la cascada.

La joven paró de lavarse.

—He tenido un sueño —confesó.

Carbonilla se irguió.

—¿El Clan Estelar te ha hablado?

Hojarasca parpadeó. ¿Y si el hecho de que el Clan Estelar le hubiera mandado un mensaje a una aprendiza, en vez de a la curandera del Clan del Trueno, ofendía a su mentora?

—Lo lamento… —empezó—. Tal vez los antepasados han venido cuando yo ya estaba dormida y tú aún estabas despierta, y por eso me han elegido…

Carbonilla la interrumpió tocándole delicadamente el lomo con la punta de su cola.

—No te preocupes por eso, Hojarasca. Siempre he sabido que tú tienes con el Clan Estelar un vínculo más fuerte de lo que yo haya visto jamás. Es una gran responsabilidad, y me siento muy orgullosa de cómo la sobrellevas.

Hojarasca se quedó mirándola, buscando las palabras para expresar su alivio y su gratitud.

—¿Cómo era el sueño? —continuó Carbonilla.

—Era muy poco consistente —la previno Hojarasca—. Pero sé con certeza que el Clan Estelar sigue cuidándonos, y creo que estarán con nosotros allá donde vayamos.

Estrella de Fuego se acercó. Su intenso pelaje tenía un fulgor casi blanco bajo la acuosa luz de la gruta.

—¿Nos marchamos? —preguntó la curandera.

El líder negó con la cabeza.

—Ha nevado durante toda la noche, y Narrarrocas dice que se avecina más nieve. La tribu está organizando una partida de caza, así que pronto tendremos bastante carne fresca para aguantar mientras dure el mal tiempo.

—¿Eso significa que tenemos que quedarnos aquí? —maulló Hojarasca, alarmada.

—De momento, sí. —Estrella de Fuego observó a Estrella Negra, que se paseaba de un lado a otro delante de la entrada de la cueva—. Nos marcharemos en cuanto podamos.

—¡Hojarasca! —Acedera llegó corriendo—. ¿Quieres venir a cazar con algunos de la tribu? —Miró a Estrella de Fuego—. No hay inconveniente, ¿verdad?

El líder se volvió hacia Carbonilla.

—¿Puedes arreglártelas sin Hojarasca?

—Sí, por supuesto —respondió la curandera.

—Gracias —maulló la aprendiza.

Después de vivir en el bosque, le resultaba extraño estar encerrada en una sombría cueva, y, a pesar del frío, agradeció la oportunidad de sentir el aire fresco en la piel.

Siguió a Acedera, que la llevó hasta Garra y Peñasco. Rivera estaba con ellos, y Borrascoso esperaba al lado de la apresadora. A Hojarasca la sorprendió ver lo distinto que parecía el guerrero del Clan del Río. Tenía el pelo cubierto de barro, al igual que los gatos de la tribu, y la dureza de sus músculos hacía que se pareciera más a un miembro de la tribu que a los escuálidos gatos de clan.

—Espero que no entorpezcan la caza… —dijo Peñasco entre dientes a Garra y Rivera.

—Por supuesto que no lo harán —maulló Rivera—. Cuando se marchó, Borrascoso estaba convirtiéndose en un gran apresador.

—No lo hacía mal —concedió Peñasco. Luego miró a Hojarasca—. Tú eres aprendiza, ¿no? ¿Y qué esperas ser? ¿Apresadora o guardacuevas?

Hojarasca se quedó mirándolo sin comprender.

—La tribu divide sus tareas —explicó Borrascoso—. Los guardacuevas protegen a la tribu; los apresadores se encargan de buscar comida. Rivera es apresadora, y Peñasco, guardacuevas.

—Entonces, ¿por qué vienes a cazar con nosotros? —le preguntó Hojarasca a Peñasco, vacilante.

El gato soltó un inesperado ronroneo risueño.

—¿Quién crees que va a vigilar el cielo mientras vosotros tenéis la vista puesta en las presas? —preguntó.

Y Hojarasca recordó con un estremecimiento al águila que había atacado al clan.

Sintió una punzada de rechazo por la actitud de superioridad del guardacuevas, pero reprimió el impulso de decirle que ella era aprendiza de curandera; para un gato de tribu, eso sonaría como si estuviera declarándose líder.

—En el bosque, podemos captar el olor del peligro y cazar al mismo tiempo —intervino Acedera.

—¿En serio? Bueno, ¿y cómo captáis el olor de un águila que vuela a una montaña de altura sobre vuestra cabeza? —replicó Peñasco.

—Venga —maulló Rivera con impaciencia—. Estamos perdiendo el tiempo.

Encabezó la marcha, y, tras salir de la cascada, se dirigió a la cornisa que llevaba a las cumbres. La ventisca había cesado, pero la espesa nieve no tardó en congelar las patas de Hojarasca. El aire era tan frío que casi le dolía respirar, y a la aprendiza empezaron a llorarle los ojos en cuanto abandonaron la calidez de la cueva. Aun así, no pensaba quejarse por nada del mundo; quería demostrarle a Peñasco que los gatos forestales podían hacer cualquier cosa que hicieran los gatos montañeses. Reprimió un estremecimiento y alzó la mirada. En la cima de las montañas había unas densas nubes amarillas, anunciando más nieve.

Al acercarse a un raquítico espino, cuyas ramas se inclinaban bajo el peso de la nieve recién caída, Rivera se detuvo y se agazapó. Peñasco y Borrascoso la flanquearon, agachándose también. Hojarasca los imitó, pegando la barriga a la nieve al lado de Acedera. Rivera se quedó mirando fijamente el arbusto, agitando la nariz al detectar olor a presa.

Hojarasca olfateó el aire. El viento le llevó un leve rastro a conejo. Su instinto la empujó a avanzar sigilosamente.

—¡Quieta! —la avisó Borrascoso con un bufido—. Espera y observa cómo lo hace Rivera.

La apresadora estaba tan inmóvil como si fuera de hielo; sólo el leve movimiento de sus flancos surcados de barro revelaba que no era una roca incrustada en la nieve. Justo cuando Hojarasca comenzaba a pensar que Rivera se convertiría en un carámbano de hielo, un joven conejo apareció saltando desde el arbusto, olisqueando el aire con su inquieta nariz.

Se aproximó más, sin detectar a los gatos aplastados contra la nieve. Hojarasca abrió la boca. El olor a presa seguía siendo intenso cerca del arbusto, lo cual resultaba extraño ahora que el conejo había salido a campo abierto. Quizá la criatura llevaba mucho tiempo cobijada ahí. De pronto, Rivera saltó hacia delante, directa al conejo. Lo atrapó entre sus colmillos y lo mató con compasiva rapidez.

Con el rabillo del ojo, Hojarasca advirtió que el arbusto temblaba. Salió disparada justo cuando un segundo conejo huía ya por la nieve. La criatura corrió hacia una formación rocosa, pero Hojarasca era veloz —y estaba hambrienta— y lo atrapó antes de que consiguiera escapar.

—¡Buen ojo! —la felicitó Rivera con un cálido ronroneo.

—He distinguido dos olores —resolló Hojarasca.

Peñasco se quedó mirándola, sorprendido.

—¿Has olido a los dos conejos al mismo tiempo?

—En el bosque estamos acostumbrados a eso, con todas sus plantas y presas —respondió Hojarasca, tratando de explicarlo—. Aquí arriba el aire es más limpio, y además no hay tantos rastros de olor. Es más fácil diferenciarlos.

Acedera le dedicó un guiño, muy orgullosa; Borrascoso, en cambio, le dedicó un breve gesto. Peñasco inclinó la cabeza respetuosamente y, tras recoger uno de los conejos, abrió la marcha hacia la cascada.

Hojarasca estaba sentada cerca de la entrada de la cueva, reconfortada por la suave respiración de los gatos que la rodeaban. Manto Polvoroso estaba tumbado junto a Bigotes y Estrella Alta. Zancón se desperezaba al lado de Corvino. Amapola y Fronda compartían lenguas mientras sus cachorros jugaban juntos. Incluso Alcotán parecía relajado observando cómo Ala de Mariposa examinaba el pelo de Flor Matinal en busca de pulgas.

A pesar de aquella pacífica escena, Hojarasca sintió un temblor de inquietud. Nunca había visto a los gatos de clan tan cómodos mezclados entre sí, ni siquiera en las Asambleas. Muy posiblemente el Clan Estelar estuviera esperándolos en su nuevo hogar, pero ¿seguiría habiendo cuatro clanes cuando por fin llegaran allí?

Miró a través de la cortina de estruendosa agua, y vio la luna llena temblando entre las cumbres. Ninguno de los clanes había mencionado que fuera luna llena, el momento para una Asamblea. No era necesario. De pronto, oyó una respiración áspera muy cerca, y, al volverse, vio a Narrarrocas mirándola.

—¿Estás observando la luna en busca de señales? —preguntó el sanador.

—Estaba pensando en las Asambleas —contestó Hojarasca.

—¿Asambleas? —Narrarrocas pareció desconcertado.

—Antes de que nos fuéramos del bosque, los cuatro clanes nos reuníamos en paz sólo durante la luna llena.

—¿Los clanes no vivían en armonía?

—No siempre —admitió la aprendiza—. Al contrario que vosotros, nosotros teníamos fronteras muy claras entre nuestros territorios de caza.

Narrarrocas miró a su alrededor.

—Los problemas os han unido… —apuntó.

—Pero siempre habrá fronteras entre nosotros —aseguró la joven.

—¿Por qué? Juntos, encontraríais comida con más facilidad.

—Siempre ha habido cuatro clanes. La lealtad a nuestro propio clan nos hace fuertes.

—Sin embargo, todos creéis en vuestro Clan Estelar, ¿no?

—Todos acabaremos convirtiéndonos en guerreros del Clan Estelar algún día —murmuró Hojarasca.

Miró a la luna, que era un borroso disco blanco tras la cascada.

A Narrarrocas le brillaron los ojos.

—Todavía eres una pupila, y, sin embargo, ya eres sabia.

Notando cómo le ardían las orejas de vergüenza, Hojarasca desvió la vista.

—Esta noche celebraremos una reunión especial para todos —continuó Narrarrocas. Dicho eso, elevó la voz—: Gatos de clan y gatos de la tribu, no hemos festejado que por fin somos libres de Colmillo Afilado. En vez de eso, hemos llorado por Plumosa, que murió por salvarnos. Pero esta noche honraremos a los gatos que vinieron de muy lejos para matar a la espantosa bestia.

Maullidos de aprobación brotaron entre los gatos montañeses. Los cachorros chillaron entusiasmados, y el más atrevido de todos se acercó a donde estaban jugando Betulino y los hijos de Amapola.

—Venid a compartir con nosotros —los invitó.

Betulino miró a su madre, que asintió, con ojos cálidos y relucientes. Amapola y Flor Albina se apresuraron a dar permiso a sus hijos, y los cachorros de clan no perdieron ni un segundo en seguir a los cachorros de la tribu.

Uno a uno, los gatos de la tribu se levantaron para tomar una presa del montón de carne fresca. Solemnemente, dejaron cada presa a los pies de un gato de clan, hasta que todos estuvieron servidos. Los gatos forestales aguardaron, no muy seguros de qué debían hacer.

A Hojarasca se le pusieron los ojos como platos cuando Peñasco depositó un conejo delante de ella.

—¿Puedo compartirlo contigo? —preguntó el guardacuevas.

La joven, sorprendida, asintió con timidez.

Narrarrocas se situó en el centro de la caverna.

—Celebramos esta fiesta en honor a Plumosa —declaró—. Su espíritu vivirá para siempre en la Tribu de la Caza Interminable. También honramos a los gatos que se negaron a abandonarnos a nuestra suerte, y regresaron para cumplir la profecía de nuestros antepasados.

Inclinó la cabeza ante Zarzoso, Esquirolina, Trigueña, Corvino y Borrascoso, que fueron cuadrándose uno tras otro, llenos de orgullo.

—Y ahora, ¡comamos! —exclamó Narrarrocas, y su grito resonó por toda la cueva.

Peñasco dio un mordisco al conejo que había dejado en el suelo y luego lo empujó hacia Hojarasca. Suponiendo que eso era una costumbre de la tribu, la aprendiza tomó un bocado y le devolvió el conejo a Peñasco. En el bosque, los gatos también compartían la comida a menudo, pero habitualmente había suficiente carne fresca para que cada uno tomara una pieza entera. Se preguntó si el ritual de la tribu procedería de la escasez de presas en las montañas.

Después de comer, los gatos se tumbaron, con el estómago lleno, y compartieron lenguas con total tranquilidad. Estrella Alta cojeó hasta el centro de la cueva y miró alrededor, hasta que todos guardaron silencio. Bigotes se situó a su lado, apuntalando el frágil cuerpo del líder del Clan del Viento con el suyo propio.

—¿Quién es ese viejo cuervo tan esmirriado? —maulló un cachorro de tribu.

—¡Chist! —Su madre le dio un manotazo—. ¡Es un líder muy noble!

Aunque tenía que apoyarse en uno de sus guerreros, los ojos de Estrella Alta relucían con tanta fuerza y determinación como los de un líder que estuviera en su primera vida, en vez de en la última.

—¿Corvino?

El aprendiz del Clan del Viento levantó la mirada, perplejo.

—Corvino ha servido a su clan con bravura y lealtad. —A Estrella Alta se le quebró la voz al reprimir un acceso de tos—. Debería haber recibido su nombre de guerrero hace mucho tiempo —continuó roncamente—, pero las tragedias de las pasadas lunas lo han impedido. Esta noche, si Narrarrocas es tan amable de aceptar una ceremonia de clan en el hogar de su tribu, desearía honrar la gran destreza y valentía de Corvino dándole su nombre de guerrero.

Entre el Clan del Viento surgieron maullidos de aprobación, pero se transformaron en maullidos de sorpresa cuando Corvino dio unos pasos adelante. Aquello no formaba parte de la ceremonia de nombramiento.

—¿Puedo pedirte algo, Estrella Alta? —preguntó el aprendiz.

El líder entornó los ojos y le indicó con un gesto que continuara.

—Me gustaría escoger mi propio nombre de guerrero. Si te parece bien, desearía ser conocido como Corvino Plumoso. —El joven habló tan quedamente que su voz casi quedó ahogada por el estruendo de la cascada—. Deseo mantener vivo el recuerdo de… de la gata que no regresó del primer viaje.

Borrascoso sacudió las orejas, y bajó la vista al suelo.

Hubo una larga pausa. Al cabo, Estrella Alta anunció:

—Una noble petición. Muy bien. Te concedo el nombre de Corvino Plumoso. Que el Clan Estelar te proteja y te acepte como guerrero del Clan del Viento en esta vida, y también después.

Los gatos del Clan del Viento se levantaron de golpe y corrieron a felicitar a su compañero.

—¡Has tenido una idea magnífica! —exclamó Esquirolina al acercarse a Corvino Plumoso.

Zarzoso, Trigueña y Borrascoso se les unieron.

—Es un nombre estupendo —coincidió Trigueña.

Mientras los otros lo felicitaban, Borrascoso se restregó contra su amigo, ronroneando, y le tocó el costado con el hocico, como si estuviera demasiado conmovido para hablar.

—Gracias —murmuró Corvino Plumoso. Miró más allá de la catarata, convertida en una lámina de plata por la luz de la luna—. Esta noche velaré al lado de la tumba de Plumosa.

Hojarasca se quedó mirando cómo el joven se separaba de sus amigos y salía de la cueva.

—Entonces, ahora es guerrero, ¿no? —le preguntó Peñasco a Hojarasca, con los ojos centelleantes de curiosidad.

—Sí.

La aprendiza se puso en pie.

—Gracias por compartir conmigo tu comida —añadió con un murmullo.

La solitaria luna la llamaba fuera de la abarrotada cueva, y la joven anheló contemplar el Manto Plateado en el cielo sin nubes.

Tras pasar por detrás de la cascada, subió por las rocas y se sentó por encima de la poza donde espumeaba y se agitaba el agua. Las estrellas resplandecían en lo alto. Hojarasca bajó la vista hasta donde estaba Corvino Plumoso, pasando la noche en vela. El joven guerrero estaba sentado, con la cabeza inclinada, junto al montón de piedras que señalaba la tumba de Plumosa. ¿De verdad Plumosa estaba con la Tribu de la Caza Interminable en vez de con el Clan Estelar? «Recibidla con los brazos abiertos, seáis quienes seáis», suplicó Hojarasca en silencio.

Observó un momento a Corvino Plumoso, apenada por la pérdida del joven. Luego levantó la cabeza y miró hacia las cumbres, preguntándose si el Clan Estelar también estaría observándola. En aquel punto elevado, había una tranquilidad que no había sentido desde que estaba bajo los árboles del bosque. Bajo la brillante luz de la luna, algo atrajo su atención, algo en una pequeña cornisa frente a la entrada de la cueva. Hojarasca creyó ver dos pelajes plateados reluciendo bajo las estrellas. Estaba casi segura de que allí había dos felinos que también estaban mirando a Corvino Plumoso; uno era levemente más alto que el otro, pero sus pelajes lucían las mismas sombras moteadas, como si fueran familia.

«¿Plumosa y Corriente Plateada?».

Hojarasca parpadeó, y cuando volvió a abrir los ojos, las gatas plateadas habían desaparecido.

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