Ariana

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TREINTA Y OCHO

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Pero Domingo Ortiz no iba a poder disfrutar de la captura de Rivera, ni de la victoria. Mientras iba pensando la fortuna que había empleado para que Castelar y Ripoll se mantuviera en el poder y, por tanto, él continuara con sus negocios y trapicheos a espaldas del gobierno, haciéndose cada vez más rico, el destino le iba a dar un golpe que no esperaba.

La tormenta enervaba a los caballos y el cochero hacía verdaderos esfuerzos para controlarlos, con apenas éxito. Un rayo cayó a menos de tres metros segando de un tajo un árbol añejo, que se precipitó sobre el camino. Los animales relincharon aterrorizados y se encabritaron justo al borde de una ancha zanja de riego. El coche se ladeó y el hombre que intentaba gobernarlo saltó del pescante en el último segundo, antes que se precipitara a ella.

El choque fue horrible. Julien salió lanzado hacia el otro extremo del carruaje y se golpeó el hombro con el asiento en el que iba Ortiz. Domingo no tuvo tanta suerte y su cabeza dio de lleno en la lamparilla, quedando momentáneamente aturdido. Mientras el coche volcaba, Domingo, trató de sujetarse a algo mientras maldecía a voz en grito. Para su desgracia, lo que agarró fue la manilla de la puerta que se abrió, precipitándole al exterior, un segundo antes de que todo el peso del coche se le viniera encima.

Fueron segundos. El coche se quedó varado en la zanja, las ruedas giraban vertiginosamente en tanto que los caballos trataban de ponerse en pie.

El cuerpo de Ortiz yacía aplastado bajo los ejes traseros y su sangre se diluía entre el barro y la incesante lluvia.

Pasados los primeros momentos de incertidumbre y pánico, Julien consiguió salir gateando de entre el amasijo de hierros y madera.. La sangre que manaba de una herida en la ceja le enturbiaba la visión y tenía un brazo casi inmovilizado. - ¡El señor Ortiz esta debajo! -escuchó la voz del cochero-.

Weiss parpadeó varias veces para despejarse y se precipitó hacia la zanja de nuevo. Domingo no se movía, pero pensó que podía estar vivo. - ¡Desenganche los caballos! -gritó- ¡Hay que pedir ayuda! - ¡Tengo una pierna lesionada, señor!

- Yo iré. Usted aguarde hasta mi regreso.

El cochero renqueó a pesar del dolor y pudo controlar a uno de los animales hasta que Julien montó sobre él a pelo. Era un excelente jinete, de modo que no importaba tener que hacer el camino de regreso a lomos de un animal de tiro y sin los aparejos necesarios. Tenía que llegar hasta el pueblo que habían dejado atrás y pedir socorro.

Weiss llegó a su destino en medio de la infernal tormenta y una vez puso sobre aviso a los lugareños del accidente, no esperó y regresó junto a Domingo Ortiz. Los labriegos llegaron con el médico poco después y el sujeto sólo pudo confirmar que había muerto. Les ofrecieron alojamiento, pero a pesar del aguacero y de las heridas, Julien prefirió regresar a Madrid. Debía avisar al ayudante de Ortiz, Pepe Torres, del infortunio de su jefe.

Rafael abrió los ojos poco a poco. Dardos de dolor le asaeteaban la cabeza. Esperó unos momentos hasta que remitieron en parte. Luego se interesó por el lugar en el que estaba.

Era una habitación amplia y sin mobiliario, húmeda y fría. Con seguridad en el sótano de la posada.

El aguacero azotaba los sucios ventanales situados casi en el techo, dejando penetrar el agua a través de los cristales rotos. Escuchó el ulular de viento y los truenos, cada vez más lejanos.

Trató de acomodar el cuerpo y se mordió los labios para no gritar. ¡Aquellos cabrones le habían sacudido de lo lindo! No supo cómo llegó a la casa, pero sí de lo acontecido después de que despertara por primera vez. Le habían quitado chaqueta y camisa y así, desnudo de cintura para arriba, le ataron las muñecas con una cuerda y lo colgaron de una de las carcomidas vigas del techo.

Tiritó, recordando los golpes. Habían sido espaciados, dándole tiempo a que pensara las respuestas a las preguntas. Pero muy contundentes. Se había desmayado un par de veces durante la primera sesión. Y otras tantas durante la segunda tanda de preguntas y golpes.

Echó un vistazo a la viga. Inútil tratar de escapar atado como estaba, como una res lista para desollar. Y no le cabía duda de que aquellos malparidos le desollarían vivo si no les decía lo que querían.

Pero nada podía decirles. Por nada del mundo traicionaría a Alfonso y a los demás. Si le mataban, mala suerte. Su vida transcurrió siempre de mata en mata, de aventura en aventura. Alguna vez se le tenía que acabar la fortuna.

La puerta se abrió y entraron dos de sus verdugos. - ¿Lo has pensado mejor?

El conde de Torrijos dejó que una sonrisa cínica se alojase en sus labios. Les catalogó nada más verles. Gentuza. Hombres desesperados que hacían cualquier cosa por una buena bolsa de dinero. - ¿Quién os paga por hacer esto? -preguntó a su vez-.

El que se adelantó no era muy alto. Moreno, con una cicatriz en la barbilla. El otro permaneció cerca de la puerta y se pasó la mano por el rostro sin afeitar.

- No te interesa.

- Puedo pagar el doble.

- No interesa, te digo. Vas a decirnos lo que queremos saber y punto. No estas en un mercado para regatear.

- Pero sería un buen montón de dinero -insistió Rafael-.

El sujeto le lanzó un golpe. Rivera se encogió por el dolor. El matón le agarró salvajemente por el cabello y echó su cabeza hacia atrás.

- Mira, chaval -le dijo, arrastrando las palabras-, no tenemos nada contra ti. Pero nos han pagado y muy bien y somos hombres de palabra. Además, el que nos contrató no es alguien con quien que se pueda jugar. Si le traicionamos, no viviremos para disfrutar del dinero. Y no pienso arriesgar mi cuello por una bolsa más abultada.

Por su parte, el que permanecía cerca de la puerta, que debía ser idiota perdido, asintió con la cabeza a las declaraciones de su jefe, mostrando un par de dientes picados y preguntó: - ¿Seguimos el interrogatorio, Genarito?

La pregunta le hizo ganarse un trallazo en la mandíbula que lo lanzó contra el tabique donde rebotó y cayó despatarrado. Desde el suelo, frotándose la parte lastimada, miró a su compinche. - ¿Por qué diablos me has pegado?

- Vuelve a tratarme de forma irrespetuosa y te salto los sesos- Y el idiota volvió a asentir con la cabeza mientras se incorporaba-. Llama a Javier, le toca a él seguir con el interrogatorio-.

Salió a escape para cumplir lo ordenado. Rafael cerró los ojos y trató de recuperar fuerzas. Todo su cuerpo debía ser un cardenal, porque le dolían hasta las pestañas. Se habían turnado para golpearlo y lo hicieron a conciencia. Además los brazos le dolían, colgado como estaba. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?

El tal Javier entró acompañado del cuarto individuo que lucía un parche sobre el ojo derecho. Llevaba sobre sus hombros la chaqueta de Rafael y aunque le estaba ancha porque se trataba de un individuo delgado y estrecho de hombros, parecía sentirse importante luciendo una prenda tan cara. El jefe del grupo le hizo una seña y Javier se quitó la chaqueta con cuidado, doblándola y depositándola sobre el brazo del tuerto para que se la cuidara. Luego se remangó las mangas de la sucia camisa que le cubría y se acercó.

El golpe le llegó a Rivera sin aviso, haciendo que lanzara un grito. - ¿Donde está? -volvió a preguntar por millonésima vez el tal Genaro- Dinos lo que queremos saber y acabaremos contigo de forma rápida.

El segundo golpe fue más contundente. Aquella vez no gritó, estaba preparado, pero a pesar del frío, el cuerpo de Rafael se cubrió de sudor. - ¿Donde se esconde?

Otro golpe más, en los riñones. Casi perdió el conocimiento y esperaron a que se recuperara. Si lo mataban antes de sacarle la información, de poco les serviría. Rafael esperó hasta que la nube de inconsciencia se evaporó y luego alzó un poco la cabeza para mirarlos. Siempre la misma pregunta, esperando una respuesta que no llegaba. Encajó los dientes y dijo con rabia: - ¡Púdrete en el infierno, hijo de puta!

La lluvia de golpes fue brutal y Rivera volvió a desmayarse.

- Veremos si es tan valiente cuando tengamos a la muchacha en nuestras manos -dijo Genaro tras saborear un trago de su pichel-. - ¿Podremos hacer con ella lo que queramos?

- Ortiz lo aseguró.

- Nunca he montado a una inglesa -dijo Javier, sentándose a la mesa en la que se jugaran a las cartas las pertenencias de su víctima-. ¿Serán iguales a las españolas? - ¡Pues claro que sí, gilipollas! -se echó a reír Genaro-. Todas tienen lo mismo.

- Pero con seguridad más remilgada. Es una dama, ¿no es verdad? -aseguró el tuerto-.

- Eso quiere decir que no lo hace como las demás mujeres, seguro -opinó Javier-.

Se ganó un cachete de Genaro.

- Chico, eres un imbécil.

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