Asya

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Las consecuencias del trato

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Las consecuencias del trato

 

 

A principios de marzo la primavera comenzó a dar las primeras señales de querer volver. Los tímidos rayos de sol calentaban de un modo agradable la fina capa de nieve que todavía persistía sobre la superficie.

Asya se agachó y tomó una generosa cantidad de nieve medio derretida y se esforzó en formar una bola con sus manos. Tras varios intentos fallidos, desistió ya que la nieve no tenía la consistencia necesaria y se le escurría, de forma irremediable, entre los dedos enguantados.

Escuchó unos ladridos alegres y levantó la vista para observar cómo Matusalén llegaba a su encuentro entusiasmado. Sacudió los restos de nieve adheridos a sus guantes de cuero y se dejó abrazar por las largas patas del animal que llegó hasta ella para ofrecerle su singular saludo al volver de la escuela.

—¡Hola, mi fiel amigo! No te agites como si llevaras años sin verme, apenas llevo unas cinco horas fuera de casa. —Le palmeó con gesto cariñoso la parte baja del cuello dejándose invadir por la alegría del animal. Siguió acariciándole el lustroso pelo de la espalda, al tiempo que le dedicaba palabras afectuosas.

Unos pasos que se acercaban interrumpieron su alegría. Levantó la vista y se encontró con la mirada enfurruñada de dedushka. Algo grave debía de haber pasado puesto que él siempre sonreía a su única nieta. Además, babushka lo seguía, unos metros detrás, con la cabeza gacha. La joven dejó de prestar atención a su perro y esperó atenta a que sus abuelos llegasen hasta ella.

—Vienes una hora tarde —la reprendió su abuelo a modo de saludo—. Las clases acaban a la una y son más de las dos. Síguenos, iremos a exigir la deuda a la familia Fedorov.

—¿La deuda? —preguntó su nieta desconcertada—. ¿Qué deuda?

—Hoy vence el plazo de seis meses correspondiente al pago de los quince caballos que les vendí. Estoy en mi derecho de ir y reclamar el dinero.

Los colores abandonaron las mejillas de Asya y un angustioso mal presentimiento se abatió de forma irremediable sobre la muchacha. Era de sobra sabido que, de haber tenido el dinero, los Fedorov habrían ido a saldar la deuda ellos mismos.

—Tal vez debería darles un par de días, dedushka —opinó la joven tratando de aparentar una tranquilidad que realmente no sentía—. De lo contrario, cabe la posibilidad de que nuestros vecinos se sientan ofendidos por acudir a su casa para reclamarles. Eso no se hace entre amigos.

—¿Ofendidos, ellos? ¡Ofendido yo! Una deuda se paga, o se paga. No queda otra —sentenció el hombre a la vez que apremiaba con la mirada a las dos mujeres para que lo siguieran.

—No es bueno apresurarse… —intervino babushka en un intento de rebajar la tensión, pero la mirada cortante de su marido congeló en sus labios las demás palabras que pensaba decir.

Matusalén sintió el malestar flotar en el aire, por lo que dejó de dar alegres volteretas alrededor de ellos, y regresó hacia la casa. Asya le siguió con la mirada envidiando el poder del animal de hacer lo que quisiera en todo momento. A la joven le hubiera encantado en ese instante convertirse en un despreocupado perro para evitar ir a la hacienda vecina y cumplir con las exigencias de su abuelo. No recordaba haber pasado en toda su vida por un momento más complicado que aquel.

—Vamos, niña, no te quedes ahí parada. Tenemos que ir los tres, vosotras seréis mis testigos.

Nieta y abuela intercambiaron una mirada cargada de preocupación, pero no tuvieron el valor de oponerse y se pusieron en marcha. Durante unos diez minutos, a su alrededor, no se escuchaba otra cosa aparte de sus hondas pisadas en la nieve medio derretida. Llegaron a la puerta de la otra finca y se adentraron en la propiedad. Un silencio, que no presagiaba nada bueno, los acompañó hasta que llegaron a la entrada principal. Dedushka se quitó los gruesos guantes de lana, apartó una fina capa de nieve del cristal y golpeó con fuerza la puerta descolorida.

Asya se olvidó de respirar al ver a la señora Fedorova, que apareció ante de ellos con el rostro mortalmente pálido y la mirada perdida.

—Buenas tardes —la saludó Kurikov con cara de pocos amigos—. Hoy vence el plazo de la deuda que el camarada Fedorov ha contraído conmigo. He venido a exigir el pago.

Natasha, con sus rizos dorados, se dejó ver en el marco de la puerta mirando con fastidio a los recién llegados. Cogió la mano de su madre y le dio un buen apretón, en una inequívoca señal de apoyo.

—Mi padre no se encuentra en casa, camarada Kurikov, lo siento. Precisamente, ha ido a la ciudad para conseguir un préstamo. En unos días, él mismo irá a su puerta para pagarle el dinero que le debemos. Como me imagino que sabrá, el negocio de los caballos no nos ha ido tan bien como esperábamos, pero tenemos dos yeguas preñadas. Estoy segura de que muy pronto las otras ocho harán lo propio.

—Si en la vida hubiese hecho negocios en función de las yeguas preñadas, a estas alturas estaría arruinado. Las cosas no funcionan así. Una deuda se paga a tiempo. Mi mujer y mi nieta son mis testigos. Hoy mismo quiero recibir mi dinero. Ni un día más tarde —sentenció el viejo Kurikov con la cara crispada y los puños apretados.

Asya le tocó la mano en un intento de hacerlo recapacitar. El rumbo de la conversación no presagiaba nada bueno y la tormenta que se asomaba tenía muy mal color.

—Abuelo, vamos a regresar a casa. Por favor. Ya has escuchado a Natasha. Estoy convencida que, en cuanto su padre regrese de la ciudad, te pagará lo que te debe. No es necesario que te enfades por unos días de retraso.

—Cállate, esto no es de tu incumbencia —le espetó malhumorado.

—Camarada Kurikov —tomó la palabra la señora Fedorova, tratando de sonar conciliadora—. No sé lo que pretende pero, como le acaba de decir mi hija, mi marido no se encuentra en casa y supongo que habrá oído que mi hijo Pasha está alistado en el ejército. Por lo tanto, si su intención es querellarse, solo estamos Natasha y yo, que obviamente ni tenemos el dinero ni le podremos ofrecer solución alguna. De todos modos, somos vecinos y honrados; estoy segura de que en unos días mi marido hallará el modo de saldar la deuda. Vivimos puerta con puerta desde hace mucho, nos conoce, somos gente de bien, no entiendo a qué viene toda esta desconfianza.

—No pienso esperar ni un día más. Si son gente de bien, así como dice, demuéstrelo. Es usted una persona instruida que sabe decir las palabras adecuadas en cada momento, pero a mí eso no me basta. La deuda se tiene que saldar hoy mismo —siguió Kurikov en sus treces, tan obstinado como un niño pequeño ante su juguete preferido—. Ni un día más tarde. Si no tenéis el dinero, esta propiedad pasará a mí poder. Así de simple. No fui yo quien fijó los términos del pacto, el propio camarada Fedorov lo decidió, así que ahora no vale lamentarse.

Natasha y su madre se miraron impresionadas la una a la otra, al parecer no daban crédito a lo que acababan de escuchar. Asya buscó con celeridad en su cerebro alguna solución diplomática para aplanar el conflicto, pero no supo cómo enfrentar a su enfurecido abuelo ni qué decirle para hacerle desistir.

—Victor, dejemos que nuestros vecinos solucionen sus problemas. Yo creo que… —Babushka no pudo finalizar su intento de mediación puesto que su marido la zarandeó del hombro enfadado.

—Cállate, y no te metas en asuntos de hombres. Habla si se te pregunta.

—Abuelo, por favor —Asya intentó suavizar el rumbo de los acontecimientos ya que las dos mujeres de la casa habían comenzado a llorar—. No le hables así a babushka.

El hombre inspiró una generosa porción de aire y gritó encolerizado, con la mirada puesta en su vecina:

—Camarada Fedorova, mañana a primera hora regresaré para tomar posesión de la finca. Será mejor que la encuentre desocupada.

—¡No! —se opuso la aludida aterrada—. Esta es la casa de mis difuntos suegros. No nos la puede quitar. Llévese sus caballos si quiere, llévese todos los animales de la granja, pero no nos eches. Sabe que, al mudarnos aquí, renunciamos a todo lo que teníamos, esta hacienda es lo único que nos queda, no tenemos adónde ir.

—¿Por qué me iba a llevar unos animales que de todas formas me pertenecen? Si no podéis pagarme, la finca Fedorov pasará mañana a mi poder. No hay nada más que hablar.

—Maldita Asya, todo esto es por tu culpa —siseó Natasha indignada.

Asya la miró sorprendida. Estaba igual de angustiada y aterrada que ella, no lograba comprender por qué se había convertido en el blanco de la ira de la hermana de Pasha.

—¿Culpa mía? —preguntó sorprendida—. ¿Por qué?

—Pasha te ha dejado, se ha ido al ejército sin despedirse de ti. No te manda cartas, ni quiere saber nada de ti. Estás furiosa y resentida con él. Para desquitarte le pediste a tu abuelo que nos dejase en la calle.

Dedushka posó su foco de interés en su nieta. La señalizó con el dedo al tiempo que le exigía respuestas:

—¿De qué está hablando esta niña? ¿Hubo algo entre Pasha y tú? ¿Se ha atrevido el infeliz a pisotear mi confianza? —El intenso color rojo de la ira tiñó las mejillas del hombre mientras observaba expectante a su nieta.

—No, dedushka, no hubo nada. Pasha y yo solo fuimos amigos.

—¿Seguro?

—Seguro. —Y mientras calmaba la ira de su abuelo, Asya cayó en la cuenta de que no mentía. Entre ella y Pasha solo hubo una buena amistad, un beso y un no beso. Nada más. Y nada menos.

 

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