Ariana

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TREINTA Y SIETE

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Revisó la pistola con la que siempre viajaba y se la colocó entre la cinturilla del pantalón. Luego, echó la gruesa chaqueta sobre sus anchos hombros y caminó resueltamente hacia la salida. Frenó sus pasos al ver que su padre lo estaba aguardando en la puerta, pero no tenía intenciones de continuar la discusión.

- No deberías ir -dijo don Jacinto-.

- Posiblemente. Pero tampoco puedo esperar a que Martínez nos envíe hombres. Además el mensaje era claro: decía solo. - ¿De veras piensas que esa mujer va a ponerte el complot en bandeja? ¡Por el amor de Dios, hijo!

- Estuvo liada con Ortiz. Sigue estándolo.

- Y de repente se regenera y decide contarte todo lo que sabe.

- Es posible. Vamos, padre, ya lo hemos hablado y no voy a cambiar de idea.

- Deja, al menos, que Miguel y Enrique te acompañen.

- Son dos criaturas.

- Lleva entonces a Juan. ¡A alguien de Torah, por los clavos de Cristo! -estalló el vizconde-.

Rafael puso la mano sobre el hombro de su progenitor.

- Padre, no va a pasar nada. Tranquilízate. - ¡Y un cuerno!

El cielo amenazaba tormenta y Rivera se subió el cuello de la capa antes de montar en el caballo que sujetaba de las riendas.

- Debería ir con usted -dijo el muchacho-.

- Voy solo. Ya has hecho demasiado averiguando que Castelar y Ripoll no tiene nada que ver en este asunto.

- Que sea un plan de ese jodido Ortiz para poder seguir en su cargo, no me tranquiliza, si quiere saberlo.

- Volveré esta noche.

- Si no lo hace -susurró Juan-, esa señorita Cuevas va a tener que darme muchas explicaciones.

Rafael estaba seguro de que así sería si surgían complicaciones. Azuzó la montura, que parecía nerviosa por partir y emprendió camino a Madrid. Jacinto Rivera le vio marcharse con disgusto; tenía la corazonada de que iba a caer de cabeza en una trampa, pero no podía detenerlo.

Rafael cabalgó a buena marcha, rezando para que la tormenta se retrasara lo máximo posible. La posada en la que había sido citado por Mercedes estaba a las afueras de la capital y era muy posible que los caminos se volvieran intransitables.

Pero apenas diez minutos después el cielo se oscureció. Gruesos nubarrones negros cubrieron lo cubrieron todo. La tormenta era inminente.

Ajeno a que cuatro pares de ojos le observaban en la distancia, agachó la cabeza, se subió más aún el cuello de la chaqueta y azuzó al animal, conduciéndolo campo a través para ahorrar tiempo.

Mientras cabalgaba, pensó en Ortiz. ¡Aquella rata de alcantarilla! Mercedes decía poco en su nota, pero entre lo escuchado por Juan y las pocas líneas escritas, Castelar y Ripoll había quedado limpios de toda sospecha. Resultaba irónico que todo se hubiera desatado para mantener los poderes adquisitivos de una sabandija.

La tormenta estalló por fin, pero continuó sin importarle el aguacero.

Chorreando y aterido de frío, vislumbró las luces de la posada después de un tiempo indeterminado de cabalgada. Y justo entonces escuchó el disparo. Tiró de las riendas y se alzó sobre la silla. Palpó la culata de la pistola e hizo girar al caballo para dirigirse hacia allí. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Algo le decía que aquel disparo iba a causarle problemas, pero no podía dejar de saber qué era lo que sucedía.

Ariana extendió sobre la cama los dos camisones que comprara y Nelly sonrió.

- Son preciosos.

- He encargado otro par de vestidos, pero no los tendrán listos antes de una semana, aunque me han prometido que trabajaran lo más aprisa posible. - ¿No íbamos a marcharnos dentro de tres días?

- Habrá que posponerlo una semana más. En cuanto Julien regrese.

Nelly agitó una mano en el aire. Domingo Ortiz no le caía bien, y tampoco le agradaba que el señor Weiss hubiera de salir de imprevisto a aquel extraño viaje. Algo referente a que el abogado había tenido que ir con prisas a Cuenca y que, si no querían retrasar todo el proceso del negocio, lo mejor era que ellos fuesen a buscarle. ¿Es que el abogado en cuestión no tenía empleados que podían hacerse cargo de los papeles legales? De todas formas, no dijo nada respecto a sus temores. La ayudó a guardar de nuevo los camisones y se marchó para encargar la cena. A Dios gracias, Ariana no se había recluido después de que Julien partiera horas antes, sino que había salido de compras. No le gustaba ver a la joven sumida en cavilaciones, ¡porque demasiado sabía ella hacia donde iban dirigidos sus pensamientos! Decididamente, cuanto antes regresaran a Inglaterra, mejor para todos. Puede que entonces, Ariana olvidara de una vez por todas al apuesto y arrogante español.

Domingo había preparado las cosas de modo que Julien no estuviera en Madrid cuando se llevara a cabo su plan. Y no era otro que raptar a Ariana para cazar a Rivera. Si él no estaba equivocado y Rafael bebía los vientos por aquella inglesa, sería fácil hacerle confesar.

Mercedes cumplió su parte escribiendo el mensaje para Rafael. Ahora, ya no le era necesaria. Además un hombre de su posición no podía verse envuelto en un escándalo con una zorra que, todos lo sabían, estaba aún tras los pantalones de Rivera.

Mientras el carruaje les alejaba de Madrid, Domingo no dejaba de pensar. Miró su reloj de bolsillo varias veces. A aquellas horas, el conde de Torrijos ya debía haber sido capturado y llevado a la casa que les servía de guarida. En cuanto a Ariana Seton, le quedaba poco de libertad, porque aquella misma noche sería su rehén.

Ortiz estaba en lo cierto respecto a Rafael. Había caído en la trampa como un maldito imbécil.

Cegado por la lluvia y tratando de controlar el nerviosismo del caballo por los truenos y relámpagos, llegó hasta donde escuchara el disparo, cerca de la posada. Le extrañó que nadie saliera a enterarse de lo que pasaba y el silencio que rodeaba la pequeña edificación le dijo que las cosas no estaban nada bien. Dirigió el caballo hasta la entrada, descabalgó y entró. ¡Vacía! Ni un alma, aunque las luces estaban encendidas y ardía fuego en la chimenea. El vello de la nuca se le erizó.

Y escuchó el grito desesperado de una mujer.

Corrió al exterior. La lluvia le cegaba y su caballo estaba inquieto. El grito había venido del claro del bosque. Acariciando la culata de su pistola se encaminó hacia allí, vigilando a su alrededor.

El cuerpo estaba en medio del pequeño sendero que rodeaba la posada.

Era una mujer. Y estaba inmóvil.

Por unos segundos se preguntó si se trataría de asaltantes y habrían asesinado a los dueños del local, pero un relámpago le descubrió que las ropas de aquella mujer no eran las de una vulgar posadera. La bilis le subió a la garganta.

Se acercó con cuidado a la figura inerte.

Se agachó y volteó el cuerpo, con los latidos del corazón retumbándole en los oídos. Retrocedió sin proponérselo.

Mercedes Cuevas le miraba con los ojos vidriosos por la muerte.

Tenía un feo agujero en la sien derecha. Oyó una tos y se volvió lentamente, los nervios a flor de piel. El hombre que le apuntaba sonreía satisfecho y antes de poder erguirse del todo, tenía tres armas más apuntándole. Rivera no perdió la calma. No era la primera vez que se las veía con forajidos. Alzó los brazos sobre la cabeza.

- En las alforjas llevo dinero. Cogerlo y largaos.

El que sin duda comandaba el cuarteto se atusó el cabello empapado.

- Lo de la dama ha sido una lástima, pero órdenes son órdenes, ya sabe usted… una zorra menos.

Rafael se tensó.

De modo que no se trataba de un asalto. No pretendían quitarle el dinero y Mercedes no había muerto por pura casualidad. - ¿Qué es lo que queréis?

- Unas cuantas respuestas, señor conde -sonrió el otro-. Y le juro por lo más sagrado, que vamos a tenerlas.

No le dieron tiempo a nada. Una de las armas se clavó en su estómago obligándolo a doblarse en dos. Después, dos furiosos culatazos en los riñones le hicieron caer de rodillas, demudado el rostro. Lo último que sintió fue un porrazo en la cabeza. Luego, oscuridad.

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