Ariana

Ariana


VEINTISÉIS

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Ariana había recibido la visita de Julien varias veces durante los últimos días. Había tratado de verle como un posible candidato, como dijera Rafael. Era capaz de hacerla feliz. Atractivo, con buen humor, excelente conversador y buena cultura. El marido ideal para cualquier mujer.

Julien se mostró encantador. Le contó acerca de su viaje a Holanda y anécdotas del país y sus costumbres. Ariana amaba viajar, pero hasta ese momento no tuvo oportunidad. Su abuelo insistió en primer lugar en que finalizara sus estudios. Había pasado la mayor parte de su vida en los colegios y apenas había salido de Inglaterra. Por eso la conversación de Julien le fascinaba.

Se miró al espejo, cepillándose mecánicamente el largo cabello y le preguntó a la figura reflejada si amaba realmente a Julien. No le gustó la respuesta. Su corazón ya estaba atrapado en las redes de un grandísimo bastardo, pendenciero, mujeriego y malencarado llamado Rafael Rivera, conde de Torrijos.

Malhumorada, lanzó el cepillo sobre la coqueta y se levantó. Sintió frío. Un frío que calaba sus huesos y no quería abandonarla.

La llamada a la puerta la devolvió a la realidad y dio su beneplácito como una autómata, esperando que se tratara de Nelly. Cuando la alta figura de Rafael se recortó en el marco de entrada, todo su cuerpo se envaró. Habían procurado no hablarse desde su discusión sobre Julien y su presencia allí, en ese momento la hizo sentir un hormigueo en el vientre. - ¿Qué quieres?

Rafael la observó desde su posición y por un segundo olvidó a qué demonios había entrado en aquella habitación. Ariana estaba radiante, enfundada en aquel camisón azul celeste de seda que se amoldaba a su figura de un modo enloquecedor. La prenda parecía haber sido confeccionada con el único propósito de perturbar a un hombre y con él lo conseguía. La escasa luz del cuarto hacía brillar su glorioso cabello. Suave, como una nube alrededor del óvalo perfecto de su cara.

Cuando ella dio un par de golpes con la punta del pie desnudo en el suelo, intranquila por su silencio y su hambrienta mirada, Rivera parpadeó saliendo del trance. Cerró la puerta, atravesó la pieza y dejó sobre la coqueta un sobre grande de color marrón.

- Me voy mañana -dijo-. - ¿De nuevo al palacete? -la voz de Ariana quiso ser irónica, pero sonó desesperada. Mientras estaban juntos no hacían sino discutir, pero ella ansiaba cada momento a su lado y sus constantes escapadas le resultaban un suplicio-. Pareces haberle tomado cariño al retiro del lago.

Rafael la observó con los dientes apretados, sus ojos eran dos trozos de carbón encendido que amenazaban convertirla en cenizas.

- Me voy a España -concretó-.

Ariana sintió que el corazón paraba de latir, pero alzó la barbilla y procuró que su voz resultara fría e impersonal. - ¿Cuanto tiempo estarás fuera? Tengo que hacer planes y…

- Puedes verte con Julien cuanto quieras -cortó él-.

- No tengo intención de poner en boca de nadie mi honra, señor mío. Y si a ti no te importa lo que pueda murmurase si me veo con otro hombre cuando mi esposo está de viaje, déjame que de te diga que…

- Después de esta noche, Ariana, no tendrás un esposo.

Ella tuvo un repentino mareo. Dio un paso hacia el lecho y se apoyó en una de las columnas de la cama. ¡De modo que era eso! ¡Por fin aquel desgraciado había decidido librarse de su compromiso y ser otra vez un pájaro libre! Le entraron unas ganas infinitas de echarse a llorar, pero se contuvo. Reunió fuerzas para enfrentarlo y se volvió. - ¿Qué es el documento? ¿Los papeles de nuestro divorcio?

- Felton lo preparó. Está todo en regla -asintió Rafael dando un par de pasos hacia ella, subyugado pero sin querer admitirlo, casi sin intención-. Por mi parte ya lo he firmado, sólo falta que tú lo hagas y todo será legal. Sólo me llevo la acuarela pequeña de Henry. Espero que no te importe. - ¿Y la casa que el abuelo…?

- Te lo dejo todo. Le dije a Henry que no necesitaba tu dinero y, aunque tengo muchos defectos, soy fiel a mi palabra. Sólo quiero esa pequeña acuarela.

La proximidad de Rafael le secó la garganta. Le miró a los ojos y estuvo a punto de lanzarse a su cuello. ¿Por qué demonios tenía que ser tan atractivo, el condenado? ¿Por qué le deseaba a pesar de todo? Sus pupilas recorrieron el cuerpo masculino. ¿Acaso no podía comportarse como el resto de los hombres? ¡Era mucho pedir a Rafael Rivera! De haber sido un caballero no habría entrado en su cuarto vestido sólo con pantalones ceñidos y aquella camisa abierta hasta la cintura. Posiblemente, pensó Ariana, no era consciente del magnetismo que emanaba.

Se quedó varada, clavados sus ojos en los de él, oscuros y profundos, sintiendo vértigo. Sólo acertó a decir…

- De modo que sólo quieres llevarte un retrato del abuelo…

Rafael alzó la mano. O tal vez hubiera sido mejor decir que la mano se movió sola, por propio impulso. Sus largos dedos se enredaron en la suavidad del cabello femenino, acariciándolo.

El puño masculino envolvió guedejas plateadas y tiró de ellas hacia atrás. Ariana lanzó un pequeño gemido cuando él la obligó a doblar la cabeza de modo que su garganta quedó expuesta.

- He cambiado de idea, milady -escuchó su voz ronca mientras un brazo atrapaba su talle para dejarla pegada a su cuerpo-. Creo que voy a llevarme algo más como recuerdo.

La resistencia de Ariana no duró ni dos segundos. ¿Para qué oponerse cuando ansiaba volver a amarlo?

Le besó con violencia. Con tanta como él. Por un instante, Rafael se preguntó si aquella bruja quería desquiciarlo, pero supo que ya deliraba por ella, de modo que el resto importaba un pimiento. Un hombre como él se guiaba por impulsos y en ese momento su cuerpo clamaba por el de Ariana, necesitaba poseerla por última vez antes de abandonar Inglaterra, antes de que ella perteneciera a otro hombre que calentara su cama, que la acariciara, que besara aquellos labios que él besaba en ese instante y…

Los celos lo convirtieron en un lobo hambriento. Sin dejar de besarla sus manos abrieron el cuello del camisón, se lo bajó por los hombros y lo dejó caer al suelo. Cuando la sintió pegada a él, desnuda y entregada, le importó un ardite el resto del mundo.

Ariana no fue una víctima atrapada y sumisa entre sus brazos. Sus manos acariciaron la espalda de Rafael, bajaron por las caderas, apretaron sus nalgas impulsando el cuerpo hacia él, alentándolo, instándolo y provocándolo hasta que supo que su esposo perdía la batalla. Rafael iba a desaparecer de su vida, quería zanjar aquel estúpido pacto hecho con su abuelo y ella no volvería a verle nunca más, pero al menos le quedaría el recuerdo de aquella noche.

Ariana tomó la iniciativa. Se refugió en sus brazos, enroscó los suyos en su cuello como serpientes, arrastrándolo hacia la cama. Rafael se alzó sobre las palmas de las manos, para mirarla, los ojos inyectados de premura. Susurró su nombre mientras él volvía a besarla, mientras acariciaba cada milímetro de su piel al tiempo que se desnudaba.

Él la deseaba. Pretendía una unión rápida, con la necesidad apremiándole de modo implacable. Pero Ariana lo apartó, le obligó a tumbarse boca arriba y se sentó sobre él a horcajadas.

Rafael gimió cuando notó su miembro engullido en el húmero y caliente túnel, sus manos se cerraron con fuerza en las caderas de Ariana, exhortándola a cabalgar aprisa mientras se miraban a los ojos. Juntos, alcanzaron la cúspide.

Ariana lo había hecho adrede. Quería que su imagen quedara para siempre reflejada en las retinas de Rafael, que cuando estuviera con otra mujer recordara su rostro, su cabello revuelto, sus ojos chispeantes y su boca húmeda. Marcarle a sangre y fuego, como él la había marcado a ella desde la primera vez que le hizo el amor.

Se amaron dos veces más durante aquella noche. En silencio, sin palabras, acompañados sólo por los jadeos y los gemidos de placer. Casi al alba, rendidos, se abandonaron al sueño, como dos amantes esposos.

Pero cuando Ariana abrió los ojos, entrada ya la mañana, se encontró sola en el revuelto lecho. Rafael Rivera no formaba ya parte de su vida. Estaba camino de España.

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