Ariana

Ariana


CUARENTA Y UNO

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Rafael recuperó la conciencia cuando le arrojaron un cubo de agua. Abrió los ojos y parpadeó, sacudiendo la cabeza. Sintió frío. Si escapaba con vida de aquel lío, no sería sin una buena pulmonía, pensó en un atisbo de cinismo.

- Sigue, Javier -ordenó Genaro-.

El aludido se preparó para seguir castigándole, pero el ruido de un coche en el exterior le frenó y miró a su jefe.

Genaro se subió a un taburete y miró por la ventana.

- Ya están aquí -dijo-.

Volvieron a dejar a solas a Rafael. Tiró de las cuerdas que lo sujetaban y lanzó un gemido de agonía. Su maltratado cuerpo le envió punzadas de dolor al cerebro. ¡Maldita fuese su estampa! ¿Como demonios se había dejado cazar de un modo tan estúpido? Soportando la tortura de cada movimiento, se concentró en intentar soltarse. La cuerda estaba medio podrida y si tenía más tiempo acabaría por romperla. Abandonó momentos después, sudando y desesperado.

Escuchó risas en la otra habitación y un grito de mujer. La puerta se abrió de nuevo y entraron sus carceleros. Pero no venían solos. Dos hombres más irrumpieron en el cuarto sujetando de los brazos a una gata rabiosa que soltaba improperios peor que los de un cargador portuario, mientras ellos intentaban zafarse de sus uñas y patadas. ¡Ariana!

Rafael sintió como si acabaran de acuchillarlo. Lanzó un taco feísimo que se unió al grito de ella cuando el jefe de aquella pandilla de indeseables le cruzó la cara, enmudeciéndola.

La arrojaron al piso, pero ella se incorporó como una fiera, retrocediendo de inmediato y adelantando las manos, los dedos engarfiados para defenderse, aunque ninguno parecía tener intenciones de atraparla.

Rafael no pudo por menos que sentir orgullo por aquella mujer. Tenía a seis canallas ante ella y aún sacaba las garras. Si hubiera estado libre, hasta habría aplaudido.

Ella respiraba con dificultad. Su vestido estaba manchado y rasgado y el cabello enmarañado por la lucha. Pero no parecía herida, gracias a Dios. Aquello no les salvaría la vida a aquellos cabrones si conseguía liberarse, pensó Rafael, rabioso. Haberle tocado un solo pelo a Ariana era suficiente para retorcerles el cuello.

Genaro dio un paso hacia ella y Ariana estiró los brazos, sin retroceder. Su voz fue alterada pero decidida. - ¡Si se me acerca un paso más, cerdo asqueroso, juro por el Cielo que va a tener que comprarse un perro lazarillo.

La risotada de él fue sincera. Ella retrocedió, su espalda chocó contra algo, soltó un grito y se revolvió, pensando que se trataba de otro de los secuaces. Pero cuando vio con lo que había topado se quedó paralizada. Abrió la boca pero no pudo decir nada.

- Hola, chiquita -saludó Rafael con voz cansada-. Nunca puedes quedarte donde te dejan, ¿verdad?

Ariana se sintió desvanecer. ¡Por Dios! ¿Qué le habían hecho? Alzó la mano y tocó el rostro demudado de Rafael y luego, tragando saliva, dejó vagar sus ojos por los cardenales que cubrían su torso desnudo.

- Qué… -balbuceó- Qué…

- No es nada -tranquilizó él-.

Ariana estalló en llanto y se le abrazó. Rafael reprimió un gemido de dolor, pero no habría cambiado ese momento por nada del mundo. Aquella bruja le tenía afecto, cuanto menos, y eso era suficiente para él. Bajó la cabeza y le besó el cabello.

- Muy tierno -se burló Genaro-.

Ariana se volvió y enfrentó a la pandilla, los ojos refulgentes de cólera, protegiendo con su cuerpo a Rafael, como si de veras pudiera defenderle-.

- Basta ya de tonterías, señora -gruñó el cabecilla-. Javier, tráela aquí.

Javier se acercó con cierto reparo y ella le lanzó una patada a los testículos. El facineroso retrocedió, demudado. Y Ariana hubiera vuelto a atacar de no haber escuchado la orden:

- Si se resiste, pegad un tiro a Rivera.

Se quedó inmóvil. Miró al sujeto para confirmar si no era una simple baladronada y no pudo disimular un ligero temblor. Bajó los brazos y apretó los puños contra las piernas, dejando que la atraparan de nuevo.

- Y ahora, señor conde, veamos si sigue guardando silencio. Tenemos a su amante en nuestro poder y le aseguro que…

- Es su esposa, Genaro -advirtió uno de los que la secuestraran-.

El otro se volvió, ligeramente asombrado.

- De modo que su esposa… Esto se hace cada vez más interesante. Bien, pues como decía -regresó su atención a Rafael-, si no nos dice lo que queremos saber, creo que no va a gustarle lo que podemos hacerle a ella.

Rafael estaba aturdido. ¿Cómo diablos se habían enterado de que Ariana y él estuvieron casados? Necesitaba ganar tiempo. No sabía para qué, pero necesitaba ganarlo. Si volvían a dejarle a solas un momento, estaba seguro de poder romper las cuerdas y soltarse; casi lo había conseguido ya, aunque tenía las muñecas en carne viva y la sangre le corría por los brazos.

- Quiero hablar con ella a solas -dijo-.

- Ni lo sueñe.

- Sólo un minuto.

- Ni medio. Díganos donde está el hombre al que queremos encontrar y ella quedará libre.

- Sólo pido un momento a solas -insistió Rivera-.

El sujeto chascó la lengua. -¿De qué va a servirle? Mire, díganos lo que queremos y acabemos de una vez. En cuanto lo sepamos, cobramos lo que resta por nuestro trabajo y nos largamos. Si habla ahora nos evitará muchos problemas a todos. Sobre todo a ella.

Rafael negó con la cabeza. - ¡Por Dios que es terco, joder! -estalló Genaro-. Debería pensar en la vida de su esposa.

- Ella no es mi esposa.

- Nos lo confesó mientras la traíamos para acá -insistió el otro-. -¡No lo es! Estuvimos casados, sí, pero ahora no nos une nada.

- Pues a mí no me lo ha parecido. Juraría que os tiene cierto aprecio, Rivera -bromeó-. Seguro que no deseáis que pase por nuestras manos. Os prometo que la dejaremos tranquila si habla ahora. -¡Pero Genaro, dijiste… ¡ -¡Cállate, Javier! -gritó a su esbirro sin perder de vista la expresión sombría de Rafael-. Bien, ¿qué me dice?

- Estás hablando de traicionar a mi futuro rey, ¡pedazo de gilipollas! -explotó él-. Puedes cortarme a trocitos, hijo de puta, pero te no te diré nunca donde está escondido Alfonso.

- Entonces, nos entretendremos un poco con tu mujercita. Ya veremos si tu hombría soporta sus gritos mientras la montamos uno a uno. - ¡Como si queréis colgarla! -barruntó, asombrándolos. Ariana le miró con los ojos muy abiertos, pero de inmediato supo que él estaba tratando solo de no dejarse amedrentar, de confundirlos - ¿Crees que me importa?

- No le creo ni una palabra.

- Ella sólo supuso un entretenimiento -dijo, mirándola con gesto asqueado; se retorció como si tratara de soltase y la cuerda cedió un poco más. Tiempo. ¡Necesitaba tiempo! Un poco más y estaría libre para ahogar a aquellos cabrones con sus propias manos. Pagarían muy caro haber raptado a Ariana -. No voy a vender a mi rey por una furcia inglesa.

Ella ahogó una exclamación y frunció el ceño. Rafael se estaba pasando de la raya. - ¡Está tratando de ganar tiempo! -graznó Javier- Levantemos las faldas a la dama y ya veremos si sigue en sus trece -Ariana se retorció en sus brazos-. ¡Hagámoslo de una vez! ¡Me ha puesto caliente!

- De acuerdo -admitió Genaro-. Yo seré el primero.

Ariana gritó a pleno pulmón cuando la tendieron en el suelo cuatro pares de manos. Pateó y mordió como una fiera. Mientras, Rafael trataba rabiosamente de romper la soga que le sujetaba a la columna. Sus gritos de terror le traspasaba el alma y la desesperación le hizo bramar.

El disparo atravesó el cristal y se clavó en la nuca de Genaro que cayó sobre Ariana, ahogando su siguiente alarido.

Acto seguido la puerta estalló en astillas y un gigante con el rostro congestionado por la cólera entró en la habitación, arreó un mazazo al primer hombre que se le puso en el camino para lanzarlo contra el tabique derecho, en el que rebotó quedando fuera de combate, y después disparó su pierna derecha en dirección al segundo. La cabeza del otro crujió y se partió como un melón.

Ariana se liberó del cuerpo que la aprisionaba y se arrastró hacia Rafael, sorteando la pelea. Rivera, con un último esfuerzo, consiguió romper las cuerdas, cayendo de rodillas. Tuvo el tiempo justo de sujetar a su esposa por la cintura y rodar con ella por el suelo, salvándola de milagro del disparo efectuado por Javier.

Medio desmayado por el dolor, Rafael vio el rostro acalorado de su hermano Miguel que arremetía contra otro de los secuaces. Y su hermano Enrique entró acompañado de Julien Weiss para acabar de poner orden en aquel caos infernal en que se convirtiera el cuarto en segundos.

Los dos facinerosos que quedaron con vida no tuvieron otra opción que rendirse.

Rafael se incorporó y abrazó a Ariana con fuerza. Había estado a punto de perderla y tenía un nudo en la garganta.

Peter tenía a los dos prisioneros agarrados por el cogote. Observó un segundo a los jóvenes y salió para deshacerse de aquella escoria.

Rafael apartó un poco a Ariana. Sus manos delinearon el rostro de ella, sus dedos formaron círculos sobre sus mejillas, húmedas de lágrimas, sobre sus párpados, en las sienes. Hundió las manos en el cabello. El dolor se difuminaba al mirarla. La atrajo hacia sí y la besó con ansiedad. Habían estado a un paso de la muerte y se había dado cuenta de que no quería perderla. Cuando acabó de besarla, se volvió para mirar a Weiss.

Los ojos claros del inglés estaban convertidos en dos rendijas.

- Ella es mía, Julien -le dijo-. Siempre lo ha sido. Divórciese de ella y le daré lo que quiera. Tengo fortuna como para que se olvide de Queene Hill y de… - ¿Quieres callarte, amor? -le interrumpió dulcemente Ariana, apoyando una mano en su pecho-. - ¡Quiero tenerte a mi lado! -le confesó Rafael con pasión. Algo le quemaba por dentro. Ariana le miraba fijamente y él daría cien veces la vida por una simple palabra de ella. Él, que siempre dijo que permanecería soltero, que no deseaba comprometerse con nadie, que se había divorciado de ella… ¡Y ahora estaba pidiendo a su marido que la dejara libre! ¡Era como para que le encerraran por loco! Pero ya estaba lanzado, no podía pararse, no podía dejar escapar a la única mujer a la que había amado-. Estoy dispuesto a hacer lo que sea para que vuelvas a mi lado. ¡Y si quiere un duelo, señor mío -le gritó a Weiss, encolerizado-, busque padrinos, lugar y hora, porque ella no regresará con usted a Inglaterra!

Miguel silbó y se recostó en el marco de la puerta. Enrique, por su parte, estaba tan asombrado por las declaraciones de su hermano, el gran calavera, que mantenía la boca abierta. Peter regresó en ese momento y haciendo a un lado al joven Miguel murmuró entre dientes:

- Como una cabra. ¿No dicen ustedes eso? -preguntó al muchacho, que no le respondió pero amplió su sonrisa-.

Rafael aguardaba respuesta del inglés. Seguía manteniendo pegada a Ariana a su cuerpo. Ella lo abrazaba por la cintura y sonreía. Había estado esperando justamente eso, saber que él la amaba. Pero aún debía confesarlo. - ¿Qué me dice, Julien? -insistió Rivera-. - ¿Por qué quiere ahora que Ariana vuelva con usted? -preguntó Weiss, como si hubiera leído el deseo de la joven- Se divorció de ella, ¿recuerda?

Miguel y Enrique no salían de su asombro. ¿Divorciado? ¿Se había casado, entonces? Aquello iba a ser una bomba cuando se lo contasen a la familia.

Los ojos de Rafael se oscurecieron.

- Puede que le parezca un idiota, Julien. Es cierto que me divorcié de Ariana. La mayor locura que he cometido en mi vida. Desde entonces no he vivido, no he dormido -la miró y le acarició la mejilla, donde iba formándose un cardenal-. ¡La amo! Creo que lo he hecho desde el día en que llegué a Queene Hill y casi me mata. Le daré lo que quiera. ¡Lo que pida! Sólo quiero que la deje en libertad y… - ¿Qué le parece ese potrillo negro que suele usted montar? Lo he visto fuera y tiene muy buena estampa. Me gustan los caballos.

Rafael parpadeó, confundido. - ¿Cómo dice?

Ariana no pudo aguantar más y estalló en risas. Weiss se le unió. Peter suspiró y decidió que iría preparando el carruaje y los caballos para su regreso a Madrid, mientras aquel par de imbéciles arreglaban sus problemas. En cuanto a los Rivera, se miraron aturdidos, sin entender del todo qué sucedía.

Weiss se calmó y carraspeó.

- No nos hemos vuelto locos, amigos. Pero acabo de ganar un caballo magnífico del modo más sencillo, porque ella siempre ha sido suya. - ¡¿Qué?!

Rafael estaba tan aturdido como sus hermanos. Ariana le echó los brazos al cuello y le besó en la boca. Miguel dejó escapar otro largo silbido.

- Estúpido y engreído español que el demonio confunda…- le dijo-. No estamos divorciados. Nunca llegué a firmar esos malditos papeles que te separaban de mí. Sigo siendo la esposa de Rivera, por ende, condesa de Torrijos.

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