Asya

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El día que Asya dejó de ir al río

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El día que Asya dejó de ir al río

1931

 

 

Mientras caminaba apresurada en dirección hacia los establos, Asya sopló en las palmas de sus manos para infundirse un poco de calor. Aquel final del invierno, el clima se había vuelto muy hostil y no daba señales de querer enseñar su cara más amable.

Al divisar un montículo grande de nieve, quiso evitarlo pero pisó sin querer un charco helado, hecho que hizo que la suela de su bota de caucho resbalase. Siguió una caída alborotadora y graciosa, a partes iguales, ya que después del enfado inicial y el molesto dolor en la zona alta de la cadera, una risa histérica se apoderó de ella.

Cuando el ataque de risa cesó le sobrevino una especie de tristeza honda. No pudo evitar recordar las guerras de nieve que compartió con Pasha durante su niñez. Cada otoño, en cuanto los primeros copos cuajaban, los dos se agachaban y cogían generosas cantidades de nieve. Después formaban una bola del tamaño de una pelota pequeña —que apretaban con los dedos para darle consistencia dura—, fijaban un objetivo y, por último, lanzaban. A veces disparaban contra el tronco de un árbol, las puertas de los cobertizos o contra ellos mismos. En una ocasión, la bola de Asya golpeó en pleno rostro a Pasha, dejándole un moratón que le duró varios días. Ella se disculpó sintiéndose mal por el daño causado, aun cuando él le aseguró que no era nada, que cualquier golpe que viniese por parte de ella no le dolería. Asya se preguntó si aquello podría ser cierto.

Con esos recuerdos rondándole por la cabeza, se levantó malhumorada del suelo sacudiendo con fuerza la nieve que se había pegado a su grueso chaquetón de plumas. No quería pensar en Pasha. Desde el día que tuvieron su muy ansiada primera cita no había vuelto a saber de él. Y, a pesar de haberle dejado claras sus intenciones de no verla más, el intrépido corazón de la joven la empujaba a acudir al río todas las tardes.

Recordó con amargura lo ilusionada que avanzaba cuando, a lo lejos, le parecía entrever su silueta y, conforme se acercaba al lugar, la misma se desvanecía sin rastro. Nunca supo si aquellas apariciones tenían algo de verdad o su imaginación, simplemente, le jugaba malas pasadas, haciéndola ver lo que su corazón tanto anhelaba.

Durante casi dos meses siguió aquel ritual en solitario. Era su pequeño consuelo de que, algún día, las cosas volverían a ser como antes. De alguna forma, al estar en los lugares que habían frecuentado juntos, percibía su presencia y su maltrecho corazón se aliviaba un poco.

***

Su familia y ella se encontraban en la iglesia, celebrando una misa especial en honor a los santos emperadores, Constantino y Elena. Asya repartía entre los feligreses, junto a babushka, una deliciosa tarta de manzana espolvoreada con azúcar, en recuerdo a sus padres fallecidos. A cada vecino se le entregaba un trozo y una vela encendida, que se suponía que iluminaría el camino de sus padres en el Más Allá. Asya no creía que aquello fuera posible, pero la religión ortodoxa no dejaba lugar a dudas. Para que el alma de un cristiano no estuviera sumida en la oscuridad debían ser ayudados por sus respectivos seres queridos, con acciones como aquella. Además, dedushka ofrecía un vaso de vino tinto, con el mismo propósito.

Asya se reprendió por sus dudas con respeto a aquellos rituales, puesto que así lo dejaban claro los sacerdotes en sus sermones. Y si los más ilustres de la Iglesia apoyaban esa teoría, ¿quién era ella para negarles un camino iluminado a sus amados padres de los que apenas se acordaba?

Mientras cumplía con el rito impuesto por las costumbres, esforzándose de todo corazón por creer en él, Natasha se le acercó y aceptó el trozo de tarta que le ofreció. Dio las gracias con sus impecables modales de chica de ciudad deseando que las almas de los difuntos esposos Kurikov descansasen en paz.

Asya se mordió la lengua hasta hacerla sangrar para aguantarse las ganas de saber de Pasha. Mostró la sonrisa más amable que encontró en los compartimentos de su memoria dándole unas gracias excesivamente efusivas a la estirada Natasha. Sin embargo, su eterna transparencia —que la seguía como una sombra— la delató y la sonrisa irónica de la rubia le indicó que sus esfuerzos por parecer, sin más, una muchacha agradable no habían fructificado.

—Me gustabas más cuando te comportabas como una pava en un corral. —La hermana de Pasha le tocó la mano en actitud cariñosa como si fuesen amigas de toda la vida—. El rol de santa amable no te sienta nada bien. Pregúntame lo que deseas saber, de lo contrario, te advierto que no soltaré prenda. —Sonrió con una malicia velada y su rostro de porcelana se volvió más adorable, si es que eso era posible.

—No sé de qué me hablas. —Se hizo Asya la ofendida aun cuando, por dentro, la curiosidad la estaba matando. Era obvio que la insoportable hermana de Pasha disponía de novedades, de lo contrario, no hubiese presumido delante de ella con tanto descaro. Con seguridad tendría noticias y el sexto sentido de Asya le decía que no eran del todo buenas.

Natasha se llevó a la boca el trozo de tarta y mordisqueó con suma delicadeza la capa crujiente formada por las manzanas caramelizadas. Su mirada azul celeste sonreía divertida, al tiempo que una expresión de gozo hizo acto de presencia en su delicado rostro.

—Muy buena la tarta. Gracias. —Tomó con sus dedos enguantados una servilleta de la bandeja que sostenía Asya en la mano, se limpió la comisura de sus labios, después la abandonó un tanto arrugada en la misma bandeja e hizo el gesto de querer alejarse.

Asya retuvo la respiración dentro de ella en un intento de no perder la compostura y atacar los rizos perfectamente recogidos de Natasha. En ese momento no se imaginó un placer más grande que hundir los dedos en esa sedosa melena rubia, para despeinarla y alborotarla. Sin embargo, hacerlo un domingo, en el patio de la iglesia, y delante de todos sus vecinos no era el plan más indicado, por lo que optó por ser sensata y la tomó por el brazo, preguntándole derrotada:

—¿Dónde está?

Natasha entornó hacia ella sus impresionantes ojos azules e inquirió con fingida inocencia.

—¿Quién?

La mirada cortante de Asya fue respuesta suficiente. Natasha había tensado la cuerda en exceso. Puede que, al final, sí se daría un homenaje con su impecable recogido.

—Está lejos. Su regimiento va de camino a la frontera con Finlandia para defender a nuestra querida Madre Patria de una posible invasión. Cumple con su deber y es normal que las misiones sean cada vez más arriesgadas, puesto que ya hace tres meses desde que se alistó al Ejército Rojo.

La extrema palidez de Asya debió de ser muy evidente porque el gesto de Natasha se suavizó. Cambió el tono burlón de su voz por uno compasivo:

—Me miras como si no supieras nada de todo eso. ¿No se despidió de ti antes de alistarse? Lo siento, Asya, creí que lo había hecho. Durante un tiempo estuvo destinado cerca de la ciudad, recibíamos cartas de él con mucha frecuencia. Hace un par de semanas se fueron y la verdad es que todavía no sabemos nada, pero estoy segura de que le va bien. Ya sabes lo correcto y ordenado que es él, no hay duda de que el ejército es su vocación.

Aquella información hizo que algo dentro de Asya acabara de romperse. Pasha se había ido sin despedirse. Sin un maldito abrazo. Sin un puñetero beso. Sin un pequeño adiós. Sin una insignificante promesa. Ni esperanza.

El dolor que se alojó en la boca de su estómago fue tan desgarrador que pensó que la partiría en dos. Sintió las rodillas fallarle y buscó apoyo en el margen de la mesa que estaba a su lado. No fue consciente de que sus dedos abandonaban la bandeja de la tarta hasta que no la vio caerse sobre la gruesa capa de nieve a la que, al esparcirse, impregnó con restos de manzana caramelizada.

Como en un sueño vio pasar por delante de sus ojos la imagen de Pasha vestido de gala militar. Su mirada color ceniza la observaba, de una forma seria, por debajo de los bordes de su gorra negra con una estrella roja dibujada en medio.

—Estúpido egoísta —masculló para sus adentros, terriblemente afectada—. Si tú me has olvidado, yo también lo haré. —Su grito interior fue tan desgarrador que estuvo segura de que había llegado a la frontera con Finlandia y que él lo había escuchado.

Y, a partir de ese día, Asya dejó de ir al río.

 

 

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