Asya

Asya


Una noche más oscura

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Una noche más oscura

 

 

Pasha intentó despegar las pestañas, pero no logró su propósito al estar completamente pegadas las unas a las otras. Sentía una sofocante conmoción en todo el cuerpo y un inmenso vacío en su mente. Su instinto le decía que debía reaccionar, aunque fue incapaz de mover un solo músculo.

Estaba atrapado en algún lugar muy oscuro, pero no recordaba dónde ni por qué. De pronto, la ola de calor se esfumó y un gélido aire frío envolvió el cuerpo del valiente soldado. La oscuridad se hizo más honda y el oxígeno estaba cada vez más escaso, hasta el punto de impedirle respirar.

Llegado a este punto fue trasportado a una verde pradera iluminada por los brillantes rayos de un alegre sol. Cabalgaba a lomos de un fogoso caballo de color blanco hasta llegar a la orilla de un río. Esperó ansioso un par de segundos y una luminosa sonrisa apareció en su rostro al observar un espléndido animal, de pelaje negro y lustroso, acercarse a él. Se trataba de Asuán, quien llevaba en su montura a una impaciente Asya, que no paraba de agitar la mano, poseída de su característico entusiasmo.

—No llego tarde, tú eres el que siempre se adelanta. Además, no hemos quedado —comentó, nada más parar el caballo junto al suyo. Apoyó un pie en los estribos metálicos sujetos a la silla de montar y bajó de un salto.

—Sí que hemos quedado —la contradijo él fingiendo estar malhumorado al tiempo que imitaba su gesto y se bajaba de su propia montura.

Se contemplaron el uno al otro desde la distancia y sus miradas chocaron presas de un ardiente deseo. Sintió el fuerte impulso de darle un beso por lo que dejó que ella tuviera la última palabra y se abalanzó sobre su boca, al tiempo que le aprisionaba la cara entre sus manos. Comenzó a besarla con una necesidad desbordante, adentrándose en el interior caliente de su boca que lo recibió húmeda y bien dispuesta. Se degustaron al principio con lentitud, e intensificaron el ritmo hasta convertirlo en un fuego devorador que los dejó exhaustos y deseosos de más. Cuando la necesidad de respirar se hizo imperiosa se separaron unos pocos centímetros y se contemplaron el uno al otro con infinita pasión.

—Te amo —susurró él de forma apasionada en sus labios—. Desde el día que tu abuelo te trajo a la pradera, me he sentido atraído de una forma especial por ti. Al principio fue amistad, y una de las buenas, que se fue transformando con el paso del tiempo en algo más intenso. Al convertirnos en adolescentes, he comenzado a verte de forma diferente, y me sentía desconcertado; no sabía por qué se me aceleraba el pulso cada vez que te acercabas a mí ni porqué las rodillas me fallaban cuando me tocabas de forma accidental. Pero un buen día se hizo la luz: actuaba así porque te habías colado dentro de mí, y te colaste tan hondo que dudo mucho que algún día me libré de ti. Eres y siempre serás mi Asy.

Ella se le quedó mirándolo con los ojos muy abiertos, como si necesitase empaparse de todas aquellas palabras. La expresión de su rostro se suavizó y una gran sonrisa iluminó sus ojos.

—Siempre seré tu Asy, lo acabas de decir. Por favor, nunca lo olvides. El día que me entregaste el cachorro más grande y te quedaste para ti el débil, mi estómago se llenó de suaves mariposas y supe que siempre serás mi Pasha. Yo también te amo, comandante Fedorov.

Esa ardiente declaración provocó en Pasha un fuerte estímulo que le traspasó el cuerpo entumecido desde la planta de los pies hasta su cerebro. Consiguió moverse un poco y su mente regresó a la realidad. Una ola de pánico se apoderó de él al tomar conciencia de la realidad. Se encontraba oculto bajo una montaña de nieve y, en su escondite, ya no quedaba aire. Se estaba ahogando. Su instinto le decía que debía reaccionar para salvarse, pero una dulce agonía parecía dominarlo, manteniéndolo en un estado aletargado. La imagen del amor de su vida cobró vida propia y le zarandeó los hombros obligándole a reaccionar. Levantó un brazo para coger impulso y logró moverlo un poco. Asya le apremiaba con la mirada y, finalmente, le agarró las manos, ayudándole a moverse.

—Vamos, Pasha, levántate; hazlo por nosotros, para que nuestra historia tenga una oportunidad. Nuestro amor está escrito en las estrellas, debemos hacerlo realidad algún día.

La palabra «oportunidad» comenzó a retumbar dentro de su cerebro entumecido y perdió el contacto con la realidad, al tiempo que notaba cómo sus dedos lograban traspasar el manto gélido que cubría su cuerpo. En ese preciso instante, la capa de nieve que lo cubría comenzó a disiparse. La imagen de Asya se disolvió al instante y su lugar fue ocupado por varios pares de ojos que lo escrutaban con preocupación. Notó cómo algunas manos le cogían y le sacaban con premura de su agujero negro. Dejó de sentir frío, dejó de sentir calor.

—¡Pasha! Amigo, abre los ojos —escuchó una voz lejana llamarlo—. Soy yo, Andrei. Lo hemos conseguido. Hemos burlado al enemigo. Te estuvimos buscando un buen rato, pero te camuflaste tan bien que no conseguimos dar con tu escondite. Iluminamos con unas antorchas todo lo que pudimos, hasta que un soldado divisó tus dedos saliendo de la nieve. Un poco más y no conseguimos hallarte con vida.

El comandante abrió los ojos con dificultad e hizo el amago de una sonrisa que quedó paralizada en su rostro congelado. Trató de hablar, pero no pudo despegar los labios. Un fuerte sentimiento de pánico se adueñó de él tras comprender que tampoco sentía su cuerpo.

—Vamos a hacer una camilla con las ramas de los árboles —escuchó gritar a Andrei—. Nuestro comandante ha estado cinco horas bajo la nieve y no responde a los estímulos. Tenemos que friccionarle rápido para que entre en calor y la sangre llegue a sus tejidos amortiguados, después lo envolveremos en una manta y lo llevaremos entre todos. Ah, y preparad una botella de vodka. Rápido, camaradas, no podemos perder ni un segundo.

Acto seguido, Pasha observó cómo varias manos le masajeaban sus entumecidas piernas y se estremeció al no sentir el tacto de las mismas en su carne. Era como si aquellas manos tocasen una parte muerta de sí mismo. No sentía nada. Por un segundo se preguntó si estaría muerto y si su alma lo contemplaría todo desde la distancia. Descartó esa idea al observar cómo otro soldado le acercaba a sus labios una cantimplora con alcohol y, aun cuando el simple olor le provocaba arcadas, se esforzó en tomar un trago largo que le quemó la garganta, alojándose en su estómago y dejando a su paso una agradable sensación de calor. Le invadieron las ganas de cerrar los párpados, aunque la poca cordura que aún permanecía viva en su cerebro le aconsejaba mantener los ojos bien abiertos.

La luz de la antorcha se fue apagando y los soldados colocaron su cuerpo entumecido sobre la improvisada camilla confeccionada con ramas de pino. Después, le taparon con la manta y comenzaron a arrástralo entre todos. Los baches del terreno resbaladizo le golpeaban la espalda y una intensa sensación de malestar se apoderó de todo su ser. El valiente comandante volvió a perder el conocimiento y todo se cubrió de oscuridad.

 

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