Arthur

Arthur


CAPÍTULO 21

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CAPÍTULO 21

 

 

Llego al The Portland Hospital con una hora de antelación, solo.

Podría haber pasado a buscar a Alison por el apartamento de Adrien, pero, con el miedo de que él y Caitlin podrían llegar en cualquier momento de su fin de semana en Ibiza, y el riesgo que eso supondría para mí, si me vieran allí, decidimos que era mejor que nos encontráramos aquí en el hospital.

Si llegan a enterarse de lo que está pasando entre nosotros, estaría acabado y arruinado.

Lo sé, debería de mantener las distancias con ella y que nuestra relación fuera estrictamente laboral, como se acordó en un principio.

No obstante, no sé qué me pasa con mi acosadora que, es verla y olvidarme de todo: de sus hermanos, de la cláusula, de que ninguno de los dos quiere atarse a alguien… Durante todo el día de ayer, me he preguntado qué cojones estaba haciendo con mi vida, aparte de buscarme una ruina, claro.

Aún no lo sé, sigo sin tener una respuesta clara. En cuestión de mes y medio, he pasado de no querer ser padre, a desearlo. He pasado de apenas fijarme en Alison, a tenerla continuamente en el pensamiento.

 He pasado de pensar en alejarme lo máximo posible de esta situación, a todo lo contrario: cuanto más cerca mejor para no perderme nada de nada. Y eso me asusta.

Me asusta porque veo que todas mis convicciones y las cosas que yo quería para mi vida se resquebrajan a pasos agigantados sin que esté haciendo nada por evitarlo, cuando debería de estar luchando con uñas y dientes para que mi mundo siga intacto, como a mí me gusta.

En cambio, aquí estoy, en la sala de espera de un hospital, angustiado porque a la madre de mi hijo le van a realizar una prueba              que entraña riesgos para el embarazo.

Preocupado y rezando para que esa prueba salga bien y su resultado sea positivo. Sintiéndome liberado por asumir mis responsabilidades y aceptando el hecho de que Alison James me gusta más que comer con los dedos.

¿Qué será lo próximo?

Inspiro con fuerza y meneo la cabeza de lado a lado, como si ya estuviera resignado a lo que esté por venir. 

Me acerco a la máquina expendedora a por un café, que seguro sabrá a demonios. Mientras me lo tomo, sentado en una de esas incómodas sillas de plástico, dejo que las imágenes del sábado, con ella, campen a sus anchas por mi cerebro. Recordar la intensidad de nuestras miradas hace que se me corte el aliento.

Al igual que el roce de nuestros dedos, o los susurros compartidos. Las bromas… Los silencios cómodos… El paseo por la playa, cuando todos los demás se estaban dando un baño… Su risa… Mis carcajadas… Sus suspiros… Los míos… Las ganas… Eternos preliminares que nos iban indicando el camino a seguir. Un camino que nos condujo a su apartamento cuando el resto decidió seguir la fiesta en los pubs de moda de Dover.

Hicimos el corto trayecto en silencio, mirándonos de soslayo. Con la tensión sexual flotando en el ambiente, electrizando cada partícula que nos rodeaba.

Al menos así lo sentía yo, que tenía el corazón a mil por hora y notaba la piel, aparte de otra parte de mi cuerpo, tirante y ardiente por la expectación.

No obstante, una vez en su apartamento, no nos lanzamos el uno al otro como hicimos las veces anteriores. Al contrario, nos lo tomamos con calma, haciendo que el deseo creciera a la vez que lo hacía la necesidad. Fue una deliciosa tortura no tener prisas en arrancarnos la ropa, aunque en realidad sí que la teníamos, al menos yo. Prolongar el momento fue una experiencia inolvidable, como tantas otras que estaba compartiendo con ella.

Suspiro con fuerza y cierro los ojos, para que las personas que están allí en la sala no sean testigos de mi anhelo, y sigo recordando. Recordando la vibración de su voz cuando me dijo que me pusiera cómodo y preguntó si quería tomar algo.

A lo que sólo pude responder negando con la cabeza, porque tenía la garganta demasiado seca como para decir nada. Recordando el temblor de sus manos cuando se quitó la chaqueta y la colocó en el respaldo de una silla.

Sus mejillas sonrosadas o el subir y bajar de su pecho por la respiración algo agitada. El sonido de sus pisadas al caminar hacia mí y sentarse a mi lado, como si de repente se hubiera vuelto la mujer más vergonzosa del mundo, cuando ambos sabíamos que no era así.

El chispazo que me recorrió el cuerpo cuando nuestros ojos se encontraron y se mantuvieron ahí, observándose, durante minutos eternos.

La lentitud con la que su aliento me rozó los labios, entreabiertos, cuando me aproximé a ella y bajé la cabeza para besarla. En ese momento, justo cuando nuestras bocas se unieron, juro que sentí que el corazón se me paralizaba y se saltaba unos cuantos latidos.

Entonces, su primer gemido, entrecortado y ronco, enardeció mis sentidos y tuve que obligarme a parar y ralentizar mi respiración.

—¿Qué estamos haciendo, Arthur? —pronunció con la voz quebrada.

Me reí.

—Mal vamos si tengo que explicártelo.

—Me refiero a…

Acallé sus dudas y mis miedos con otro beso largo y profundo.

Ya no hubo vuelta atrás.

Sin separar nuestras bocas, y con las lenguas unidas en una danza húmeda y cadenciosa, desabroché su camisola y acaricié su piel por encima del sujetador, notando los desenfrenados latidos de su corazón en la palma de mi mano.

La mantuve ahí, agradeciendo no ser el único que parecía descontrolarse cuando estábamos juntos y sonreí para mis adentros, complacido. Luego, fui deshaciéndome de cada una de sus prendas con parsimonia, regodeándome en que mi tacto le ponía piel de gallina allí donde se iban posando mis manos: el cuello, la clavícula, los pechos, el vientre… Un vientre abultado que lamí con dedicación y lentitud, hasta que enterré la cara entre sus muslos y el olor del deseo que yo estaba provocando, me descontroló.

Estaba tan húmeda… Tan caliente… Tan receptiva… Degusté el salado sabor de sus fluidos con gula y enterré mi lengua en su cavidad, a la vez que con el pulgar presionaba y trazaba círculos sobre su clítoris. Sus jadeos me llegaron ahogados y me gustó la fuerza con la que sus dedos aprisionaron mi pelo y tiraron de él.

Paré antes de que se corriera. Lo hice porque quería que fuera mi polla la que estuviera dentro de ella cuando llegara ese momento, y no mi lengua.

Ese instante en el que se convulsionaba, apretándome y exprimiéndome, era simplemente glorioso.

No perdí el tiempo en desvestirme, desabroché el pantalón, liberé mi endurecida polla, y me hundí en ella ahogando una exclamación. «¡Joder…!» Cerré los ojos y me relamí: su interior era el puto paraíso y me hacía sentir bienvenido.

Me moví con lentitud, adentro y afuera, con las manos separando sus muslos y los ojos clavados en los suyos, que me miraban sin ver, perdidos en el éxtasis del momento.

Sus caderas se balanceaban siguiéndome el ritmo y su espalda se arqueaba, cual gata estirándose al sol, ronroneando de placer. Preciosa… Entregada… El orgasmo me sobrevino de repente, como un estallido de fuegos artificiales explosionando en mi interior, dejándome atolondrado. Poco después, fue ella la que pareció quedarse en la inopia tras gemir mi nombre una y otra vez.

¿Qué nos estaba pasando? 

Me sobresalto al sentir una mano presionando mi hombro y abro los ojos de par en par. El miedo en los suyos es lo primero que veo, luego la furia. Está enfadada conmigo y con razón.

—¿Qué haces aquí? —espeta.

—Quedamos en vernos aquí, ¿no?

—Sí, pero eso fue antes de que el sábado de madrugada te marcharas de mi casa sin decir nada.

Es cierto, lo hice.

Me fui al descubrir la magnitud de lo que sentí cuando, al abrir los ojos horas más tarde en su cama, un tipo enmarcado en plata y protegido por fino cristal, me observaba desde la mesilla de noche, burlándose de mí mientras la abrazaba a ella, que lo miraba encandilada, emanando amor por cara poro de su piel. Una punzada de celos me atravesó el esternón y me asusté. Busqué mis ropas en el salón, me vestí y salí por la puerta sin mirar atrás.

Era hora de marcar las distancias, de lo contrario…

—¿No vas a decirme por qué te marchaste?

—¿Acaso importa?

—No.

—¿Entonces por qué estás tan cabreada?

—Porque yo no soy una de tus amiguitas, Arthur.

—¿Y qué eres? ¿Qué somos nosotros, Alison?

En lugar de responder, me fulmina con la mirada.

—Ya imaginaba que no encontrarías una palabra que nos definiera… —rezongo.

—Cállate.

—Si me callo no podré ahuyentar ese miedo que sientes en este momento y que hace que quieras saltarme a la yugular para no enfrentarte a él. Cualquier excusa es buena para dejar de pensar, ¿no?

—¿Tanto se nota?

Asiento.

—Cuando te sientes vulnerable siempre vas a saco.

—Y tú siempre entras al trapo.

—Es lo que buscas cuando me atacas, que te confronte. Te doy lo que necesitas. Creo que ya tengo asumido que soy tu saco de boxeo personal.

—Eres un buen contrincante.

Sonrío.

—Lo sé.

—La próxima vez déjame una nota o algo así.

—No será necesario.

—¿No vas a volver a huir en mitad de la noche?

—No, no habrá una próxima vez—digo convencido.

Sus ojos buscan los míos.

—¿A qué tienes miedo tú, Arthur?

«A enamorarme de ti…»

—A que esto se nos vaya de las manos—respondo señalándonos a ambos.

—Eso no pasará si los dos tenemos claro lo que queremos.

«Ese es el problema…»

—¿Tú lo tienes claro? —pregunto, ansioso por saber cuál es su respuesta.

—Por supuesto. ¿Tú no?

«Creía que sí…»

—Claro—musito—. Anda, ven y siéntate—tiro de su mano y enredo los dedos con los suyos—. Todo va a salir bien, Ali, ya lo verás.

Asiente sobre mi hombro y suspira.

—Eso espero.

Poco después, una enfermera pronuncia su nombre desde la puerta.

Ambos nos ponemos en pie.

—Usted no puede entrar con ella—me dice.

—¿Puedo al menos acompañarla hasta la puerta de la consulta?

—Siempre y cuando no se quede en el pasillo a esperar, sí.

Seguimos a la enfermera por el blanquísimo pasillo en silencio, cogidos de la mano. Al llegar a la puerta de la consulta, la abrazo con fuerza y alzo su barbilla para mirarla a los ojos.

—Si en algún momento ahí dentro, te vienes abajo, piensa en lo capullo que soy y en cuál será la siguiente bronca que me vayas a echar, eso hará que te distraigas. 

Se le escapa una carcajada.

—Eres idiota.

—Puede que lo sea un poco, sí.

—Gracias—murmura antes de darme un beso casto en los labios y entrar dentro.

La espera, aunque apenas dura veinte minutos, se me hace eterna. Las agujas del reloj no parecen avanzar y la angustia empieza a apoderarse de mí cuando veo su rostro aparecer de nuevo por la puerta. Me pongo en pie, como impulsado por un resorte y me acerco a ella.

—¿Cómo estás? —indago escudriñándola.

Suspira.

—Bien, tengo que esperar una hora antes de que pueda irme, por si acaso.

La ayudo a sentarse y me acuclillo frente a ella.

—¿Te ha dolido?

—No, ha sido más bien una sensación rara, no dolor.

—¿Seguro que estás bien?

—Sí, lo estoy.

La siguiente hora transcurre en un constante tira y afloja. Ella se empeña en ir a su apartamento, en Dover, y quedarse allí los días que debe estar de reposo. Yo me niego porque es una locura y un riesgo que se quede sola.

Evidentemente discutimos, manteniéndose cada uno en sus trece. Ella que sí, y yo que no. Así durante una eternidad, sacándome de quicio.

Si ella se niega a decirle nada a su familia, para que cuiden de ella; y yo insisto, porque no debe estar sola, por lo que pudiera pasar, sólo hay una solución posible.

Una que a ninguno de los dos nos hace ni pizca de gracia.

 

 

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