Asya

Asya


El funeral

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El funeral

 

 

Pasha miró impaciente por la ventanilla deseando que el tren no avanzase tan despacio. Llevaba muchas horas de viaje y el cansancio y la preocupación comenzaron a pasarle factura. Unas semanas atrás había recibió una carta de su madre que le había provocado una autentica angustia, dejándolo sumido desde entonces en la más honda de las inquietudes.

Su batallón estaba destinado en la frontera con Finlandia y fue una suerte que los dos bandos se diesen una pequeña tregua de un mes, por lo que sus superiores le concedieron un permiso de unos días para visitar a su familia, que, por lo visto, se había quedado en la calle. Abrió la carta arrugada de su madre y, tras desdoblarle los bordes con la mano, volvió a leerla incapaz de comprender lo incomprensible.

 

Mi querido Pashenko,

Ojalá nunca hubiese tenido que escribir esta dolorosa carta ni darte las tristes noticias que, con seguridad, llenarán tu corazón de desolación. No hay una manera sencilla de anunciarte que nuestra familia lo ha perdido todo. Sí, mi querido hijo, has leído bien; en el momento que te escribo estas líneas, ya no tenemos un techo encima de nuestras cabezas ni un lugar al que llamar hogar.

¿Te acuerdas del trato que tu padre hizo con nuestro vecino, el señor Kurikov? Pues bien, las cosas no han ido todo o bien que esperábamos y, por lo tanto, no pudimos pagarle los quince caballos que nos vendió aquel día. La cosecha fue desastrosa, las monturas de las yeguas no dieron los resultados esperados ya que solo dos de ellas quedaron preñadas y a tu padre le negaron el préstamo que fue a pedir al banco de Tersk.

El día que venció el plazo nuestro vecino, el señor Kurikov, acudió a nuestra puerta, en compañía de su mujer y su nieta, para exigirnos la deuda. Como si fuéramos unos extraños, no tuvieron ni el menor miramiento para con nosotros. No nos dejaron ni los animales, ni un trozo de tierra donde poder cobijarnos. No tuvieron piedad y nos echaron de las tierras que, por derecho, nos pertenecen. Salimos con lo puesto y algunas pertenencias más rumbo a la ciudad. Aquí el panorama no es muy esperanzador tampoco; no hay trabajo y la vida es muy cara. Hemos pedido asilo comunal a la espera de que el Estado nos designe un apartamento compartido. Tu padre se lo ha tomado muy mal, las molestias renales que tenía se le han agravado bastante y no disponemos de medicinas ni dinero para poder curarlo. Ven a casa unos días, eres nuestro mayor apoyo en estos angustiosos momentos. Tu hermana no para de lamentarse y yo no sé cómo afrontar todo esto sola. Te necesito, mi querido hijo. Más que nunca. Por favor, ven a vernos.

Con mucho cariño, tu madre.

 

Pasha dejó la carta en su regazo y volvió a mirar por la ventana. A lo lejos se divisaban los cinco picos de las montañas que custodiaban la ciudad. Suspiró profundamente intentando ordenar sus agitados pensamientos. ¿Cómo era posible que Victor Kurikov les hiciera eso a sus queridos padres? ¿Y Asya? Había permitido que su familia se quedase en la calle sin levantar un dedo en su ayuda. Asya, su Asy, en la que no había dejado de pensar ni un solo día. Su gran amor le había traicionado de la forma más cruel posible. ¿Cómo explicarle aquello a un corazón enamorado?

Si la situación era tan mala como su madre la describía en su carta, debía de abandonar cualquier esperanza de futuro con ella. El simple pensamiento de renunciar a la mujer de sus sueños, le provocó en su pecho un dolor tan hondo que creyó haberlo partido por la mitad. Su mente intuía que ya no era posible tenerla, pero su intrépido corazón se negaba a aceptarlo.

Llevaba un año alistado en el ejército y había obtenido importantes logros en la guerra fronteriza con Finlandia. Sus superiores le habían ofrecido hacer carrera militar y él había aceptado de buena gana, puesto que era su intención de todos modos. Estaba a la espera de ser nombrado, en breve, teniente oficial y su ascenso hacia una carrera importante sería imparable. Pasha poseía inteligencia, valentía y constancia, tres de las cualidades más buscadas en un oficial del Ejército Rojo. Corrían tiempos difíciles y de sobra era sabido que la Segunda Guerra Mundial era un hecho inminente.

Al caer la tarde, el tren paró en la estación de Tersk y Pasha encaminó sus pasos hacia la dirección que su madre le dio. Llegó cansado y sudoroso a una finca destartalada, situada en un barrio humilde que olía a humedad y a sueños rotos.

Preguntó por su familia y le informaron que se habían mudado a un apartamento comunal en la parte sur de la ciudad. Tras varias horas de caminata, consiguió localizarlos. Convivían los tres en una habitación sucia y nauseabunda y compartían cocina y baño con otras seis familias que vivían en el mismo pasillo. Su madre había conseguido trabajo de profesora en una escuela situada en un barrio obrero, por lo que podían pagar la comida y no morirse de hambre.

Su padre estaba hospitalizado, puesto que su salud había empeorado de forma brusca. Al siguiente día de su llegada, Pasha acudió al hospital, pero no le fue posible hablar con él ya que se encontraba inconsciente y en sus últimas horas de vida. Dos días más tarde, el señor Fedorov dio su último respiro sin despedirse de los suyos.

Pasha destinó todos sus ahorros para ofrecerle un funeral digno, así como la religión ortodoxa y las tradiciones lo pedían. Le compró un traje oscuro y zapatos nuevos, como mandaba la costumbre, para que su padre hiciera su último viaje en las mejores condiciones.

Lo colocaron en un brillante ataúd de color marrón bronce, al que dejaron dos días expuesto en la entrada del edificio donde vivían para que todo aquel que lo deseara pudiese acudir y despedirse de él. No vino mucha gente puesto que solo llevaban viviendo allí un par de semanas pero, aun así, casi todos los ocupantes de los apartamentos comunales se acercaron y dieron el pésame a la familia.

El día del funeral, llevaron el cuerpo del difunto a la iglesia donde tres sacerdotes rezaron por su alma e imploraban al Dios todopoderoso que perdonase los pecados que Oleg hubiera cometido en vida. Pasha destinó los últimos rublos que tenía para pagar las veinticuatro aduanas que, supuestamente, debía de recorrer su padre antes de llegar al reino de los cielos.

Tras enterrarlo ofrecieron una comida para los vecinos del bloque comunal, donde se sirvió vino, vodka, albóndigas de carne, pan blanco y un postre específico llamado muravéinik, consistente en galletas desmenuzadas mezcladas con crema y amontonadas en forma de colina.

Una vez terminadas las tareas y las obligaciones del funeral, Pasha se permitió pensar en la desgracia de su familia. Le dolía el alma al presenciar su declive y se sintió desolado al tener que dejar a su afligida madre y a su única hermana en unas condiciones de vida lamentables, solas y desprotegidas.

—Mamá, no estés tan preocupada; no os dejaré solas, yo cuidaré de vosotras. Muy pronto me van a ascender a teniente oficial y tendré un buen sueldo. Os mandaré dinero, así que no quiero verte alarmada. Iré al cuartel militar de aquí y hablaré con un oficial para que os tenga bajo su cuidado. Vendrá al menos una vez por semana a visitaros y cualquier problema que tengáis, él os ayudará. En cuanto sea posible, yo mismo pediré el traslado a esta zona y nos reuniremos de nuevo, pero esto llevará su tiempo, quizás años.

—Eres un buen hijo, mi Pashenko —agradeció su madre con voz apagada—. Toda esta desgracia se abatió sobre nosotros por culpa de los Kurikov. Prométeme que algún día recuperarás nuestra propiedad y los harás pagar muy caro. Algún día vengaremos la muerte de tu padre.

—Te doy mi palabra —le prometió su hijo, y una intensa sed de venganza oscureció sus ojos. Abrazó con afecto el cuerpo frágil de su progenitora y añadió en voz queda—: Algún día.

Mientras aquella promesa salía de sus labios comprendió angustiado que Asya, su Asy, acababa de convertirse en su enemiga. No solo tendría que olvidarla y arrancarla de su corazón a la fuerza, sino que debía acostumbrarse a la idea de que pertenecían a bandos contrarios. Para vengar a su familia era necesario destrozar la suya. Sería implacable hasta satisfacer la ofensa recibida.

Natasha, al verlo pensativo, le dio un fuerte apretón en la mano. Su rostro angelical se contrajo y dijo llena de rabia:

—Deja de pensar en ella. Conozco esta mirada perdida tuya, cada vez que reñías con ella, te ponías así. No sabes qué cara de satisfacción tenía el día que su abuelo nos echó. Para mí, que todo fue idea suya. Se quedó frustrada por haberte marchado sin despedirte de ella y quiso vengarse de ti.

—No, Asya no es así —se apresuró en defenderla—. La conozco desde niña, tiene un buen corazón.

—No te atrevas a protegerla —le gritó su hermana a punto de echarse a llorar—. No te atrevas, Pasha. Es una maldita víbora y harás bien en asumirlo.

Y en este instante, el joven comprendió que la guerra que el Ejército Rojo lidiaba en la frontera rusa era muy pequeña comparada con la que tendría que liderar por su familia.

A pesar de haber tomado la decisión correcta, Pasha no fue capaz de abandonar la ciudad sin ver a Asya. Antes de tomar el tren que lo llevaría de vuelta a su batallón, se acercó a la escuela que ella frecuentaba. Esperó escondido detrás de un árbol hasta que sus ojos la localizaron en medio de sus amigas. Su corazón dejó de latir en cuanto pudo sentir su esencia filtrándose entre sus poros. La cabeza le daba vueltas debido a la emoción que provocaba en su interior. Era superior a sus fuerzas obviar aquella irresistible atracción que sentía por ella desde que tenía uso de razón.

Apoyado en el árbol, fantaseó con la idea de ir corriendo hacia ella y abrazarla. Confesarle todo aquello que no fue capaz el día de su partida. Besarla hasta que su intrépido corazón estuviera satisfecho.

Durante un largo segundo, ella posó la mirada en el árbol, como si hubiese sabido que se ocultaba tras él. Su presencia era tan intensa que el joven militar se sintió desfallecer ahí mismo. Tuvo el fuerte impulso de abandonar su escondite, atraído como un imán por sus incombustibles ojos verdes. Reunió toda la fuerza de voluntad de la que fue capaz y se contuvo. Incrustó los dedos en la corteza del árbol, hasta hacerlos sangrar para dominar sus instintos. Por mucho que su corazón así lo sentía, ya nunca volverían a ser el Pasha y Asy de antes.

Mientras luchaba consigo mismo para permanecer oculto ante ella, Asya cambió el foco de su atención y se encaminó, junto a sus compañeras, hacia la salida de la escuela. Sus largos cabellos oscuros ondeaban al viento repartiendo a los alrededores su inconfundible perfume de almendras dulces. Él lo inspiró por última vez reconociendo con angustiosa certeza que, tal vez, no volverían a verse nunca más. Ante esa desalentadora realidad, dejó de reprimirse y se echó a llorar.

Asya. ¿Cómo demonios haría para poder olvidarla?

Despertó de su dolor cuando el zumbido de los estudiantes que abandonaban la escuela se hubo apagado. Inspiró profundamente, cuadró los hombros y se atusó la gruesa túnica militar que llevaba puesta. Se colocó con cuidado la gorra roja y comenzó a andar con paso decidido hacia la estación.

Sin ser consciente, el dolor de haber perdido al amor de su vida, había convertido al joven militar en un hombre. Un hombre que sabía cuáles eran sus responsabilidades en el mundo. Un hombre que tomó la decisión de volver algún día para vengarse, aun sabiendo que la venganza mataría primero a quien deseaba vengarse.

 

 

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