Ariana

Ariana


VEINTIUNO

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La actitud entre ellos después de aquella noche, no varió en absoluto. Ambos estaban seguros de que el otro le deseaba pero nada más. Por lo tanto, el regreso a Queene Hill estuvo rodeado de un silencio sepulcral e irritante. Sin embargo, hubieron de olvidarse de ellos mismos, de sus odios y rencillas, de su pasión desatada cuando se tocaban y su frialdad y alejamiento cuando regresaban a la realidad que les envolvía y le guiaba por un camino de locos. El rostro taciturno de Peter, aquel gigante que parecía incapaz de ablandarse por nada, les dijo que algo andaba mal. Lo supieron nada más verle, cuando salió a recibirles.

Rafael saltó del coche incluso antes de que los caballos frenasen y de dos zancadas se plantó ante el inglés. - ¿Henry?

Peter movió la cabeza con pesar y el español vio dolor en sus ojos. No esperó a que Ariana bajase del coche, sino que la dejó a su cargo y subió a la carrera.

Al entrar en la casa tuvo la sensación de haber pisado una tumba. El silencio era total, como si todos los sirvientes hubieran desaparecido de repente. Ascendió con premura las escaleras hasta las habitaciones de su amigo con un nudo en la garganta, escuchando el repiqueteo de los tacones de Ariana tras él.

Rafael empujó la puertas del cuarto de Seton y se quedó plantado en el umbral, absorbiendo la escena y notando que le faltaba el aire.

Henry estaba pálido, tumbado en el lecho como un muñeco roto. Su rostro, cerúleo, sus ojos apagados. Aún así, el inglés hizo a un lado al médico que le atendía y le sonrió con cansancio. - ¿Qué tal la fiesta de los Wangau?

Rivera sintió un escalofrío en la columna vertebral. Hasta su voz demostraba agotamiento. Se acercó a la cama y trató de esbozar una sonrisa que sólo llegó a ser una mueca. - ¿No podías esperarnos de pie? -bromeó a pesar de todo, mientras un dolor agudo en el estómago le aguijoneaba-.

Seton suspiró y sus labios se distendieron en una ligera sonrisa. Su mirada se giró hacia la puerta, por la que acababa de aparecer su nieta.

- Ven, cariño -le llamó-.

Ella se acercó, un súbito dolor en el pecho le impedía respirar. Seton sólo habló cuando les tuvo a ambos cerca.

- Doctor, déjenos -pidió-.

- No le conviene hablar, milord. - ¿Qué importa un minuto más o menos?

El médico asintió en silencio y abandonó el cuarto, cerrando a sus espaldas, no sin antes decir:

- Avísenme si les hago falta.

Al quedarse solos, Ariana se sentó en el borde del lecho y tomó entre sus manos la que su abuelo le tendía. Rafael permaneció en pie, con el rostro convertido en mármol e incapaz de articular palabra.

- Ya sé que no os esperabais esto tan pronto -dijo Henry con un hilo de voz-. Al parecer mi corazón no era tan fuerte como pensaban todos, incluso yo mismo.

- Descansa, abuelo. No debes cansarte.

La mano libre de Henry se enredó en las guedejas platino de la joven.

- Siempre tuviste un cabello hermoso, Ariana. Como el de tu abuela. ¿No te lo parece, Rafael?

- Muy hermoso -contestó roncamente el conde-.

- Sí, es muy bon… -el ahogo no le permitió acabar la frase y la cara de Henry comenzó a ponerse azul. Rafael hizo ademán de correr hacia la puerta pero Seton tosió, recuperando el aire-. No… No llames al matasanos, por favor.

Rígido, Rafael se sentó al borde del lecho y tomó la mano del inglés.

- El médico puede ayudarte -le dijo-. - ¿A durar una hora más? - ¡Por el amor de Dios, Henry!

- Escucha, hijo…-la voz se apagaba por momentos-. Quiero que me perdonéis. Los dos.

- Abuelo… -lloró Ariana-.

- Pedir perdón no te ayudará, viejo buitre- bromeó Rafael con esfuerzo-. Siempre fuiste un bucanero. - ¿Verdad? -Henry se permitió incluso una cascada risita complacida-. De todos modos nunca viene mal arrepentirse. Aunque no me arrepiento de teneros así, a los dos. ¿Sabes, Rafael? Siempre soñé en veros unidos, por eso te forcé a esta locura.

- No hables.

- Tengo que hacerlo… antes de… antes de que se me… acabe el tiempo…

Ariana apretó con más fuerza la mano de su abuelo y él la miró con dulzura.

- Puede que ambos me odiéis por esta boda, pero… sé que hice bien… No, hijos… no me arrepiento de… haberos casado…

Se apaga por segundos, pensó Rafael notando escozor en los ojos, esforzándose en retener las lágrimas. ¡Dios! Quería a aquel hombre como a un segundo padre y ahora estaba asistiendo a su final sin poder hacer nada por impedirlo. Una mezcla de rabia y frustración le impedía respirar. Siempre pensó que Henry moriría lejos de su casa, en cualquiera de las aventuras a las que era tan proclive. Sin embargo, allí estaba, como una llama que se va apagando poco a poco, mostrando ya en su cara el color de la muerte.

- Henry -le dijo-, si te vale de algo, fue un acierto.

La mirada de Seton revivió un instante al escucharle y dirigió otra anhelante a la muchacha. - ¿Es verdad eso?

Ariana comprendió lo que se proponía su esposo y se lo agradeció en silencio. Se inclinó y besó a su abuelo en la mejilla.

- Amo a Rafael, viejo cascarrabias -confesó. Y no pudo retener el llanto mientras veía su alegría, porque sin darse cuenta acababa de confesar en voz alta sus verdaderos sentimientos-.

Lloró, recostada sobre su pecho. Por su abuelo y por ella, por el destino ingrato que le arrebataba al ser que más quería en el mundo y la arrojaba, sin piedad, a la vorágine de un amor que no sería nunca correspondido.

Cuando se percató de que él no se movía alzó la mirada. Su rostro tomó el mismo color que las sábanas del lecho. Miró a su abuelo, buscando en él un atisbo de vida, un hálito de esperanza. Pero Henry Seton había acabado de sufrir; sus ojos cerrados hablaban de adiós. En sus labios, anidaba una congelada sonrisa de felicidad.

Tragándose las lágrimas, le besó en la frente. Estaba caliente, como si durmiera, como si fuera mentira que acabara de irse para siempre de su lado.

Pasó mucho rato hasta que pudo incorporarse y abandonar el cuerpo yaciente. Las lágrimas se habían secado sobre su rostro y buscó con la mirada a Rafael.

Apoyado en la ventana, con el rostro escondido entre las manos, el cuerpo de Rivera, conde de Torrijos, se convulsionaba en un llanto silencioso.

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