Ariana

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TREINTA Y DOS

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No quiso salir de su cuarto después de recuperarse de la impresión y doña Elena Rivera, confiándola a Julien, abandonó la habitación.

Weiss era incapaz de mirarla a la cara y Ariana no pronunció palabra hasta pasado un buen rato. Sin embargo, y para tranquilidad de Julien sólo comentó: - ¿Donde nos hemos metido, amigo mío?

Él se dio cuenta de que ignoraba sus triquiñuelas para llevarla hasta allí.

- No debes tomártelo tan a pecho- se acercó a la cama donde descansaba-. Rafael Rivera no es un monstruo a fin de cuentas. Nada va a pasarte estando en sus propiedades. - ¿Y qué habría de pasar? ¡Por Dios, Julien, no entiendes nada! -se tiró de la cama y caminó por el cuarto retorciéndose las manos-. ¡Es el hecho de estar aquí, en su casa, con sus padres y hermanos!

- Parecen gente agradable.

Ariana miró a su amigo como si fuera poco menos que idiota. ¿Qué le importaba a ella si la familia de Rafael era o no agradable? ¡Por todos los infiernos, estaba en su casa, cuando había jurado que no volvería a verle en la vida!

- Ese idiota de Ortiz podía habernos avisado. - ¿Qué sabía él, mujer? -le disculpó Julien-. Hemos dado el nombre de señor y señora Weiss a Ortiz, por tanto él no podía saber que has estado casada con Rivera. Y me temo que él ni siquiera ha mencionado el hecho a su familia. Ha sido cosa del destino -mintió como un bellaco, rezando para que Ariana no le sacara los ojos cuando se enterara de la verdad-.

La joven suspiró y se pasó las manos por el rostro, aún pálido.

- Debemos irnos. ¡Ya mismo! Busca una excusa y…

- Y ponernos en evidencia. Y seguramente, dejar mal a Domingo Ortiz. Y perder el negocio -apuntilló Julien-. ¿Es eso lo que quieres decir?

El desconsuelo que reflejaron los ojos de su amigo le hizo sentirse culpable. Julien llevaba razón, estaba siendo una egoísta que no pensaba más que en su guerra particular contra Rafael, sin acordarse para nada de él.

- Lo siento, Julien -le llamó con un gesto y el joven se acercó, tomándola de la mano-. Puede que no esté siendo justa, pero no puedo permanecer en esta hacienda ni un segundo más. Me ahogaría viéndole a cada instante. ¡Y me moriré si alguien vuelve a ponerse como un idiota delante de otra bestia con cuernos!

- Pues Castillo lo hizo bastante bien -sonrió él-. - ¡Oh, Julien! -golpeó la butaca-.

- Perdona, no tengo tacto. Lo cierto es que yo también me quedé sin aliento cuando Álvaro saltó a la arena. Y no digamos cuando se lanzó en picado hacia los cuernos de ese animal. Pero fue bonito. Terrible, pero hermoso. Eso dice Domingo. - ¡Ese hombre es un cretino! ¡Todos los españoles son unos cretinos! Es como si… como si quisieran que les matase, como si buscasen su perdición.

- Es un arte, Ariana. - ¡Pues no me gusta! -saltó ella-.

Julien guardó silencio un momento, esperando a que el ataque de histerismo remitiera. - ¿Qué vamos a hacer? -preguntó al fin-.

- Yo, desde luego, largarme -dijo ella-.

- No puedes dejarme solo. No sería correcto.

- Punto uno: -estaba muy seria- no quiero volver a ver torear a Castillo. Punto dos: no quiero tener que disimular delante de su familia. Y punto tres, Julien: no me gusta que todos se rían de la estúpida inglesa que no soporta su fiesta nacional. Supongo que he dado esa imagen, ¿no es cierto?

- Es lo que han pensado, sí -admitió él-. - ¿Lo ves?

- Pero cariño, piensa un poco. Serán sólo un par de días. Habrá más gente en la novillada y podrás escurrirte para no encontrarte con Rafael. Sólo dos días y habremos cerrado el trato del carbón en cuanto regresemos a Madrid. Con ese dinero podremos mejorar un poco la vida de nuestros mineros. Piénsalo, ¿quieres? Por favor.

Julien podía enternecer a un elefante si se lo proponía y Ariana era una muchacha fácil de enternecer, cuando se trataba de sus sirvientes y de la gente que debía proteger Desde tiempos lejanos, los Seton habían cuidado de sus arrendatarios y no iba a ser ella quien olvidara sus obligaciones. De modo que acabó por asentir.

- Prométeme que una vez finalice esto, Julien, nunca más regresaremos a España.

Weiss alzó su mano derecha.

- Te lo juro, preciosa. Palabra de caballero inglés. - ¿Piensa derretir la arena -preguntó Juan Vélez-, o es que está haciendo prácticas para que aparezca un agujero en medio del ruedo?

Rafael parpadeó y volvió la cabeza hacia su ayudante. No contestó y regresó la oscura mirada hacia el centro de la plaza. Juan se encogió de hombros y chascó la lengua. Era un esfuerzo inútil. - ¿No piensa cenar? - ¿Qué?

- Hace más de quince minutos que se han reunido. Y hace una hora larga que llegaron cinco invitados más. Imagino que le deben estar esperando.

- Regresa y discúlpame. Que mi padre haga las veces.

- Eso ni lo sueñe.

Rafael le miró con cara de pocos amigos. Pero Juan llevaba su razón y no esperó para recriminarle.

- Yo podría disculparle, es verdad, pero no podría atender a Mercedes Cuevas y mucho menos a Domingo Ortiz. Tiene algo que hacer y debe hacerlo. Recuerde, señor, que muchas cosas dependen de esta… fiesta. Hay alguien que espera, confiando en nosotros y no soy yo quien va a defraudarle.

A la cabeza de Rafael regresó el rostro sonriente de Alfonso mientras les deseaba suerte en su espinoso camino para ponerle en el trono. Suspiró y se dio por vencido.

- Dame diez minutos para cambiarme de ropa -dijo-.

- Hecho. ¿Le parece bien el accidente de un jornalero? - ¿Como dices?

- La excusa por llegar tarde. - ¡No, por Dios! -negó-. Tampoco hay que ser tan drásticos. Mejor un problema de índole privado.

- Eso no hará más que reforzar su fama de calavera. - ¿No es lo que se espera de mí? -se encogió él joven de hombros- A Ortiz le extrañaría que fuera por otra cosa.

- Pero su señor padre se enojará. Y no digamos doña Elena.

- Con mi padre ya aclararé las cosas -dijo, echando a andar hacia la construcción-. Anda y cumple lo que te he dicho. - ¿Le haré falta después?

- No.

- Entonces le veré mañana. Tengo un… asunto privado esta noche.

El conde de Torrijos dejó escapar una risita mientras subía las escaleras hacia su cuarto. En realidad, y aunque en la mayoría de las ocasiones Juan le desesperaba, no sabría qué hacer sin tenerlo a su lado.

Quince minutos después atravesaba la puerta del salón donde estaban todos reunidos. Lucía la mejor de sus sonrisas y su porte le hizo destacar como un león entre corderos.

El corazón de Ariana dio un vuelco al verle. Había tratado de convencerse de que era capaz de soportar su presencia de nuevo. Era fuerte y no se asustaba con facilidad, de modo que ¿por qué iba a asustarla Rafael Rivera?. Sin embargo en ese instante, mientras le veía avanzar orgulloso, soberbio e insolente, estrechando las manos de los hombres e inclinándose ante las damas, dudó de su propia capacidad.

Rafael lucía un traje oscuro y elegante que le hacía parecer incluso más alto. A Ariana le pareció que estaba algo más delgado. Sus ojos eran más profundos, más negros, y se hundían en aquel rostro atractivo y atezado, acentuando sus pómulos. Pero aquellas muestras de dejadez o cansancio -acaso no eran más que la demostración de su licenciosa vida-, no le restaban atractivo, más bien era al contrario. Nunca le había visto tan avasallador, tan hombre. La camisa blanca y el níveo corbatín resaltaban el tostado de su cara y ella no pudo apartar la mirada.

Julien la observó de reojo y fue el primero en adelantar la mano para estrechar la del español. El apretón de Rafael fue fuerte, pero no dedicó a Weiss más de un segundo.

- Me alegra volver a verle, conde -dijo Julien-. La casualidad a veces nos depara agradables sorpresas.

Rafael tardó en responder. - ¿Está usted seguro, Weiss? -preguntó en tono seco, haciendo que el inglés se sonrojara ligeramente-. Espero que milady esté ya repuesta de su malestar. Nos asustó a todos.

Ariana se había propuesto mostrarse amigable. A fin de cuentas sería sólo aquella noche y al día siguiente. Pero el tono déspota de Rafael hacia Julien le provocó el mismo efecto que una aguja clavada en el trasero. Sus ojos adquirieron aquel tono más azulado y elevó la barbilla, orgullosa.

- Tan repuesta que nos iríamos ahora mismo si no fuese porque la vizcondesa de Portillo nos pidió, expresamente, que nos quedáramos.

Si esperaba herirle con su acre comentario, falló del todo, porque Rafael mantuvo su mirada y una sonrisa ladeada y satánica afloró a sus cincelados labios. Permaneció en silencio mientras la observaba a placer. Estaba radiante con aquel vestido azul oscuro y el cabello medio recogido en un rodete sobre la coronilla. Deseó alargar la mano y tomar entre sus dedos los rizos que escapaban de su peinado. Pero no permitió que ella notara su fascinación.

- Entonces debe hacerlo, milady. Nunca me opondría a los deseos de mi madre. Discúlpenme, he de atender a otros invitados.

Julien escuchó chirriar los dientes de Ariana mientras el español se alejaba. Comenzó a dudar de que aquella trama fuera una buena idea. Aquellos dos se retaban a cada mirada, en cada palabra.

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