Ariana

Ariana


DIECISÉIS

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Llegaron a Londres en coches separados ya que Rafael buscó como excusa que Juan no se encontraba bien para viajar en su carruaje. La decisión resultó un descanso para el cansado espíritu de Ariana, que el día anterior había viajado totalmente tensa al lado de su esposo.

Los Wangau, que asistieron a la pequeña ceremonia de su boda en la capilla de Queene Hill, les recibieron con muestras de cariño y la propia duquesa quiso enseñarles el cuarto que les habían destinado, mientras les decía bajito, como en secreto, que era el mejor de toda la mansión. Les informó también de quienes acudirían a la fiesta y los últimos cotilleos de Londres.

- Vendrá Benjamín Disraeli, lo que es un honor para nosotros, por supuesto, -les dijo- dada su proximidad con la reina Victoria. Y es muy posible que podamos gozar de la compañía de Kipling, el literato -aseguró emocionada-.

Ariana se mordió la lengua al ver la habitación que les habían preparado. Amplia y lujosa, con el cielorraso pintado con escenas de caza y una cama de doseles en la que podrían haber dormido cuatro o cinco personas. Muebles pesados de madera de roble y cortinajes y alfombras azules.

Apenas les dejó a solas para que se instalaran, Rafael echó un vistazo y dijo, como al descuido.

- Es una lástima, pero no hay sofá.

Ariana se envaró, temiendo un doble sentido en sus palabras. Se sentó frente a la cómoda y se dedicó a retocar su peinado para evitar entrar en conversación, suspirando agradecida cuando Nelly y Juan pidieron permiso para entrar y colocar la ropa en los armarios. Pero el descanso duró poco y volvieron a quedar a solas en el cuarto. Se giró hacia Rafael, dispuesta a decir algo. ¡Demonios, tenía que decirlo! ¡No podía pasar la noche junto a él o acabaría con los nervios alterados! Pero antes de que pudiera hablar él dijo:

- Ya veremos el modo de arreglarlo, chiquita, no te preocupes. No pienso pasar la noche en este cuarto ni por todo el oro de Inglaterra.

Enmudeció. Era lo que deseaba, que Rafael no pasara la noche allí y sin embargo, sus palabras fueron como una bofetada. Enrojeció, irritada. Se armó de valor, le miró a los ojos y susurró:

- Yo puedo dormir en la butaca.

La carcajada de Rafael la dejó perpleja. ¿Tan estúpido era lo que había insinuado? Lo supo cuando él se calmó y se le acercó. Los ojos oscuros brillaban de forma demoníaca y sintió que le temblaban las piernas cuando él levantó la mano y la tomó de la barbilla. El leve contacto resultó dominante pero placentero. Sus miradas se enfrentaron en silencio.

- Ariana, lo que pasó en el palacete fue sólo una muestra de lo que puede pasar si me quedo aquí -la sintió temblar pero no tuvo lástima por ella. Era una arpía y se merecía que la infundiera un poco de miedo en el cuerpo-. Un hombre como yo no puede estar tan cerca de una mujer deseable y dormir a pierna suelta, de modo que será mejor que me busque otro alojamiento.

- Pe… pe… pero… -tartamudeó, sonrojada por las claras insinuaciones-, no podemos… ¿Qué van a pensar si…?

- Preocúpate sólo de disfrutar en la fiesta. Y de paso, empieza a buscar algún soltero al que pueda dar mi visto bueno para convertirlo en tu esposo -la soltó y se acercó al armario para sacar otra chaqueta-. Respecto a mí, olvídalo. Conozco varios garitos en Londres y hace tiempo que no me monto una juerga en esta ciudad. No me echarás de menos, cariño.

Ella se tragó la bilis. ¡Por descontado! Él había pensado en todo. Era una boba, preocupada por nimiedades. Estaba claro que Rafael Rivera no deseaba estar a su lado, de modo que no había miedo de que tratara de ejercer sus poderes maritales con ella. No debía olvidar nunca más que el conde de Torrijos se había casado con ella sólo por un compromiso entre caballeros. Pero no pudo remediar sentirse celosa pensando que él iba a buscar la compañía de otras mujeres aquella noche.

- Espero que, al menos, seas discreto -le dijo, con voz cortante-.

Rafael la miró de soslayo, ajustándose el corbatín.

- Descuida, amor mío. El nombre de Ariana Seton no se verá envuelto en un escándalo a las pocas semanas de su casamiento.

Pasaron la velada como un verdadero matrimonio, aceptando las presentaciones de la duquesa de Wangau, sonriendo a los invitados, charlando con unos y con otros y bailando varias piezas.

El salón relucía. Las enormes arañas del techo y los candelabros iluminaban como luciérnagas, situados a cada lado de las puertas-ventanas que daban al jardín, asaltado por algunas parejas que deseaban gozar de un rato de intimidad o del romanticismo de la noche cálida y estrellada. Los criados lucían sus mejores galas, la comida era abundante, más aún abundante la bebida. Las mujeres exhibían sus joyas compitiendo entre ellas y los caballeros aprovecharon para atacar temas tan dispares como la política del gobierno respecto a la India, el último cuadro de J. Phillip o el estilo de escribir de Kipling que, al final, no pudo acudir a la fiesta y envió una nota de disculpa que dejó desolada a la duquesa.

Ariana lo estaba pasando bien. La música y las confidencias de las damas sobre los últimos acontecimientos en la capital, la hicieron olvidar que estaba casada con un salvaje al que detestaba. En esos momentos se encontraba riendo entre los brazos de un apuesto militar, sobrino de la duquesa, que acababa de regresar de la India.

- De veras que las mujeres llevan una piedra preciosa en la frente -decía el muchacho-. Le encantaría verlo, señora.

Iba preguntarle algo cuando una voz ruda les detuvo. Sintió un hormigueo en la boca del estómago. - ¿Me permite, señor Faber?

El muchacho asintió con una sonrisa y cedió su puesto a Rafael que, de inmediato, enlazó el talle de su esposa y la hizo girar. Ariana se sintió incómoda, aunque notó que él era un bailarín extraordinario. El contacto con Rafael le resultaba enloquecedor, quemaba a través de la ropa.

- Ha sido una descortesía -dijo, sin querer mirarlo-.

- Al joven no se lo ha parecido. Además, no sería normal que unos recién casados no bailaran alguna pieza, gatita.

Rafael hizo un rápido giro en la pista y ella le siguió con tan poca fortuna que tropezó con su pie. Le escuchó reír bajito y alzó la cabeza dispuesta a obsequiarle un comentario hiriente, pero lo único que pensó al ver su sonrisa fue que era guapo de veras. Estúpidamente, le comparó con todos y cada uno de los hombres allí reunidos y, por desgracia para su ego, todos salieron perdiendo. Se mordió el labio inferior, confundida.

Era imposible no fijarse en Rafael. Estaba tan atractivo que las mujeres no habían dejado de lanzarle miradas desde que entrasen en el salón. Ella había tenido que soportar las alabanzas envidiosas de algunas muchachas que le obsequiaron con enhorabuenas por haber pescado un marido tan seductor y elegante. Y lo peor de todo: se sintió orgullosa de mostrar a Rafael, casi como el que muestra un trofeo.

- Pero el trofeo no es mío -rezongó por lo bajo-. - ¿Perdón?

Respingó al darse cuenta de que había pensado en voz alta. Tropezó en el siguiente paso de baile y él la sujetó con fuerza por la cintura. Se inclinó hacia ella y le dijo, al lado de su oreja, haciéndole cosquillas: - ¿Estás nerviosa o es que tu abuelo no hizo que te diesen clases de baile? -la picó-.

- Es que todos nos están mirando.

Rafael echó un rápido vistazo a la sala y asintió.

- Es lo normal -dijo-. Eres la nieta de lord Seton y yo un desconocido casi, extranjero para más datos. Imagino que todos se preguntan qué has visto en mí para consentir casarte.

- Espero que nunca sepan la verdad -suspiró ella-.

- Yo no voy a gritarla a los cuatro vientos, chiquita. ¿Lo harás tú?

- Ni aunque me amenazaran con cortarme la cabeza. Me siento ridícula y utilizada.

- Vaya, amor mío -rió él con buen humor, haciendo que algunas cabezas femeninas se volvieran a mirarle-. Es lo primero en lo que estamos de acuerdo. ¿Debemos celebrarlo?

Reprimió los deseos de atizarle una patada en la espinilla y se limitó a sonreír encantadoramente, permitiendo que los brazos de Rafael la estrecharan en el siguiente giro.

Subió muy tiesa del brazo de su esposo cuando la fiesta concluyó, a eso de las tres de la madrugada. Pero si esperaba una escena se equivocó de medio a medio, porque apenas cerrar la puerta a sus espaldas, le oyó decir:

- Si no deseas verme en cueros por segunda vez, puedes salir al balcón mientras me cambio de ropa, chiquita.

Se quedó de una pieza. ¡De modo que el muy bastardo sabía que le había estado observando mientras se bañaba en el lago! ¡Lo supo todo el tiempo y había callado, para burlase de ella seguramente!

Decidió que lo mejor era hacer lo que él decía, de modo que salió a la balconada hasta que volvió a escucharle decir:

- Listo, cariño. ¿Me permites?

Pasó a su lado como un fantasma, totalmente vestido de negro y cubierto por una levita y un sombrero alto. Llevaba un bastón en la mano.

- No cierres el balcón con pestillo -le pidió-. No quedaría bien que tuviera que llamar a la puerta en la madrugada, ¿no te parece?

Sin palabras para responderle le vio sentarse con movimientos ágiles en el borde de la balconada y lanzar sombrero y el bastón. Después de regalarle una sonrisa pícara y un guiñó, se lanzó al vacío.

Reprimió un grito al verlo desaparecer en la oscuridad y se abalanzó hacia el borde… sólo para ver como Rafael caía en el césped, flexionando sus largas y musculosas piernas, se incorporaba y recogía el sombrero y el bastón que su ayudante, Juan Vélez, tenía ya en las manos.

Rafael alzó la cabeza, sus ojos relucientes como los de un gato en la oscuridad. Le hizo una exagerada reverencia y ambos hombres corrieron hacia los confines del jardín donde, con seguridad, Juan tenía preparado un carruaje que les llevaría a los arrabales de Londres.

Ariana se preguntó, con un nudo en la garganta, por qué demonios le había dejado marchar cuando sintió un deseo irrefrenable de echarle los brazos al cuello para impedir que saliera.

Ni siquiera llamó a Nelly para que la ayudara a desvestirse. ¡Se suponía que para eso estaba su marido, por san Jorge! ¿Como iba a explicar que Rafael acababa de largarse con viento fresco, como un ladrón en medio de la noche, en busca de una mujer en cualquier taberna de los barrios bajos?

Se acurrucó sobre la cama, se echó una colcha por encima y se durmió con la mirada gatuna de Rafael en el pensamiento. Por segunda vez, desde que Rafael entrara en su vida, dormía vestida.

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