Arthur

Arthur


CAPÍTULO 10

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CAPÍTULO 10

 

Como cada mañana, salgo de casa a las siete menos veinte y conduzco hasta Canterbury. Hoy es el cuarto día que hago el mismo recorrido, ida y vuelta. El tiempo que pierdo en el puto trayecto me mata y me crispa los nervios. Son dos horas que podría dedicar a dormir algo más y a poder pasar más tiempo con mi padre, al que apenas veo. Cuando llego a casa, él ya ha cenado y está a punto de irse a la cama. Por decir que me espera despierto para saber cómo me ha ido el día, de lo contrario ni siquiera llegaríamos a vernos. Está acostumbrado a unos horarios en los que yo no quiero interferir. Las normas de la clínica son muy estrictas y, aunque ya lleve sobrio dos años, debe cumplirlas al pie de la letra. Mañana viernes, que salgo antes del trabajo, le prepararé la cena y pasaremos un rato juntos, algo que no hacemos desde… nunca. Sorprendente, ¿verdad? Pues es cierto. Jamás he compartido con mi padre, espacio y tiempo, sin que él estuviera bebido.

Cuando estuvo ingresado en la clínica e iba a verlo, al principio esas visitas eran supervisadas porque él no estaba en sus plenas facultades. Luego, cuando empezó a recuperarse y su conciencia hizo acto de presencia, se sintió tan avergonzado que se negó a recibir mis visitas. Afortunadamente esa etapa sólo duró un par de meses. Ahora, por circunstancias de la vida, volvemos a estar juntos bajo el mismo techo. Ya es hora de recuperar el tiempo perdido.

«Dicen que no hay mal que por bien no venga…»

Salgo de la carretera y cojo el desvío a Green Clover.

Trabajar con Alison está resultando más fácil de lo que en un principio creí. Es una mujer que se toma muy en serio las funciones de gerente. Es metódica, concienzuda y tenaz. Me recuerda a su hermano Theodore una barbaridad. Está consiguiendo tirar por tierra la preconcebida imagen que tenía de ella. La de una mujer caprichosa de tomo y lomo capaz de hacer cualquier cosa con tal de salirse con la suya. Nada más lejos de la realidad. A veces me descubro observándola más de lo que debiera. Supongo que es algo inevitable teniendo en cuenta que compartimos despacho y que, cada vez que levanto la vista de lo que estoy haciendo, la encuentro ahí.

«Para tu desgracia…»

También me he dado cuenta de que todo el mundo la aprecia, incluso la adoran. Sobre todo, el resto de las chicas.

Más que jefa y empleadas, parecen amigas. Igual que me pasaba a mí con Theodore y Adrien.

«Qué tiempos aquellos…»

Echo de menos nuestra amistad y complicidad.

Entro en el patio de Green Clover, aparco el coche y cojo la bolsa de papel, con mi almuerzo, del asiento del copiloto.

«Veamos qué te depara hoy el día…»

Mis compañeras de trabajo, hasta el momento, son unas cabronas conmigo. Todas. Bueno, todas no, Kimberly parece compadecerse de mí por momentos. Unas por lo que ya se sabe, que me he acostado con ellas y blablablá. Y las otras, imagino que por conmiseración hacia sus amigas. Digo yo, porque apenas he cruzado más de dos palabras con ellas, la verdad. Hasta el momento he pasado por alto sus perrerías de patio de colegio: dejar la fotocopiadora sin papel, desenchufarme el teléfono fijo o esconderme el almuerzo en los parterres de los alrededores, entre otras cosas. Les he dado de plazo un par de semanas para que se desquiten. Si a partir de ahí no cambian las cosas, no tendré más remedio que actuar en consecuencia y ponerme a su altura.

Yo también sé jugar a ese juego, joder.

«No será necesario, eres un tío encantador y te las ganarás…»

Saco la tarjeta de identificación, la paso por el aparato y entro. Enciendo las luces y voy a mi despacho a comprobar que todo está como debe de estar: teléfono, ordenador e impresora, conectados; bolígrafos con su capuchón correspondiente… «Bien». Voy a la cocina y pongo agua a hervir. De la bolsa que llevo en las manos, saco un tarro con hojas de menta y unas galletas saladas, y vuelvo a mi despacho a dejar mi almuerzo en uno de los cajones, que cierro con llave, por si las moscas. Echo un vistazo a la agenda: reunión a las nueve con Amber y Leslie, finalizar el presupuesto de una visita guiada y poco más. «Bien». Regreso a la cocina, echo un puñado de hojas de menta en el agua hirviendo, lo retiro del fuego y tapo la infusión. Vacío el paquete de galletas saladas en un plato y preparo el café. «Bien». Luego, vierto la infusión de menta en una taza, me sirvo un café y miro el reloj: «cinco, cuatro, tres, dos, uno…», antes de que llegue a cero, escucho el taconeo apurado de Alison en la estancia. Espero diez minutos y, con la infusión en una mano, y las galletas saladas en la otra, entro en el despacho. Antes de que me dé tiempo a dejarlo todo sobre su mesa, sale del baño, pálida y ojerosa.

Nuestras miradas se encuentran.

La mía cargada de sentimiento de culpa.

La suya no sabría decir…

—¿No sabes llamar a la puerta? —exclama enfadada.

—Buenos días a ti también, dado que compartimos despacho, no creí que fuera necesario.

—Adrien tiene razón, necesitas una amonestación. Desde que estás aquí no tengo intimidad, invades mi espacio y es incómodo. Estoy harta de… ¿qué es esto? —señala su mesa.

—Infusión de menta y galletas saladas, leí que iban bien para calmar las náuseas del embarazo. La menta relaja el estómago y… —tuerce el gesto con desagrado—. Tranquila, ya me la tomo yo, no hace falta que pongas esa cara, sólo trataba de ayudarte, eso es todo. No quería hacerte sentir incómoda ni nada por el estilo. Yo…

—¡Cállate!

Asiento.

«Que te den».

Salgo del despacho dando un portazo, sin importarme que ya hayan llegado mis compañeras y me miren con recelo.

«Esto te pasa por imbécil, por preocuparte y sentirte culpable».

Exhalo con fuerza y entro en la cocina.

Tiro a la basura el tarro con las hojas de menta y las pocas galletas que quedaban en el paquete. No sé ni para qué me molesto, joder. No sé para qué entro en internet y busco información sobre las náuseas del embarazo y los remedios naturales para combatirlas. No sé para qué voy a la tienda de la esquina en mi calle y compro lo necesario para intentar hacer que se sienta mejor, si lo único que consigo con ello es que me grite y me trate como una mierda, sin valorar el puto gesto.

Inspiro y espiro para calmarme y no liarla parda, porque si me dejo llevar…

Poco después regreso al despacho y, sin dirigirle la mirada, cojo la agenda, la abro y leo:

—A las nueve tienes una reunión con Amber y Leslie.

Después del almuerzo tendrás sobre tu mesa el presupuesto de la visita personalizada a ese director de cine, me pondré con ello en cuanto salgamos de la reunión.

—Arthur…

Mantengo la vista en la agenda y sigo leyendo:

—Marion necesita repasar contigo el tema de los horarios de otoño y…

—Por favor, Arthur, escúchame…

Alzo la mirada y la clavo en sus ojos.

—¿Vas a hablarme de trabajo?

—No.

—Entonces no me interesa. Te espero en el despacho de tu hermana, recuerda que la reunión es dentro de diez minutos.

La reunión dura poco más de hora y media. Durante ésta, me limito a escuchar y tomar notas, para luego realizar el informe diario y archivarlo en su correspondiente lugar. No cruzo ni media palabra con Alison y evito a toda costa mirarla. Eso sí, doy mi opinión cuando se me pide y me involucro en el tema lo necesario. No sé si Amber se da cuenta, pero el ambiente entre nosotros es demasiado tenso y podría cortarse con un cuchillo. No me gusta trabajar en estas condiciones, pero es lo que hay. Estoy aquí porque de momento no tengo más remedio. Eso no significa que deba callarme y agachar la cabeza cuando se me trata injustamente.

No me lo merezco, joder.

Una vez en nuestro despacho compartido, ella hace amago de entablar conversación y la ignoro sin más. Transcribo lo acordado en la reunión, modifico algunos puntos específicos y archivo el informe. Cojo la carpeta del presupuesto que debo terminar y me pongo con él. Me cuesta un triunfo concentrarme en los putos números, porque siento los ojos de Alison clavados en mí. Tamborileo con el bolígrafo en el teclado del ordenador. Su escrutinio me pone nervioso y, no ceder al impulso de devolverle las miradas, lo empeora. Es lo que ella busca, que la mire y le pregunte qué quiere o qué pasa. No pienso darle el gusto.

—¿Puedes dejar de hacer eso? —refunfuña.

—¿El qué? ¿Esto? —tamborileo más fuerte.

—Sí. Ese maldito ruido está consiguiendo sacarme de quicio.

«Mira, pues igual que tus miradas a mí…»

La ignoro.

—Lo haces a propósito para molestarme, ¿verdad?

Sonrío, irónico.

—Claro mujer, no tengo nada mejor que hacer que molestarte a ti. Vivo para eso, ¿no lo sabías?

—Eres como una mosca cojonera que…

«Mira quién fue a hablar…»

—¿Sabes? —la interrumpo—. Veo tus labios moverse, pero lo único que escucho es: blablablá… Blablablá… Blablablá.

—¿Cómo te atreves a…?

—Ni te molestes, acosadora, ya te digo que no te escucho.

—¡No me llames así!

—Perdón, ¿decías algo? —llevo la mano a la oreja e inclino la cabeza en su dirección—. ¿Nada? Bien, eso me parecía.

Su respuesta es un gruñido infantil que, muy a mi pesar, me hace sonreír.

A las doce y media, tras dejar sobre su mesa el presupuesto y coger mi comida del cajón, salgo al patio y me siento en un banco a comer. Solo.

«Mejor solo que mal acompañado…»

Aprovecho para llamar a Luis y desahogarme un poco. Le hablo de la mañana de mierda que llevo. De la frustración que siento por intentar hacer las cosas bien y que sólo consiga lo contrario. De las quejas absurdas de Alison y sus cambios de humor. De las putaditas de mis queridas compañeras y de lo difícil que me está resultando hoy el día.

—No sé qué decir… —murmura aguantando la risa.

—No hace falta que digas nada, basta con que me escuches. Y puedes reírte, supongo que visto desde fuera todo parece muy gracioso.

Suelta una carcajada.

—Lo siento, pero imaginarte en esas situaciones que cuentas, lo es. Oye, este fin de semana hay reunión de BDSM, ya sabes, ¿por qué no te subes a un avión y vienes? Necesitas eliminar todo ese estrés que te genera estar ahí. Te vendrá bien.

—No puedo, Luis, y para ser sincero, tampoco me apetece gran cosa.

—Joder, pues sí que tienes que estar pasándolo mal para no disfrutar de una reunión de las tuyas.

—No tengo el cuerpo ni la mente para mucho ajetreo, ya me entiendes.

—Sí, pero podías animarte.

—No, gracias.

—¿Para la próxima?

—Tal vez. ¿Cómo van las cosas por ahí?

—Van bien. Pablo y Javier te mandan saludos. Los veo cada noche en el Libertine y te echamos de menos. También han preguntado por ti algunos de los miembros, sienten curiosidad por tu marcha. Por lo demás sin novedad.

—¿Y Mila, has sabido algo de ella? —me atrevo a preguntar.

—No, ni nos vemos, ni hablamos, es lo mejor. Sé por Theodore que sigue cabreada conmigo y, sinceramente, me la suda.

—¿Tú estás bien?

—Sí, cada día mejor.

—Me alegro por ti, amigo. Diles a los chicos que yo también os echo de menos a todos.

—¿A todos?

—Sí, a todos, yo sigo considerándolos mis amigos, Luis.

—Eres un buen tío, Preston.

—Lo intento.

—Lo eres.

Cuando me despido de él, lo hago con un nudo en la garganta.

«Joder».

Tiro a la papelera los restos de mi comida y vuelvo dentro con intención de tomarme un café antes de volver al trabajo. Saber que las brujas del lugar estarán sentadas alrededor de la mesa de la cocina, me pone el vello de punta. Aun así, me armo de valor y entro en la estancia, que se queda completamente en silencio en cuanto cruzo la puerta.

Las miro una por una.

—¿Poniéndome verde?

Dos de ellas se encogen de hombros y el resto evita el contacto visual conmigo.

«Miedo me dan…»

Abro el armario, saco una taza y vierto café en ella. Echo un par de cucharadas de azúcar y remuevo. Siento sus curiosas miradas en mi espalda y me dan escalofríos. Me doy la vuelta y me apoyo en la encimera tarareando una canción por lo bajo. No quiero que crean que me tienen acojonado. Aunque confieso que un poco sí lo estoy. Dan repelús, joder.

Compongo una gran sonrisa, sólo para molestarlas, y le doy un buen sorbo al café. Sorbo que escupo en el fregadero, para mi humillación, en cuanto noto su sabor salado en la garganta.

«Qué asco, hostia».

Las carcajadas no tardan en llegar.

—¿Te has quemado la lengua, Preston?

Las fulmino con la mirada.

—¡Me tenéis hasta los putos cojones con vuestras bromitas! —bramo muerto de rabia y vergüenza saliendo por la puerta.

—¿Qué pasa ahora? —indaga Alison saliendo de su despacho.

La fulmino a ella también.

—Cada día me levanto con la intención de no permitir que, tanto sus bromas pesadas por despecho y tus cambios de humor, me saquen de mis casillas. Juro que esa es mi intención al salir de mi casa. Pero es imposible. ¡Imposible! Sacaríais de quicio hasta a un muerto, joder.

—Arthur…

—¡Si tanto os molesta mi presencia aquí decídselo a vuestro jefe y que me eche!

—¿Adónde te crees que vas?

—A cualquier sitio donde os pueda perder de vista. ¡Me tenéis harto! ¡Harto!

—Arthur, por favor, espera…

Mi respuesta es levantar bien alto el dedo corazón.

—Que os den, ahí tenéis otro motivo para que me despidan.

«A tomar por culo ya hombre, no las aguanto más».

 

 

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