Atlantis

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Segunda parte » Capítulo 2

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Capítulo 2

El perdiguero de color dorado observó cómo el frisbee pasaba por encima de su cabeza, lo siguió con la mirada y esperó a que aterrizara antes de ir de mala gana a buscarlo, muy despacio.

—Perezosa —dijo Dane riendo—. Me acuerdo de cuando saltabas para atraparlo.

La perra lo miró, diciéndole con sus ojos dorados y su morro blanco que era demasiado vieja para maniobras tan juveniles, pero meneando la cola para darle a entender que le gustaba el juego.

Estaban los dos solos en una explanada de césped estropeada por las huellas del equipo pesado. A la derecha seguía elevándose humo de la fábrica en ruinas. Alrededor de los escombros se apiñaban coches de bomberos, bulldozers, máquinas excavadoras y grúas. Reinaba un ambiente de desolación, y el ruido de los martillos perforadores interrumpía el zumbido continuo del resto de la maquinaria pesada que desgarraba el acero retorcido y el cemento resquebrajado. Era por la mañana, y Dane se alegró de ver el sol después de haber trabajado casi toda la noche a la luz de los grandes reflectores colocados alrededor de la zona.

Se arrodilló y sostuvo la cabeza de la perra entre sus manos callosas, rascándole detrás de las orejas.

—Así me gusta, Chelsea. Así me gusta. —Se sentó cansinamente a su lado y contemplaron juntos la fábrica destruida con tristeza. Chelsea apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Cómo es capaz? —gritó una voz aguda a su izquierda. Una mujer de unos cincuenta años, con los ojos escocidos de llorar, apareció ante ellos. Se había vestido con prisas y tenía el pelo enredado—. ¡Mi marido atrapado ahí dentro y usted jugando aquí con su perro! ¡No tiene vergüenza!

Dane se levantó lentamente y habló despacio, como si ya lo hubiera dicho pero lo repitiera en consideración al dolor y la cólera de la mujer.

—Señora, Chelsea se ha pasado toda la noche trabajando —dijo acariciando la cabeza de la perra dorada—. No lo creerá, pero se deprime mucho cuando trabaja. Tengo que levantarle la moral para que pueda continuar. En estos momentos los bomberos están despejando otra sección para que podamos entrar. Siento mucho lo de su marido, y espero que lo encontremos vivo, pero no hay nada que yo pueda hacer en estos momentos, aparte de preparar a Chelsea para que pueda continuar.

La mujer no había dejado de mirarlo fijamente, oyendo las palabras pero sin escucharlas. Dane lo había visto otras veces. En la ciudad de Oklahoma, después de que colocaran una bomba en el Federal Building, un consternado agente del FBI de la oficina local lo había amenazado con un arma y obligado a entrar en el edificio en busca de sus colegas después de sorprenderlo jugando con Chelsea cerca del edificio. Ésa había sido la peor experiencia de su vida, con tan pocos supervivientes y tantísimos muertos. Dane no había respondido a ninguna otra llamada en los seis meses siguientes.

—Señora, tiene que esperar detrás de la barrera —dijo un agente de policía, cogiendo a la mujer del brazo—. Están haciendo todo lo posible.

Se llevó a la mujer y Dane volvió a sentarse. Percibía la tristeza de Chelsea. En Oklahoma, todos los rescatadores no sólo habían tenido que jugar con los perros para animarlos, sino que algunos habían representado simulacros de rescates. Entraban en una sección despejada y «encontraban» a un rescatador que fingía ser una víctima. Dane se contentaba con arrojar el frisbee a Chelsea; era demasiado lista para tragarse la técnica del simulacro de rescate.

Dane no podía con su alma. Hacía diez horas que buscaban entre los escombros, con sólo un descanso de treinta minutos para tomar un café. No había comido nada; nunca lo hacía durante los rescates.

—¿El señor Eric Dane? —preguntó una voz débil a su espalda.

Volvió la cabeza sin levantarse y vio acercarse a ellos a un negro esbelto, vestido con un traje caro.

El hombre se detuvo y examinó el mono cubierto de sudor y polvo que llevaba Dane, en busca de una chapa de identidad, pero no llevaba ninguna.

—¿Es usted Eric Dane?

—Sí.

—Me llamo Lawrence Freed. Trabajo para Michelet Techonologies.

Freed miró por encima de él, hacia las ruinas. Hasta la noche anterior éstas habían sido una fábrica de pintura; en esos momentos eran un cementerio. Algo había ido mal con un lote de sustancias químicas y se había producido una explosión masiva. La estructura de tres pisos, mal construida en los años treinta y mal mantenida desde entonces, se había venido abajo hasta quedar reducida a una montaña de escombros de tres metros de altura. Como parte de su trabajo, Dane había estudiado la construcción de los edificios, y sabía que unas fuerzas inesperadas aplicadas en una dirección no prevista podrían haber tenido consecuencias devastadoras sobre cualquier construcción.

—Nunca he oído hablar ni de esa compañía ni de usted —respondió Dane. Había vuelto a concentrarse en las ruinas. Una grúa levantaba un enorme bloque de cemento reforzado con acero. Reinaba un ambiente de excitación.

—Me gustaría hablar con usted para contratar sus servicios.

—Mis servicios, ¿para qué? —preguntó Dane.

Una pareja de bomberos con largos abrigos amarillos y cascos se acercaba a ellos.

—Un rescate.

—Como puede ver, no me falta trabajo —replicó Dane.

—Es otra clase de… —Freed hizo una pausa cuando llegaron los dos bomberos y Dane se levantó.

—Dane, vamos al lado sudeste —dijo el primero de los bomberos.

Dane hizo un gesto de asentimiento. Se alejó sin volver la vista atrás y se perdió entre las ruinas. Freed se dispuso a seguirlo, pero los bomberos lo detuvieron.

—Es peligroso estar aquí. Sólo se admite personal autorizado.

Todo podría moverse y tendríamos que desenterrarle a usted también —dijo uno de ellos.

Dane subió a lo que había sido la pared exterior de la fábrica, abriéndose paso con cuidado entre el ladrillo hecho añicos. Por lo menos no había mucho cristal en el edificio. Siempre le preocupaba que Chelsea pudiera cortarse las patas. La perra lo seguía con destreza, sorprendentemente ágil para su peso.

Dane dejó atrás zonas que ya había registrado y se adentró aún más en el edificio. Se encontraba a cielo abierto y seguía el sendero que habían abierto los operarios de la maquinaria pesada, partidarios unos de entrar sin perder tiempo en el edificio y temerosos otros de mover algún escombro y matar a alguien que hubiera quedado atrapado en un espacio vacío.

El enfrentamiento con la mujer fuera del edificio había demostrado las paradojas del trabajo de Dane y Chelsea, aunque todos los presentes trabajaban bajo dobles presiones en conflicto. Hizo una pausa y se llevó las manos a la cabeza. Sentía un dolor intenso en el ojo izquierdo y el párpado le temblaba de forma incontrolable. Siempre le ocurría lo mismo. En su segunda operación de rescate había tomado analgésicos, pero había descubierto que disminuían su capacidad de trabajo. Desde entonces había aceptado el dolor como el precio que debía pagar.

Un grupo de bomberos se reunía alrededor de una cavidad oscura. Se volvieron cuando Dane apareció con Chelsea. El jefe sostenía en la mano un cable de acero y señaló la cavidad.

—He bajado. Llegas al primer piso y a continuación te desplazas horizontalmente, durante unos nueve metros. Hay espacios vacíos a lo largo, que eran pasillos. Una pared interior sigue en pie y parece sólida. Pero no se ve muy bien.

Por su larga experiencia Dane sabía que los rescatadores rezaban por encontrar los espacios vacíos. Zonas abiertas en medio de escombros donde podía haber algún superviviente. A lo largo de los años había visto muchas construcciones derruidas, y en todas había habido varios espacios vacíos.

—¿Qué hay en los planos? —preguntó Dane, arrodillándose y alumbrando hacia el interior del hoyo con una linterna que le había pasado uno de los bomberos.

—Ahí abajo está la primera planta, la sección administrativa. —Un bombero dejó un juego de planos sobre un trozo de cemento—. Es el último lugar en el que nos queda entrar, pero también es donde estaban la mayoría de los empleados en el momento de la explosión. Todo lo que hemos averiguado es que allí había siete u ocho personas.

Dane cerró los ojos cuando se agudizó el dolor. Siete u ocho. En el resto de la fábrica habían encontrado ocho cadáveres esparcidos entre la maquinaria. Esto iba a ser diferente. Siete u ocho juntos. Había visto algo parecido, o peor, antes.

—¿Han bajado un micrófono?

—Sí y no se oye nada —respondió el bombero—. Hemos gritado, pero no hemos obtenido respuesta. También hemos dejado caer fibra óptica, y nada.

Dane echó un vistazo a Chelsea, que se había acomodado entre los polvorientos restos de un conducto de la calefacción, con la cabeza entre las patas. Parecía reacia a entrar. A Dane tampoco le entusiasmaba la idea, pero siempre cabía la posibilidad de que hubiera alguien inconsciente allí abajo.

—Vamos —dijo, levantándose. Encendió la linterna del casco y se ajustó la correa de la barbilla.

El bombero enganchó el cable de acero al arnés de Dane y a continuación al de Chelsea, y el rescatador enganchó ambos con una correa para mayor seguridad. Luego miró una vez más el hoyo. Cerró los ojos un segundo y se concentró antes de deslizar las piernas dentro. Chelsea ya estaba en pie y le pegó el morro a la cara mientras bajaba.

—Así me gusta —dijo Dane.

Buscó donde apoyar los pies y extendió los brazos. Los bomberos le pasaron a la perra y él gruñó bajo su peso.

—Gorda —susurró con cariño—. Voy a tener que ponerte a régimen.

Chelsea gruñó y pegó la cabeza a su axila. Con torpeza y gran dificultad, Dane bajó hasta la planta baja y dejó a Chelsea en el suelo. Alumbró a su alrededor con la linterna. A su derecha había un muro de carga hecho de bloques de hormigón ligero, la razón de que existiera ese espacio vacío. El túnel se extendía unos nueve metros y empezaba a estrecharse hasta convertirse en un pasadizo de medio metro.

Apagó la linterna y la luz de su casco. Esperó a respirar con normalidad y no hizo caso del dolor en su ojo izquierdo. Se quedó completamente inmóvil un minuto, luego volvió a encender las luces y miró a Chelsea.

—Busca —le susurró al oído.

La perra se precipitó hacia adelante, yendo de un lado a otro con la cabeza gacha, y la cola recta y levantada. Dane la observó con expresión resignada. Al cabo de dos metros, la perra se detuvo, volvió la cabeza a la izquierda y levantó una pata. Dane sacó de su mochila una pequeña bandera roja y señaló el lugar. Había otro cadáver enterrado bajo los escombros.

Siguieron por el pasillo y pusieron otras tres banderas rojas. Al colocar la última, Dane levantó de pronto la cabeza y miró a su derecha. El muro de hormigón ligero era sólido por ese lado. Apretó la mayor parte del cuerpo contra él y empujó, mientras Chelsea lo observaba con curiosidad. Al cabo de treinta segundos se apartó con brusquedad.

—Espera —ordenó a Chelsea. La perra se sentó obediente mientras él retrocedía hasta la base del hueco.

—¡Necesito un martillo perforador! —gritó.

—En seguida.

Diez minutos después descolgaron una cuerda con la herramienta. Dane la arrastró por el pasillo, asegurándose de que la manguera de aire no se enredaba con los escombros. Volvió adonde Chelsea esperaba.

Colocó el extremo del martillo contra el muro de hormigón ligero y se puso manos a la obra. Los trozos de hormigón volaron por el aire, pero sus gafas de montura metálica le protegieron los ojos. Sacó con cuidado ocho bloques, de uno en uno, asegurándose de dejar intactos los que rodeaban el boquete, una técnica que había aprendido de un experto en rescates en Houston durante un trabajo.

Al retirar el último bloque, Chelsea corrió hacia adelante y se apretó contra él con el morro en el agujero, ladrando furiosa y golpeándole la pierna al menear la cola.

—Sí, sí, sí —dijo Dane, acariciándole la cabeza—. Así me gusta.

Dejó a un lado el martillo perforador y se deslizó a través del boquete que había abierto. El haz de luz de su casco atrapó el polvo suspendido y recorrió el borde de un escritorio sobre el que se había desplomado el techo. Dane vio un espacio diminuto donde la parte delantera metálica del escritorio no tocaba el suelo de baldosas. Deslizó una mano por él, buscando a tientas.

Toda su atención estaba concentrada en la punta de sus dedos mientras palpaba las baldosas, el polvo, el contorno del espacio debajo del escritorio, la pata astillada de una silla. De pronto sintió algo tibio y blando: piel. Piel viva, lo supo en cuanto la tocó.

Encendió por primera vez la pequeña radio FM.

—Tengo a uno vivo —susurró por el micrófono.

—¡Ahora mismo bajamos! —fue la respuesta inmediata de los bomberos que esperaban arriba.

Dane no apartó los dedos de la piel. Sabía que, fuera quien fuese, estaba inconsciente, pero también sabía lo importante que era el contacto humano aun para una mente inconsciente.

El pequeño espacio al otro lado del muro de hormigón ligero se llenó de hombres y maquinaria. Dane se quedó donde estaba mientras abrían más el boquete con cuidado y lo atravesaban. A continuación apuntalaron el techo desplomado para poder retirar el escritorio sin que se les cayera todo encima.

Por último, se dedicaron a desmontar el escritorio con unas tenazas gigantescas, sacando con cuidado las piezas hasta que dejaron a la vista a la persona que estaba al otro lado. Un bombero enfocó la linterna en esa dirección y alumbró a una joven con la cara cubierta de polvo y sangre. La sacaron con cuidado y Dane la soltó. Rodó por el suelo y se quedó tendido de espaldas mientras ataban a la mujer a una camilla y la llevaban rápidamente por el pasillo para subirla a la superficie.

—¿Quieres subir? —preguntó el jefe del equipo de rescate.

Dane negó con la cabeza. Quería quedarse donde estaba y que todos se fueran y lo dejaran tranquilo.

—Faltan tres o cuatro. Tal vez lo haya conseguido alguien más. —Pero sabía que no había más supervivientes, ni siquiera inconscientes. En ese edificio no quedaba vida. Lo sabía, pero tenía que cumplir con las formalidades.

Se puso de pie y se encorvó bajo el techo hundido.

—Vamos, Chelsea. Sólo un poco más.

La perra gimió con desaprobación, pero lo siguió. Sabía lo que él pretendía hacer, pero al menos podían localizar los demás cuerpos. Recorrieron despacio lo que quedaba del pasadizo y antes de llegar al final, había colocado tres banderas más donde Chelsea había señalado con la pata.

Por fin Dane dio media vuelta y la sacó de allí, pasándosela a los rescatadores, que los ayudaron a salir del hoyo.

—La mujer se recuperará —dijo uno de ellos, dándole unas palmaditas en la espalda—. Un par de huesos rotos y un golpe en la cabeza, pero se pondrá bien.

Dane hizo un gesto de asentimiento. Había un ambiente más animado. Quince cadáveres y un superviviente, pero por ese uno habían trabajado. La realidad de los muertos la asimilarían todos más tarde, cuando, acostados en sus camas, volvieran a visualizar los cuerpos aplastados y mutilados.

Dane estrechó varias manos y salió de las ruinas. Aceptó agradecido una taza de café de un colaborador de la Cruz Roja, pero sólo después de conseguir un bol de agua para Chelsea y observar cómo la bebía con ruidosos lametazos.

—Señor Dane.

—Señor Freed —respondió Dane, sin volver la cabeza.

—No estoy seguro de que me haya escuchado antes de entrar en el edificio.

—Quiere que trabaje para usted en un rescate —dijo Dane.

—No parece muy preocupado —añadió Dane, mirándolo por fin—. Ni con mucha prisa.

—El tiempo es esencial —replicó Freed, algo sorprendido por los comentarios de Dane.

—¿No lo es siempre? —Chelsea apretó la cabeza contra la pierna de Dane, que empezó a rascarle detrás de las orejas—. Trabajo a través de la FEMA —añadió, refiriéndose a la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias—. Ellos se ponen en contacto conmigo, me llevan en avión al lugar de la tragedia y nos ponemos a trabajar.

—Esto no está dentro de la jurisdicción de la FEMA —repuso Freed.

—Todo lo que ocurre en Estados Unidos lo está… —Dane hizo una pausa—. Está bien, ¿por qué no me describe la situación y por qué necesita mis servicios?

—Se ha estrellado un avión y necesitamos su ayuda para encontrar a los supervivientes.

—No he oído mencionar ningún accidente aéreo en las noticias. —Dane frunció el entrecejo—. Además, Chelsea es un perro de rescate, no un perro rastreador.

—El avión cayó en el Sudeste asiático —añadió Freed—y no es a Chelsea a quien queremos, sino a usted.

Dane se apoyó despacio en una rodilla y recorrió la espalda de Chelsea con una mano, del cuello a la cola. Le reconfortaba tanto como a ella, y en esos momentos lo necesitaba.

—El avión se estrelló ayer —continuó Freed—. No tenemos mucho tiempo.

—Estoy seguro de que tienen a gente más cerca —dijo Dane.

—Tengo una limusina esperando y un avión privado en el aeropuerto —insistió Freed, ignorando el comentario—. Todo lo que le pido es que me acompañe a California y escuche una oferta. Si la rechaza, le llevaré de vuelta a donde usted quiera. Además, recibirá diez mil dólares sólo por ir a California.

—No lo entiendo. ¿Por qué me necesitan a mí? —inquirió Dane tras una pequeña pausa.

—Creo que sí lo entiende, señor Dane. Porque es la única persona que ha salido de allí con vida, que nosotros sepamos.

—¿Dónde…? —empezó a decir Dane, pero Freed respondió a la pregunta antes de que la formulara.

—En Camboya. El centro norte de Camboya.

***

El avión a reacción Lear hacía dos horas que había salido de Washington. En el compartimiento de pasajeros sólo había un hombre, repantigado en una silla de cuero. Salvo por una sola luz que brillaba sobre su cabeza, estaba a oscuras. Su pelo largo y ondulado se había vuelto completamente blanco; su rostro bronceado estaba surcado de profundas arrugas, como talladas en piedra. Sin embargo, todavía se reconocía en él al joven artillero de la marina que había visto desaparecer la Escuadrilla 19 hacía cincuenta y cuatro años, que había oído cómo desaparecían el Scorpion y el SR-71 y que había enviado a Camboya un comando de reconocimiento de las Fuerzas Especiales hacía treinta años.

Al lado de Foreman había un aparato de fax conectado a la antena parabólica del avión. La luz verde de la parte superior empezó a parpadear y a continuación salió con suavidad una hoja de papel. Foreman la cogió y la estudió mientras salía otra hoja, seguida de una tercera.

A diferencia de Patricia Conners, no se sorprendió al ver el triángulo borroso en el centro de la toma, ni sospechó que había un problema en el equipo.

Introdujo una mano en un maletín y sacó varias imágenes similares. Colocó la nueva sobre una anterior y acercó las dos a la luz.

En su envejecida frente apareció una arruga. Bajó la mano y descolgó el auricular del teléfono por satélite que tenía en el brazo de la silla. Apretó el botón de marcado automático. Al segundo timbrazo respondió una voz femenina.

—¿Sí? —El acento de la mujer era extraño, difícil de ubicar.

—Sin Fen, soy yo. Aterrizaré dentro de doce horas.

—Estaré esperándolo.

—¿Alguna actividad?

—Todo está como usted dijo. Sigo vigilando.

—¿Camboya?

—Aún no.

—Sin Fen, está cambiando —dijo Foreman, echando otro vistazo a la imagen impresa.

—¿Más pequeño o más grande?

—Esta vez más grande, y las fluctuaciones son importantes. Nunca había visto nada igual.

No hubo respuesta, aunque él tampoco la esperaba.

—Sin Fen, voy a probar el láser orbital. También voy a comprobar las demás puertas.

—Ya lo hemos discutido —dijo Sin Fen. Era toda la aprobación que iba a obtener de ella.

—¿Percibes… —Foreman hizo una pausa, y luego añadió—:… algo?

—No.

Foreman echó un vistazo a otra hoja impresa. Un informe.

—Michelet se ha puesto en contacto con Dane.

—Eso también lo hemos discutido —repuso Sin Fen.

—Te veré pronto.

La comunicación se cortó. Foreman abrió el maletín y sacó un delgado ordenador portátil. Conectó a él el cable del teléfono por satélite, y a continuación accedió a la NSA y tecleó unos códigos.

Cuando terminó, marcó el número de su superior en Washington. Siempre era partidario de actuar primero y obtener autorización después, sobre todo cuando se trataba con mentes estrechas. Contestaron a la llamada al segundo timbre.

—Consejo de Seguridad Nacional.

—Aquí Foreman. Necesito hablar con el señor Bancroft.

—Un momento.

Foreman oyó el ruido de los parásitos. Odiaba tener que hablar con alguien más sobre su proyecto. En la Sociedad del Presupuesto Negro de Washington se le consideraba un anacronismo, un hombre poderoso que se enfrentaba a una entidad desconocida. Como tal, suscitaba una fuerte hostilidad.

Con más de sesenta billones de dólares anuales invertidos en ella, la Sociedad del Presupuesto Negro contaba con muchas pequeñas células extrañas explorando en distintas áreas, desde los sistemas de defensa de la guerra de las galaxias hasta el organismo secreto de control de ovnis de las Fuerzas Aéreas, pasando por el programa de las puertas de Foreman.

—Adelante —dijo una voz distinta.

—Señor Bancroft, le habla Foreman. Voy a utilizar el Bright Eye para investigar Camboya.

—¿Es necesario? —inquirió el asesor del presidente en asuntos de seguridad nacional, sin poder disimular su irritación.

—Las fluctuaciones son graves. Por encima del cuarenta por ciento. Otro veinte por ciento más y la puerta de Angkor alcanzará varias zonas habitadas.

—¿Y? Es Camboya, por el amor de Dios. A nadie le importa un rábano.

—Recuerde que está relacionado con lo que hay en nuestra costa —replicó Foreman.

—La única relación con lo que cree usted que hay en nuestra costa está en su cabeza —intervino Bancroft—. Intentó relacionarlo hace mucho tiempo, y murieron muchos hombres y se hundieron un montón de carreras tratando de echar tierra encima.

—Esos hombres demostraron que existía una conexión.

—Una transmisión de radio de alta frecuencia —dijo Bancroft—. No es lo que se dice concluyente.

—Algo está ocurriendo —insistió Foreman.

—Sí, algo está ocurriendo. —La voz de Bancroft era áspera—. Paul Michelet ha perdido su avión y a su hija al sobrevolar ese maldito lugar. ¿Ha olvidado ponerme al corriente de ese pequeño detalle?

—La decisión fue suya —replicó Foreman, sin sorprenderse de que Bancroft ya estuviera informado de la caída de Lady Gavie.

—Pero no contaba con toda la información cuando tomó tal decisión —dijo Bancroft—. No querrás que alguien como Michelet se enfade con usted. Tiene mucho poder. El presidente no se va a sentir satisfecho.

A Foreman le importaba tanto Paul Michelet como a Bancroft los aldeanos camboyanos que vivían cerca de la puerta de Angkor.

—El Bright Eye podría permitirnos ayudar a Michelet. Si logramos localizar el avión, podremos darle esa información.

—¿Y? —Bancroft resopló—. ¿Qué puede hacer con la información? ¿Entrar allí y sacarlos? Por lo que dice usted, nadie puede hacerlo.

—Michelet se ha puesto en contacto con alguien que podría hacerlo. Además, con la fase de cambio, tal vez podrían entrar y salir cuando el avión no esté cubierto. —Si lo está alguna vez, pensó Foreman—. Pero antes tenemos que averiguar la posición exacta.

—Por Dios, Foreman. ¿Tan importante es?

—Señor, creo que es de vital importancia —respondió Foreman, conteniendo la primera respuesta que acudió a sus labios.

—Yo no lo veo así —replicó Bancroñ—. En todos estos años no nos ha dado ninguna prueba consistente. ¿No conoce el cuento del niño que gritaba que viene el lobo?

—Lo conozco, señor, y deberíamos recordar que al final el niño tenía razón. Había lobos —respondió Foreman, fijando su mirada en la borrosa imagen triangular.

—¿Lobos en Camboya? —dijo Bancroft—. ¿A quién demonios le importa?

—Creo que va más allá de Camboya. —Foreman controló la voz.

—Cree, cree. Habla como esos malditos tipos de los ovnis del Área 51 a los que tengo que escuchar todo el tiempo, que están preocupados porque unos hombrecillos grises aparezcan y hagan estallar la Tierra. ¿Sabe cuánto nos cuesta esa gente? ¿Y sabe cuántos hombrecillos grises hemos encontrado? Hay problemas reales aquí y ahora de los que el presidente y yo tenemos que preocuparnos.

Foreman guardó silencio.

—Adelante, utilice el Bright Eye —dijo Bancroft por fin—. Pero le hago a usted responsable.

La comunicación se cortó. Siempre era él el responsable, pensó Foreman mientras colgaba el auricular de la horquilla.

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