Ariana

Ariana


DIECINUEVE

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Para su consternación, Rafael ya no estaba en el dormitorio cuando despertó.

Arropada por una sensación nueva y maravillosa se levantó, llamó a Nelly y dejó que la otra le ayudara a bañarse y vestirse. Quería estar muy guapa y bajó a desayunar suspirando por encontrarlo en el comedor. Hubo de disimular su decepción cuando le informaron que su esposo había salido para ultimar algunos detalles en la ciudad antes de regresar a Queene Hill, pero se mostró encantadora con sus anfitriones e incluso ayudó a Nelly a recoger la ropa y preparar el baúl.

Aguardó el regreso de Rafael ansiosa, asombrada de lo que podían cambiar las cosas de la noche a la mañana. Y aunque no lo comentó ni siquiera con Nelly, comenzó a hacerse ilusiones sobre su matrimonio. Habían empezado muy mal, era cierto. Con seguridad, por su culpa. Sabía que tenía un carácter horrible y que puso mil y un impedimentos para aquel casamiento. Pero todo podía arreglarse. Volvía a estar tan enamorada de Rafael como lo estuvo cuando era una niña. - ¿Por qué no hacer de este matrimonio temporal algo duradero? -se preguntó, riendo y girando por la habitación como una peonza-.

Rafael pensaba de modo muy diferente. Estaba pasando por un infierno. Apenas clarear se despertó y respingó al verse encamado con la muchacha. Recordó de un plumazo lo sucedido y se maldijo. Se levantó sin hacer ruido, se vistió y escapó de la mansión de los Wangau con la primera excusa que le vino a la cabeza. Luego, apenas se encontró con Juan, su malhumor se disparó.

- Estuve esperándolo anoche más de una hora -dijo el chico con cara de pocos amigos-. ¿Qué le paso? -¡Que tu señor es un perfecto gilipollas! -masculló Rafael mientras daba una patada a una ramita caída en medio del paseo central de Hyde Park-.

Juan se le quedó mirando durante un largo momento y por fin silbó. - ¿Se ha liado con ella? ¿Se ha metido en la cama de esa inglesa?

Hubo tormenta en la mirada de Rivera, pero acabó suspirando y asintió.

- Lo hice.

- Usted no tiene arreglo, señor, si me permite decírselo. Las mujeres acabarán dándole un disgusto muy gordo. ¿Qué va a hacer ahora?

- Nada. - ¿Nada?

- Eso dije, Juan. Nada. Lo que pasó, pasó. Punto.

- Pero está casado con ella y… ¿me equivoco al pensar que su esposa le gusta?

- Me han gustado otras -zanjó-.

- Sí. Pero no se había casado con ninguna. ¿Está pensando en cambiar sus hábitos y convertirse en un hombre sensato? - ¡Juan, por Dios!

- Entonces, no lo entiendo. ¿Podría explicar las cosas a este pobrecito idiota, para que puede estar seguro de que el señor al que sirvo no se ha vuelto tan estúpido como yo?

A su pesar, Rafael sonrió la ironía.

- Ella no quiere este matrimonio. No quiere estar casada conmigo, sólo aceptó el arreglo porque su abuelo se lo pidió. Ya sabes que en cuanto encuentre al hombre adecuado nos divorciaremos.

- Espere a que se enteren de esto en Toledo. - ¡Tú no dirás una palabra!

- Yo no. Pero tendrá que decirla usted. ¿Qué pasará cuando encuentre a la mujer de su vida, a la madre de sus futuros hijos? Porque supongo que, tarde o temprano, querrá tener un heredero como todo el mundo ¿Cómo va a explicar que no puede casarse porque ya está casado con la inglesita?

- Estaré divorciado, Juan. - ¡Para el caso es lo mismo! Su familia es católica, como usted. Y en España no reconocen el divorcio. Usted estará casado y muy casado hasta que se muera. - ¡Bah! Déjalo Juan. No pienso atarme nunca.

El otro le miró de soslayo y acabó por bufar sin intentar siquiera disimular. Rafael se sintió aún más indispuesto después de aquella charla, porque acaba de darse cuenta de que, en efecto, no deseaba atarse a nadie… salvo a Ariana. Lo irónico es que ella le odiaba y estaba deseando encontrar al marido perfecto para divorciarse. La idea de Ariana junto a otro hombre le revolvió el estómago y le procuró un molesto dolor de cabeza.

Estuvo rumiando el asunto el resto de la mañana, preguntándose por qué condenación un hombre de su andadura había sido incapaz de resistir la tentación de una cara bonita y un cuerpo escultural. Jamás había tenido intención de mantener aquel tipo de relación con Ariana Seton, nunca quiso liarse con ella, se trataba sólo de hacer un enorme favor a Henry y después olvidarse de todo.

Pero Juan llevaba razón. Ariana podría volver a casarse, pero él no, en caso de encontrar más adelante a una buena muchacha con la que pudiera pensar formar una familia y sentar la cabeza.

Por otro lado estaban sus padres. Y sus hermanos. ¿Cómo demonios les iba a contar todo aquel enredo? Nunca habían existido secretos en su familia, tenían una relación cercana y estupenda, pero su necedad le obligaba ahora a guardar silencio sobre las verdaderas causas de su estadía en Inglaterra. ¡No digamos ya sobre su casamiento y posterior divorcio! Si su madre tenía una ligera idea de lo que estaba pasando, sufriría un ataque al corazón. En cuanto a su padre… Mejor era no pensar en eso. A Rafael no le extrañaría que, a pesar de su edad, le atara a un poste y le azotara.

Pero Ariana no se le iba de la cabeza. Había metido la pata hasta la ingle y no veía modo de arreglarlo. Con seguridad, ella querría hablar sobre el asunto y él no tenía respuestas para darle.

Cuando regresó a casa de los Wangau, el nudo en el estómago se acrecentó.

Ariana intuyó que algo no andaba bien apenas verle entrar y disculparse por llegar con retraso.

Como cualquier marido, se acercó a ella, se inclinó y la besó en la mejilla, volviendo a disculparse por haberla abandonado toda la mañana. Charló de modo amigable con los Wangau, incluso con ella. Pero Ariana presintió su inquietud. Hablaba y sonreía. Pero su voz carecía del tono cálido de la noche anterior -el susurro de sus palabras resonaba aún en sus oídos-, y su mirada era fría y distante, evitándola.

Sin embargo, pensó que se preocupaba por nada. Seguramente estaba tan distante por algún problema en los negocios a los que dedicó la mañana. Ya se lo contaría más tarde, cuando estuvieran a solas durante el viaje de regreso a Queene Hill. Olvidó sus repentinos temores y se mostró encantadora. Su actitud juvenil y soñadora hizo que Rafael se sintiera mucho peor.

Se despidieron de los Wangau después de comer y no quisieron retrasar más el regreso junto a Henry, pero prometieron volver en breve, aunque Rafael sabía que no sólo no regresaría más a aquella casa sino que, con seguridad, no regresaría más a Londres si podía evitarlo. Todo ello, claro estaba, en cuanto su pacto con Seton quedase zanjado.

Apenas arrancó el carruaje, Ariana se inclinó hacia él y apoyó su mano en la de su esposo. Rafael sintió una sacudida y trató de no mirarla, observando con obsesión el paisaje. - ¿Qué pasó?

La pregunta le hizo volverse. - ¿Como dices?

- Has estado educado, pero frío. ¿Hubo problemas en… esos negocios?

No, muñeca, pensó Rafael. Ningún problema aparte de que me he tirado toda la mañana devanándome los sesos buscando una solución a nuestro matrimonio. Ningún problema, salvando el contratiempo de que mi padre puede cortarme la cabeza, mi madre puede repudiarme y mis hermanos van a morirse de la risa cuando sepan lo sucedido.

No llegó a expresar ninguno de aquellos pensamientos en voz alta. Por contra, dijo:

- Todo fue perfecto. ¿Qué has hecho tú durante la mañana?

Y Ariana lo desarmó al contestar:

- Pensar en lo que pasó anoche -desvió la mirada, acalorada. No sabía qué debía decir o hacer. No era experta en seducir a un hombre, pero deseaba hacerlo con su marido, decirle que había cambiado de parecer, que su matrimonio ya no era para ella un simple contrato y que estaba dispuesta empezar una relación duradera. Inspiró hondo, sin darse cuenta de que los ojos de Rafael la comían.

- Creo que mi futuro marido…

Rafael sintió como si le hubieran clavado una daga en las tripas. El no quería estar casado, no había deseado jamás aquel matrimonio ¡Pero oírla hablar de nuevo sobre el hombre que ocuparía el puesto que él tomara la noche anterior, le sacó de sus casillas! Con un bufido poco caballero la hizo enmudecer y luego le dijo:

- Lo buscaremos desde ahora mismo, no debes preocuparte. Estoy tan ansioso como tú de terminar nuestro pequeño juego. Tengo muchas cosas que hacer en España, chiquita, de modo que cuanto antes demos con ese mirlo blanco, mejor para los dos -ella abrió los ojos como platos, pero él no la miraba-. Por otro lado, no debes preocuparte demasiado de lo que él pueda pensar. Serás una mujer divorciada y las divorciadas han estado casadas primero, de modo que sólo un idiota pretendería encontrar una que fuera virgen. No te recriminará que no lo seas. Olvídalo. ¡Olvidar! Ariana se dejó caer en su asiento y le miró como si todo el planeta hubiera enloquecido. ¿De qué hablaba Rafael? ¿Olvidar sus palabras, sus besos, sus manos? ¿La sensación de fuego que le recorrían aún las entrañas cuando pensaba en lo que habían hecho en la cama?

Entendió todo de repente. Y se llamó cien veces seguidas idiota. Su mirada violeta se volvió hielo y su gesto se tornó hermético. De modo que para Rafael Rivera sólo había sido una noche más de juerga, salvo que cambió una apestosa taberna por las elegantes habitaciones de la mansión Wangau. Una noche más, en la que sólo varió la infeliz que soportó su peso.

Se tragó las lágrimas y sus deseos asesinos. De haber sido otra persona, de no haber tenido sobre sus hombros el peso del apellido Seton, le hubiera importado muy poco arrancar el corazón de aquel farsante.

Después del ataque de cólera llegó la calma. Una tranquilidad fría y cerebral, totalmente racional y lógica. Analizó el tema con sensatez, sin dejarse llevar por las emociones, sin permitir que su corazón tomara parte. Y envolvió lo que su alma sentía en una coraza de acero, para no permitir que nunca más aflorara aquel sentimiento mágico que concibiera por Rafael Rivera.

Se juró que aquel mezquino cabrón español no volvería a tocarla ni un pelo.

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