Atlantis

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Segunda parte » Capítulo 3

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Capítulo 3

Ariana Michelet nunca había sido tan consciente del simple acto de respirar. Fue lo primero que sintió: el aire deslizándose en su garganta, llenándole los pulmones. La textura del aire era extraña, casi aceitosa y espesa; no podía comprender que el aire fuera espeso, pero lo era. Todavía sentía en la boca y en la parte posterior de la garganta el sabor a vómito.

Al ser consciente de que estaba respirando, de pronto recordó. El avión cayendo, estrellándose. Abrió los ojos, pero no vio nada. Oscuridad total. ¿Estaba ciega? ¿Muerta? Esa inquietante segunda pregunta aplastó la primera.

Cerró los ojos y logró controlar la respiración, como le había enseñado a hacer su entrenador particular. Sintió en el pecho algo que la inmovilizaba. Se dio cuenta de que era el cinturón de seguridad y se sintió al instante aliviada al comprobar que seguía sentada en su asiento. Estaba viva y dentro del avión. No se oían los motores ni le llegaban sus vibraciones, por lo que supo que habían caído.

Volvió a abrir los ojos y esta vez distinguió el débil resplandor de una pequeña luz de emergencia que funcionaba con pilas. Parpadeó mientras sus ojos se acostumbraban poco a poco a la penumbra.

Se echó hacia adelante y, colocando las manos sobre el teclado, tecleó algo en la oscuridad. Hizo una pausa, pero no pasó nada. Recordó que había ordenado a Carpenter que desconectara Argus. Apretó un botón al lado de la consola y accedió al ordenador auxiliar para casos de emergencia. Pulsó una de las teclas y se vio recompensada con el resplandor de su pantalla. Funcionaba, y eso significaba que llegaba corriente de las baterías de la bodega de equipaje.

Se apresuró a acceder al programa de emergencia. El ordenador funcionaba, aunque más lento que Argus, y el programa de emergencia acabó apareciendo en pantalla. Apretó la tecla para encender las luces de emergencia y el interior del avión se vio bañado al instante en una débil luz roja. Consultó el reloj y parpadeó. Según el ordenador auxiliar habían transcurrido más de quince horas desde que se habían estrellado.

¡Quince horas! Ariana asimiló despacio el hecho. ¿Cómo podía haber permanecido inconsciente tanto tiempo? ¿Y por qué no había llegado aún el equipo de rescate? Se desabrochó con torpeza el cinturón de seguridad. Al levantarse, advirtió que el avión estaba ligeramente inclinado a la derecha y adelante. Si se habían estrellado, había sido una caída muy controlada, ya que el cuerpo del avión parecía intacto.

Cruzó tambaleándose el pasillo hasta la sala de las consolas. Nada más entrar oyó a su derecha una respiración entrecortada. Alargó una mano y palpó carne tibia. Era Mark Ingram, sujeto todavía a su asiento.

Recorrió con la mirada todo el avión y vio que la caída había tenido otras consecuencias. Se acercó rápidamente a un hombre que yacía contra los paneles que soportaban los ordenadores. Era un operario del equipo de imágenes y estaba muerto. No debía de haberse abrochado el cinturón de seguridad y se había partido el cuello al golpearse contra la pared después de que su silla cayera al suelo.

Ariana lo miró, recordando lo que sabía de él. Recordó un picnic que la compañía había organizado hacía menos de dos meses; tenía familia. Echó un vistazo a su consola. Una foto de una mujer y dos niños estaba sujeta con celo a un lateral. Ariana recogió del suelo una cazadora de aviador y le cubrió la cara con ella.

Todos los que estaban allí seguían inconscientes, pero algunos empezaban a moverse. Ella volvió sobre sus pasos y cruzó de nuevo su oficina en dirección al área de comunicaciones.

Al doblar la esquina de la oficina escuchó un gemido de las radios. Mitch Hudson, sujeto a su asiento, estaba apretujado contra una consola. Le había caído encima un gran estante lleno de radios, sobre la parte inferior del cuerpo, y lo había aprisionado en su asiento.

—Mitch, ¿estás bien? —preguntó Ariana inclinándose sobre él.

—Mis piernas —respondió Mitch, abriendo los ojos.

Ella bajó la vista. El borde afilado de un receptor le había cortado el traje de vuelo. Sujetó el metal y tiró de él, pero no se movió. Luego probó con la silla, pero por la forma brusca en que inhaló aire al moverla otro milímetro comprendió que era mejor dejarlo inmovilizado, al menos por el momento.

—Voy a buscar ayuda.

Hudson asintió débilmente, cerrando los ojos.

Ella volvió a la sala de las consolas. Intentó recordar, pero la última imagen que tenía era la suya propia ordenando a todos que se abrocharan los cinturones y se prepararan para un aterrizaje forzoso. Cogió a Mark Ingram por el hombro y lo sacudió. El analista de sistemas no tardó en parpadear, mirando alrededor.

—¿Qué ha pasado? —preguntó mientras se desabrochaba el cinturón y se levantaba.

—No lo sé —respondió Ariana—. Nos hemos estrellado, pero no parece que nos haya ido mal.

—Los pilotos deben de haber conseguido llegar a una pista de aterrizaje —sugirió Ingram. Luego vio el cuerpo bajo la cazadora.

—Es John. Está muerto —dijo Ariana—. Y Mitch está inmovilizado contra una consola en la parte delantera. Está herido.

Otros empezaban a levantarse, y se estiraban e intentaban orientarse, agradecidos de estar vivos. Ariana envió a dos hombres a la parte delantera para ayudar a Hudson.

—¿Dónde estamos? —preguntó George Craight, técnico de cámaras, acercándose a ella y a Ingram.

Ariana había estado reflexionando sobre el comentario de Ingram acerca de la pista de aterrizaje. Si ése era el caso, ¿por qué no se había abierto paso un equipo de rescate? Por una vez deseó que hubiera ventanas en el avión. Según su posición cuando habían empezado los problemas, sabía que no había pistas de aterrizaje señaladas en el mapa en un radio de cien kilómetros. Lo último que recordaba era al piloto gritando algo, pero no le había entendido.

—Vamos a averiguarlo —dijo, dirigiéndose a la parte delantera del avión.

Ingram y Craight la siguieron a través de su oficina hasta la zona de comunicaciones. Ya habían liberado las piernas de Hudson y lo llevaron a la parte trasera para vendarlo. Ariana giró el pomo de la puerta que comunicaba el área de comunicaciones con la cabina de mando. Parecía reacio a ceder, pero giró con un repentino chasquido cuando Craight empujó junto con ella. Penetró una corriente de aire espeso. Ariana retrocedió involuntariamente al ver que la mitad superior de la cabina estaba arrancada, dejando a la vista los bordes metálicos y los cables. Más allá se arremolinaba una espesa niebla gris amarillenta. Creyó ver en la niebla, justo delante del avión, lo que parecían ser las débiles siluetas de unos árboles muy altos, pero costaba distinguirlas. Recordó la escena que le había mostrado la cámara delantera justo antes de que dejara de funcionar: la misma niebla. Bajó la vista hacia los asientos.

—¡Dios mío! —Retrocedió otro paso, tambaleante. Sujeto al asiento estaba el cuerpo del piloto o, mejor dicho, lo que quedaba de él. Había desaparecido la mitad superior, dejando sólo las piernas y el comienzo de un torso que terminaba en un revoltijo rojo y viscoso donde debería haber estado el estómago. Las entrañas se arrastraban por el metal desgarrado y desaparecían por encima del borde. El asiento del copiloto estaba vacío, pero la tapicería estaba cubierta de salpicaduras de sangre roja brillante. Los cinturones habían sido arrancados de cuajo.

Craight y Ariana dieron un tímido paso hacia la cabina, seguidos de Ingram. Éste señaló a la derecha, en silencio. El navegante tampoco estaba en su asiento. Ariana siguió el dedo de Ingram con la mirada. El navegante debía de haber intentado escapar de lo que había atacado al piloto y al copiloto, porque estaba acurrucado bajo la consola, agarrado a las radios de vuelo. Tenía un brazo alrededor de un montante, con los dedos rígidos. El otro brazo y la mitad de su pecho habían desaparecido, cortados limpiamente como por un bisturí de cirujano. Tenía el rostro crispado, con una expresión de auténtico terror.

—¿Qué les ha pasado? —preguntó Ariana, más para apartar de sí el horror que para obtener una respuesta.

—Debió de ocurrir durante la caída —dijo Craight.

Ariana no opinaba lo mismo. El resto del avión seguía relativamente intacto. ¿Cómo podía haber sido arrancada la parte superior de la cabina? Miró más de cerca el borde de metal: estaba cortado limpiamente como con un soplete, no como consecuencia de la caída. Era como si alguien hubiera arrancado la parte delantera del avión para echar un vistazo dentro. ¿Qué podía haber cortado el metal de ese modo?, se preguntó. No la fuerza del impacto, ya que era en la parte superior del avión. Pero no había otra explicación lógica.

Se tambaleó como si la hubieran golpeado en la nuca y un dolor agudo le recorrió la cabeza. Por un segundo creyó haber recibido un golpe, pero cuando se volvió no vio a nadie. Se dio cuenta de que el dolor estaba dentro de su cabeza.

—Salgamos de aquí.

Craight siguió avanzando hacia donde había estado el parabrisas delantero, para ver dónde estaban. Ingram retrocedió con ella hasta la puerta.

—¡Craight! —gritó Ariana. Él se volvió a medias, dejando que ella alcanzara a ver la expresión de su cara cuando un haz de luz dorada lo alcanzó por detrás. La luz se extendió hasta cubrirle todo el cuerpo. Él se agarró con la mano izquierda al borde del asiento del piloto y la luz alcanzó el metal, lo dobló y rodeó con él su muñeca, cortándole limpiamente la mano.

Gritó al ver brotar sangre de la herida, pero Ariana observó que era contenida por el campo que rodeaba a Craight y fluía de una forma extraña hacia arriba, como si sobre la herida hubiera una tapa dorada transparente. Se fijó en los ojos de Craight, y vio el dolor y el shock reflejados en ellos. La luz se elevó, levantándolo hasta que quedó suspendido a metro y medio del suelo. A continuación se vio arrastrado rápidamente fuera de la cabina hacia la niebla. Ariana advirtió que tenía la boca abierta y la movía como si gritara, pero no consiguió articular ningún sonido. Luego desapareció. Ella volvió a mirar dentro. La mano de Craight seguía agarrada a la parte superior del asiento del piloto.

Ingram retrocedió tambaleante hacia ella, y Ariana lo sujetó y tiró de él cuando otro haz de luz estuvo a punto de alcanzarlo. Regresaron de un salto a la zona de comunicaciones y el viento cerró de golpe la puerta a su espalda, pero en lugar de quedarse allí, cruzaron la oficina y entraron tambaleándose en la sala de las consolas, donde los demás estaban reunidos.

Todos levantaron la mirada cuando un fuerte ruido recorrió el interior del avión. Sonó como si por encima de él se deslizara algo de un tamaño inverosímil.

—¿Dónde demonios estamos? —preguntó Ingram.

***

Patricia Conners tenía una desbordante imaginación —su marido siempre le había tomado el pelo por ello—, pero también era muy concienzuda en su trabajo. No había podido apartar de su mente los borrones en las tres fotografías de Camboya mientras trabajaba en otros proyectos y tareas. Una vez vacía su bandeja, decidió comprobarlo todo una vez más. Tal vez se le había pasado algo por alto.

Ejecutó un diagnóstico de su ordenador y de la impresora. Todo funcionaba correctamente. Comprobó el KH-12, tanto el equipo de toma de imágenes como el ordenador instalados a bordo del satélite. Ninguno de los dos presentaba problemas.

Cogió un cuaderno y en la parte inferior de la hoja dibujó un círculo en el que escribió la palabra Camboya. A continuación, dibujó otro círculo más pequeño en la mitad de la página y escribió en él KH-12. Después trazó una línea de la parte inferior al centro. Era la ruta que seguían las imágenes. Era procesada por el ordenador de a bordo, que acababa de comprobar. Dibujó otro pequeño círculo en la parte superior de la hoja y escribió «yo». Unió con una línea el círculo del centro y el de la parte superior, pero sabía que esa línea estaba compuesta de varios elementos. Se volvió hacia su ordenador para averiguar cuáles eran.

—El KH-12 ha transmitido los datos al MILSTARS 16 —murmuró, trazando la ruta.

Consultó una carpeta. El MILSTARS 16 era uno de los numerosos satélites puestos en órbita geoestacionaria por el ejército para proteger su red de comunicaciones. Este satélite permanecía fijo sobre el mar de China Meridional, y cubría todo el Sudeste asiático y Filipinas.

Conners era plenamente consciente tanto del potencial como de las especificaciones de los satélites y del sistema de comunicaciones que integraban. Los satélites estaban diseñados para ser seguros y resistentes a las interceptaciones y a la saturación. Eran capaces de saltar de una antena a otra, pasar de una frecuencia a otra y transmitir de golpe. Estaban protegidos asimismo contra los ataques nucleares y las pulsaciones electromagnéticas (EMP).

Sabía que era una posibilidad muy remota, pero decidió comprobar el MILSTARS 16 para asegurarse de que no había distorsionado los datos del KH-12. Pidió un autodiagnóstico al ordenador del satélite, y dos minutos después aparecieron en la pantalla los datos. Los leyó, interpretando las cifras y códigos como sólo era capaz de hacerlo alguien que había pasado muchos años leyendo los códigos matemáticos de los aparatos espaciales.

Todo era correcto… Se detuvo y los revisó una vez más. Los datos del KH-12 habían sido transmitidos sin alteraciones, pero en el diagnóstico del MILSTARS había algo que le preocupaba. Trató de averiguar qué era, pero se le escapaba, quedándole la incómoda sospecha de que algo no funcionaba en otra parte del sistema. Una hora más tarde decidió rendirse, y se tomó dos comprimidos de Tylenol para combatir un espantoso dolor de cabeza.

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