Ariana

Ariana


QUINCE

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La fiesta se celebraba en la mansión de los duques de Wangau, en Londres. Era una casa grandiosa de tres plantas, con más de veinte habitaciones y un salón de baile de más de doscientos metros cuadrados. La duquesa de Wangau era conocida por sus cócteles y sus fiestas y la época en la que estaban, antes de comenzar definitivamente el verano, era la más adecuada para celebrar uno de aquellos eventos, siempre alabados y esperados.

No se pudo negar a ir. Todos sabían de su casamiento y dado que no habían salido de viaje debido a la delicada salud de Seton iban a ser algo así como los invitados de honor.

Henry alegó un ligero malestar para no acudir a casa de los Wangau, de modo que Rafael y Ariana debieron de viajar solos, en compañía de sus respectivos criados. Hicieron preparar sólo dos baúles para la corta estancia y cuando partieron de Queene Hill lo hicieron en dos carruajes: el primero ocupado por los recién casados y el segundo por Nelly y Juan, que habían congeniado estupendamente.

La primera parte del viaje resultó tediosa para Ariana. Rafael, apenas montar, se recostó, cerró los ojos y se dedicó a dormir. O al menos a hacer que dormía. Ella hubo de limitarse a mirar el paisaje desde la ventanilla. Y cuando pararon a pernoctar no cambió nada. Rafael solicitó cuatro habitaciones en la posada, no pronunció una palabra durante la cena y sólo abrió la boca para desearle buenas noches antes de que ella se retirase a descansar, quedándose junto a Juan en el comedor y acompañado por una botella de brandy.

Nelly le ayudó a quitarse el vestido y al ver su expresión sombría quiso saber, pero Ariana era demasiado orgullosa para contar lo que le tenía en ascuas desde hacía muchos días, de modo que sonrió, besó a Nelly en la mejilla y aseguró que todo estaba perfectamente. Sin embargo, apenas su criada la dejó a solas, sintió unos deseos horribles de echarse a llorar. Se sentía una estúpida, una niña a quien estaban castigando por una falta grave. Y ella no había cometido ninguna, salvo aceptar el deseo de su abuelo para casarse con el maldito conde de Torrijos. Sin embargo él la trataba como si no existiera, como si deseara perderla de vista chascando los dedos. ¡Él, que se había atrevido a besarla del modo más obsceno! ¡Él, que la estaba provocado noches enteras de insomnio!

Se acostó, encogida en posición fetal y se secó las lágrimas con el borde de la sábana. Odiaba a Rafael. Lo odiaba con toda su alma, porque no tenía derecho a obligarla a pensar las cosas que pensaba desde que la tomó en sus brazos. Aunque lo deseaba, las preguntas rondaban una y otra vez su cabeza. Si un beso la hizo sentir de aquel modo extraño, notando que el mundo se hundía bajo sus pies… ¿qué sentiría si las manos de Rafael la acariciaran? ¿Como sería poder tener la fortaleza de aquellos músculos entre sus brazos? ¿Qué soñaría una mujer cuando él la hiciera el amor con toda la pasión de un buen amante?

Ariana nunca antes pensó en esas cosas. Para ella, era más importante el respeto mutuo, el cariño y la comprensión, que la pasión desatada de dos cuerpos retorciéndose sobre el lecho. Por lo menos, eso había pensado hasta que Rafael inflamó su deseo.

Estaba desconcertada, trastornada y rabiosa, porque no podía ni quería que fuera él quien despertara la mujer que llevaba dormida en su interior. Debía dejar de pensar en Rafael Rivera como un hombre impresionante y atractivo, viril y seductor, terriblemente deseable. ¡Debía guardar aquellos sentimientos para el hombre que se convirtiera en su marido real, no para un mulo engreído y mujeriego elegido para protegerla durante una temporada!

Sin embargo, no pudo remediar volver a pensar en la boca de Rivera mientras el sueño la vencía.

Rafael sirvió dos vasos más de brandy y se echó el suyo al gollete de un trago.

Juan le observó, acomodado en su silla y tan bebido o más que su señor. Estaban solos en el comedor de la posada, ya se habían acostado todos, incluso el dueño de la misma al que Rafael despidió, cuando vio las cabezadas que el hombre daba sobre el mostrador. Desde que le indicara que se sentara con él y le hiciese un poco de compañía, el conde no había abierto la boca más que para beber.

De repente, Juan se echó a reír. - ¿Qué es lo gracioso?

- Usted -repuso el joven con voz algo gangosa-. Le he visto en muchos líos, pero éste es el más gordo.

- Has bebido demasiado para tu edad -gruñó Rafael- Lárgate a dormir la mona.

Juan volvió a troncharse de risa. Intentó de dejar el vaso sobre la mesa pero calculó mal y se le estrelló contra el suelo, haciéndose añicos. Hipó y miró al otro con los ojos medios cerrados.

- Esa mujer le tiene loco -anunció-.

- Y tú te vas a levantar con un ojo morado si no dejas de decir estupideces.

- Le conozco -insistió el chico-. Le conozco muy bien y sé lo que está pensando, a mi no puede engañarme. No señor, a Juan Vélez no ha conseguido engañarle nadie -hipó de nuevo y se sujetó la cabeza con las manos, apoyando los codos en la mesa, sonriendo como un estúpido-. Esa damita le ha comido la sesera y por eso está que trina.

- Estás totalmente borracho -dijo Rafael, con disgusto-. Vamos, te llevaré a tu habitación.

El muchacho se dejó tomar por las axilas, porque sus piernas ya no le respondían, pero mientras que su jefe le llevaba casi en volandas hacia las escaleras dijo:

- Señor - Rafael hizo un gesto de desagrado al olerle el aliento-, si quiere que le dé un consejo…

- Cállate.

- Se lo daré de todos modos -volvió a hipar-. Haga con ella lo que haría cualquier marido que se precie -le dijo-. Hasta es posible que a ella le guste y…-soltó una carcajada- y no tenga que buscarle otro marido.

Rafael empujó la puerta del cuarto maldiciendo la hora en que le pidió acompañarle a beber. Estaba como una cuba y era por su culpa, no pensó en que era demasiado joven para según que cosas. Le tiró sobre la cama y Juan sólo dio un resoplido. Estaba dormido aún antes de caer sobre el colchón. Lo miró desde la altura y suspiró, también él estaba más mareado de lo prudente. Le quitó las botas y la chaqueta, le desabotonó la camisa y le echó una manta por encima. Se marchó, cerrando con cuidado.

Consiguió llegar a su propio cuarto, no sin antes tropezar un par de veces, pero no pudo acabar de quitarse toda la ropa y no había nadie que le tapara. Se quedó dormido apenas su cara se estrelló contra la almohada. Sin embargo, aún le dio tiempo a pensar en lo que siempre decía su padre: los borrachos y los niños son los únicos que dicen la verdad. Y a Juan le salía el brandy hasta por las orejas.

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