Asya

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El regreso de Pasha

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El regreso de Pasha

Tersk, enero de 1940

 

 

El comandante Fedorov bajó del tren con cierta dificultad, apoyando su muleta en la acera adoquinada de la estación de Tersk. Caminó con lentitud hasta que consiguió adaptar su pierna izquierda a un ritmo aceptable. Avanzó, a pesar del cansancio acumulado, pensando que, en cuanto llegara a su casa, dormiría doce horas seguidas. O, puede que, incluso, algunas más.

Desde la fatídica noche en la que casi murió congelado bajo la nieve habían pasado cinco semanas. Cinco largas semanas de incertidumbre y angustia ya que la pierna izquierda se le había congelado por el frío. Sus camaradas lo llevaron de vuelta a la base rusa aunque, al ser de noche y con el enemigo cerca, tardaron más de diez horas en llegar. Los médicos del campamento dieron al comandante por perdido, aunque el latido de su corazón hizo que se ganara una pequeña oportunidad. Los altos mandos lo enviaron de urgencia a un hospital militar, situado en la zona, y las doce mil almas rusas salvadas por su valentía rezaron al Todopoderoso para que se recuperara.

Y el Todopoderoso fue misericordioso y Pasha salió del pozo oscuro en el que estaba metido. Cuando recobró el conocimiento, el médico que le atendió le explicó que había sufrido graves quemaduras a causa del frío y que una importante gangrena se había formado en su pierna izquierda.

—Lo más seguro es que sea necesario que se la amputemos entera, no creo que los tejidos queden funcionales de nuevo. Lo siento mucho, comandante; es usted un hombre muy fuerte y vigoroso, tiene que sentirse afortunado por haber resistido tanto —le anunció el sanitario, tras hacerle las pruebas pertinentes.

Aquella noche, el militar no dejó de tocarse la pierna preso de una intensa desesperación. Había visto multitud de casos de soldados, que, debido a alguna explosión o granada, habían quedado sin piernas o brazos. Intentaba hacerse la idea, pero no conseguía visualizarse de ese modo. Su mente no estaba preparada para enfrentarse a la pérdida de una parte de su cuerpo. Por no mencionar el hecho de que su carrera militar llegaría a su fin. Se sintió asustado y alterado ante las nuevas circunstancias de su vida.

No obstante, la suerte estuvo de su lado de alguna manera. Al final, no fue necesario amputarle la pierna entera puesto que los tejidos afectados se curaron y respondieron bien a los estímulos. Le amputaron los cinco dedos del pie izquierdo y le colocaron una prótesis de hierro que le ayudaría a sostener el peso y caminar con cierta normalidad unas horas al día. Los médicos le advirtieron que no tendría el mismo andar ágil y despreocupado de antes, pero al menos, sí cierta independencia y no se quedaría inválido del todo.

Pasha puso el mayor empeño del mundo en acostumbrarse a su nueva realidad. Intentó llevar la prótesis con normalidad, aun cuando padecía intensos dolores por sobrepasar las horas que los doctores le recomendaron llevarla. Deseó de todo corazón seguir en el ejército, pero, finalmente, se vio obligado a aceptar que aquello no era posible.

Un comité médico le declaró inapto para el servicio activo y le pasaron a reserva. A petición propia, le asignaron el control de la base militar de Tersk, con el cargo de comandante general.

—Comandante, lleva muchos años pidiendo un puesto cercano a Tersk para cuidar de su madre y su hermana. Hasta ahora no hemos podido prescindir de sus servicios, ya que nuestra madre patria lo ha necesitado, pero ha llegado el momento de que se tome un respiro. Regrese a casa, valiente camarada. Su trabajo en el frente ha terminado. Estamos muy orgullosos de usted, recibirá por parte del ejército la condecoración más alta que testificará para siempre su valentía y coraje.

Y Pasha no tuvo más remedio que firmar la baja del servicio militar activo y pasarse al estado de reserva.

Al llegar a la salida de la estación fue recibido, de forma efusiva, por Natasha y su madre. Le rodearon entre las dos, colmándole de besos y cariñosos abrazos.

—Mi Pashenko —le llamó su madre entre lágrimas—. Mi valiente hijo. Déjame que te vea. ¿Cómo está tu pierna? —preguntó afligida, al tiempo que lo observaba con atención para cerciorarse de que todas las piezas de su cuerpo siguiesen intactas.

—Tranquila, mamá. Mi defecto no es visible, al menos, no a simple vista.

—Nos asustamos tanto cuando nos informaron de que podrías no sobrevivir. Mírate, te han salido algunas canas —constató su madre, visiblemente afectada—. ¿Sufres dolores?

—A veces, sí; aunque no me quejo, podría haber sido mucho peor. Me han recomendado llevar unas botas especiales, más anchas que las normales, por lo tanto, puedo hacer vida normal, pero solo unas pocas horas al día.

—Apenas se te nota al andar —afirmó Natasha con su habitual optimismo. Su hermano estaba vivo y venía para quedarse. ¿Qué importaban unas cuantas canas y una pierna mutilada? A partir de ahora sería el máximo oficial de la ciudad y, ella, en calidad de hermana pensaba aprovechar al máximo esta circunstancia. Se colgó de su brazo en actitud fraternal, instándolo a andar—. Vámonos, hemos alquilado un carruaje, en casa te darás un baño y descansarás.

Aquella noche compartieron una cena agradable alrededor de una pomposa mesa que la señora Fedorova se había esmerado en preparar, desplegando todas sus dotes culinarias para ofrecerle a su querido hijo una más que merecida bienvenida.

—¿Y ahora qué pasará? —preguntó Natasha mientras hundía la cuchara en la esponjosa superficie de la tarta de nata con nueces. Se la llevó a la boca y suspiró de placer—. Te ha salido deliciosa, mamá.

—Mañana debo presentarme al cuartel para tomar posesión de mi nuevo cargo. Me familiarizaré con la rutina y llevaré las riendas de la base de nuestra ciudad —respondió su hermano que imitó su gesto y se sirvió una generosa porción. Mostró una expresión complacida en su rostro, señal inequívoca de que la tarta de nata había triunfado.

—Pero serás el máximo responsable, ¿verdad?

—Me han condecorado con la Estrella Dorada por el éxito de nuestra última misión y me han ascendido a comandante general en reserva, así que sí, me imagino que seré un pequeño dios. —Sonrió con ternura al ver la cara satisfecha de Natasha.

—Si tú serás un pequeño dios, yo tendré a todos los oficiales a mis pies —dio su hermana voz a sus pensamientos presa de un repentino entusiasmo—. Pasha, ¡debes organizar un baile de bienvenida cuanto antes! He cumplido veintisiete años, se me está pasando el arroz. ¡Necesito encontrar marido! Me he cansado de cuidar de mocosos malcriados. ¡Deseo tener mi propia familia!

Pasha se dejó caer contra el respaldo de su silla y le sonrió condescendiente. Tras tantos años angustiosos pasados en las bases militares, era agradable volver a las trivialidades de la vida cotidiana y al calor del hogar. Y escuchar las naderías de su hermana.

—Tranquila, hermanita. Te prometo que, muy pronto, danzarás en el mejor baile que jamás se haya organizado en esta ciudad.

Ante esa posibilidad las mejillas de Natasha se incendiaron de placer. La madre de ambos comenzó a recoger los platos y les ofreció un vaso de vino caliente, edulcorado con miel y especias. Mientras lo saboreaban, sacó a relucir el espinoso tema de los Kurikov.

—Pasha, ahora que te has convertido en un hombre poderoso, debes recordar la ofensa recibida en el pasado. Ha llegado la hora de que recuperes nuestra fortuna. Encuentra la manera de hacerlo y nos mudaremos todos a la hacienda. Necesito de una vez por todas que venguemos la muerte de tu padre y que limpiemos nuestro nombre. Ha llegado la hora.

Pasha se llevó la mano de su madre a los labios y depositó un beso afectuoso en la superficie surcada de la misma. La expresión de su rostro se tensó al recordar la grave ofensa e injusticia que su familia había sufrido años atrás. Su madre tenía razón, había llegado la hora de la venganza.

—Lo haré, mamá. No tengas ninguna duda de que recuperaremos lo nuestro y les pagaremos con la misma medicina. Tengo un plan infalible que dejará a la familia Kurikov en la calle.

—¿Incluida Asya? —preguntó Natasha con ironía, al tiempo que posaba sobre su hermano una mirada fría y distante.

Asya.

El simple nombramiento de la que consideraba el amor de su vida hizo que los sentidos de Pasha se alterasen de forma visible. El crudo deseo de saber de ella ardía de forma latente bajo su piel, aunque no se sentía preparado para enfrentarse todavía a esa parte de su vida, que palpitaba con tanto poderío en su interior. A pesar de sus esfuerzos, nunca había podido olvidarla ni sacarla de su corazón.

—¿Asya? —Su nombre se quedó en sus labios, incapaz de añadir nada más. La voz se le quebró por la emoción y su mente parecía haberse atontado. Trató de añadir alguna trivialidad cualquiera que le ayudase a superar ese pico emocional porque sabía que su turbación, a su hermana, no le pasaría desapercibida.

—Sí, la misma que le pidió a su abuelo que nos quitara nuestra hacienda. La bruja de ojos verdes que te hechizó de adolescente y cuyo sortilegio veo que todavía perdura. ¡No te atrevas a seguir pensando en ella! —le advirtió su hermana irritada.

—Natasha, no es el momento que hablemos de… ella —intervino su madre en la conversación para rebajar la tensión formada entre sus hijos—. Deja a tu hermano en paz, por ahora. Él ya no es un muchacho fácil de impresionar, sabe de sobra lo que tiene que hacer, y estoy segura de que no pasará por alto una ofensa tan grande, porque ni puede ni debe hacerlo.

—¿Asya vive todavía con sus abuelos? —preguntó finalmente Pasha, ansioso por saber si había formado su propia familia. El simple pensamiento de que así fuera, hizo sangrar su corazón. De forma abundante.

—Regresó de Moscú hace unos seis meses, más o menos —le aclaró su hermana de mala gana—. Años antes se marchó a la capital para estudiar Medicina Veterinaria y, por desgracia, regresó sin marido. Ahora se da aires de gran señora, presumiendo que lo sabe todo sobre los animales.

Sin saber por qué el corazón de Pasha dio un vuelco brusco, preso de una inexplicable alegría. Asya, su Asy, había cumplido el sueño de su vida convirtiéndose en médica veterinaria. Y seguía soltera. Cuando las miradas enfurruñadas de su madre y su hermana le quemaron el rostro comprendió que debía parar el hilo de sus pensamientos. Asya, ya no era su Asy y nunca más podría serlo. La palabra «venganza» le hizo tomar conciencia de la realidad. Y su cruda realidad era que debía destrozarle la vida a la mujer que más amaba en el mundo.

 

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