Ariana

Ariana


VEINTIDOS

Página 24 de 45

V

E

I

N

T

I

D

O

S

Escapó al palacete.

Le resultaba imposible permanecer en la mansión mientras se llevaban a cabo los preparativos para el entierro. Queene Hill se había convertido en un mausoleo. Los sirvientes vestían luto, se cubrieron los espejos y las enormes arañas de los salones, desaparecieron las flores de los jarrones. Y el silencio era sepulcral. Nadie hablaba si no era en susurros, apenas se escuchaba algo más que el llanto apagado de alguna criada cuando cruzaba ante la habitación en la que se había instalado la capilla ardiente.

No fue capaz de soportarlo, por eso pidió que le ensillaran su caballo y marchó al lago. Al menos allí podría dar rienda suelta a su dolor sin necesidad de disimular, sin tener que estar rígido como una estatua y aguantando las ganas de llorar como un crío.

Además, estaría alejado de Ariana.

Se sentó al borde del agua y encendió un cigarrillo, dejando que el humo se colara hasta el rincón más profundo de sus pulmones.

Sabía que tenía que regresar a la mansión. Al día siguiente Henry sería enterrado al lado de su esposa, en el cementerio familiar. Arriba, en la colina que dominaba el valle, donde los rayos del sol calentaban siempre que el astro rey se dignaba visitar las islas. Allí donde la lluvia era más suave en invierno, como si los elementos supieran que no debían ser groseros con los restos que descansaban en el lugar.

Arriba, pensó Rafael. Más cerca del Cielo.

Sí, debería regresar. Ahora era el amo de Queene Hill y no podía dejar de cumplir su rol. Estar al lado de su esposa, recibir a los que llegaran para acompañar a Henry a su última morada. Tendría que estrechar manos, agradecer los pésames y ofrecerles un refrigerio después de la siniestra ceremonia.

Si pudiera escapar lo haría. Jamás tuvo miedo a la muerte, pero nunca había pensado nada más que en la suya propia. Y ahora, la de aquel hombre al que había querido y respetado, le dejaba desarmado, como un niño de pecho al que los brazos de su madre abandonan. Desvalido.

Dio la última calada al cigarrillo y lo lanzó al agua. Las ondas le recordaron el cabello de Ariana y sintió una punzada en el pecho. Había intentado no pensar en ella, aislarse de todo y de todos, hundirse con el dolor. Pero resultaba imposible. Ariana estaba grabada a fuego en su cabeza, en su cuerpo, en su alma.

Recordó sus palabras…

Deseó, durante un instante, que hubieran sido ciertas. Pero sabía que ella sólo trató de hacer más grato el último viaje de su abuelo. Notaba un escalofrío, de todos modos, cuando las escuchaba, una y otra vez, en su cabeza.

Había oscurecido. El lago no era ya más que una mancha negra y las estrellas titilaban en un firmamento de color azul terciopelo. Se dejó caer sobre la hierba fresca y cerró los ojos, embargado por un profundo cansancio.

Ni se imaginaba Rafael lo que iba a encontrar cuando, a la mañana siguiente, regresó a la mansión.

La pasividad del día anterior había desaparecido como por arte de magia. Los sirvientes estaban alterados y aunque trató de preguntar a un par de ellos, sólo consiguió exclamaciones y medias explicaciones acerca de Ariana.

Con el corazón en un puño, subió las escaleras. En la puerta de las habitaciones de su esposa había varios criados. Los apartó con pocos miramientos y se coló en el cuarto.

Ariana yacía recostada sobre el lecho y su rostro estaba pálido. Tenía las faldas ligeramente alzadas y se había desembarazado de la bota derecha. Nelly se inclinaba sobre la joven y ponía paños sobre su tobillo. - ¿Qué ha pasado?

- Una caída sin importancia -repuso ella-.

- Han intentado asesinarla otra vez -contestó en tono seco la voz de Peter-.

Rafael se volvió hacia el inglés, descubriéndole cerca de la ventana. Sus ojos oscuros lanzaron chispas. - ¿Qué has dicho?

- No ha sido una simple caída, sino un intento más de asesinato. Ahora que milord no está, es de tontos seguir disimulando, ¿no le parece, señor?

Era el discurso más largo que le había escuchado desde que le conocía. Se centró en la muchacha.

- De modo que no era una tontería.

- Nunca lo fue, pero no deseaba que el abuelo lo supiera.

Rafael se acercó al lecho. Ella parecía incómoda mientras que la buena de Nelly le aplicaba los paños. El luto no la sentaba nada bien. - ¿Como ha sucedido?

- Pusieron un cristal bajo la silla del caballo. Pensé que montar durante un rato, antes del… -se le cortaron las palabras y hubo de hacer un esfuerzo para continuar-… del entierro, sería una buena idea para calmar los nervios.

- Un cristal -repitió Rafael-.

- El caballo se volvió loco por el dolor cuando monté y le insté a galopar, pobrecillo. - ¿Se sabe quien ha sido?

- Está encerrado en la despensa, señor -contestó Nelly-. Peter lo descubrió. - ¿Le conocemos?

- Es uno de los cuidadores de los caballos -dijo Peter-. Lleva trabajando en Queene Hill menos de un año.

Rafael se incorporó como un gato, cruzó a largas zancadas el cuarto y dijo:

- Acompáñame, Peter.

El gigante le detuvo por un brazo.

- No vaya, señor. Es mejor. Ya hemos llamado a los agentes de la Ley.

- Quiero ver a ese bastardo. Y que me explique.

- Ya le sonsaqué yo, señor.

Rafael alzó las cejas. Aquel hombre jamás parecía perder la compostura, sucediera lo que sucediese. Le hizo una seña para que le siguiera y él le acompañó a la planta baja para encerrarse en la biblioteca. Apenas cerrar la puerta le interrogó.

- Dijo que milord había acabado con la vida de su padre. - ¿En un duelo?

- Nada tan espectacular, señor. Una partida de cartas en la que lord Seton ganó. Recuerdo al sujeto, yo acompañaba a milord en aquella ocasión. Perdió más de lo que podía apostar. - ¿Se suicidó?

- Eso dijo John. Es el hombre que tenemos retenido. Culpaba a milord de aquella muerte y, según confesó, quería hacerle pasar por lo mismo que sufrió él. - ¡Jesús! - ¿Quien puede saber lo que piensa una mente trastornada, señor? -se encogió Peter de hombros-.

Rafael se dejó caer en un asiento y se pasó una mano por el rostro. Estaba tenso. Lo estaba desde que subió las escaleras temiendo que le hubiera sucedido algo a Ariana.

Miró el reloj que adornaba un lado de la mesa. Faltaba poco para que comenzasen a oficiar la ceremonia por el alma de Henry.

Se levantó y atravesó la pieza. Al pasar junto a Peter, le puso la mano sobre el hombro.

- Gracias por cuidarla, Peter.

- Es mi trabajo, señor, cuidar de milady cuando no esté usted a su lado.

A Rafael le sonó a reproche, pero estaba demasiado cansado para explicar las causas de su repentina huída y, por otro lado ¿a quien demonios le importaba si decidía perderse dentro de un volcán en erupción?

La ceremonia fue corta y emotiva. El sacerdote habló sobre Seton, subrayando el cariño que despertó en todos los que le conocieron. Por fortuna, acabó pronto y la comitiva se dirigió, en silencio, hacia el lugar en el que descansaría el cuerpo.

Rafael guió a Ariana del brazo, asombrado de su serenidad. Estaba pálida y sombras oscuras adornaban sus ojos, pero caminaba muy derecha procurando mantener el paso de la comitiva aunque él hubo de sujetarla un par de veces cuando las piernas le fallaron.

El ataúd con los restos de Henry Seton fue bajado con ayuda de cuerdas. El sacerdote rezó en voz baja y luego, como en sueños, Rafael vio a Ariana inclinarse, tomar un puñado de tierra y dejarlo caer en la fosa.

El sonido le hizo sentir un escalofrío. Se quedó paralizado mirando el lugar en el que había desaparecido el cuerpo de su amigo y preguntándose si Henry estaría en esos momentos viendo lo que ocurría desde arriba, fuera donde fuese que estaba.

Juan hubo que propinarle un codazo en las costillas para que reaccionara y, como el que sale de un trance, también él tomó un puñado de tierra y la dejó caer.

El resto de lo que pasó en la colina apenas lo recordaría un día más tarde. Todo se borraba en su cabeza. Todo, salvo aquel hombre que surgió como por arte de ensalmo de entre los presentes, avanzó con paso sereno hacia Ariana y la besó la mano.

Ariana, que cubría su rostro con un velo negro, le miró fijamente. Y Rafael sintió como si le hubieran clavado un puñal en el pecho al ver su rostro transfigurado. Cuando ella se abrazó al cuello del recién llegado, estallando en sollozos, notó que el mundo se hundía bajo sus pies.

Ir a la siguiente página

Report Page