Arthur

Arthur


CAPÍTULO 19

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CAPÍTULO 19

 

 

 

Es sábado y me despierto más temprano de lo que quisiera. En lugar de levantarme, me quedo en la cama observando el techo. Desde que he vuelto a Londres, bien por unas cosas u otras, no he sido capaz de dormir un solo día hasta tarde. Me siento agotado física y emocionalmente. Sobre todo, esto último.

No consigo dejar de pensar en la prueba que el lunes le harán a Alison y, aunque delante de ella me mantengo sereno y en apariencia relajada, lo cierto es que tengo miedo. Miedo por ella.

Miedo por el bebé. Nuestro hijo. Mi hijo. No termino de acostumbrarme al cosquilleo que siento en el estómago cada vez que pronuncio esas palabras. Palabras simples con un significado enorme y que me abruman. Suspiro. No sé hasta qué punto estoy preparado para ejercer de padre.

De hecho, creo que no lo estoy en absoluto, joder. ¿Cómo voy a estarlo si es algo que no entraba en mis planes y me ha pillado por sorpresa? Vuelvo a suspirar. Al menos ya no noto esa losa que sentía sobre los pulmones. Supongo que, poco a poco, me estoy haciendo a la idea y que sólo será cuestión de tiempo acostumbrarme a ello.

«Sí, sólo es cuestión de tiempo, ya lo verás…».

Un estruendo en la cocina me sobresalta. Hace rato que escucho a mi padre trasteando en ella. Hoy, aunque no tengo ni pizca de ganas, porque no fui capaz de convencer a Alison para que también fuera, acepté ir a la barbacoa que Brooke da en su casa, y él se empeñó en hacer el postre para que no fuera con las manos vacías.

Una tarta de tres chocolates y que es la favorita de su novia, Amanda. Está preocupado por mí. Por mis silencios. Por mi abatimiento. Cuando ayer le hablé de mis planes para hoy, se entusiasmó tanto que, cuando quise darme cuenta, ya buscaba en los armarios los ingredientes para el postre y hablaba sin parar de lo bien que me lo iba a pasar.

Como si yo fuera un niño pequeño que va a su primera excursión del colegio. Verlo tan entregado conmigo, después de todo lo vivido, me hace pensar que yo también seré capaz, algún día, de hacer lo mismo con mi hijo.

«Tienes que contarle que va a ser abuelo…»

Miro el reloj que descansa sobre la mesilla de noche. Las ocho y cuarto de la mañana y yo dándole vueltas al coco sin parar. Ojalá existiera un botón de desconexión para poder relajar la mente, aunque solo fuera por un par de horas al día, joder. Estiro la mano y cojo el móvil al sentir su vibración sobre la madera. Es Luis, acaba de subir al avión y en cuestión de tres horas estará aquí. Como cada fin de semana que hay reunión de BDSM en Libertine, no duda en viajar para pasar tiempo conmigo.

Digo yo que también tendrá algo que ver que él y Dana parezcan tener algo más que una simple amistad. Que yo sepa se enrollan cada vez que viene. Incluso ha dejado de reservar la habitación de la posada de aquí al lado porque se queda en casa de ella.

Tengo que preguntarle al respecto, de este fin de semana no pasa que él y yo tengamos una charla. Sonrío. Me parece que ambos tenemos muchas cosas que contar.

«Sobre todo tú, papaíto…»

Aparto la sábana a un lado y me levanto. Me pongo una camiseta y el pantalón del pijama. Desde aquella vez que Amanda y yo tuvimos un encontronazo en el baño, me aseguro de estar completamente vestido antes de abandonar mi habitación, por si las moscas. Abro la puerta y sonrío al escuchar a mi padre tararear alguna vieja canción en la cocina.

Voy directo al baño y me contemplo en el espejo. Tengo un aspecto horrible por la falta de sueño y las preocupaciones. No importa, en cuanto pase todo esto de la amniocentesis y tengamos los resultados, que seguro serán positivos, recuperaré todas esas horas y volveré a ser el mismo. Hago un pis, lavo las manos, la cara y enjuago la boca.

Los aromas del chocolate y el café recién hecho, inunda mis fosas nasales cuando salgo del baño y me dirijo a la cocina. El estómago me ruje al ver el plato de tortitas con sirope sobre la mesa.

—Buenos días, papá—saludo entrando en la estancia y acercándome a él para darle un beso en la mejilla—. Parece que has estado atareado.

—Hola, hijo, y tú no parece que hayas dormido mucho. Espero no haberte despertado yo.

—No, tranquilo, es mi reloj interno, por eso de madrugar tanto durante la semana, supongo.

—Ya, supones…

Desvío la mirada de su rostro y la centro en el desayuno.

—Esas tortitas huelen de maravilla.

—¿Café?

Asiento.

—¿Tú ya has desayunado?

—No, quería hacerlo contigo y así poder hablar.

Pone delante de mí la taza de café y se sienta a la mesa.

—¿Pasa algo? —pregunto al ver, de repente, su gesto serio.

—No lo sé, dímelo tú.

—¿Yo?

—Hijo, no soy tonto y sé que hay algo en esa cabecita tuya que te preocupa. Y ya he esperado demasiado tiempo a que saliera de ti el contármelo, así que desembucha. Soy todo oídos.

—Papá…

—Arthur…

—Es complicado.

—Cuéntamelo.

Resoplo.

—Está bien. ¿Recuerdas aquella discusión que tuve con Theodore? —asiente—. Fue por su hermana Alison.

—¿Alison?

—Sí.

Su semblante se torna preocupado.

—¿Qué has hecho, hijo?

Nos miramos durante algunos minutos sin que me atreva a abrir la boca. Me avergüenza que sepa lo idiota que soy y me preocupa su reacción. Finalmente, y bajo su atento escrutinio, le voy desgranando todo lo acontecido desde aquel día del pícnic anual en Clover House. El día que mi perfecta y cómoda existencia, comenzó a resquebrajarse.

—Me cago en la madre que te parió, Arthur…

—Sí, yo también suelo acordarme de esa señora desde entonces y por el mismo motivo—digo con desdén.

—Pero ¿cómo se te ocurre, hijo?

—Papá, conoces a Alison, ¿qué hombre con sangre en las venas se resistiría a su acoso?

—¿Uno que sea el mejor amigo de su hermano? Por Dios, hijo, no sé en qué estabas pensando.

«En hundirme en ella y saborear cada partícula de su cuerpo, por ejemplo».

—Está claro que en aquel momento no pensé gran cosa, ¿no?

—No entiendo por qué no me lo dijiste cuando viniste a verme después de eso.

—Bueno, no estaba muy orgulloso de mí mismo por lo que hice y dije aquel día.

—Continúa.

Noto cómo se va horrorizando con mis palabras. Aquellas que intercambiamos Alison y yo junto al lago. Cuando yo dije que no quería ser padre bajo ningún concepto y ella estuvo de acuerdo. Cuando los dos dimos nuestra opinión al respecto y hablamos del papel que jugaríamos en la vida del bebé que, en mi caso, sería ninguno. Mi padre se lleva las manos a la cabeza y frunce los labios en una mueca que no sé descifrar.

—Eso es por mi culpa—rezonga en murmullos.

—¿Qué es por tu culpa?

—Lo de ser padre. Bueno, más bien el hecho de que no quieras serlo. Es por mí, lo sé, no he sido un ejemplo para ti ni me he comportado como un padre normal.

—Pero ¿qué dices, papá? No tiene nada que ver contigo.

—Claro que sí, no fui un buen padre para ti y tienes miedo de ser como yo, ¿verdad?

—Por supuesto que fuiste un buen padre para mí.

—Arthur, hijo, estaba siempre borracho y…

—Estabas ahí, papá, no me abandonaste. Siempre tenía un plato de comida en la mesa y me llevabas al colegio. A pesar de todo, te preocupabas por mí y nunca me dejaste solo. Me mantuviste a tu lado, aun cuando tu vida se había derrumbado. 

Sus ojos se humedecen.

—Te quería y eras lo único que me quedaba… Cada mañana, al despertarme, me decía que no iba a volver a beber, que tú no volverías a verme en ese estado nunca más, pero era débil…, y beber me hacía olvidar y mitigaba mi dolor. Nunca se me pasó por la cabeza abandonarte a tu suerte, hijo, antes muerto que deshacerme de lo único que había hecho bien en la vida. Tú eras lo más importante para mí, y, aun así, no fui capaz de dejar el alcohol hasta que le vi las orejas al lobo.

—No te atormentes, papá, ya hemos superado esa larga etapa y estoy muy orgulloso de ti.

Asiente, emocionado.

—Si no es por mí, ¿por qué entonces no quieres reconocer a ese bebé si es tuyo?

Inspiro hondo.

—Porque las personas actuamos sin pensar en las consecuencias de nuestros actos. Porque nos volvemos egoístas y sólo pensamos en nosotros mismos. Porque si estoy solo, si no quiero a nadie, tampoco le haré daño ni lo defraudaré. No haré que su vida sea una porquería y que sienta que no vale nada, que fue un error. 

—Tú no fuiste un error, hijo…

—Para ti no.

—Ese bebé no tiene la culpa de lo que haya hecho tu madre y, al igual que yo no pagué con nadie lo que hizo, tú tampoco debes hacerlo—sus ojos buscan los míos—. Haz las cosas de tal manera que tu conciencia esté limpia, hijo, porque los remordimientos de ésta no te dejarán vivir tranquilo. Piénsalo bien antes de que cometas una estupidez y te arrepientas toda tu vida.

—No hay nada que pensar, ya está decidido.

—Arthur…

Le hablo de los resultados de las últimas pruebas de Alison y de los riesgos de hacerse la amniocentesis.

—Ese bebé es mío y no pienso abandonarlo, papá—aseguro categórico—, ni ahora ni nunca. Siempre me tendrá ahí, a su lado, igual que hiciste tú conmigo.

Alarga la mano y coge la mía, que descansa sobre la mesa, y me da un ligero apretón.

Por último, salen a relucir mis miedos, todos juntos y a la vez. La angustia que me crea pensar que haya que interrumpir el embarazo. La tristeza que me embarga cuando veo a Alison en ese estado de impaciencia y pesadumbre. La impotencia que siento por no poder hacer nada para evitar todo esto. La desazón… El pánico… La culpabilidad…

—Sólo Dios sabe por qué permite que pasen las cosas, hijo, debes de quedarte siempre con lo positivo. Entiendo tus miedos, y más ahora que has aceptado ejercer el papel que te toca y que cabe la posibilidad de que no llegues a hacerlo. No obstante, quédate con eso, con que esta situación te ha hecho abrir los ojos y querer ser el padre de ese bebé cuando te negabas a ello. Esos miedos han despertado tu instinto paternal, puede que ese fuera el cometido de Dios con esta prueba.

—¿Desde cuándo te has vuelto tan religioso?

—Desde que Dios se apiadó de mí a las puertas de la muerte y me dio una segunda oportunidad. Cada día le doy las gracias por ello—suspira—. Una segunda oportunidad que no pienso desaprovechar, hijo. Una segunda oportunidad llena de cosas buenas: mi rehabilitación, tú, aquí en casa conmigo, Amanda, y ahora voy a ser abuelo, ¿qué más se puede pedir? Nada. Bueno, sí, que algún día llegue a verte casado y feliz. Lo que me lleva a preguntarte…, ¿qué sientes por Alison? ¿Estás enamorado de ella?

Suelto una carcajada.

—¿Enamorado? Nooo, ni de coña.

—Pareces muy seguro de ello.

—A ver, me gusta estar con ella, es muy divertida y me hace reír. También me saca de quicio, sobre todo con sus cambios de humor, aun así, nos llevamos bien—sonrío—. Está como una puta cabra y tiene los ovarios bien puestos. Tenías que ver cómo les baja los humos a sus hermanos, sobre todo a Adrien, es increíble; pero no, no estoy enamorado de ella. Sólo somos amigos.

Enarca una ceja y me mira ¿divertido?

El teléfono y el timbre de la puerta eligen ese preciso momento para sonar ambos a la vez.

Mientras voy a abrir la puerta, noto la felicidad en el tono de su voz al responder la llamada y decirle a Amanda que va a ser abuelo.

«Ojalá nada empañe esa felicidad…».

CAPÍTULO 20

 

 

Conduzco hasta Dover, exactamente hasta la zona de la playa, y enfilo la calle que me lleva a las casas unifamiliares y de color blanco, donde vive Brooke y se celebra la barbacoa. Luis, a mi lado, me ha ido desgranando los últimos días en el Libertine. Lo agradable que está siendo la experiencia de trabajar en el club de caballeros más distinguido de la isla y lo bien que se lo pasa con Javier y Pablo en algunas de sus salidas nocturnas. No obstante, admite echar de menos el Lust, el club que ayudó a poner en funcionamiento, y trabajar codo con codo con Rebeca y Mila.

Esta última, por lo visto, ha intentado ponerse en contacto con él vía mensajes, supuestamente para saber cómo le va. Aunque, sinceramente, yo creo que ahora que mi amigo se ha distanciado de su vida, es ella la que empieza a mostrar interés. Caía de cajón que sería así si a ella le importaba un poco Luis. De momento parece que no me equivocaba, pero bueno, eso tampoco significa que esté en lo cierto.

—¿Y le has respondido a los mensajes? —indago con curiosidad.

—Si nunca le importó cómo estaba cuando me dejó, ¿por qué iba a hacerlo ahora? No, no le respondí. No quiero saber nada de ella y tampoco que ella sepa nada de mí. He pasado página, al menos lo estoy intentando.

Asiento.

—¿Qué me dices de Dana?

—¿Dana?

—Sí. ¿Qué hay exactamente entre vosotros?

—Básicamente sexo. Un sexo cojonudo, la verdad.

—¿Sólo sexo? ¿No hay ningún otro sentimiento?

Se queda pensativo unos segundos y niega con la cabeza.

—De momento, no. La chica me gusta, no te lo voy a negar, porque es divertida y, Dios, está muy buena, pero no voy a cometer el mismo error que cometí con Mila, te lo aseguro.

—¿La estás utilizando para olvidarla?

—No, simplemente me gusta y punto.

—Luis…, duermes con ella cada vez que vienes y…

—No duermo con ella, Arthur, follo con ella, que es muy diferente—resopla—. Mira, he tenido una etapa jodida con todo eso de Mila y lo que menos busco ahora es complicarme la vida, ¿entiendes? Lo único que quiero es divertirme, sin ataduras, sin sentimientos, nada de nada. Sólo sexo, fin de la historia.

—¿Y ella lo sabe? Quiero decir, ¿no se estará haciendo ilusiones contigo? Porque tengo la sensación de que Dana no piensa lo mismo que tú. Siempre está hablando de ti, tío, te saca a relucir en todas las conversaciones y, bueno, no es que la conozca mucho y la considere mi amiga, pero, no me gustaría que le hicieras daño, ¿sabes?

—No te preocupes, amigo, sé lo que me hago, entre nosotros todo está claro. Ya te dije que no quiero que ocurra lo mismo que con Mila. Por eso antes de enrollarme con Dana fui sincero con ella. Lo nuestro no es una relación, es un desahogo sexual, nada más.

—Vale, mientras los dos lo tengáis claro, me parece estupendo.

—¿Y qué me dices de ti? ¿No tienes ningún desahogo a la vista? Últimamente estás un pelín raro y hablamos muy poco.

Suspiro y aparto los ojos de la carretera un instante para mirarlo a la cara.

—He tropezado con la misma piedra, Luis—suelto.

Sus ojos se agrandan en cuanto capta el significado de mis palabras.

—¿Estamos hablando de esa piedra, de Alison? —asiento—. ¡No jodas!

«Eso es precisamente lo que he hecho, sí, joder con ella…»

—Pero ¿cuándo? Y… Y… ¿Cuándo?

Me río.

—Pareces algo sorprendido.

—¿Sorprendido? ¿Sorprendido? Nooo, sólo empiezo a pensar que te has vuelto loco. Tío, ¿lo dices en serio?

—Totalmente en serio.

—Desembucha, joder, me tienes en ascuas.

Y lo hago.

Le hablo del evento de la clínica y lo sorprendido que me quedé cuando la vi allí; de lo que hablamos y lo picotera que fue, delante de mi padre, para que la invitara a bailar; que me fui con ella a su casa, que luego resultó ser la de Adrien, y que estuvo a punto de pillarme allí; de las discusiones en la oficina, ocasionadas por sus cambios de humor y las putas hormonas de los cojones, y de la llamada de la doctora Matthews.

—¡Me cago en la puta! —exclama.

Suelto una carcajada.

—¿Eso es lo único que vas a decir? ¿Me cago en la puta?

—Hostias, Arthur, esto es muy serio, tío, que le has dicho a la doctora que eras el padre del bebé, ¿tienes idea de qué significa eso?

—Sí, la tengo, y se me ha quitado un peso de encima al aceptarlo.

—¡Madre mía, vas a ser padre…! Quiero decir que…, que…

—Sé lo que quieres decir, Luis, te entiendo y quiero hacerlo, de verdad que sí.

—Entonces hay que celebrarlo, macho—ríe y me da una palmada en la espalda—. ¿Y Alison qué opina? Ya sabes, me refiero a que en un principio cada uno iba a hacer su vida y, ahora…, bueno, de una manera u otra eso ha cambiado.

—No lo sé, con todo esto de las pruebas no lo hemos hablado, pero espero que no se lo tome a mal, sinceramente, no me gustaría tener que lidiar con abogados y todas esas historias para reclamar mis derechos como padre.

—Bueno, entonces habrá que esperar, ¿no?

—Sí, en cuanto tengamos los resultados de la amniocentesis, el siguiente paso será sentarnos y hablar de ello, supongo. 

—¿Sabes? Nunca entendí por qué te negabas a asumir lo del bebé. Tus motivos tendrías, evidentemente, pero, confieso, aunque nunca te lo dije, que me cabreé contigo por mostrarte tan frío con el tema. Soy de esas personas que piensa que, a lo hecho, pecho, y siempre tuve la esperanza de que recapacitarías. Eres un buen tío, Arthur, y no esperaba menos de ti. Vas a ser un padre cojonudo, ya lo verás.

Asiento, emocionado.

«Eso espero…»

Cuando la monótona voz que sale del GPS me dice que he llegado a mi destino, busco un lugar donde aparcar el coche. Lo encuentro unos pocos metros más allá de la casa de Brooke, quito la llave del contacto y ambos salimos del coche. Saco del maletero la tarta de tres chocolates y un par de cajas de cerveza. Luis me ayuda con estas últimas y recorremos el corto camino hasta la puerta.

—No parece que te entusiasme mucho estar aquí—me dice Luis antes de llamar a la puerta.

—No mucho, la verdad.

—¿Entonces por qué has venido?

—Supongo que, porque necesito desconectar un poco, además Brooke me dio mucho la tabarra y me supo mal negarme.

—Seguro que lo pasamos bien.

—Seguro.

«Si Alison estuviera aquí, sería mucho mejor…»

Inspiro y llamo a la puerta.

Enseguida escuchamos al otro lado los pasos de alguien que se acerca a abrir.

Luis me mira y me guiña un ojo.

Brooke nos recibe con una sonrisa de oreja a oreja. La seguimos por una gran estancia, que supongo es el salón, y salimos al jardín por unas amplias puertas de cristal correderas. Un jardín muy bien cuidado, con una gran barbacoa de piedra a la derecha y una mesa alargada llena de viandas y bebidas de todo tipo, donde dejamos la tarta y las cervezas. Allí fuera, hay alrededor de unas veinte personas. Personas en las que no me fijo porque, automáticamente, unas piernas bronceadas y bien torneadas, llaman mi atención.

Unas piernas que no dudo en recorrer con la mirada, desde el dedo gordo del pie, hasta los muslos. Un cosquilleo me recorre la columna vertebral. Unas piernas que sé más que de sobra a quién pertenecen y que han estado abrazadas a mis caderas, instándome a moverlas.

Mi mirada asciende por el resto de su cuerpo, con lentitud, apreciando cada detalle de éste: la camisola blanca y lunares azul marino, que cubre su ya redondeada barriguita de embarazada, y con sólo dos botones abrochados; sus pechos, que suben y bajan, motivados por una respiración que no parece pausada, y algo más llenos desde que puse mis manos y mi lengua sobre ellos la primera vez; su cuello esbelto, donde mis labios se recrean y mi nariz cosquillea al inhalar su olor; los labios curvados hacia arriba, en esa media luna que me cautiva, y sus preciosos ojos color chocolate, clavados en mí. Trago saliva.

«Joder…»

—¿Ves algo que te guste, Preston? —pregunta burlona sin moverse del sitio.

Varias cabezas se giran en mi dirección y prestan atención.

Sonrío de medio lado.

—Nada de otro mundo.

—¿Entonces por qué te brillan los ojos?

—Porque tengo conjuntivitis.

Tuerce el gesto, antes de echarse a reír.

—Qué lástima… —musita altanera dándome la espalda.

Río.

Luis me da un codazo en las costillas.

—Parece que la piedra acaba de ponerse a tiro, amigo mío, tú verás si la esquivas o te la llevas por delante…

—Capullo.

Cogemos un par de cervezas de encima de la mesa, la mía sin alcohol, y cada uno toma una dirección distinta. Él, en busca de Dana, y yo, evidentemente, de mi preciosa piedra.

«Creo que tienes un problema, chaval…»

Antes de llegar hasta donde está, como si presintiera que soy yo el que se acerca, se vuelve y me dedica una de sus espectaculares sonrisas.

—Hola, mirón—saluda inclinando un poco la cabeza.

—Hola, acosadora—respondo imitando el gesto—. No esperaba encontrarte aquí, sobre todo después de que me mandaras a paseo por tratar de convencerte de que vinieras.

—Lo siento, ayer fui un poco grosera contigo.

—Como siempre.

—Eso no es cierto.

Sonrío.

—No, no lo es, puedes ser un encanto cuando quieres… ¿Cómo estás?

—Ansiosa por que llegue el lunes.

—Yo también.

—Estás muy guapo—dice como si nada.

—¿Qué? —la miro sorprendido.

Se le escapa una carcajada.

—Que estás muy guapo, Arthur Preston, esa sonrisa pícara te sienta de maravilla, al igual que esos tejanos ajustados y desgastados que llevas. Seguro que te hacen un culo espectacular.

«Te está vacilando, tío…»

—¿Quieres que me gire para que puedas comprobarlo?

Se encoge de hombros.

—No necesito comprobar nada, lo sé a ciencia cierta.

No sé por qué, pero me ruborizo por su comentario.

«¿Qué cojones te pasa con esta mujer, macho?»

—¿Cómo está tu padre? —pregunta quitándome la cerveza de las manos y bebiendo de ella.

«Feliz porque sabe que va a ser abuelo…»

—Bien, feliz porque su hijo socialice por una vez. De hecho, hizo una tarta de tres chocolates para que no viniera con las manos vacías.

—Se preocupa por ti.

—Lo sé.

—¿Nunca has tenido novia?

Enarco una ceja.

«¿A qué viene esa pregunta?»

Achino los ojos.

—Si vamos a jugar a verdad o atrevimiento, prefería escoger atrevimiento.

—¿Por qué? ¿Porque la pregunta no te gusta?

Doy un par de pasos, pegándome un poco más a ella.

—No. Porque me mandarás alguna estupidez, como, por ejemplo, besarte.

Sonríe.

—Pero dijiste que eso no era una estupidez, sino una adicción… —susurra con la voz entrecortada.

—Cierto.

Nuestros ojos colisionan y se enredan.

Nuestras respiraciones se aceleran.

La piel hormiguea…

«Joder, Arthur, no hace ni veinte minutos que estás aquí y ya la tienes dura como una piedra…»

—Eh, colega, no somos capaces a encender el fuego de la barbacoa, ¿nos echas una mano? —dice Luis a mi lado—. Ostras, perdón, no quería…, yo no…

—Ahora voy—digo sin apartar la mirada de la de ella.

—Claro, tómate tu tiempo.

En cuanto Luis nos deja solos, entre comillas, porque en realidad estamos rodeados de gente, inclino la cabeza, acerco mi boca a la suya y musito sobre sus labios:

—Toda tú eres una adicción, Alison James. Y no, nunca he tenido novia—entonces rozo sus labios con mi lengua y me separo antes de que podamos saborearnos como quisiéramos—. ¿Seguimos luego con esta interesante conversación? —asiente, incapaz de pronunciar palabra—. Ni se te ocurra acosar a nadie que no sea a mí.

Suelta una carcajada.

—Idiota.

Le guiño un ojo.

Sólo cuando estoy a unos metros de distancia, soy capaz de respirar con normalidad.

«¿Qué cojones estás haciendo, chaval?»

 

 

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