Ariana

Ariana


TREINTA Y SÉIS

Página 38 de 45

T

R

E

I

N

T

A

Y

S

É

I

S

En el exterior, unos ojos oscuros se achicaron y una sonrisa cínica estiró los labios del individuo que había vigilado los pasos de Rivera. Amparado por la oscuridad, Ortiz encendió un cigarrillo y se lo puso entre los dientes, mientras pensaba el mejor modo de sacar partido de su descubrimiento. No le cabía duda de que Rivera estaba ayudando a los que deseaban poner en el trono al hijo de Isabel, por tanto era una baza importante y aunque, hasta el momento no pudo probar nada, ni buscarle encerrona alguna, la suerte había cambiado. El dueño de Torah tenía un punto débil. Ortiz no era idiota e intuyó de inmediato que la relación entre aquellos dos venía de atrás. Tenía que aprovechar su descubrimiento. Y lo aprovecharía. Conseguiría que el conde de Torrijos contestara a unas cuantas preguntas sobre del paradero de Alfonso. Luego, sería fácil, muy fácil, arreglar las cosas para que no hubiera ningún descendiente al que pudieran proclamar rey.

Cuando despertó estaba sola. Irritada por haber cedido una vez más al embrujo de los labios de Rafael, suspiró, se desperezó y salió de la cama para atender sus abluciones matinales. Un par de muchachas se presentaron para ayudarle con el equipaje y después del desayuno, al que Rafael no asistió, volvía a encontrarse en el interior del carruaje con destino a Madrid.

La despedida de los vizcondes de Portillo fue calurosa, rogando que regresaran a Toledo y ofreciéndoles su casa con toda amabilidad. Miguel y Enrique también les desearon feliz regreso e Isabel, la benjamín de la familia, le obsequió una mantilla bordada en oro y plata de finísimo encaje negro, que encantó a Ariana.

- Para cuando asistas a una corrida de toros de verdad -le dijo la joven-.

Sin embargo Rafael no se dignó aparecer para despedirles y Ariana trató de quitar importancia al dolor que sentía en el pecho. No esperaba que él acudiera para estrecharla entre sus brazos y besarla apasionadamente, claro estaba, pero al menos podía haber tenido la decencia de comportarse como un caballero. La disculpa de su padre por su ausencia demostró a Ariana que no era sólo ella la que estaba irritada con Rafael. Posiblemente después hubiera más que palabras en el seno de la familia Rivera.

Retrepada en el asiento no habló hasta que Domingo Ortiz le preguntó si había descansado bien aquella noche. Ella sintió un vuelco en el estómago.

- Os encuentro un poco pálida -comentó él-.

- Me costó conciliar el sueño.

Domingo sonrió de un modo extraño, pero no dijo nada más y salvo algunas frases con Julien en referencia al negocio del carbón, apenas dialogaron en el camino de vuelta a la capital.

Ariana tenía cosas en las que pensar y no se preocupó de seguir la insípida conversación entre los dos hombres. En su mente sólo cabía un nombre y un rostro, pero estaba confundida. No deseaba que Rafael se sintiera obligado hacia ella, pero tampoco estaba dispuesta a firmar los papeles que la convertirían de nuevo en una mujer soltera. Lo había hablado muchas veces con Julien y jamás llegaron a un acuerdo. Su buen amigo era partidario de poner las cosas en claro: o firmaba los documentos o le decía a Rivera que seguían casados. Era un dilema aterrador porque no deseaba una cosa ni la otra. Rafael era un español con demasiado orgullo y lo más probable era que se pusiera furioso si creía haber sido víctima de una burla. Estaba convencido de que Julien y ella se habían casado. ¿Como explicarle ahora que todo era falso? ¿Como decirle que Julien y ella eran como hermanos? Pero sobre todo ¿como explicarle a Rafael que no había seducido a la mujer del inglés, sino que había hecho el amor a su propia esposa? Sin duda, asumiría muy mal la maquinación. ¡Y era imprevisible! ¡Quien podía imaginar lo que era capaz de hacer un español que cree pisoteado su orgullo! ¡Maldito fuera cien veces!, pensó mientras el trajín del carruaje la adormecía y volvía a soñar con los ojos oscuros de Rafael.

Ir a la siguiente página

Report Page