Ariana

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VEINTISIETE

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Alfonso de Borbón era apenas un muchacho, pero con la decisión y el coraje de un hombre.

Durante sus años de exilio se había formado en París, Viena y la Academia militar de Sandhurst en Inglaterra. Tras abdicar su madre, Isabel II, recibió directamente los derechos de los Borbones a la corona de España. Casi había llegado el momento de volver a dirigir los designios de su pueblo, pero habría de esperar un poco más, escondido, como un desertor o un ladrón. Sin embargo, no flaqueaba. Confiaba en los hombres que harían su camino hacia del trono más seguro. Confiaba en ellos y les entregaba su vida.

Cánovas del Castillo había organizado las filas alfonsinas, se esforzó por impedir el normal desarrollo de la monarquía de Amadeo I y la república con el fin de crear un clima favorable a la restauración de la monarquía borbónica en España.

Para todo el mundo, incluso para los más dignos representantes de las fuerzas aliadas a los Borbones, Alfonso, que tomaría el trono de España con la ayuda de Dios con el nombre de Alfonso XII, se encontraba en Sandhurst, Inglaterra.

Sin embargo estaba allí, a pocos kilómetros de Madrid, en un monasterio pequeño y desconocido. Sólo seis hombres estaban en el secreto. Ni siquiera los que le procuraban cuanto solicitaba sabían quién era.

La tela de araña se había tejido con calma y bien. Se hacía pasar por el hijo de un hombre importante que se recuperaba de una depresión por un fallido amor de adolescente. Los monjes le cuidaban, le aconsejaban y le miraban con una sonrisa de condescendencia, lejos de adivinar que el joven que ocupaba aquella celda habría de ser, en breve, su rey.

En aquellos momentos el salón, templado con el fuego de la chimenea encendida, reunía a varios hombres alrededor de la mesa de madera desgastada, silenciosos y absortos en sus respectivas tazas de café.

- En esta ciudad hace un frío tan endemoniado -comentó Martínez Campos para romper el hielo-.

Cánovas del Castillo dejó escapar una risita.

- Ávila siempre es fresca en esta época. Pero, amigo mío, no entiendo que se queje. Segovia, su ciudad natal, tampoco puede decirse que tenga un clima cálido. - ¿Como lo resiste usted, padre, a su edad?

El monje era un hombre de ochenta y un años. Llevaba más de treinta como abad de aquel monasterio y toda su ilusión en la vida era volver a ver a los Borbones sentados en el trono español. Sonrió a medias y su piel, como el pergamino, se alisó provocando un espejismo de juventud.

- Son muchos años aquí y ya estoy acostumbrado -repuso-.

El conde de Torrijos se levantó de la mesa y se acercó a la chimenea, dando vueltas a la taza en sus manos. Desde allí observó a sus camaradas y se sintió orgulloso de pertenecer a aquel reducido grupo de hombres que, contra viento y marea, deseaban devolver al joven Alfonso lo que le pertenecía por derecho.

Antonio Cánovas del Castillo, malagueño, tenía cuarenta y seis años. Político, estadista e historiador. Huérfano de padre a los quince años, consiguió sacar a sus cuatro hermanos adelante dando clases y publicando un semanario llamado La Joven Málaga. Trabajó como escribiente y se licenció en Derecho y Filosofía y Letras sin abandonar del todo el periodismo. Había sido el gestor de la abdicación de la reina Isabel II en su hijo Alfonso el día 25 de Junio de 1870, aunque no había sido aceptado como jefe del alfonsismo hasta Agosto del año anterior, poco después de regresar Rafael a España. Un hombre que cualquiera se sentiría orgulloso de tener como amigo.

Arsenio Martínez Campos, era segoviano y contaba treinta y un años. Graduado en la Academia del Estado Mayor en el año 1852. Batalló en Cuba desde el 69 al 72, contra los sublevados, obteniendo el grado de brigadier. Al regresar a España tomó el mando de una brigada que actuaba en Cataluña contra los carlistas y luego el propio presidente Salmerón le encargó acabar con los revolucionarios en Valencia. El gobierno, sin embargo, no veía con buenos ojos que un militar formara parte de lo que se estaba cociendo y a punto estaban de firmar su destierro.

El abad, el padre Guijarro, era un hombre al que nada ni nadie amedrentaba, excepto Dios. Había sido el guía espiritual de Alfonso desde su llegada, mantenido el secreto de su identidad y no lo reveló ni a sus hermanos monjes. Una ayuda inmejorable para mantener protegido al futuro rey de España.

Su propio padre, que desde un principio había dejado todo de lado para unirse a la causa. Dinero y alma entregó. Armas, incluso, si hicieran falta. Pero sobre todo lealtad y una fe ciega en el futuro monarca.

Y el más joven. El más alocado. Un individuo que se había salvado de la cárcel milagrosamente, que había vivido sus primeros años entre la inmundicia, el robo y la picaresca. Pero que se había convertido en una de las piezas claves de aquel grupo de caballeros sobre cuyos hombros estaba el futuro del país. Juan Vélez. Su criado y su amigo. Resultó importantísima su colaboración dado que, acostumbrado desde pequeño a entrar y salir de cualquier lugar sin ser visto, a escurrirse entre las sombras y a aguzar el oído en su propio beneficio, les había conseguido más información que todo un ejército de espías. Al principio, Rafael lo había utilizado para obtener pequeñas informaciones, cotilleos de taberna, murmullos callejeros. Juan no era idiota y con rapidez se dio cuenta de lo que su jefe necesitaba, de modo que sin contar ni con Dios ni con el diablo, se aventuró una noche en una reunión del partido republicano, haciéndose pasar por camarero y, escondido en uno de los armarios, se enteró del complot e informó a Rafael. Con eso seguramente, había salvado la vida de Alfonso y la de ellos, que estaban en la mira de los que se oponían a la instauración de la monarquía.

- Bien, caballeros -dijo al cabo de un momento, llamando la atención de todos-. ¿Qué vamos a hacer?

- No deberíamos hacer nada -opinó Martínez Campos-.

- Mientras Alfonso esté seguro entre estos muros, no debemos dar tres cuartos al pregonero -dictaminó Cánovas-.

El abad observó un instante los ojos oscuros de Rafael Rivera y supo que él tenía otras ideas. - ¿Qué crees que se debe hacer, Rafael?

- Acelerar los acontecimientos. - ¿Cómo? -se interesó su padre- Mientras el Gobierno tenga aún poder, no podemos movernos, sólo proteger a Alfonso y esperar.

Rivera regresó a su sitio en la mesa y miró uno a uno.

- Alfonso estará protegido aquí mientras no lo descubran. Castelar y Ripoll y sus secuaces tiene ojos en todas partes y muchos seguidores.

- Nosotros también.

- Lo sé, señor -respondió a Castelar-. Pero no podemos estar cruzados de brazos y esperar a que el Gobierno caiga. Debemos acelerar ese proceso. Debemos proclamar rey a Alfonso cuanto antes.

- Ahora es peligroso -opinó el militar-. Tu padre está bajo vigilancia y en cuanto a ti, no digamos. Te has creado más enemigos que pelos tienes en la cabeza, muchacho. Si intuyen que estás metido en esto, podrías encontrarte con una bala entre las costillas.

Rafael sonrió cínicamente.

- La vida es un riesgo, ¿verdad?

- Pero debes pensar en tu familia.

- Abad, no voy a ponerla en peligro, os lo aseguro. Pero la situación empieza a ser embarazosa. Alfonso, para todos, se encuentra aún en Inglaterra, pero está aquí. No puede permanecer mucho más entre estos muros, señores. No ha venido a España para convertirse en monje, con todos mis respetos, padre.

El anciano asintió.

- Convengo en que este pequeño y aislado monasterio no es lugar para un joven al que le esperan grandes cosas, pero es lo que tenemos.

- Y ha resultado un excelente escondite hasta ahora, lo admito. Sin embargo, España necesita la monarquía. Cada vez hay más disturbios, más enfrentamientos entre los adictos a la monarquía y sus detractores. Si esperamos mucho más, caballeros, puede que Alfonso tenga que reinar sobre un país cubierto de sangre.

- Y eso, amigos míos, no me agradaría -sonó una voz aún aflautada desde la puerta-.

De inmediato, todos se levantaron e inclinaron la cabeza en señal de respeto. El joven Alfonso hizo un gesto con la mano, rogando que tomaran asiento de nuevo y ocupó una de las altas sillas de madera tapizada de gastado cuero. Sus ojos brillaron al mirar a cada uno de aquellos hombres que arriesgaban su seguridad por él.

- El conde de Torrijos tiene razón, caballeros. No entiendo mucho aún de estos asuntos, pero ardo en deseos de conducir a mi pueblo con mano segura. Y sobre todo, señores, no deseo enfrentamientos por mi causa. Si supiera que uno sólo de los españoles habría de perecer para que yo suba al trono, volvería a Inglaterra.

Se elevó un murmullo de protesta.

- Señor -dijo Martínez Campos-, vos nunca seréis responsable de lo que suceda en las calles.

- Lo sería, sin lugar a dudas. Y no quiero eso. Quiero ocupar el trono porque estoy seguro de que es lo mejor para mis ciudadanos, lo mejor para España. Las muertes no entran en mis planes.

- No las habrá, Majestad -dijo Rafael-. Salvo que alguien trate de haceros daño.

Alfonso asintió complacido. - ¿Qué se sabe del complot?

Algunos palidecieron. - ¡Como sabéis que…! -exclamó Cánovas-.

- No soy sordo, amigo mío -replicó-. Ni ciego. Aunque estoy aquí, encerrado, haciéndome pasar por el hijo de un rico comerciante con mal de amores. Ustedes no se reúnen en secreto, por simple gusto. Y el padre Guijarro -extendió la mano para tomar entre sus dedos los del anciano, que le sonrió-, no miente a sus hermanos monjes porque haya olvidado sus votos a Dios. ¿Me equivoco acerca de que existe un complot?

Rafael chascó la lengua. Paseó por el salón, cabizbajo, ante la atenta mirada de Alfonso y arropado por el silencio del resto, que no se atrevían a hablar. Por fin se paró, miró al rey a los ojos y apreció decisión, terquedad y un espíritu que nada podría vencer. Aquel muchacho era oro líquido y él no deseaba mantenerlo engañado, de modo que se acercó a la mesa, puso las manos sobre la madera y se inclinó un poco hacia el monarca.

- Majestad -dijo muy sereno-, quieren asesinaros antes de que podáis tomar el trono.

El silencio que siguió a sus palabras fue total. Hasta que su padre tomó la palabra.

- Rafael, hijo, eres tan sutil como un elefante.

Ya estaba dicho y no había remedio. Rafael se quedó mirando al joven soberano, sin un ápice de remordimiento.

Al cabo de un momento, Alfonso se levantó de la mesa, rodeó la madera y extendió la mano hacia el conde de Torrijos. Rafael la estrechó con fuerza.

- Gracias -la sonrisa le hacía atractivo-. Gracias por no tenerme en la oscuridad acerca de mi seguridad. Y gracias al resto -dijo-, por lo que están haciendo y por querer ahorrarme el trago. Pero el conde tiene razón. Si he de tomar el trono de España tengo que saber qué pasa a mi alrededor, no ser un pelele. Quiero luchar por la causa, como hacen ustedes.

- Majestad, vos no podéis arriesgar…

- Debo hacerlo, señor abad -le interrumpió-. Si mi pueblo padece, yo padezco. Si mi pueblo sufre, yo sufro. Y si mi pueblo lucha, como ustedes, yo debo luchar, aunque sea desde mi encierro. Al menos ahora, no esperaré en el desconocimiento -se giró de nuevo hacia Rafael y su sonrisa se amplió-. No es raro que mi madre le concediera el título después de salvarle la vida, señor. Vuelvo a agradeceros su seguridad en su nombre. Espero, por el bien de todos -bromeó-, que no se convierta en una costumbre.

Alfonso abandonó la sala cerrando la puerta a sus espaldas. Y Rafael supo en ese momento que todo lo que hicieran hasta entonces por poner a aquel joven en el trono español era apenas nada. Merecía más. Mucho más. Merecía, incluso, que se diera la vida por él. Y prometió solemnemente ofrendarla si fuera necesario.

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